domingo, 26 de diciembre de 2010

No me va a pasar nada

I

Han vuelto a encerrarme. Otra vez estoy solo en este cuarto oscuro y maloliente. El más bajito, el que más mala leche tiene, ha prometido volver. Y ha amenazado: “…ya verás como dentro de un rato no estás tan gallito…”. Me quedo con el silencio de mi respiración entrecortada y con la oscuridad absoluta. Las piernas casi no me sostienen. Y me dejo caer aunque el suelo está frío, sucio y húmedo. Dicen que, llegada la hora de la verdad, se recuerdan en un minuto los momentos más significativos vividos. Entonces estoy seguro de que a mí aún no me ha llegado ese día. Porque los episodios que ahora martillean caprichosamente mi cabeza a ráfagas no son, ni de lejos, los que más han marcado mi existencia. Un circo. Un partido de fútbol. Y vuelta a empezar. Un circo. Un partido de fútbol.

II

...por Navidad empapelaban todas las paredes y todas las vallas de Mardebé. Vuelve el Gran Circo. Fantástico. Universal. Fabuloso. Grandioso. Magnífico. Pero sobre todo, y detalle muy importante, “dotado con potente calefacción”. Doy fe. Porque en la cola kilométrica, de la mano de mi hermano mayor Enrique, a la entrada a la enorme carpa, pasaba de los sabañones en las orejas y en los dedos, al cañonazo de aire caliente que se esparcía por todo el recinto de lona. Del frío extremo con la cara acartonada al calor exagerado con la mejilla enrojecida a punto de explotar. Y de todo aquel espectáculo, lo que menos me gustaba era que tenía que terminar. ¿Ya se ha acabado? ¡Qué corto…! Y muy por encima de las fieras, los magos, los contorsionistas, los monociclistas, incluso de los mismísimos payasos, para mí estaban los trapecistas. Claro que muy por encima, como que había que doblar el cuello y mirar hacia arriba. Redoble sostenido de tambor. El narrador del uniforme rojo y chistera negra imprimía tensión y recordaba la dificultad del ejercicio. Los trapecios, seguidos por un foco de luz, se balanceaban, iban, venían. El público contenía el aliento y se abstenía de masticar palomitas en aquel instante crucial. Redoble del redoble. Y a una señal, el trapecista volaba, daba una, dos volteretas, y cuando parecía que caía irremisiblemente, se encontraba con el compañero que le atenazaba los brazos con firmeza, al tiempo que la música cha-ta-ta-chán explotaba estridente y el público prorrumpía en aplausos, a petición del presentador, que entraba al quite y se deshacía en elogios hacia los maravillosos, colosales, geniales e inigualables “¡Herrrrrrrmanos Carrrrrrrpeta!”. Qué proeza. Qué maravilla. Qué equilibrio. Qué sincronización. “¿Has visto eso, Enrique?”. Y Enrique, por ser más mayor, no se dejaba impresionar, y me contestaba: “…lo hacen tan bien porque están seguros de que no les va a pasar nada; porque por mucho que arriesguen, si es que se llegan a caer, tienen la red debajo y no les va a ocurrir nada…”.

III

Vale, esta vez yo me he pasado cuatro pueblos, y al arriesgar demasiado, me han trincado y me he caído con todo el equipo. Pero, suerte que abajo tengo una buena red. Igual que los trapecistas. A mí tampoco me puede suceder nada. A estas horas Enrique ya debe saber que estoy aquí. Y estará manejando sus hilos. Es cuestión de minutos, de un rato. Vendrá el enano borde y me abrirá la puerta, “ya te puedes ir”, y yo me reiré de él en sus morros. Y al tiempo, en lo sucesivo pondré más cuidado. Por mucha red que haya debajo, no es cuestión de que me vaya cayendo cada dos por tres. Eso no sería propio de un buen artista.

IV

…me confié y me quedé muy adelantado. Perdimos la pelota y ellos rápidamente montaron su contraataque. El número nueve corría como una moto. Solo. Hacia puerta. Ya me había toreado unas cuantas veces a lo largo del partido. El entrenador desde la banda se desgañitaba. “¡No le dejéis! ¡Que no chute!”. Los nuestros, reventados, no bajaban a cubrir con la suficiente presteza. Entonces fui a por él con todo. Con los tacos por delante directos a sus tobillos. Lo derribé y con la inercia cayó dando tres o cuatro volteretas. Se retorcía enseñando hasta las amígdalas y no hacía teatro. Me quedé mirándolo. Sin arrepentimiento. Aún le pasaba poco. Por chulearme. El árbitro venía tirando el higadillo desde lejos con el silbato en la boca y la tarjeta roja en la mano. Rápidamente una nube de contrarios me rodeó y se encaró conmigo. ¿Tú estás pirado o qué? Empujones. Gresca. Me querían calentar. Pero Enrique estaba allí. Y se interpuso como una muralla infranqueable. Mientras, penalti y expulsión. Cabizbajo, me fui lentamente hacia los vestuarios. Sin girarme. Teníamos a Enrique en la portería. Escuché los gritos desesperados de los rivales, cagándose en todo lo que se movía, cuando Enrique despejó el balón y lo puso en órbita. Y escuché también la explosión de júbilo de los nuestros diez segundos después cuando se pitó el final del partido, “¡toma, toma y toooooma!”. Así era siempre. No iba a pasarme nada. No podía pasarme nada. Cuando el tema, cualquiera que fuera, se complicaba, aparecía siempre Enrique para poner las cosas en su sitio.

V

Al final, he perdido la noción del tiempo. La boca muy seca. Cansado. Sucio y estropajoso. He escuchado voces allá fuera. Cuando les ha parecido, han abierto la puerta. Por fin. Menos mal. Hoy no estaba el bajito cabrón. “Valentín, te puedes ir”. He suspirado. Pero en este lamentable estado no tengo ninguna gana de reírme en los morros de nadie, tal y como había planeado. Sólo quiero salir de aquí. Pero antes he pedido permiso para llamar por teléfono a mi hermano, agradecer su gestión y quedar con él para darle explicaciones. Los dos policías se han mirado sorprendidos. Interviene el primero: “Tu hermano Enrique no quiso saber nada de ti. Dijo que ya te apañarías”. No me lo creo. Levanto la voz: “A ver, a ver, qué me estás contando… eso que dices no puede ser”. Me quedo a cuadros. “Entonces por quién estoy fuera”. “Alguien más habrá, digo yo, pero desde luego, por tu hermano, no”. Me señalan la salida. Y yo, como un sonámbulo, salgo sin despedirme.

VI

Hace mucho frío aquí fuera. Siento vértigo. Me mareo y mucho. Dicen que, llegada la hora de la verdad, se recuerdan en un minuto los momentos más significativos vividos. ¡Joder, esto no puede ser, joder! Me entra un ataque de pánico. Estoy intentando cruzar la calle y las únicas imágenes que brotan en mi cabeza tienen que ver con mi infancia en casa de los abuelos, mi primer día de cole, la moto, con Celia, la mujer que más he querido, con Enrique, mi hermano Enrique… Según me voy cayendo al suelo, ya sé que ahora no hay red, y que esta vez sí me puede pasar algo.

domingo, 19 de diciembre de 2010

Velaré tus sueños



I
El ambiente del Liberto estaba cargado y la música como siempre muy alta. Los cuatro amigos estaban en torno a una mesita baja con los vasos medio llenos. Se sentaban sobre unos taburetes, haciendo equilibrio. Sólo podían hablarse de boca a oreja. Prácticamente no se entendían. La noche decaía. Qué casualidad, en la mesa de al lado, cuatro chicas departían, ji, ji, ji, ja, ja, já. Cuatro ellos, cuatro ellas. A lo mejor había tema. Bueno, cuatro del todo no. Sólo tres estaban operativas. Braulio tenía a la cuarta de ellas justo enfrente y no la perdía de vista. Claramente luchaba por mantener los ojos abiertos, unos ojos grises que no miraban hacia ninguna parte. Los párpados le pesaban. Se le cerraban. Se volvían a abrir. “Pobre…”, pensaba Braulio. Le inspiraba una tremenda ternura. De repente dio una cabezada, tan brusca que parecía que se iba a descolgar. El pelo le cayó sobre la cara. Se repuso momentáneamente. Y en medio, todo aquel guirigay de decibelios, “chunta, chunta”. La pelea contra el sueño fue enconada. Finalmente, acabó vencida por el sopor y quedó sentada, pero dormida. Las tres amigas seguramente habían hecho apuestas sobre cuánto tardaría la somnolienta en caer, porque una de ellas dio un salto jubiloso, “¡Yuju, he ganado yo…! “.

Pasaron algunos minutos. Se habían vaciado del todo las jarras de cerveza. No quedaba ni la espuma. Las tres chicas habían departido, mientras la compañera restante seguía de estatua. Pero ya estaban recogiendo abrigos. “Raquel, venga, que nos vamos”. Raquel no se movía. Estaba en el limbo de los sueños. Le zarandearon un poco el hombro. “A ver si la asustas”. Nada. Se miraron entre ellas dos segundos. “Qué hacemos”. “Por mí, que se quede. Así aprenderá.” De nuevo ji, ji, ji. Atravesaron el territorio de la mesa vecina en plan desfile de modelos. Hubo gestos. Sonrisas cruzadas. Entonces, los tres amigos de Braulio, captando la señal, se levantaron en bloque y se unieron al trío de las despiertas.

Braulio no, Braulio se quedó junto a la bella durmiente abandonada. Sin saber qué hacer. Sin saber qué decir. Sólo velando sus sueños. Esa fue la noche del día que Braulio conoció a Raquel, que inmune al atronador sonido del “chunta, chunta” que reventaba los altavoces, seguía durmiendo plácidamente.

II
Lo suyo con Raquel ya era más que química y magnetismo. Habían congeniado desde el mismo instante en que ella despertó de golpe en el Liberto y topó con su cara. Habían dado un paseo. Y otro. Habían tenido una conversación. Y otra. Un “qué haces este fin de semana”. Y un “aparte de dormir, ja, ja, ja, quedar contigo”. Finalmente, la situación había desembocado en un “si no estoy a tu lado, algo me falta”.

Y ahora se aprestaba para ir a recogerla. Braulio acababa de salir del trabajo en la madrugada del Sábado, había llegado a casa, se había pegado una duchita y ahora se acicalaba. “¡Qué cabrones…!”, exclamó Braulio mientras se miraba con atención al espejo para no cortarse durante el afeitado. Acababan de decir en la radio que, según un sesudo estudio de la Universidad de Tondon, los insomnes eran mucho más feos que el resto de los humanos. Se miró de frente y de perfil. Pues él no se veía tan mal, no. Pero frunció el entrecejo y pensó que más pronto que tarde, tendría que contarle a Raquel que él estaba en el otro extremo, que ni necesitaba ni sabía lo que era dormir, y tendría que reconocerle que por tanto era un insomne absoluto.

III
En cuanto les fue posible, Braulio y Raquel se fueron a vivir juntos. Durante los primeros meses de convivencia tuvieron lugar memorables “sobadas” por parte de Raquel, la bella marmota. Bajo el colorido castillo de fuegos artificiales, en la fase del terremoto y bombardeo aéreo. En el concierto de los dobles de “Supertramp”, apretujados por un enfervorizado gentío, mientras sonaba, “…Soñador, tú sabes que eres un soñador… bien, pon tus manos en tu cabeza, ¡oh no!…”.

Pero la preocupación superó y mucho a la anécdota cuando el metódico de Braulio constató que los periodos lúcidos y conscientes de Raquel iban menguando igual que se recorta paulatinamente la luz del día durante el otoño, camino del invierno. Raquel dormía cada día más.

Y ante el cariz que estaba tomando el asunto del sueño, decidieron acudir, más que nada, por consultar, al médico. Habría seguramente alguna pastillita, algo de cafeína, tal vez, que reajustaría de nuevo su reloj biológico y que devolvería el equilibrio entre la vigilia y el sueño. Fue cuando los mejores especialistas de la unidad del sueño diagnosticaron en Raquel un extraño caso de narcolepsia creciente. Qué les estaban contando. Estaban equivocados. No, no podía ser. Qué palo. Qué mazazo. Mucho cable conectado a su cabeza. Mucha maquinita registrando impulsos. Muchos tratamientos duros. Pero ningún efecto. El avance del letargo continuaba imparable.

Raquel dejó de conducir. Y antes de que la despidieran del gran almacén, cogió la baja. Para entonces, ella ya sólo se mantenía despierta nueve horas escasas, e hibernaba el resto. Braulio velaba sus sueños.

IV
A Braulio, veinticuatro horas al día con el cerebro acelerado le daban para mucho. Para mirar el reloj continuamente. Para calcular el tiempo que le faltaba al despertar de Raquel y el tiempo que tendría hasta que se durmiera nuevamente. Y para planificar cómo exprimirían al máximo los pocos minutos que disfrutarían juntos aquel día.

Y mientras aún estaba ella profundamente dormida, él con un cuidado, extrema dulzura y un primor exquisito, la aseaba, la arreglaba, y la vestía. Así estaría ya lista cuando abriera sus preciosos ojos. Braulio preparaba la comida. Lo que sabía que a ella le encantaba, porque se levantaría con un apetito voraz y no podían permitirse el lujo de distraer un solo segundo.

Aquel día, cogió a Raquel en brazos, pesaba como una pluma, y se la llevó al coche. Tumbó el asiento del copiloto y allí la acostó. Braulio recorrió kilómetros, kilómetros y más kilómetros de noche. Sin descanso, lo cual no era novedad para él. Arribó a la vieja playa cuando aún no había roto el día y los pescadores de caña apenas ni habían llegado. Con tremendo cuidado, la envolvió en una manta. Y avanzó con ella hundiendo los pies en la arena. Las olas se rompían monótonamente en la orilla. Cuando Raquel despertó el sol asomaba tímidamente entre brumas. Incomparable amanecer. “Estás siempre en mis mejores sueños”, le dijo abrazándose a él. Al gran insomne se le puso un tremendo nudo en la garganta, pero aún le pudo responder: “Y tú en los míos. Y tú en los míos…”.

V
Llamaron a la puerta varias veces. Eran sus tres amigos, los del Liberto. Con sus tres amigas, las del jijijí, jajajá. Braulio tardó en abrir. “Braulio, macho, llevamos una semana sin saber de ti y nos tenías preocupados”, le dijeron. Desde la tarde del entierro, no se habían atrevido a visitarle. Lo encontraron con unas ojeras muy marcadas. Una barba cerrada. Le había caído encima y de golpe el cansancio de toda su vida. “¿Te encuentras bien?”. Él afirmó con la cabeza. Entonces hablaron todos a la vez. “Uf, menos mal”. “Tío, vente ya con nosotros a tomar algo”. “Venga, vamos a dar una vuelta”. Él se llevó el dedo índice a la boca: “Chissss, no hagáis ruido, por favor. Que nadie hable. Que nadie se mueva. Raquel está durmiendo. La vais a despertar…”. Enmudecieron en seco y por completo al instante. De fondo, y muy bajito, pudieron escuchar la canción: “…Soñador, tú sabes que eres un soñador… bien, pon tus manos en tu cabeza, ¡oh no!…”.

Un año de blog


A quienes confiaron un trocito de escaparate en sus megablogs para que estas historias se pudieran asomar
A los amigos peruanos que buscan un “libro de las ocurrencias” y encuentran otro, o sea, éste.
A quienes entran en el blog más de 30 segundos por casualidad
A quienes entran en el blog más de 30 segundos por curiosidad
A quienes descubren estas historias y se sorprenden
A quienes descubren estas historias y no se sorprenden
A quienes identifican los relatos
A quienes se identifican con los relatos
A quienes están cerca
A quienes están un poco más lejos
A quienes ya no están…

GRACIAS…

Y ahora, como decían en aquel viejo programa, disfruten de la película de hoy…

Catador

domingo, 12 de diciembre de 2010

Titulitis en Cuadriculandia


I
Lina no estaba pegando ojo. Era la primera noche que pasaba fuera de casa después de muchos años. Y echaba de menos su cama. Su almohada. Su oscuridad. Y ahora sentía su respiración fuerte por encima de los ruidos extraños que se colaban desde la calle en aquella ciudad lejana. No estaba en su habitación. Por qué le haría caso a su hijo, por qué. Total, ya se lo había dicho muchas veces: “Gonzalo, es que vives muy lejos, a qué voy a ir a verte; yo aquí estoy bien”. Pero él había insistido mucho, “Ven, ven, y requeteven”. Y ella, que no podía negarse, había claudicado finalmente. Por lo menos vería a su nietecito. Era lo único bueno. Y allí estaba Lina aquella madrugada, tumbada e insomne, a la hora en la que el reloj circula más despacio y los minutos se eternizan, esperando que el despertador zumbara de una vez para que el día se pusiera por fin en marcha.

II
Lina era una mera espectadora de aquel trasiego matinal. Qué locura. Entra tú que salgo yo. Tráfico denso en el cuarto de baño. “¿Dónde está la camisa de las rayas azules…?”. Glu, glu, glú. La cafetera. “¡Gonzalo, hijo! ¿Aún estás así?”. Cloc, cloc, cloc. Tacones por el pasillo. Las paredes apenas filtraban las voces. “¿Lo lleváis todo?”. “¡Nene, dale un beso a la yaya!”. “Hasta la tarde. Si necesitas cualquier cosa, llama”. Hijo, nuera y nieto salieron en estampida. “No os preocupéis por mí. Id con cuidado”, les dijo Lina al despedirse, acompañándoles al recibidor.

Quedó sola en el nuevo silencio de la casa. Era lo convenido. Por lo del lío de los horarios en los aviones, que Gonzalo no le terminó de explicar, ella había tenido que llegar en Jueves. Ellos tenían que trabajar el Viernes. Y el peque tenía que ir al cole. Bueno, estaría sola unas horas, y después todos juntos en unión tendrían el fin de semana largo por delante. “No pasa nada”, se dijo a sí misma, “yo no sé aburrirme”. Para empezar, recorrió la casa. Como era más bien pequeña, la recorrió muchas veces. Estudió los detalles. Y reparó en un librito sobre la mesita junto al sofá. Le pudo la curiosidad. “Qué cosas más raras lee mi hijo”. Lina se ajustó las progresivas. Lo escribía un tal “Catador”. Y se llamaba “TITULITIS EN CUADRICULANDIA”.

III

Ella no sabía estarse quieta. Tras la inspección mañanera, ya había trazado un plan de acción total. De la galería cogió escoba y recogedor. Provista de llaves en el bolsillo de la bata, para ponerse a salvo de algún intempestivo golpe de viento, salió a la puerta de la casa. La hojarasca se arremolinaba en torno al escaloncito de la entrada. Lina se arremangó hasta el antebrazo. Zas, zas, zas. Con máxima eficacia en cada pasada, empezó a barrer. Uno, dos, tres; aún no llevaba la cuarta, cuando escuchó un grito a sus espaldas. “¡Oiga, oiga, señora!”. Lina se extrañó. “¿Es a mí?”. “Sí, sí, señora, a quién va a ser si no ¿Pero se puede saber qué está haciendo?”. Y a ese tío qué le importaba. Lina no quiso perder la buena educación. “Pues lo que ve: simplemente yo estoy barriendo la entrada de la casa de mi hijo…”. “Pero… ¿Cómo se le ocurre hacer eso? ¿Tiene usted el título de Maestro Especialista Limpiador de Suelos, Firmes y Pavimentos? ¿eh? ¿lo tiene usted?”. “Lo que faltaba”, pensó Lina, “un chalado se ha escapado y lo tengo enfrente”. “¿Utiliza usted un equipamiento homologado, con púas naturales y filtro antipolen incorporado?”. Aquel hombre se irritaba por momentos. “Señor, ¿y usted quién es para hablarme así?”. “¿Yo? Yo soy Licenciado en Observancia, y mi título me permite llamarle a usted la atención por su conducta incorrecta, e incluso estoy capacitado para iniciar un expediente de denuncia en este mismo momento…”. Ostras, aquel individuo estaba sacando una libretita del bolsillo de su chaqueta. El sofoco que se apoderaba de Lina, enrojecía sus mejillas. Tuvo dos prontos. Atizarle con el palo de la escoba en las partes delicadas. O meterse corriendo en casa y darle un portazo en las narices. Escogió lo segundo. Para una vez que venía de visita a ver a Gonzalo, tampoco le iba a crear muchos problemas.

IV
No era que tuviera pensado salir, a dónde iba ir ella por aquellas calles desconocidas, no. Pero bastaba acordarse de que tenía aquel iluminado merodeando, para que se sintiera agobiada y enclaustrada. Se sentó entonces Lina en el sofá, donde machacaban las horas hijo y nuera. Y tomó el mando de aquella ultramoderna televisión. Qué has dicho. Botón verde para encender. La tele hablaba. Le hablaba a ella. “Diga o teclee su código con el Título de Controlador de Canales y Puertos usb ”. Pero esto qué es, Lina. Ella sólo quería ver los cotilleos. Sólo eso. Apretó varios botones en el mando, uno detrás de otro. Pero nada. Cuando se levantó, se llevó un susto de muerte, porque la tele habló y le dijo: “Usted no está capacitada ni preparada para controlar canales y puertos usb”. Calentita, muy calentita de ánimo, Lina sólo dijo: “…que no estoy preparada… ¡nos ha jodido!”.

V
“En qué mala hora… si lo llego a saber, no vengo…”. Lina iba, venía. Trataba de evitar el paso por el comedor, porque por lo visto, aquella megatele tenía un detector de presencia, y cada vez que cruzaba la estancia, le repetía: “…usted no está capacitada ni preparada para controlar canales y puertos usb…”. Y respirando hondo, se decía, “… pero luego, cuando ellos lleguen, Lina, pon cara de buena, de lo bien que lo has pasado, de lo a gusto que estás en esta puñetera casa, que no te noten nada, Lina, que no se den cuenta…”.

Se atrincheró en la cocina. Ya había visto cincuenta veces lo que había en la nevera. La sosa verdurita que la nuera le había dejado preparada. Pero eso no le apetecía para comer. Le apetecía más bien una buena fideuá con setas y gambas. Había materia prima. Y herramientas. Así cuando llegara la familia hambrienta, no tendría más que sentarse a mesa y mantel puesto. Se arremangó de nuevo. Se lavó las manos. Escogió cazuela para preparar el caldo. La puso sobre la “vitro_inteligente”. Fue a girar el mando. No pudo. Más fuerte. Bloqueado. Sonó una voz: “Por favor, diga el código del título Doctor en Ciencias de la Gastronomía”. “¡Una mierda! ¡Eso es lo que voy a decir! ¿Me oyes bien, máquina de las narices? ¡Y una mierda!”. La máquina, que por eso lo es, no perdió su compostura: “Usted no está capacitada ni preparada para utilizar esta maxicocina”.

Entonces fue cuando le sobrevino lo del ahogo. Le faltaba aire. Tuvo tiempo justo para llegar al sofá, donde más que dejarse caer, se desplomó. Quedó blanca, pálida, incapaz de mover un solo músculo. Eso sí, pudo oír cómo la megatele, desde su posición, le decía a la vitro_inteligente: “…no está capacitada, sin título, no está preparada…”. Y ésta, le respondía: “…sin título, no es nadie”.

VI
Lina escuchó a lo lejos la cerradura de la puerta. Por fin regresaban. Entrarían en casa, la llamarían, y se darían cuenta de que estaba allí, tendida, paralizada, inmóvil. “Toma las llaves, papá”, exclamó el niño. A lo que se entendía, el pequeño había conducido el coche hasta casa. Los bebés de hoy en día nacen con muchas lecciones aprendidas. Al acceder al salón, vieron el panorama. Pero ni se inmutaron ni se alarmaron. Si hubiera podido, Lina les habría puesto el grito en el cielo. La estaban encontrado allí tirada y no se lanzaban en su auxilio. Gonzalo registró los bolsillos de su chaqueta. Sacó tres o cuatro cajitas de pastillas. “Vaya, cariño”, dijo contrariado, “no me queda Cardioactivina…”. La nuera entonces abrió el bolso, “voy a ver si yo tengo alguna”. ¡Pero bueno…! ¿y por qué aquellos tenían pastillas de Cardioactivina, un potentísimo medicamento, como si fueran chicles de menta? ¡Y sin receta! Sintió Lina los dedos templados de su hijo separándole los labios para introducirle el comprimido, y escuchó cómo empezaba a llamarla al principio de forma suave y después, más contundente: “Mamá…, vamos mamá… ¡Mamaaaá!”

VII
“…Mamá…, vamos mamá… ¡Mamaaaá!”.
Y Lina dio un brinco. Abrió los ojos como platos. Pero qué susto más morrocotudo. Allí estaban todos. La Cardioactivina no. De la Cardioactivina ni rastro. Gonzalo le dio un beso en la mejilla. El nieto la abrazó. La nuera le dijo: “Claro, luego dices que por la noche no puedes dormir… pero te has pasado el día roque… Entre que todavía te dura el “jet lag” y que tienes el ritmo cambiado… vas al revés”. Ella forzó una sonrisa y dijo para sí: “…pon cara de buena, Lina…”.

Se levantó magullada. Le dolía casi todo. Al incorporarse, el librito se cayó al suelo. Se percató Gonzalo y le preguntó: “Ah, ¿Lo has visto? ¿Qué te parece?”. Ella se agachó para recogerlo. “TITULITIS EN CUADRICULANDIA”, de Catador. Se apoyó Lina en el antebrazo de su hijo para incorporarse y le contestó muy seria: “…pues que lees unas cosas muy raras, hijo, muy raras…”.

domingo, 5 de diciembre de 2010

Cartas a un detective

SEPTIEMBRE

Querido amigo Quijada:
No puedes imaginar la sorpresa que me has dado con tu carta. Para mí el nuevo colegio ha supuesto un cambio muy brusco, aunque los compañeros que tengo ahora son muy amables conmigo. Como soy un delantero bastante bueno, todos me quieren en sus equipos y me hincho a meter goles. De los profesores, prefiero no contarte mucho. Hay uno que habla solo. Él se pregunta, él se contesta y él se felicita por lo listo que es o se riñe por lo tonto que también es. Cuando llegues a clase da recuerdos a todos de mi parte, en especial a Martínez, Flores, Reverte, Jiménez, Arias, Sánchez, Armero, Castaño, y sobre todo a Bermejo. A las chicas… mejor no les digas nada.

¿Sigues en tu empeño de ser detective privado? Con lo obstinado que eres, me parece que sí. No tengo ninguna duda de que lo conseguirás. Y además, de los buenos. Ya me contarás cómo sigues con lo de Guillermo el Mini. Me da pena no poder ayudarte desde aquí, pero sé que resolverás el caso y espero que me lo cuentes cuando llegue el día. De todas formas, ten mucho cuidado y no te confíes, porque los peligros siempre vienen disfrazados. Bueno, se me acaba el rollo. Acuérdate de dar los recuerdos. Un abrazo.

Gerardo Bandera

OCTUBRE

Estimado Quijada:
Si la primera carta tuya fue una sorpresa, recibir la segunda ha sido una alegría. Me demuestra que nuestra amistad está muy por encima de la distancia que nos separa y del tiempo transcurrido. Aquí ya hemos empezado el campeonato interescolar. Llevamos ganados tres de tres. Yo he marcado sólo un gol, pero he hecho muchos pases buenos. Y tenemos un entrenador muy peculiar. Le llamamos “El políglota”, porque es el profesor de inglés y dice que habla seis idiomas: inglés, francés, italiano, alemán y chino, además del castellano. Todos estamos seguros de que nos vacila. Ja, ja. No dice bien ni el “gudmoning”.

Por supuesto que me hace mucha ilusión que vengáis a Siraiñe. Si os animáis Bermejo y tú, os venís un Sábado de los que jugamos el partido en casa. Hay autobuses a todas horas. En la otra hoja, te dibujo un plano para que sepáis llegar sin pérdida. Espero que te aclares con las flechas. Y si no, preguntad a cualquiera, que aquí la gente es amable y no se come a nadie.

Respecto del nuevo caso que investigas, el del misterio de las calculadoras desaparecidas, mi opinión es que te fijes en el que parezca menos sospechoso. A Reverte siempre le gustaba presumir de su calculadora de Andorra, y a lo mejor no puede soportar que otros tengan ahora modelos más nuevos y más modernos. No le digas que lo considero presunto culpable. Podría molestarse. Lo ideal sería que lo pillaras “con el carrito del helao”, que pusieras un cebo, quiero decir una calculadora con pegamento, y que se le quedaran los dedos pegados.

No te desesperes con Guillermo el Mini. Tarde o temprano acabará cometiendo un error y tú estarás allí para pillarlo. Y es un dato importante y revelador que cada día llegue al colegio con la mochila vacía y se vuelva a su casa con la mochila cargada. No hay que descartar nada. A lo mejor, libro a libro, el tío está vaciando la biblioteca del colegio.

Sí, yo también creo que Amelia es muy simpática. Por qué no decirlo, la más simpática de todas. Bueno, me despido que me llaman, que la cena ya está puesta. Cuídate.

Gerardo Bandera
P.D.- Estírale bien las orejitas a Bermejo de mi parte el día de su cumple.

DICIEMBRE

Apreciado Quijada:
No tienes por qué disculparte. Fue mala suerte que a Bermejo lo castigaran a última hora y a ti no te dejaran venir solo. De todas formas, aquel partido fue un desastre, lo perdimos 1-4 y no jugamos bien.

No he tardado en contestar tu carta porque estuviera enfadado, sino porque he tenido muchos exámenes, aquí aprietan mucho, y he andado muy liado.

Sobre lo de Guillermo el Mini, mi consejo es que abandones la investigación. Si después de tantos meses siguiéndole no has encontrado nada, ni dentro ni fuera del colegio, a lo mejor es que no hay nada. No parece que robe papeles. Y cuando hace de árbitro, tampoco pita penaltis en contra ni amaña partidos, aunque se equivoca un montón. Lo único que sí me parece claro es que Guillermo el Mini es muy simple. Pero eso no es delito. Hay mucho simple suelto por las calles.

No, no creas que pienso que Amelia es pesada cuando te pregunta por mí. La verdad es que yo también me acuerdo mucho de ella. Me explicaré. Pero por favor no le cuentes lo que te voy a desvelar. Te acordarás del caso del pendiente perdido, que fue muy sonado. Amelia interrumpió la clase: “¡Señorita, señorita, he perdido el pendiente de plata!”. Todo el mundo, profe incluida, iba a gatas por el suelo, buscando por debajo de los pupitres. Y quedó sin aparecer. Y eso que alertamos a la señora de la limpieza. Rastreamos por los patios y por las papeleras. No lo encontramos. La casualidad quiso que dos días después, yo lo viera camuflado en el césped de la entrada. Cuando lo tuve en la mano, me dio vergüenza devolverlo. La gente podría pensar que lo había tenido yo escondido todo ese tiempo. Así que no dije nada, lo guardé y lo conservo como un tesoro, como un gran recuerdo de una gran chica.

Me da que ya lo sabías, que por eso te referías a Amelia en cada carta tuya, porque sólo te faltaba una confesión por mi parte para cerrar el caso del pendiente perdido. Al contártelo, yo me quito un peso de encima y esto queda entre nosotros. Y aquí tenemos otro caso resuelto del detective Quijada. No dirás que no suena bien, ¿eh?

Bueno, voy a despedirme ya, que me he enrollado como una persiana. Avísame si os decidís por fin a venir cualquier otro día a Siraiñe. Y léele la cartilla a Bermejo, para que se porte bien y no lo vuelvan a castigar a última hora. O sea, que seáis buenos, que si no nos vemos hasta que nos jubilemos. Aaaaadiós.

Gerardo Bandera.
P.D.- Por favor, dale recuerdos sólo a Amelia. Y dile que si quiere, que me escriba. Yo prometo contestarle.

domingo, 28 de noviembre de 2010

¿Y tú qué puedes hacer por Kublets?

I
Natalia no sabe qué ponerse. “Voy a una empresa, no a una boda”, se repite a sí misma. Así que ha removido la ropa del armario y ha rescatado una veintena de opciones, alguna de ellas imposible. Las ha visto en perspectiva, en primer plano. Qué rabia, ninguna acopla con lo que ella piensa que necesita. Pero éste es un momento que requiere decisiones rápidas. Elije. Sin vuelta atrás. Suena entonces la voz de su padre. “¡Te espero abajo!”, le ha dicho desde el recibidor. Otro que tal. Se ha empeñado en acompañarla, igual que cuando la llevaba al cole de pequeñita. Le dijo enérgicamente que no hacía falta, que ya iba sola. Pero él es muy testarudo. Y ella, que lo es más, hoy no va a reconocer de ninguna manera que se alegra un montón de tenerlo a su lado.

II
El inalámbrico vibra encima de la mesa y se mueve. Parece que tiene patas. Es la enésima vez que suena. Esta vez Matías Mata, que suspira profundamente porque a este paso no va a terminar nunca, lo coge y pulsa el botón verde. “¿Sí?”. “Matías, tienes una visita. Es una chica que envía la ETT para lo de la entrevista”. Se rasca la mejilla. “Dile que espere un poco. Enseguida que pueda bajo y la atiendo”. Aprieta el botón rojo. Click. Deja de nuevo el teléfono encima de un montón de papeles. “…por dónde iba…”. Suelta un “coño” que retumba. Ha perdido el hilo de la lista que tenía entre manos y tiene que empezar otra vez.

III
“…tienes una visita. Es una chica que envía la ETT para lo de la entrevista”. Mientras habla la recepcionista, Natalia contiene la respiración. Siente un sudor frío en las axilas. La recepcionista cuelga. Se dirige a ella. “Siéntate ahí un momento. Ahora bajará el Señor Mata”. Ella obedece. Se siente infinitamente pequeña, hundida en aquel blando y enorme sofá. Y no, definitivamente no eligió bien aquel pantalón que le oprime el estómago. Tiene que levantar mucho la vista para radiografiar la estancia. La entrada con la puerta automática de cristal ahumado con el nombre “Industrias Medianas”. La planta escuálida y larguirucha con las hojas amarillentas. Y aquellos cuadros, con los Kublets. Representados en todos los estilos pictóricos. Kublets a través de los tiempos. Kublets, no se lo puede creer. Está en la factoría de los Kublets y su mayor sueño en este momento, es meter un pie dentro y, aunque sea barriendo con una escoba partida, entrar a formar parte de esta prestigiosa organización.

IV
Matías es consciente de que se ha vuelto huraño. Y se autojustifica. No queda más remedio. De un tiempo a esta parte elude los saludos, empezando por sus propios vecinos y acabando por el personal de la factoría. Es que lo paran en medio de la calle. En la farmacia. En la carnicería. Hasta en el “desaguador”. Es que no se andan con rodeos. Directamente suplican. Acosan. Le piden imposibles. “A ver si puedes hacer algo por mi chiquillo, que es muy bueno y no encuentra faena”. Al principio, aún se esforzaba por prometer que lo intentaría, advirtiendo que la cosa estaba mal, muy mal. Pero ahora ya es un ser hermético, más si cabe desde que constató que también a su mujer la habían metido en esta rueda de asedios, esperando erróneamente que ella actuaría de catapulta y altavoz para llegar directamente al punto del cerebro donde él toma las decisiones.

V
¿Media hora? ¿Tres cuartos? Natalia no sabe ni el tiempo que lleva allí. Parece que se han olvidado de ella. Pero no. Debe formar parte del protocolo de selección. Probar la paciencia del candidato. Algunos empleados desfilan por delante de ella. Absortos. Van de aquí para allá. Y claro, no reparan en ella. Le entra complejo de florero. De estar sin estar. Y sus pensamientos se desbocan entonces liberando toda la tensión acumulada en los últimos días. Tararea mentalmente sin cesar el estribillo “…tenía tanto que darte…”, y se acuerda de Eduardo. Y traga saliva. Cinco años tirados por la alcantarilla. Mira hacia la talla del techo. Desde primero de carrera compartiendo apuntes y algo más. Esperándose el uno al otro. Dándose la mano. Y ahora ya no. Ahora ya no.

VI
Llaman a la puerta del despacho. Es Héctor. “Matías, ¿puedes venir un momento?”. “¿Qué pasa?”. Matías ya se ha levantado y sigue al encargado, mientras le explica, gestos incluidos, con pelos y señales la situación. Salen a la nave. Y sus voces se diluyen en el fragor de las máquinas.

VII
Convocatoria por correo electrónico en el Hotel Universal para la prueba previa. Tempranito. A las ocho de la mañana. No creía Natalia que iba a encontrarse con tanta gente. Madre mía. Algunas caras conocidas. De la facultad sobre todo. Otrora compañeros. Ahora rivales. Se puso en la cola. Un examen más. Otro. Nervios. Pis. Cuando abrieron las puertas del Salón Magno, y la fila fue moviéndose, reparó en Eduardo. Qué hace aquí. El mundo se vino abajo. Él no le había dicho que pensaba presentarse a la selección. Claro que ella tampoco. A Eduardo le mudó el rostro. Desde detrás, alguien temeroso de quedarse sin sitio empujó a Natalia. Se había quedado parada. Qué ironía. Se escuchaba el hilo musical de fondo: “…tenía tanto que darte…”. Se le clavó en el tímpano. Al pie de la escalerilla del hotel, en medio de un acordeón humano, y sin mediar palabra, se estaba rompiendo una relación inquebrantable.

VIII
Matías acaba de acordarse de que le esperan en la entrada para lo de la entrevista. “Héctor, vengo enseguida”. Y mientras recorre el pasillo de vuelta, abre la carpeta para releer lo que dice el informe de la candidata porque antes no ha encontrado tiempo para hacerlo. Suerte que la empresa consultora actúa de filtro. En selecciones anteriores, la cantidad de gente llegaba a bloquear los accesos a la fábrica. Y él tenía que perder un día entero. Ahora no. Ahora sólo tiene que ver a cinco personas y la de hoy es la cuarta. Cuando irrumpe en la recepción, la chica, que estaba casi aletargada, se asusta. “¿Natalia?”. Es obvio que sí, que es ella. “Soy Matías Mata…”. Pide disculpas por el retraso y la invita a seguirle. Y pasan hacia dentro. Ella parece hipnotizada. Y recorren las instalaciones del mundo Kublets que son visitables. Y mientras van andando, él va dejando caer preguntas cargadas de intención, que tienen que aclarar la potencialidad de la aspirante. Se detienen delante de la máquina de los cafés. Él ofrece. Ella acepta un descafeinado. Si en el mundo todo se mueve por impresiones, él está recibiendo una muy buena impresión de ella. Él se sabe observado. Ella no tiene ni idea de que los pueden estar mirando. Por un segundo, Matías flaquea y está a punto de confesar que a él le toca interpretar un paripé. Que todo el mundo piensa y está convencido de que él, Matías Mata, selecciona al nuevo personal de Industrias Mediana. Pero que no es así. No es así. El que quita y pone a los empleados como si fueran Kublets está ahí arriba, en el mirador. Y maneja todos los hilos según estima conveniente, que para eso es el dueño. Ha sido sólo un flash. Rápidamente Matías vuelve a la realidad, se recompone, recupera su papel de forma magistral y mirando fijamente a Natalia, le lanza la pregunta clave: “¿Y tú qué puedes hacer por Kublets?”.

domingo, 21 de noviembre de 2010

Páginas en blanco




I
Entraba en un pueblo, pero no tanto. No tanto como para que alguien reparara en aquel Ibiza rojo, enfilando la entrada, la de la rotonda a la salida de un túnel… a eso de las nueve de la mañana. Jaime Solera conducía con precaución y observaba la calle del Conde, con sus edificios sesenteros a un lado y los talleres al otro. Buscó sitio para aparcar sin éxito. Coches en batería, uno detrás de otro. Y los huecos que había se correspondían con vados permanentes. Cuando ya se le antojaba una tarea imposible, atisbó un Megane que salía, y él rápidamente maniobró para estacionar allí. Paró el motor. Estiró brazos y cuello para desentumecerse. Había llegado a Mediavilla.

II
Se notaba que aquel piso llevaba tiempo cerrado. El propietario le precedía por las escasas dos habitaciones, encendiendo la luz, y subiendo las persianas para que la luz directa inundara la vivienda. Pequeño. Frío. Húmedo. El río quedaba cerca. “Esto es lo que hay”, concluyó esperando un veredicto. Jaime no abría la boca, sólo respiraba profundamente. El dueño lo prejuzgó. Aquel hombre era el prototipo de inquilino que él estaba buscando. Una persona sola. Tal vez un ejecutivo contratado por una de las multinacionales de los polígonos adyacentes a la autovía. Seguramente buscando una vivienda provisional. Cómoda. Seguro que lo mantendría todo en perfecto estado de revista. Tragó saliva. Y, tuvo la convicción, fuera de todo pensamiento políticamente correcto, que no era “de fuera”. Que, pese a lo que estuviera escrito en el contrato, no traería una caterva de gente detrás. Entonces echó el resto: “Creo que llegaremos a un acuerdo”, afirmó. Y así, Jaime, sin decir palabra, vio rebajadas las pretensiones iniciales del arrendador.

III
El curso “El cambio climático en el crecimiento del tubérculo mediterráneo” se impartiría en la Escuela del Progreso Universal de Mediavilla (EPUM) a partir de las tres de la tarde. Los quince matriculados, más o menos desorientados, “¿será aquí?”, fueron llegando a esa hora, e incorporándose al aula designada en los tablones. Las mesas estaban dispuestas en forma de “U”. Lo primero de todo, tras el saludo del docente, fueron las presentaciones. De izquierda a derecha. “Me llamo Tomás. Soy de Mardebé. Y trabajo en Aperitivos La Pera”. Así uno tras otro. Una becaria. Un funcionario. Una meteórologa. Un estudiante de agrónomos. Hasta el último. “Me llamo Jaime Solera. Vengo de Malicia. Y soy experto en tubérculos continentales”. Flotó entre los presentes un “oohhhh”, de asombro y admiración. Menudo nivel. Carraspeó el profesor. “Bueno, ahora que ya sabemos quién es quién, vamos a iniciar la clase”. Borró la pizarra y, por si había alguna duda, aclaró: “…Y vamos a empezar por el principio”.

IV
Así se sucedieron los primeros días. Coincidiendo en la entrada de la Escuela. Familiarizándose las caras unas con otras. Haciéndose de señalar los rezagados, siempre los mismos. Contagiándose bostezos. Iniciando corrillos afines en la pausa del café y tomando como punto de partida el tema que les unía. En uno de estos descansos, Jaime “el continental” se acercó a Anabel “la mujer del tiempo”, y rompió el fuego mostrándole una lámina de una “auténtica patata centroeuropea”. Para no desmerecer, Anabel fingió un interés desorbitado. “Impresionante, de verdad”, le dijo. Satisfecho, Jaime, guardó la imagen en su carpeta y afirmó rotundo: “Ya lo decía yo…”.

V
Entraba Jaime en el “Mercachica” y lo recorría entero pasillo a pasillo arrastrando un carro desalineado. Quienes se cruzaban con él se llevaban la impresión de que iba a llenarlo a reventar. De bebidas. De productos de limpieza. Leches. Zumos. Refrigerados. Al final, después de mucho ir y venir por las estanterías, Jaime cargaba con pan (bolsas de tres barras), fiambre envasado y algunas latas. Poco más. En la caja todos los códigos de barra pasaban en un pispás. Y cuando le indicaban la cantidad a pagar, y le preguntaban de paso si se quería llevar champú de patata que estaba a un euro, él hurgaba y hurgaba en el fondo de su desgastada cartera, conseguía rescatar los céntimos más hundidos y pagaba con la cantidad justa. En una bolsa le cabía todo. Vecinos de rellano se cruzaban con él. Intercambiaban saludos. Ya sabían por Radio Macuto que acudía al curso ése de la EPUM (pum, pum). Pero también que trabajaba en una multinacional. Se lo había dicho el dueño del piso. De buena tinta entonces.

VI
Aquel Viernes se acercaba el curso a su ecuador. Y ya con algo más de confianza ganada, después de tantas horas compartidas en torno a la fécula, que hay que ver lo que daba de sí, Anabel se animó a proponer, a quien se quisiera apuntar, salir a tomar algo. Hubo bajas, porque siempre había quien, tras la clase, prefería irse directo a casa. Pero quedaron cinco. Entre ellos, claro estaba, Jaime Solera. Y acabaron en el Liberto. Hablándose al oído, entre trago y trago de cerveza, para neutralizar el sonido de la música. Ella le explicó que “la licenciatura no es el final, sino el principio”. Y a continuación le preguntó: “¿en qué empresa trabajas tú?”. Con esa percha, lo imaginaba líder, director general. Él dijo sin inmutarse: “En ninguna”. “Anda ya… y de qué vives…”. Entonces él se lo dijo. Tampoco era un secreto. “…recibo los derechos de autor de las obras que escribió mi padre….”. La cara de asombro de Anabel fue total. Hubiera querido preguntar más, preguntarlo todo. Pero eran demasiadas preguntas para ir todavía por la segunda cerveza. “…y entonces ¿tú qué haces?”. Hubo un cambio de ritmo en la música del local. Por eso no pudo oír cómo él le explicaba que escribía “sobre páginas en blanco”.

VII
Al siguiente Lunes, al terminar la clase, ya fueron ellos dos solos a dar una vuelta. Y se perfiló un poco más el dibujo que cada uno se había hecho del otro. Y se amplió el horizonte de las cosas que se fueron contando. Anduvieron por las calles peatonales, saludos incluidos de Anabel con gente de Mediavilla. Adioooooós. Adiós. “Ésta nos ha retratado. Mañana saldremos en la gaceta, ja, ja”. Había buena química. Las mejores y más bonitas palabras fueron rellenando esas primeras hojas inicialmente en blanco. Al menos aquel día, ambos tuvieron la sensación de que aquella historia merecía seguir escribiéndose.

VIII
Jaime Solera cerró la cremallera de su maleta. Ya lo tenía asumido. Todo va recto y bien hasta que se joroba y se mancha. Y viene el primer borrón. Esta vez por un “¿tú no pagas nunca?”. Pues qué creía ella. La sociedad de autores no daba para tanto. No valía la pena ya seguir llenando folios con resentimientos y miserias. Eso es lo que todo el mundo mediocre hace. Y esto es lo que él había dejado de hacer desde que, años antes saliera de Malicia, harto ya de que parientes y falsos amigos lo tacharan de vago y desequilibrado. Desde entonces se había dedicado a empezar historias nuevas. Y a hacer borrón y cuenta nueva si los renglones se torcían.

Dejó la llave dentro del piso. Y cerró con fuerza. Había quedado hecho una auténtica pocilga. Bolsas, latas vacías, papeles, mugre pringosa en el fregadero obstruido y un hedor que procedía del baño difícilmente soportable. Tal vez una imagen de sí mismo.

Se encaminó hacia la calle del Conde, donde dejara el Ibiza rojo varias semanas atrás, la mañana en que llegó. Allí estaba, cubierto con una capa de polvo denso. Tendría que pasarle la manguera. Descargó el equipaje en el portón. Antes de subir al coche, abrió la carpeta. Apartó los apuntes del curso que acababa de dejar inconcluso y buscó el comprobante de matrícula del nuevo máster “La patata caliente de la economía”. Su próxima página en blanco.

Salía de un pueblo, pero no tanto. No tanto como para que alguien reparara en que su Ibiza rojo, viraba en la rotonda y tomaba la vía de servicio hacia la autovía… a eso de las nueve de la mañana.

domingo, 14 de noviembre de 2010

El triste

I
Cada Viernes, a eso de las seis, abría yo el Liberto. Arriba la persiana. Luces en la barra. Ponía la música que a mí me gustaba. Relajada. Me preparaba un café largo con hielo. Desplegaba el periódico. Y leía. A eso de las seis el Liberto estaba ya abierto. Pero si a esa hora entraba alguien, me jorobaba uno de los mejores y más tranquilos momentos del día.

II
Luego, ya a partir de las siete y media, aparecían los fijos. Los que iban directos a “su” mesa. Los que no necesitaban que yo llevara conmigo una libretita para tomar nota, porque ya me sabía lo que van a pedir. Los “trina” piña. Las “schweppes” de limón. El “yo nada, gracias, Alfredo”. Y el que se lo pensaba cada semana para sorprender. “Un té verde tocado con anís del búho y azúcar moreno”. A esa hora ya aumentaba un puntito la música. Subían los decibelios. El humo empezaba a expandirse. Y tenía la baraja preparada para cuando me la pidieran.

III
Sin embargo, aquella tarde entró Carlos Tejeda muy rezagado. Raro. Venía solo y sin su guitarra. “Qué, chaval, dónde te has dejado a Laura”. Al instante, entendí que mi inocente pregunta no procedía. Respiró hondo. Pensó la respuesta. Y tragando saliva, me contó: “…Alfredo, lo hemos dejado estar…”. Joder, qué mazazo. Me quedé de piedra. Los de la mesa ya debían de saberlo, porque, aunque aparentaban normalidad, habían bajado la intensidad de las voces que estaban dando. Y cómo reaccionaba yo ante una situación así. Le dije: “…tío, ya verás como todo se arregla…”. Porque no hacía falta ser un lince. Carlos aparentaba estar entero y normal. Pero yo, que lo conocía un poco, sabía que anímicamente estaba hecho polvo. Me volví a la retaguardia. Detrás de la barra. A limpiar vasos. Profundamente impactado. Es que estas historias con un final tan repentino, después de haberlos visto tan unidos y tan felices durante tanto tiempo, a mí me tocaban mucho la fibra sensible.

IV
Sucede que cuando uno está de duelo, al principio los demás suelen mostrarse más comprensivos con él. Pero también pasa que si el duelo se pasa, entonces se produce un efecto rebote. Esto le ocurrió a Carlos Tejeda, que empezó a ser conocido, al menos en aquella época, como “El triste Tejeda”.
Él me esperaba cada Viernes, a eso de las seis, cuando yo iba a abrir el Liberto. Con su guitarra acústica dentro de aquella funda azul a cuadros. Me ayudaba a abrir el garito, “¡A la de una, a la de dos, a la de tres, aaaap, arriba persiana!”. Y varié mis esquemas. Ya no leía la prensa. Ya no preparaba un café largo con hielo, sino dos. Ya no ponía la música que a mí me gustaba. Porque Carlos afinaba las cuerdas, y de su garganta y de su tristeza, salían las melodías más sentidas e inspiradas que jamás haya podido escuchar oído humano.

V
“¿Tienes cambio, Alfredo?”. A esas horas, mal estaba la caja, pero reuní monedas suficientes. Él se fue a la esquina, donde estaba el teléfono público con la carcasa de plástico verde, y lo cargó clink, clink, clink. La música muy bajita. Vi cómo contenía el aire mientras sonaban los tonos de la llamada. Y cómo cambiaba su gesto cuando decía: “Hola…”. Cómo sonreía y cerraba los ojos. Concentraba su atención. Hablaba. Escuchaba. Se mordía el labio inferior. Afirmaba con la cabeza. Soñaba despierto. Carlos Tejeda en esencia pura. Y yo, le observaba, sin perderme detalle. “…se acaban las monedas… se va a cortar… que se va a cortar…”. Vino primero un pitido agudo y un clock inmisericorde. Ya. Se cortó. Colgó el auricular. Su primera intención fue gestual: “¡más calderilla!”. Pero, a cámara lenta, regresó al mundo real. Ensombrecido. Me explicó: “Hoy es el cumpleaños de Laura…, y la he llamado para felicitarla… podría haberle enviado una carta, pero más vale una frase mal dicha que cuatro palabras mal escritas”. El triste Tejeda guardó su acústica en la funda. Se arrinconó en el fondo de la barra. Y ya no volvió a tocar en toda la tarde.

VI
Se lo dije claro. Que así no podía seguir. Y le pedí que pasara página. Que espabilara. Que no se anclara ya más. Me escuchó cabizbajo, como si fuera un niño pequeño. “¡Reacciona, tío, reacciona! ¿qué parte del ya-no-estáis-juntos no entiendes?”. Con la cabeza apoyada en las manos, me dijo: “No sé, Alfredo, no sé… Más o menos, he aceptado ya que no vamos juntos. Lo he aceptado. Lo que no llevo nada bien, es ella que esté saliendo ahora con un capullo. Un capullo integral”. Cogió un dardo. Se pinchó un dedo. Para que el dolor confirmara que aquello no era una pesadilla. “Un tío aún más capullo que yo”, recalcó. Tiró entonces el dardo con todas sus fuerzas hacia la diana. Pero lo suyo nunca fue la puntería. Hubo que recoger el proyectil con una escalera. Y míralo: aún hoy se puede ver el agujero que quedó en el estucado.


VII
Estaba yo inmerso en la tarea más ingrata que tiene el Liberto, o sea, limpiando los aseos, que hay que ver lo guarra que es la gente cada vez que sale de casa; estaba yo, como digo, en pleno fregado, cuando vino Carlos Tejeda a despedirse. Un detallazo por su parte. Se iba de Mediavilla para Tondon City, a estudiar Arte Dramático Universal. Como el tiempo se encargó de demostrar, tenía buena madera.

“¿Sabes que Laura va ahora con Arturo?”, me preguntó. Le iba a replicar: “¿y a ti qué más te da?”. Pero me contuve y le dije: “…ese Arturo es buen chaval. Un tío normal con los pies en el suelo. Era lo que tú querías, ¿no?, que ella no saliera con un capullo integral… deberías estar contento y alegrarte por ella…”. Se mordió el labio, en gesto muy característico suyo, y su cara fue un poema. Ya, ya advertí que por dentro no saltaba precisamente de loca alegría.
Entre guantes de nitrilo, botella de lejía, fregona, cubo, y el meódromo a medio limpiar, le deseé toda la suerte del mundo. Y mi amigo Carlos Tejeda me dio un abrazo.

VIII
Yo sigo, cada Viernes, a eso de las seis, abriendo el Liberto, el superviviente de los antros ochenteros. Arriba la persiana. Joder, lo que pesa. Un día de éstos pensaré en poner un motor automático. Luces en la barra. Pongo la música que a mí me gusta. Empiezo con las irrepetibles baladas de Carlos Tejeda. Las he digitalizado. Ahora no tomo café, bebo agua mineral. Despliego el portátil. Y leo la prensa en internet. A veces entra a tomar un cortado la prima de Laura. Sí, sí, Mari Cruz. Y resulta que me cuenta que se acuerda de un concierto, “memorable” afirma ella, que dio Carlos hace mucho tiempo. Y me señala justo el sitio donde estaba la tarima. Y me tararea una canción, ¿ésta la tienes? Yo la busco. La calidad no es muy allá, pero no importa. Me impresiona y me alucina que alguien sea más experto que yo en este tema. Luego, me paga, se despide y se va al ayuntamiento. Y yo tengo ganas de que sea mañana para que venga de nuevo. Entonces me quedo mirando el agujero en lo alto de la pared, sí el del dardo, que ahí sigue. Y pienso en lo obvio. A la primera que pueda se lo contaré al triste Tejeda. Desde muy al principio, esta chica respira nuestra misma sensibilidad y nosotros, que no vemos más allá de nuestras narices, no nos habíamos dado ni cuenta.

domingo, 7 de noviembre de 2010

El "chafa huevos"

I
El “chafa huevos” cree que ha venido a verme. Sopla un viento helado y desigual que arrastra y dispersa nubes de polvo, papeles y hojarasca. Él lleva subido el cuello de la chaqueta para tratar de protegerse. Y anda encogido. Quién sabe si por el frío, o porque no deja de escuchar ruidos sospechosos donde reina tanto silencio. Igual es que ahora no duerme bien y le cuesta descansar, porque parece muy desmejorado. Las ojeras le hunden el rostro. Y tiene más blanco el poco pelo que le queda.

II
“…Si tú eres feliz, yo soy feliz…”, decía la cantante. Sonaban los trece altavoces, cada uno con sus matices. Y al tiempo, conducir con el coche nuevo era una gozada. Como en el anuncio. Montañas onduladas bajo un horizonte anaranjado y una alfombra de asfalto puesta encima por donde me desplazaba a velocidades de vértigo. Resultaba imposible sentir cansancio a los mandos de aquel volante. Qué trazadas en las curvas. Qué nervio al acelerar. Aquel vehículo era una prolongación de mí mismo. Tragar y tragar kilómetros sin mostrar un atisbo de cansancio y con la espalda intacta. Y no había radares por la autonómica de dos direcciones, en aquella tierra extensa, ni guardia civil en los cruces. Barra libre a la rapidez. A la carrera de obstáculos. Entre frenazos, adelantamientos y acelerones transcurría el trayecto. Entonces fue cuando di alcance al iceberg. Al “chafa huevos”.



III
Es que circulaba tan lento que parecía que iba de camping playa. Como si la carretera fuera sólo suya y de nadie más. Tan gran auto para qué. Al situarme detrás de él, en zona de curvas, fue como si la magia se hubiera venido abajo y la música ya no se escuchara igual. Dejé pasar un minuto de cortesía. Eterno. Y luego ya le lancé unas ráfagas. Para que me dejara pasar. Que yo iba con cierta prisa. Que me esperaban para cenar. Ni caso. La paciencia no tiene ruedas. Y a mí se me agotaba pronto. Lo siguiente fue achucharle. Arrimar el morro hasta que sintiera mi aliento en el cogote. Pedazo de tortuga. Pues ni con esas. No se desvió un milímetro de su trayectoria. Y lo que me incendiaba es que a través de su retrovisor yo veía que el “chafa huevos” ni pestañeaba siquiera. Bueno, basta. Ya estaba bien. No venía nadie por detrás. Señalicé la maniobra. Y me dispuse a adelantar. Al “chafa huevos”.
Es posible que mi vehículo llevara una velocidad inadecuada. Ya se encargó de señalarlo. Y también es cierto que atravesé una línea continua. Lo subrayó bien en la declaración. Cuando mi coche y el suyo estuvieron a la misma altura, le lancé una mirada. Y grabé en mi retina su cara para siempre. Fue justo cuando el “chafa huevos” pisó su acelerador a tope. Y, ante mi estupor, cerró mi reincorporación al carril de la derecha. Esto no lo contó. Esto se lo calló como una puta.

IV
El “chafa huevos” murmura: “…ya han puesto el mármol…”. Permanece unos minutos inmóvil. El aire alborota sus cuatro pelos. Respira fatigado. Tiene los ojos llorosos y parpadea continuamente. A lo mejor es que se le ha metido una brizna. Luego se vuelve sobre sus pasos arrastrando casi los pies. Atraviesa de nuevo columnas de flores secas y artificiales a izquierda y derecha. Sale a la calle, hacia donde tiene su gran auto aparcado. Ahora lo tiene muy sucio y dejado. Acciona el mando a distancia y sube. Dentro está a cubierto del vendaval. Ajusta el retrovisor. Le corre un sudor frío por la frente al mirar a través del espejo. Es porque el “chafa huevos” cree que va a volver a verme.

domingo, 31 de octubre de 2010

Secuelas

I
Entre semana, muchas mañanas nos cruzamos con Águeda al salir de casa. Con una mano abro el portal. Con la otra, empujo el carro, donde ya llevo atadita a Miriam. Con un pie, sujeto la puerta para que no se me venga encima. Con el otro, arrastro la alfombrilla de la entrada que molesta para pasar. En un hombro, cuelgo la mochila de la guardería. En el otro, el bolso, que pesa como un saco. El sol despunta e incide directamente en nuestros ojos. Nos ciega y la nena se tapa la cara con los bracitos. Hay tráfico en la calle. Autobuses. Camiones. Motos. Es atronador. Y cada día, el mismo recorrido. Cuando Águeda nos ve, se detiene, se nos acerca, se agacha y le dedica un cumplido a Miriam. Y, sorprendentemente, Miriam que a esas horas no está para muchas roscas, le corresponde. Y le sonríe de oreja a oreja. Y con lo caros que se han puesto sus besitos, le suelta uno que le deja toda la mejilla llena de baba. Tiene mucha química esta señora con ella. “Que tengáis buen día”, nos dice. Y luego sigue su camino. Y nosotras también el nuestro, pero girando por la otra esquina. Entonces es cuando Miriam se rebota y saca su genio. Y me puede. Y me exaspera que monte estos cuadros en medio de tanta gente. Qué pensarán... “¡Miriam, calla ya, por favor! ¡Cualquier día te dejo en la guardería y no vengo a recogerte!”. Al final, por más que lo intento, siempre se me hace tarde. Odio las mañanas. Suerte que se terminan al mediodía. Mientras los berridos de Miriam me abren paso cual sirena de la policía, voy pensando en Águeda. No me la quito de la cabeza. Con lo que le ha pasado, vaya temple de mujer. Es admirable lo suyo: cómo ha seguido adelante contra viento y marea. Qué entereza. Qué fuerza de espíritu. Cualquier otra en su lugar, estaría derrotada y hundida en la miseria. Pero ella parece hecha de otra pasta. Su drama personal no le ha dejado ninguna secuela.

II
Los Sábados tienen también su rutina. Mientras los demás duermen, yo sigo levantándome casi a la misma hora y apuro unos minutos, no sé cuántos serán, de relativa calma. Me tomo mi tiempo para desayunar. Tostadas con mermelada de fresa. Café con leche bien calentito. Y escucho mi radio con orejeras. “Son las ocho. Las siete en Canarias”. Ahora empieza “Hoy también es Sábado”. Suena la sintonía. “Con Pepote Lafina”. Este hombre habla bien. Me gusta. Es cercano. Mientras, la casa ya espera. Y yo, con los bártulos de limpieza en ristre, preparo el zafarrancho. De punta a punta. “…ambiente lluvioso en la península…”. Entonces no tenderé la ropa en la terraza. Todo está por el medio. Todo por recoger. Todo por repasar. Cada día peor. Me acelero. Me agobio. Publicidad. Pastillas energéticas. Lo que me hace falta a mí. Las señales horarias otra vez. Uf, qué tarde se ha hecho. Me pilla el toro. En cualquier momento, se va a despertar Miriam, y se ha acabado el repaso por hoy.

“Más vale solos que mal acompañados. Ése es el tema que hoy vamos a abordar en plan serio con nuestros oyentes. Como ya es habitual, esperamos sus comentarios y sus opiniones en el teléfono de siempre...” (…) “Amigo o amiga, desde Mediavilla, buenos días, cuéntenos…”

“Enhorabuena por el programa”. Esa voz… esa voz me suena. “Estoy un poco nerviosa”. ¡Ostras! ¡No dice su nombre, pero es Águeda, seguro que es Águeda! He salido de golpe de mi ensimismamiento. Me ha pillado repasando el espejo del cuarto de baño y he visto reflejada mi cara de sorpresa mayúscula. Me quedo quieta. Y ajusto las almohadillas de los auriculares conteniendo la respiración.

“…de repente me he quedado sola, no tengo a nadie. Y estoy desubicada. No soy ya joven. Tampoco soy mayor...”.

Salgo disparada hacia el comedor. Y, tras las cortinas, miro hacia la ventana del piso de enfrente. Su casa. Persiana a medio bajar. Ahí está. Distingo su silueta de espaldas. Habla con un inalámbrico. Habla.

“… Todas las parejas de amigos que antes frecuentábamos tienen su vida hecha. Sus ocupaciones diarias. Sus ocios. Sus historias. Yo lo entiendo. Ahí, ahora que estoy sola, yo no encajo. Es como si tuviera un enorme boquete en el corazón por donde se me escapa la vida, y la poca fuerza que me queda. No, no tengo asumido que el mundo sigue girando y que yo me he quedado fuera de repente…”

Pepote Lafina la interrumpe, “…amiga, cuando menos lo espere, verá cómo se hace de nuevo de día… Le mando un fuerte abrazo”.

Baja la voz del locutor y suena una cuña del programa. “Hoy también es Sábado, con Pepote Lafina”. Y después, otra vez propaganda. La del limpiador definitivo.

Águeda no sabe que la observo desde el otro lado de la calle. De ventanal a ventanal. Desde aquí sí. Desde aquí sí que se distingue claramente el profundo boquete del que ella hablaba. La tremenda secuela que nadie advierte a plena luz del día. Águeda sigue inmóvil, cogiendo el teléfono con las dos manos. Oigo llantos a lo lejos. Apago la radio. Sí, es Miriam. La niña llora. Se ha despertado. “¡Ya, ya va la mami, mi amor…!”.

domingo, 24 de octubre de 2010

Me caes bien

I
“Ismael, que es muy tarde, que yo ya me voy. Pero no hay ningún problema. Tú, como si estuvieras en tu casa, puedes quedarte el tiempo que quieras. Cuando salgas, apaga la luz desde allá, y cierra la puerta. Me caes bien, hombre. Ya sabes, que si puedo hacerte un favor, está hecho, enseguida. Lo que sea. Bueno, buenas noches, mañana nos vemos por aquí”.

Ismael se queda solo, entre las butacas del viejo Café el Teatro. Resuenan sus pasos. Está cansado. Se sienta en la fila central. Ahora es un espectador. Reprime un bostezo. Reina el silencio. No obstante, suena una música en su cabeza. No queda nadie. Y sin embargo, nota que está acompañado.

II
“¡Ostras, Ismael, qué casualidad y cuánto tiempo! ¡Buuufff, desde el colegio, cada uno ha ido por su lado, y hasta hoy! La alegría que se va a llevar Maria Emilia cuando le diga que te he visto…, que me he reencontrado con el tío que no tiene enemigos y le cae bien a todo el mundo. Oye, un día que no vayamos con prisas tenemos que quedar para contar batallitas… ¿te acuerdas de lo que nos amargaba el Medina? ¿Y de aquel examen que nos fundió a todos? A ti, con un 4’8. Y a mí, con un 4,9. Yo pensaba, esto me lo tiene que arreglar o me jode la media. Y el cabrón no quiso: “Un 4’9 es un 4’9 aquí y en la China”. Y en cambio tú, fuiste para su despacho, le caíste simpático, y sin mirar el examen, te subió tres décimas. ¡Qué morro…!”

Tino, es Tino. Tan cambiado, pero el mismo Tino. Ismael se aturde. Por dónde ha entrado. Por dónde ha salido, si no hay nadie, si todo el teatro sigue tan desierto.

III
No, no tan desierto. No, no puede ser. Son ellas. Ellas. Bajan las escaleritas del escenario.

“¡Ismaeeeeeeel!”. “¡Ismaaaa!”. Begoña y Beatriz. Juntas. Se le acercan. Una le toca un hombro. La otra le alborota el pelo, con la rabia que le da. Y le estampan dos besos en las mejillas que le dejan la impronta de sus perfumes. “Qué haces ahí tan solo”. “Eso, qué haces, si a ti lo que nunca te ha de faltar es compañía”. “Podríamos hacer como en los viejos tiempos, irnos a cenar ahora mismo los tres”. “Yendo contigo, no hay problema aunque no hayamos reservado con antelación”. “Eso seguro: primero el camarero te dirá que está todo completo, y luego, cuando te vea, le caerás bien, mirará a ver lo que pueden hacer y acabaremos sentados en la mejor mesa…”.

Ismael traga saliva. Las ve tan guapas. Tan cerca. Esto no le puede estar pasando.

“Nosotras lo teníamos muy claro, Isma”. “Más tarde o más temprano ibas a elegir a una”. “Así que para qué hacerse mala sangre”. “Nosotras, amigas siempre”. “Cuando te decidiste, que mira que te costó, pues enhorabuena a la agraciada”. “Luego pasó lo que pasó, pero eso ya no importa, ya no tiene vuelta de hoja”. “¡Venga, chavalín, que te esperamos arriba, no tardes!”.

Salen. A Ismael le brillan los ojos. Recuerda que sí. Que por aquel entonces estaba hecho un lío. Que un día se tiró la manta al cuello y tomó partido. Y que luego se arrepintió muchas veces de aquella decisión. Por eso a Ismael le brillan los ojos.

IV
El que faltaba. El señor Romero en persona. Ismael gira la cabeza. También él. Ha aparecido por la puerta basculante, la que da a la cafetería.

“¡La publicidad de ese desodorante que deja encantados a los que pasan por debajo del sobaco de quien se lo pone, sin duda, estaba inspirada en ti…! Vamos, que yo ya tenía decidido a quién contratar aquel día. Después de ver a más de cincuenta candidatos. Un licenciado con un currículum plagadito de matrículas. Un tío preparado. Con experiencia. Con idiomas. Avispado. Que ya le había dicho que firmaríamos por la tarde. Y en ésas, quedabas tú por entrevistar. Un pelagatos. Pero mira, fue verte y cambiar de opinión, quedarme contigo y acertar de pleno…”

A Ismael se le escapa una sonrisa. Su primer contrato. Su primer trabajo.

“…y el caso es que no tenías ni idea del negocio. Yo no sé cómo lo hacías, el asunto es que te metías a todo el mundo en el bote. A todos. Y eso, amigo, es matemáticamente imposible. Llegabas a un cliente, y medio en broma, medio en serio, le anunciabas que tenías que subirle el precio. Y, en vez de enviarte directamente a tomar por saco, que es lo que haría con cualquier otro, ¡te aceptaba el aumento! Luego te pasabas por una empresa que nunca nos había comprado ni pipas, y salías de allí con un pedido bajo el brazo. ¡Un mago comercial, Ismael! ¡Qué tío más grande! Con lo que me diste a ganar en aquella época, yo te pagué generosamente. Y no pude enfadarme contigo cuando me dijiste que te marchabas. De la compañía, saliste por la puerta principal, como un señor y ya te dije muy en serio que ésta sería siempre tu casa…”

Ismael se sonroja. Las cosas del Señor Romero.

V
De repente, todo queda oscuro. La boca del lobo. Crepitan los altavoces y suena la megafonía. Ismael contiene el aliento.

“Ismael Merino, le habla el servicio de voz del ordenador instalado en Xenac para el control de la productividad. Sepa usted que esta conversación está siendo grabada por si hubiera lugar a posteriores reclamaciones. Ismael Merino, le comunico que, desde este momento, cesa usted en sus funciones en la Compañía”.

Ismael siente un zumbido en sus oídos, como si fuera a perder el conocimiento. Respira agitadamente.

“¡Qué cabrones!”, explota, “…han utilizado una máquina porque no han tenido cojones para decírmelo a la cara…”.

VI
El vuelo estaba completo. Él se quedó allí plantado, cara a la ventanilla. Hasta entonces, la empleada de la aerolínea casi ni le había mirado a la cara. Como era de esperar, cuando aquella lo vio, le cayó bien, y entró de nuevo en las pantallas del ordenador. Y tecleó con redoblada insistencia. Consiguió un billete clase preferente a precio turista. “Ha habido suerte, aquí tiene”, le dijo con su mejor sonrisa. Así iniciaba Ismael el regreso a Mediavilla la misma tarde del día que perdió el empleo.

Aterrizó el avión puntual. Todos los pasajeros iban con prisa. A casi todo el mundo le esperaba alguien. Abrazos y besos de reencuentros. Para él no. En la terminal del aeropuerto, Ismael arrastró la pequeña maleta con ruedas hacia la entrada del metro.
Era el último de la noche. Sonó el silbido. Se cerraron puertas. El tren hizo ademán de empezar a moverse. Debió de ser cuando el maquinista lo vio llegar. Por supuesto, le cayó bien. Y le esperó. Ismael entró en un vagón completamente vacío. Sonó de nuevo el silbido. Cerraron otra vez las puertas. Y con un suave
acelerón, el metro inició la marcha.

Había cierta animación en aquella noche de Sábado en Mediavilla. Decidió tomar la calle de la antigua estación, por donde el Café el Teatro. Casualidad. Estaba abierto. Pero la función ya había terminado. Por el cartel de la puerta, supo que acababa de actuar Carlos Tejeda. Accedió a la cafetería anexa. No quedaba ya nadie. Recogían sillas y barrían el suelo. “¡Está cerrado, señor!”. Ismael se quedó quieto. El camarero le miró mejor. Y lo reconoció. Al instante cambió el tono: “¡Hombre, Ismael! ¿Qué te pongo?”. Una manzanilla iba bien. “¿Qué? ¿A pasar unos días?”. Ismael afirmó con la cabeza. Se acercó la taza a los labios y se pegó un quemazo importante. Luego vio la puerta de acceso al teatro, ya completamente vacío. Preguntó: “¿Puedo dar un vistazo?”. “Claro, no hace falta ni que preguntes…”.

Ismael dejó la infusión hirviendo encima de la barra, y se encaminó al teatrito. Al asomarse, ya presintió que le preparaban la bienvenida todos los fantasmas de su pasado.

I
Ismael, que es muy tarde, que yo ya me voy. Pero no hay ningún problema. Tú, como si estuvieras en tu casa, puedes quedarte el tiempo que quieras. Cuando salgas, apaga la luz desde allá y cierra la puerta. Me caes bien, hombre . Ya sabes, que si puedo hacerte un favor (…) (...)

domingo, 17 de octubre de 2010

El peso de la justicia

PILI
Al menos, entre un mar de dudas y preguntas, Pili tenía claros dos puntos. Uno: nadie nunca advertiría lo que sentía por Sergio; ella ya se encargaba de esconder las palpitaciones, de mirar hacia otro lado y de rehuir posibles encuentros. Y dos: consecuencia lógica del punto primero, nunca jamás Sergio repararía en ella. “Pero… ¿Quién es Pili?”. “Pili, esa muda que se sienta en la otra punta de la clase”.


Tal atracción irrefrenable había llegado en un momento inoportuno. Tenía que concentrar sus fuerzas en no dejarse avasallar por aquel grupo de brujas en el que si no tragas, te hacen tragar. Sí, especialmente aquella víbora de Sonia. Pili tenía que esforzarse para no entrar a ningún trapo y pasar de la manera más discreta posible aquel curso que se había convertido en un ejemplo diario de acoso escolar.

En ésas estaba, cuando en su móvil sonó un sms, piiiii-piiiiii, que simplemente decía: “Si quieres, hablamos. Sergio”. Y ya se le hizo de noche. Ya sonaron los coros celestiales. Ya se acabó el mundo. Ella existía para él. Ya la vida tendría un “antes” y un “después”… del sms, del “si quieres, hablamos”.

A partir de ahí no dio pie con bola. Se abrieron mil y un interrogantes nuevos. Pero quién le habría dado su número. Bendita alma anónima. Y de qué querría hablar. De la luna seguro que no. Pero qué morro tenía el tío. Y por qué no se había atrevido a decírselo directamente a la cara. Hubiera sido más fácil y más lógico. De acuerdo, vale, era lo que Sergio le estaba pidiendo: sólo hablar. Claro, así con tanto calentamiento de cabeza, era muy difícil contener las pulsaciones y no clavar la vista donde él estaba.

En el recreo, a la hora del almuerzo, Pili se sacudió de encima las compañías habituales, “me he dejado el libro en clase”, y volvió intencionadamente sobre sus pasos. Sabía que se encontraría a Sergio de cara. “Hola”. “Hola”. Y cuando parecía que todo empezaba y acababa ahí, ella tuvo que arrancar y preguntarle… ”Oye, ¿tú no querías hablar conmigo…?”. Y él, afirmó con la cabeza. Y ella esperaba, bueno, pues ya estamos, habla, di lo que sea. Pero él no tenía el don de la palabra. Finalmente, y a trompicones, acertó a proponer: “Si te parece, al mediodía, en el trastero del pabellón…”. Antes de que a Pili le diera tiempo a decir “vale, en el trastero”, él ya había desaparecido.

Una puerta metálica verde. Y detrás, trastos amontonados. Una canasta con el tablero roto. Pizarras verdes antiguas. Pupitres prehistóricos cubiertos de telarañas. Pies de farolas oxidadas. Y cajas de cartón, muchas cajas de cartón. Aún así, a Pili le pareció un sitio de lo más romántico. Si el tema se ponía mal y Sergio intentaba sobrepasarse, ya tenía preparado el recurso del bolsazo en la entrepierna. Estaban frente a frente. Ella abrió el fuego: “Bien, tú dirás…”. Y él, con las manos en los bolsillos de los vaqueros, empezó: “…la verdad es que…”. Es que qué. Pili dio un paso atrás. Se apoyó en la primera caja de cartón. Pero calculó mal. ¡BROOOOOOMMMMM! La caja se hundió y ella se cayó grotesca y estrepitosamente. Culo abajo, patas arriba. Menuda leche. Sergio, azorado, intentó ayudarla y le tendió la mano para reincorporarse. Ella no la aceptó. Cuestión de orgullo. Se levantó magullada. Se sacudió las manos, y antes de salir de allí le dijo: “…hoy no era un buen día para hablar…”. Él entonces se fue detrás.

SONIA
Sonia no la podía soportar. Engreída. Marisabidilla. Pelota. Mosquita muerta. Pija. ¡Ufff, qué rabia le tenía! Sonia se la tenía jurada a la Mari Pili esa de las narices. Y eso que no le había hecho nada. Que lo intentara, porque a la mínima que le abriera la boca, se la partía. La venía observando desde hacía días. Esa caída de ojos. Esas miradas perdidas a larga distancia. ¿Quién era el objetivo de esas miraditas? Ella lo advirtió enseguida. Es que era descarado, que aquella perdía el culo por Sergio. ¡Bravo!, por fin un punto débil por donde entrarle.

A la primera oportunidad franca, Sonia le pidió el móvil a Sergio. Él quiso saber: “¿Para qué lo quieres?”. Pero ella lo tenía completamente dominado. “Tú déjamelo”. Fue en un pis-pas. Cuando se lo devolvió, ya había dado al botón “enviar” y el mensaje iba camino del móvil de Pili. Sergio se quedó petrificado. En su nombre, había escrito: “Si quieres, hablamos. Sergio”. Le echó en cara: “¡Pero tía! ¿Qué has hecho…?”. Sonia reía. Una cita. “Prepararte una cita con Pili”. Y él, no entendía absolutamente nada. Era muy fácil: quedaban en un sitio, el trastero del pabellón, por ejemplo, él actuaba un poco, ella se veía románticamente correspondida. Lo grababan todo con el móvil. Y al ratito, a colgarlo en la red y a reírse todos a mandíbula partida de aquella capulla. A Sergio no le terminaba de cuadrar aquel plan. “Pobrecita”, exclamó, “¿no te da pena?”. Sonia lo tenía muy claro: “No, ninguna”.

De momento, todo iba según lo previsto. Sonia se introdujo en el trastero del pabellón. Faltaban minutos para que hiciera acto de presencia la pipiolita. Dio un vistazo alrededor. Jo, cuánta mierda y mugre acumulada allí dentro. Estaba eufórica. Menudo espectáculo se avecinaba. Observó el cartón. Ideal. Taladró un pequeño agujero por donde tomaría las escenas. Y palpó el bolso. La bocina de gas. Ésa no la sabía ni Sergio. Para acabar de rematarla con un trompetazo en toda la oreja a lo cancha de baloncesto. Ningún segundo más que perder. Se agachó. Se metió dentro de la caja. Cabía de sobra. Aguardó allí agazapada. Oyó cómo entraban por fin. Preparó el móvil. Contuvo la respiración. Escuchó perfectamente cómo Pili le decía: “Bien, tú dirás…”. Y el pavisoso de Sergio le contestaba: “…la verdad es que…”. Con la cara pegada al suelo, Sonia fue a taparse la boca para amortiguar la carcajada. Entonces vino un ¡BROOOOOOMMMMM! Y luego nada, no vino nada.

Bueno sí, tras el “…hoy no era un buen día para hablar…”, unos segundos de silencio, y después una ráfaga de tacos encadenados con efecto sedante. “¡Me cago en la puta, joder, mierda, coño, ya!”. Sonia salió como pudo del cartón chafado, grogui, hecha un cromo. Con un pañuelo ensangrentado cubriendo la nariz reventada, anduvo por el patio en zigzag hacia el centro médico. Allí se llevaron las manos a la cabeza en cuanto la vieron entrar en tal lamentable estado. ¿Cómo te has hecho eso? Juró, mientras maldecía, que se había caído. Nadie se lo terminó de creer, nadie indagó mucho más. Con la fama que arrastraba en el colegio, y con lo que se extienden por allí las noticias, pronto corrió el rumor de que sobre ella había caído el peso de la justicia.

domingo, 10 de octubre de 2010

El cazador de historias

I
“… En esta jungla, yo soy un cazador de historias. Con el arma reglamentaria cargada y a punto, me mimetizo con el entorno para que mis presas se acerquen confiadas y se pongan a tiro. Después dejo que mi sexto sentido me diga si la pieza es valiosa, o se queda en un simple chisme. Hasta hace bien poco, la suerte me acompañaba, y me precio de haber capturado aconteceres conmovedores y admirables, que espero sean reconocidos más pronto que tarde en las mejores editoriales. Sin embargo, hoy en día, abundan tantos depredadores y furtivos que han mermado la fauna y flora hasta el borde de la extinción. Llegados a este punto, he de reconocer que ya he derribado sin dejar rastro a alguno de estos advenedizos. Después, he extraído sus miserias y vicisitudes y me las he quedado. Al fin y al cabo, sólo estoy siguiendo mi instinto de supervivencia…”.

II
A casa de mi hermana voy los Viernes a eso de las cuatro y pico. Cuando no está Ramiro, mi cuñado. Es que para él soy persona non grata. Me quedo poco rato. Y ella me recibe en la cocina. Me ofrece café cortado y bizcocho. Yo hago como que se lo agradezco, que lo voy a rehusar. Pero me siento en la mesa. Y me lo como, muy a gusto. Mientras, ella me pregunta siempre lo mismo. Si ya he encontrado algo. Mi respuesta suele ser parecida. Me tienen que llamar pronto, ya, de la bolsa de trabajo. Y he dejado mi curriculum en dos empresas más. Con lo que valgo, algo tiene que caer. Ella sale un momento y me deja solo. Aprovecho, yo me pongo más, y no dejo ni las migas. Cuando viene, me pilla con la boca llena. “Toma”, me da un sobre. Yo hago como que no lo voy a coger, que lo voy a rehusar. Acabo diciéndole: “te lo voy a devolver, de verdad, te lo voy a devolver…”. Eso es lo último que le digo, cada Viernes, cuando voy a ver a mi hermana.

III
Para llegar donde vive Octavio hay que darse un buen paseo. Antes me paso por la tienda de vinos y licores y compro una botella de moscatel. De las baratas. La primera y la segunda vez, la pagué. La tercera, “mecachis, qué despiste, me he dejado la cartera en casa… ya te traigo el dinero mañana sin falta…”. Cuela. Es que a Octavio le va eso de pegar un traguito mientras se concentra en el tablero de ajedrez y decide si mueve la torre o la protege con el caballo.

Él me abre con gesto serio. Y yo le saludo jovialmente, “¡Hombre, Octavio…! ¡Hoy sí que no me vas a ganar!¡Me he estado entrenando!”. Le sigo, pasillo abajo, porque nos solemos sentar en el comedor. Tengo pensado contarle le historia del “Fútbol Rampa”. Porque sé que le encanta el fútbol. Él se sienta cara a la tele aunque estén retransmitiendo un partido de Regional Preferente en la liga kazaka. Lo del fútbol rampa, puede dar de sí, le va a gustar y va a poner cara de alucinado cuando se lo cuente… Soy capaz de estirar el tema un par de horas seguro. Le describiré cómo el pueblo cebroide jugaba en un campo con una cierta pendiente, de manera que el equipo que llevaba la delantera en el marcador, siempre tenía que jugar cuesta arriba. Para equilibrar desigualdades…

Octavio tiene el tablero preparado. Las fichas aún dentro de la caja. “Lorenzo”, me advierte, “…hoy no te voy a dar nada”. Yo hago como que no escucho. “... hoy no te voy a dar dinero…”. Pero lo he captado perfectamente. “No te preocupes, hombre, no pasa nada…”.

El “Fútbol Rampa”, por supuesto ni lo mento. Al minuto y medio miro el reloj, ostras, lo tarde que se me está haciendo, no me acordaba, había quedado con mi hermana en el centro comercial. Y me levanto. Y él lo entiende todo. Y por supuesto que me llevo conmigo la botella de moscatel. Entera.

IV
Como he acabado antes de lo previsto, hasta la próxima cita me entretengo deambulando con las manos en los bolsillos por la avenida. Hay un personaje nuevo en este escenario. En la parte central del paseo, junto a un banco de madera se ha instalado un retratista. Ha colgado en un caballete dibujos al carboncillo. Celebridades muy conocidas. Y sentado en un taburete espera que alguien, sin prisa, se siente y se deje dibujar. Me acerco. Me acerco más. No es mal dibujante este individuo. Si es que lo ha hecho él, claro. A este señor un tema como el del Fútbol Rampa se la trae sin cuidado. Tiro de catálogo. Le puedo contar la historia del tipo que se calentaba tanto la cabeza que un día incendió la cabecera de la cama. Le saludo. Me intereso por su obra. Por el precio. Se levanta del taburete. Puedo ser un cliente. Por qué no. Todo está muy mal. Me intereso por él. Claro, es pronto para que me confíe nada. Se me ocurre decirle que conozco muy bien al director de un banco (¡rigurosamente cierto!) y que estoy convencido de que puede interesarle un retratista tan bueno como él… pero estaría mejor si tuviera un botón de muestra. Aprieta los labios. Se lo está pensando. De repente, decide. “Siéntese”, me indica. Coge el bloc pequeño. Me mira. Se fija en mí la tira. Esboza unas líneas. Luego la superpone con otras. Aprovecho y le digo: “¿Conoces la historia de uno que se calentaba mucho la cabeza?”. No se inmuta casi, sigue a lo suyo. Alza los ojos. Comprueba, compara. No le tiembla el pulso. Toca. Retoca. Al cabo de poco, gira el bloc y me lo muestra. Yo alucino. Me ha clavado hasta el sentimiento. “Hágame propaganda positiva al director del banco, y dígale que aún lo puedo hacer mucho mejor…”. Por el fondo de la Avenida ya distingo, ya viene, la persona con la que quedo los Viernes a las ocho y media.

V
Como de costumbre, Ramiro se muestra hosco y hostil. Un saludo breve. Le digo: “Otra vez Viernes, cuñado…”. Él no puede disimular el desprecio que siente por mí. Le pregunto: “¿Mi hermana está bien?”. “Desde que te mantengo a distancia, mucho mejor”, replica. Saca del bolsillo de la chaqueta un sobre. “Lorenzo: sigue respetando el pacto y no te arrimes a ella… porque como me entere de que…”. Le cojo el sobre antes de que se vuele. “Tranquilo, cuñado, yo soy un caballero, con mala suerte, pero un señor de palabra…”. Va a dedicarme un piropo, y yo le corto. “Hazme otro favor más… dale este dibujo a mi hermana… así por lo menos me ve en un cuadro…”. Ramiro lo coge y lo mira. “Lo ha hecho ése de ahí, que es un artista”. Abre la bolsa de su portátil y lo pone allí, donde no se dobla ni se arruga. Luego apenas se despide, sólo un movimiento de cabeza. “Hasta el Viernes que viene, cuñado”, le digo. Él sigue andando, avenida abajo, inclinando el brazo como si el maletín ahora pesara mucho más. Sé que no le dará el dibujo. Lo sé.

Yo me vuelvo hacia el retratista que, curioso y a pocos metros, ha presenciado la escena. Con una sonrisa, señalo hacia Ramiro y le confirmo: “…sí, ése es el director de banco que yo conozco… Y le ha gustado mucho tu trabajo… se ha quedado gratamente impresionado…”. Agradezco al cielo mi buena suerte; tengo a tiro al inocente dibujante de rostros con expresión. Hoy por fin, después de mucho tiempo, cazaré una historia con mayúsculas.

domingo, 3 de octubre de 2010

SIN DISTANCIAS

I
Lo tengo todo. Soy tonto. Y encima, parezco tonto. Porque vamos, digo yo, lo que me pasa a mí, le pasa a cualquier otro, y a estas horas, sería la persona más feliz del mundo mundial. No le faltaría de nada. Y en cambio, aquí me tienes, escondiéndome. Porque si me pillan, me arreglan. Pues vaya plan. Vaya futuro. Vaya mierda.


II
Daba para mucho. Ser vigilante jurado y pasar largas noches en una garita junto a la entrada de una fábrica, atento a las cámaras de seguridad y a quien se pudiera acercar a esas horas, daba para mucho. Escuchar la radio. Pasear por las áreas vacías de la empresa. Leer un ratito alguna revista. Pensar otro ratito, que tampoco es malo. Tomar café de la máquina a las once. Arrearme el bocata de magro y longanizas con tomate a las tres. Vigilar era una gran responsabilidad. Pero lo dicho: daba para mucho.


III
Y es que nunca pasa nada. Hasta que pasa. No sé cómo pudieron colarse aquellos dos. El caso es que cuando me vine a dar cuenta, estaban los tíos saliendo por piernas, con un bolsón en el hombro cada uno; y yo casi ni me había levantado de mi silla. “No me da tiempo, no me da tiempo, no los cojo…”. Pero sí. En un visto y no visto, a uno lo empotré de un empujón contra la reja, y al otro que estaba ya saltando y con casi medio cuerpo fuera, lo agarré del pantalón, y lo estiré, hasta que se quedó con el culo al aire. Incluso me vino bien pillarlos allí, porque se quedaron asustados, cagaditos, y los até con las esposas la mar de bien a la valla. Y luego, según el protocolo, llamé a la Central, y después a la Nacional, para que vinieran y se hicieran cargo. Desde luego, la bolsa estaba llena. Aquellos tipos sabían lo que buscaban.


Mientras llegaba la policía, me quedé pensando. Yo, Usain Bolt el atleta, no era. Y por qué entonces había llegado tan rápido. Me mosqueé. Repasé lo sucedido: Yo estaba en la garita. Ga-ri-ta. ¡Zas! ¡De pronto aparecí en la garita, no sé ni cómo ni de qué manera, delante del papel de plata y las migas del bocata! A ver, a ver, es que a quien se lo contara… me tomaría por majareta. Esto era para preocuparse. Y desde la garita, de repente, dije “verja”, y me planté en la verja. ¡Zas, otra vez en la verja! El grito que pegaron los dos chorizos me asustó hasta a mí. Ga-ri-ta, zas. Verja, zas. Zas, zas y otra vez zas. Como si me hubiera convertido en la proyección de un foco, igualito. Lo repetí de nuevo. Garita. Zas. Verja. Zas. No estoy. Sí estoy. Soy Epi. Soy Blas. Uaaaaauuu.. Qué mareo, qué alucine. A cada aparición y desaparición mía, los ladrones se retorcían y hasta uno se llegó a mear del miedo. Al final, le dijo al otro: “…pero tío, ¿tú qué coño le pusiste a la sopa anoche…?”.


IV
De chiste. Pero menudo pastel. Durante mi turno en las noches siguientes, hice prácticas en la vieja fábrica. ¡Máquina de café! Zas. Ahí estaba. Garita, zas. De vuelta. Venga, venga, un poquito más arriesgado. ¡Water de señoras! Zas. Pero qué fuerte. Qué destreza. Qué magia. Qué divertido. Otro viaje. ¡Despacho del gerente! Zas. Los de la Central estuvieron a puntito de pillarme. Se presentaron de improviso. Casi me dio un infarto, cuando ellos entraban en la cabina, pensando que no había nadie, y yo reaparecí bruscamente, de teleregreso del almacén. “…estábamos preocupados, Simón, últimamente parece que te mueves mucho…”.


V
La situación requería un análisis muy serio. Porque una vez descubierta mi habilidad, lo que soy capaz de hacer, corría un riesgo gravísimo de atrofiarme. Hombre, ya me dirás. Si hasta para ir del sillón a la nevera, cojo y me teletransporto, zas, entonces qué pasa con mis músculos, qué. Y me puse mis restricciones. Por poner un ejemplo, porque me gusten un montón los helados de turrón, no voy a estar comiéndolos a todas horas. No, no puede ser. Aunque bueno, un día puede ser un día…


Y es lo que siempre he dicho. Si han estrenado una película buena, qué tiene de malo que diga, ¡cine!, zas, y así, disimulando, me siente en alguna butaquita libre sin molestar a nadie. De acuerdo, vale, no habré pasado por la taquilla, pero por uno solo, por mí, no se van a arruinar los de las multisalas… no, claro que no. Lo de ir al fútbol, ya me da más corte. Hay más luz, más gente gritando, y me da más cosa que se queden con mi cara. Tal vez, un poquito más adelante, cuando el Mardebé juegue alguna final…


VI
Pero seamos honestos. Si yo voy por la calle y me encuentro una cartera llena de euros, ¿qué hago? Mi alto concepto de la integridad me lleva directamente a la puerta de una comisaría: “oigan, ahí tienen: la he encontrado, y tal cual estaba la entrego”. Claro, que eso exactamente no es lo que me ha pasado. Pero, puestos en mi caso concreto… si tengo una virtud, si tengo un don, ¿por qué no puedo ponerlo al servicio de la humanidad, así, entendido con toda la extensión de la palabra? Porque yo pienso, en los tiempos que corren, hacer de mensajero entre dos presidentes de dos países lejanos, Singapur ¡zas!, Mardebé ¡zas! …pues no pega mucho. No, porque para eso se monta una videoconferencia dolby digital, y es como si ya estuvieran uno al lado del otro. Pero quién no te dice que aquellos montañeros que andan perdidos y semicongelados en el pico Curucú, me ven llegar, zas, “hola chicos, soy yo, ¿…apetece un termo de café bien calentito mientras viene el rescate? Aquí hace un frío de cojones…”… Por poner un ejemplo.


Por eso mismo, y por mi alto sentido del deber, un mal día, me presenté en el Palacio de la Presidencia y rellené una instancia para ser recibido por el mismísimo presidente Holgado.


VII
Cuando de la Subsecretaría del Gabinete de la Subdirección de la Vicepresidencia del Gobierno respondieron a mi solicitud habían pasado tres meses. Acusaban recibo de mi amable escrito y me remitían a la Concejalía de Asuntos Sociales de Mardebé. No. No. Y otra vez no. Como queda claro que yo ya no pago billetes de tren, acudí de nuevo frente al Palacio de la Presidencia, ¡zas!. Y tracé un plan. Soy guarda jurado y un poco sé de cómo se montan las vigilancias en los recintos. Da lo mismo que sean edificios gubernamentales o factorías.


Posiblemente elegí un mal momento para teletransportarme y dejarme caer en el despacho privado del presidente, ¡zas!. El hombre releía algo en su ordenador portátil. Y de paso, excavaba pelotillas en sus fosas nasales. “Perdón, disculpe mi atrevimiento…”. Ahogó un grito. Se quedó blanco, amarillo, petrificado. Qué hace usted aquí. Quién le ha dejado entrar. Llamo a seguridad ahora mismo. Le tuve que decir que bajara la voz, que no armara escándalo. “...ruego me perdone, pero es que ésta es la única manera de que pueda atenderme usted un minuto...”. Alejandro Holgado, en vivo, me parecía más fofo y viejo que por la televisión. Le corría el sudor por el cuello. No se le iba la cara de susto morrocotudo. “¿Me deja su móvil, si es tan amable?”. Jo, qué pedazo de Whitemelon. “Es sólo un momento…”.


Lo quise hacer bien. Me teletransporté al Capitolio, zas, todo el césped plagadito de turistas japoneses, e hice una foto con la Whitemelon del presidente para mostrársela. Tardé tres segundos en ir y volver, zas. Y ya estaba el hombre camino de la salida buscando a los escoltas. “¡Mire, he ido y he vuelto! Aquí son las ocho, allá son las dos de la tarde…!” Holgado no sabía dónde mirar… ¿Era necesario otro ejemplo para convencerse? Venga, va, otro más. Me teletransporté de nuevo, pero me quedé más cerca, en la Catedral de Mardebé, zas. Otra foto más, y enseguida de vuelta. “… ¿eh? ¿qué le parece…? Un poco oscura, porque a estas horas…”. Holgado se mantenía en tensión. Su voz me pareció impostada: “¿Sí? Ah, pero le ha salido muy bien, qué interesante, je, je, vamos a hablar con el ministro de Innovación ahora mismo…”. Percibí algunos ruidillos raros en la sala exterior y decidí por ello salir pitando. Suerte la mía. Tres gorilas habían abierto la puerta de forma destemplada y ya me encañonaban. Me vieron y no me vieron, zas.


VIII
Por eso digo que lo tengo todo, que soy tonto y encima, lo parezco. Porque he entendido tarde lo que aquí se juega. A las estructuras económicas establecidas no les conviene que circule un tipo como yo, que no entiende de distancias ni de barreras. Los sectores aeronáuticos y automovilísticos se habrán echado a temblar porque conmigo pierden su razón de ser. Por no hablar de los guardianes de las fronteras. No hay murallas tan altas que me impidan el paso de un lado a otro. Ni barrotes tan gruesos que me puedan mantener encerrado. Claro, vistas así las cosas, yo estorbo.


Y ahora que estoy al margen de la ley, y que todas las policías me buscan como si fuera un delincuente muy peligroso, medito cuál va a ser mi guía y mi proceder en el futuro. Llevo veinticuatro horas persiguiendo al sol, zas, sumido en un continuo e inacabable atardecer, teletrasportándome desde las terrazas de los rascacielos; pasando por las montañas más altas, hasta los acantilados que se asoman a un mar anaranjado. Una manera muy plástica y bucólica de terminar una historia… o de empezar una leyenda.