domingo, 31 de julio de 2011

Bandera verde




I
Bandera verde. Las sombrillas se concentran en la franja de playa que casi toca la orilla. Allá donde la arena arde y comienzan las dunas móviles, nadie osa a extender sus toallas. Bullicio. Gritos infantiles. Chapoteos. Castillitos con sus torres, sus murallas y sus fosos. Sillas plegables. Tumbonas. Palas de madera, toc, toc, toc y pelotita al agua. A lo lejos, vienen a toda velocidad dos chavales. Pancho el alto. Ariel el más bajito. Los brazos van y vienen. Zancadas kilométricas. Es una carrera. Los rostros enrojecidos. Sudor a raudales. Sortean los obstáculos que se presentan. A saltos. A quiebros. Van muy igualados. Ellos corren y corren. Falta el aire. No escuchan nada. A punto de llegar a la meta imaginaria, Pancho tropieza y cae rulando. Gana Ariel, el pequeñín. Los brazos en alto. Se deja llevar unos pasos más por la inercia. Sin resuello. Para. Se agacha para recuperar un poco. Se moja la cara con agua salada. Y vuelve triunfante. Ya se levanta Pancho, rebozado de arena y con el orgullo dolorido. “¡No vale!”, protesta airado, “¡me has empujado!”. “¿Yo? ¡No…!”. Se encaran. “¡No ni ná!”. Están reventados pero les queda fuerza para gritarse. Se empujan. Se van diciendo. Se enzarzan, “¡te vas a enterar!”. Por la envergadura parece que Pancho se comerá con patatas a Ariel. Pero éste es un hueso muy duro. Alrededor ya se han percatado. Pelea. Pelea de niños. Uno da. El otro para. Uno insulta. Otro, “y tú más”. Por suerte, antes de que se hagan daño, llegan los antidisturbios, es decir, Paloma, la madre de Ariel. Contundente, los separa, cada uno a su rincón del cuadrilátero. “… ¡me ha dado un empujón…!”. “… ¡me ha dicho hijo de eso!”. Los hace callar. A los dos. “¡Parece mentira, con lo amigos que sois!”. Reparte broncas equitativamente. Advierte. “¡Y ahora, a sellar las paces!”. Nadie se mueve. Ni las olas. Destilan sudor orgulloso. Repite. “Las paces he dicho”. Y tiene que amenazar. A la tercera, y con la cabeza agachada y sin mirarse, los rivales se tienden las manos. Con el tratado de paz firmado, Paloma vuelve a su sillón de playa reclinable, aliviada, esta vez no las tenía todas consigo. Vuelven los gritos infantiles. El bullicio. Y la bandera sigue verde.


XXIV
Ése no era el plan. Habían quedado en que estudiarían Químicas juntos. Pancho le explicaría lo que él entendía de las reacciones de oxidación-reducción, pero al primer electrón suelto, los papeles se han quedado en blanco, los libros abiertos, y Ariel se ha dedicado a ponerle las canciones de “The Cure”, que han dejado a Pancho boquiabierto, “macho, de dónde has sacado esta obra de arte”. Claro, las obras de arte se escuchan a toda caña, o no se aprecian de la misma manera. Cuando ya el reloj estaba a punto de quedarse sin horas, las 00:00 h, han llamado las fuerzas de orden público, toc-toc, es decir Paloma, la madre de Ariel y les ha dicho: “Menudo examen os va a salir mañana, majos”. Y ellos, a dúo, tumbados en la cama titular y en la cama nido respectivamente, ya tenían la coartada: “Nos vamos a dormir ya, y nos levantaremos temprano para dar el último repaso”. Paloma, que no se ha caído del guindo, ha contestado: “vosotros veréis”. Y cuando parece que se había ido, ha abierto la puerta y ha añadido: “Ah, Pancho, no pensarás acostarte con los calcetines puestos, ¿verdad?”.


XLIV
“Si nos hubiéramos marchado cuando Tomás ha dicho, nos habríamos perdido lo mejor”, asegura Ariel. Pancho no está tan seguro: “Sí, tío, pero veníamos con su coche y a ahora nos toca volver a patita…”. Andan por la playa. Infinitos puntos blancos salpican un cielo negro. Lucecitas de barcos pescadores destellan en el agua. “…por lo poco que queda para que se haga de día…”, propone Ariel, “…nos podríamos sentar y esperar a que salga el sol”. Pancho tiene reparos: “… a mí no me van a decir nada, pero conociendo a tu madre, estará esperando sentada a que vuelvas…”. “Mejor: así llegamos y desayunamos bien antes de irnos a dormir”. Se sientan. Sienten el relente. Y les pesa el cansancio. Bostezan, uno detrás de otro. Cuando al poco una bola anaranjada emerge en la línea del horizonte que separa el mar del cielo, ambos están sentados con las piernas recogidas, profundamente dormidos.


XCIII
Algunas costumbres no se pierden. Los dos están más hechos, pero guardan las proporciones. Pancho sigue siendo un espagueti. Ariel, un canelón. Por allá vienen a todo meter. Gafas de sol aerodinámicas. Pulsómetro. Chapoteando el agua lo justo. Chof, chof. Zancadas, éstas sí, kilométricas. Pancho toma la delantera. No puede dejar de mirar de reojo. Ariel le sigue. Está pegado a su estela como una lapa. Cuando ya divisan la línea imaginaria de meta, Ariel acelera. No se sabe de dónde saca esa punta de velocidad, pero lo adelanta por donde la arena. Y a Pancho las piernas no le van más. Ariel no levanta los brazos, porque ya ha perdido la cuenta de las victorias. Se le escapa una sonrisa. Y Pancho se tira al suelo, donde le barren las olas, reventado, consciente del todo, ahora sí, de que si, con lo que se ha preparado, no le ha ganado esta vez, ya no le vencerá nunca. El pequeño ayuda al grande a ponerse de pie. Por suerte para el grande, y aunque él mismo insistió mucho en aumentar la apuesta, sólo hay una cena en juego.


CXCIV
El sol sigue saliendo cada mañana, imparable, en el horizonte. Hoy también bandera verde. Y las sombrillas multicolores recubren el espacio adyacente a la orilla. Los paseantes, a distinto ritmo, se adelantan, se cruzan, se sortean, se abren paso. Francisco acumula arena para preparar una muralla que resista el embate de las olas. Paquito rellena el cubo y planta torres como si fueran flanes o setas. Absortos en su labor constructora, alguien exclama: “¡Pancho!”. Uf, cuántos años sin que nadie le llame así. Gira la cabeza, ostras, si es… Se levanta. Es Paloma, la madre de… Se agacha para darle dos besos. Cuánto tiempo. No saben qué decirse. No saben. Bueno, sí, ella le aprieta el antebrazo y le dice: “¿Es tu pequeñín? Desde luego, es una fotocopia tuya, ¡qué requeteguapo es…!”. Los ojos se humedecen. Las pulsaciones se multiplican. Él pregunta: “y tú cómo estás”. Y ella encoge sus hombros cargados. “…voy a días… qué puedo hacer… qué… “. Tiemblan los labios. Tiembla la voz. “…ayer hubiera cumplido treinta…”. Los que Pancho tiene. Las dos amigas que escoltaban a Paloma se acercan, y dulcemente tiran de ella. Ella se deja llevar, absorta, casi sin decir adiós. Pancho no sabe si ha sido bueno este reencuentro. “Ahora viene papi, Paquito”. Aturdido, se zambulle en el agua. Descarga toda su rabia contra las olas. Suelta todos los tacos de su vocabulario. Funde todas sus lágrimas saladas. Cuando sale hacia fuera, se tambalea. Le reclama el pequeñajo. Ya va. Ya va. Hay que reforzar las murallas inmediatamente. Y, con los ojos escocidos por la sal, observa con sorpresa cómo el socorrista se apresta a cambiar la bandera verde por una amarilla, porque en cuestión de segundos, el mar se ha embravecido de forma repentina.

domingo, 24 de julio de 2011

Mañana otra vez es Lunes



I
Es la tercera o cuarta vez que Gloria lo ve. Al chico de pelo pincho. Otro Domingo más, ya bastante tarde, de regreso a casa en el metro. Él va aislado del mundo exterior con unos auriculares que le coronan la cabeza. Ella, más al fondo del vagón, se sienta con la espalda muy recta y mantiene el bolso bien cogido con las dos manos. Lo observa. Lo radiografía. Cara salpicada por el acné. Largo, altísimo. Un cuarenta y seis de pie, por lo menos. En un momento determinado, él se levanta y ella mira hacia otro sitio. Pasa por delante. Es que baja en la estación de Mediavilla. Después, el convoy arranca de nuevo, y desde dentro, Gloria lo sigue y lo sigue hasta que lo pierde de vista. A los pocos segundos, el andén también queda vacío.

II
“Octubrea”, es decir, se acortan las tardes y la humedad se instala en el Otoño. Mañana, otra vez Lunes, otra vez vuelta a empezar. Gloria se coge a la barra del vagón para no perder el equilibrio. Hay bastante personal, sobre todo guiris con maletas camino del aeropuerto. Atisba un hueco libre y allí se dirige. Qué casualidad. Al lado se sienta “el chico que se baja en Mediavilla”. Saluda con una media sonrisa. En el reflejo de la ventanilla opuesta se ven los dos. “Para casa ya, ¿no?”, pregunta Gloria. Él se quita un pinganillo en la oreja izquierda, “¿cómo?”, y ella repite, “que digo que qué rápido se pasa el fin de semana, que vas para casa ya”. El chico se queda un poco cortado, “bueno, sí”. Y se vuelve a tapar el oído. No hay más conversación. Al poco, se pone de pie. Próxima parada, Mediavilla. Y se despide con la mano. Ella le responde, “que vaya bien la semana”. Y piensa, “éste es muy jovencito, casi no le ha cambiado ni la voz”.

III
Cada vez ponen antes las luces de Navidad. Hoy a Gloria se le ha hecho un poco más tarde. La abuelita de la que se ocupa los Domingos se tiró el plato por encima justo cuando ella ya estaba a punto de salir. Al cerrarse la puerta tras de sí, estira el cuello. ¿Estará o no el chico pelo pincho? No, no lo ve. No está. Gloria no sabe por qué, pero es el día en el que el metro ha cubierto el mismo recorrido de siempre a la velocidad más lenta del mundo.

IV
Rebajas, ya estamos en Rebajas. Y este Domingo lo han abierto todo de par en par. La gente se apelotona cargada con bolsas hasta las orejas. Hay bullicio. Gloria se abre paso para no quedar junto a la compuerta de entrada. Pisa en blando. Un pie muy largo. “Huy, perdón”, dice. Luego levanta la cabeza y casi le da algo. Anda, si es el pelo pincho que ya no tiene pelo pincho. Le saluda, “¡…cuánto tiempo sin verte!”. Y ella se queda con la sonrisa puesta. “Qué, cómo te va”, se atreve a preguntarle. “Bien, bien”, dice él. No lleva auriculares. Bueno. Se puede establecer una conversación. Se puede. Ella, como quien no quiere la cosa, se interesa: “¿vienes de dar una vuelta…?”. Afirmativo. “¿…con alguna amiga?”. Él matiza, “bueno… amiga-amiga, no”. Gloria sonríe. Ya, ya, ahora se llaman de otra manera. Mediavilla otra vez. Jo, cómo ha corrido el metro hoy.

V
Aunque faltan días para el 21 de Marzo, y hace un frío que pela, oficialmente ya es primavera. Se llama Gustavo. Se lo preguntó la semana pasada cuando se bajaba ya en su parada. A las 21:35 se han encontrado en el andén. “Y qué tal la tarde, Gustavo”, se ha interesado Gloria. Él se encoge de hombros. “Bien, bien”. El luminoso empieza a parpadear. Llega el tren. “¿Y nunca ves a tu chica o hablas con ella entre semana?”. Se rasca la mejilla. “Mmmm… normalmente no”. Gustavo cede el paso a Gloria. Qué gentil. Ambos suben. Y ella piensa, qué bonita historia la de este chico… está esperando a que pase una semana eterna para luego vivir en unos minutos un suspiro de amor concentrado…

VI
Ahora sí. En las calles flota el olor a azahar y la chaqueta empieza a estar de más. Ella se llama Cristina. La “novieta” de Gustavo. Gloria va encajando Domingo a Domingo el rompecabezas. No son ni las 21:20 y, casualmente los dos se han reencontrado en el andén de Mardebé. “Qué pronto has llegado hoy, Gustavo”. “Es que ella se tenía que ir antes”. Vaya, hombre. Otra semana al sumidero. “¿Es que tiene exámenes?”, pregunta Gloria. “Sí, tiene que estudiar”. Ah. Parpadea el luminoso. Entra por la vía 2 el de las 21:23. Ella pregunta: “¿Subimos a éste?”, y añade: “…es pronto, yo no tengo prisa… si quieres cogemos el siguiente”. El fragor del metro que sale les hace no escucharse durante unos segundos. La estación queda desierta. Con ellos dos, sentados en un banco, juntos. Gloria exclama: “…pues si en quince días es el cumpleaños de Cristina, vas a tener que regalarle algo que le guste mucho, ¿ya tienes alguna idea?”.

VII
Ola de calor. Aunque aún es de día, es tarde. Gloria espera con expectación a que Gustavo le cuente si le gustó o no a Cristina el colgante. Que, desde luego, bonito sí era. Aún no se acaba de creer que el chico acudiera a la zapatería donde ella trabaja. Y que ella dijera a las compañeras, “en diez minutos vuelvo”, y que se recorrieran juntos las tiendas del centro comercial, con música de Pretty Woman de fondo, buscando algo especial. “Si te parece caro, no te preocupes, yo te dejo lo que te haga falta”, le había repetido Gloria varias veces. “No, no, no, no es por eso”. 21:22 en la estación del metro. Ahí está, ahí viene él. “Qué, Gustavo, qué tal, ¿le ha gustado?”. Gustavo abre las manos. “Ni sí, ni no, ni todo lo contrario”. Gloria pone cara de circunstancias. “Ya lo entenderás, Gustavo, a veces las mujeres son un poquito raras”.

VIII
Una de las hijas de la abuelita ya le dijo que hasta Septiembre no tendría que ir los Domingos, porque en Verano se la llevaban al pueblo. A Gloria le dio un disgusto doble. Por un lado, ese dinero le hacía falta. Por el otro, el metro de la vuelta y Gustavo. Gustavo. No obstante, ha decidido no variar su costumbre. El primer día sin abuelita, igualmente ha aparecido pasadas las nueve en la estación de Mardebé. Y cuando se ha encontrado con el chico de Mediavilla, le ha preguntado mirando hacia arriba: “Qué, pequeñín, ¿cómo te ha ido hoy la tarde?”. Él, con cara de circunstancias, le ha dicho “Bien-bien”. Como siempre. El luminoso anuncia el de las 21:23. Gustavo se apresta a decir: “Nosotros cogemos el siguiente, ¿no?”. Y siguen hablando. Es fácil hablar con Gloria. Algún día, a no mucho tardar, Gustavo piensa contarle cómo son de verdad sus tardes de Domingo. La de vueltas que da por las calles de Mardebé con las manos en los bolsillos, mirando el reloj, esperando que se hagan las nueve y pico. Le explicará que Cristina existe, pero que la vio sólo dos ratos, y de eso hace mucho. El panel anuncia la entrada de un nuevo metro. Se levantan. Él la deja pasar primero. Qué gentil. Se sientan juntos. Siguen hablando. Algún día, si se atreve, le dirá: “Gloria, la que me importas eres tú”. Mediavilla. No se levanta. Cuando Gustavo se viene a dar cuenta de que es su parada ya es tarde. El tren ha movido. Se ríen. No importa. Ahora hay que apurar lo que queda de Domingo. Porque mañana, qué rabia, otra vez será Lunes.

domingo, 17 de julio de 2011

Cara a la pared


I
A Borja le ha costado encontrar sitio para aparcar hoy. Es lo que tiene, haber venido a vivir en el corazón de Mardebé. Así, ha tenido que dejar el coche a tomar por saco. Después, diez minutos más de caminata, cargado con dos bolsas, y por fin, al patio del bloque “A” del edificio Corona, una inmensa mole sesentera que se levanta donde arranca la Avenida del Mar. Los chirridos de la polea del ascensor transmiten malas sensaciones. Cualquier día casca. La luz blanca parpadea. Cualquier día se funde. Asciende lentamente. Pero llega. La doble compuerta se abre. Piso décimo. Desde el rellano se accede a un larguísimo pasillo. El edificio Corona es un antiguo hotel reconvertido. Suena la goma de sus zapatos con el encerado. Puerta 39. Borja busca el llavero. Y abre. Dentro huele todo a cerrado. Oscuro. Descarga encima del sofá. Arriba persianas. La casa es todo lo que se ve. Una minisolución habitacional. Un minúsculo salón-cocina-comedor con un ventanal que da al sur. Un pequeño baño. Y al fondo un dormitorio cuya única luz entra por la cristalera de la puerta. Borja está reventado. Se asoma a la ventana. Aspira aire con humo. Clava la vista en la línea de los edificios que conforman la urbe. Una visita rápida al baño. Y casi, casi, tal como va, se tumba en la cama. Y se duerme. Se duerme. Hasta que, cinco, o diez minutos más tarde… “REGÁLAME TU RISAAA, ENSÉÑAME A SOÑAAAR…”. Da un salto brusco. Coño. La música se filtra a toda potencia a través de la pared de la cabecera de la cama. Retumba toda la casa. Coñooooo. Se tapa con la almohada los oídos. Cierra con fuerza los ojos. Se le acelera el pulso. Cuenta hasta diez. Hasta veinte. Se levanta. Tropieza con la silla. Se hace daño en la punta del dedo gordo del pie. Joder, joder. La madre que la parió. Otra vez la de al lado. Se encara a la pared. Esto no se puede aguantar. “Y TÚ, Y TÚ, Y TÚ, Y SÓLAMENTE TÚUUUUUUU… HACES QUE MI ALMA SE DESPIERTE CON TU LUUUUZ”. Se dirige muy enfadado al estucado y con el puño cerrado golpea tres veces, ¡POOOOM, POOOM, POOOOM! Mano de santo. Porque la música cesa. Uf, menos mal. Al fin. Se deja caer en la cama de nuevo. Recupera la paz. Pero la mente va acelerada. Piensa en lo ocurrido durante el día. A toda velocidad. En lo que le queda mañana, que madruga. A mil por hora. Lentamente va cayendo en un leve sopor. La respiración se pausa. Cuando empieza el letargo, habrá pasado una media hora, entonces, de nuevo, resurge aquel: “¡REGÁLAME TU RISAAA, ENSÉÑAME A SOÑAR….!”. Ojos como platos. Mira el reloj. Son las tantas. Y a punto del ataque de nervios, grita: “¡ME CAGO EN TODO LO QUE SE MENEA, ESA MÚSICAAAA!”. La canción no se detiene. Acaba. Ahora sólo se escuchan los coches de la calle como ruido de fondo. Por fin. Otra vez el silencio. Lo rompe de nuevo una voz indignada que viene desde el otro lado: “¡OYE, VECINITO, QUE SI NO TE GUSTA ALBORÁN, TE PONES TAPONES…!”.

II
Olga duerme profundamente. Con la marca de la sábana impresa en su mejilla. De repente, su sueño se convierte en pesadilla. Un penetrante y continuo RIIIIIIIINNNGGGGG. Se incorpora de golpe. El RIIIINGGG no cesa. Se le clava en los tímpanos. Maldice lo que no está escrito. En el reloj, las cinco de la mañana. Eso es el capullo de al lado, que se levanta, y deja el despertador en marcha. ¡POOOOOM, POOOOM, POOOOM! Olga aporrea la pared tres veces. Pasan aún dos minutos más. El zumbido molestísimo del RIIIINNG cesa. Por fin. Qué alivio. Se acurruca en la cama. Es cuando escucha, cómo desde el más allá, exclaman: “¡ARRIBA, FLAMENQUILLA, HAY QUE DESPERTARSE PARA LEVANTAR EL PAÍS!”.

III
Es la guerra. Borja da cabezadas en el sillón. Pero teme ir a la cama. Sabe lo que va a pasar. Mentalmente calcula. Qué vivienda será la que da a esa pared suya. Desde luego, de su bloque, el bloque “A”, no es. Entonces… tiene que ser del Bloque “F”… Pero el bloque “F”, tiene su entrada por la calle del Río, justo en la paralela de su calle, la calle del Mar. Es complicado averiguar qué vivienda es. Si no, estaría planeando ya plantarse en la puerta de ese piso y cantarle las cuarenta en bastos. Reina el silencio. Un avión que aterriza hace retumbar los cristales del ventanal. Parece que esta noche no habrá concierto. Se decide por fin a ir hacia la cama. Se duerme. Con miedo. Piensa que, de un momento a otro, va a venir, va a llegar, va a irrumpir el “REGÁLAME TU RISA, ENSÉÑAME A SOÑAR”. Y sí, lentamente, empieza a soñar. Y entre sueños, escucha un POOOM, POOOM, POOOM. Pero es un sueño. Otro POOOM, POOOM, POOOM. Éste, un poco más fuerte. Que no, que es un sueño. Y de nuevo, ya más directo, más al oído, un tercer POOOM, POOM, POOOOM. Salta de golpe, asustado. Qué pasa. Qué pasa. ¿Hay una emergencia, una evacuación? Todo está oscuro. Todo está muy quieto. “VECINITO”, escucha él a través del tabique, “VECINITO”. Qué. Qué pasa ahora. “VECINITO: RONCAS”.

IV
Olga ha terminado de recoger sus platos. Deambula por la escueta casa. No sabe qué hacer. Ahora abriría un libro, le daría al “play”, y se dejaría llevar. Pero el de al lado aporreará la pared. Qué cruz, no poder hacer una en su casa lo que le venga en gana. Pasan unos minutos. POOOM, POOOM, POOOM. Qué pasa. Qué narices le pasa ahora al vecinito. “FLAMENQUILLA”, le llama. “FLAMENQUILLA, ¿ES QUE HOY NO VAS A PONER TU CANCIÓN?”. Ella sonríe. Éste es el principio de unas grandes conversaciones a grito pelado.

V
Durante esa jornada, Borja se ha ido cargando. Menudo castañazo. Tos. Bronquítica. Intenta dormir ahora. Y le sobreviene una pesadilla. Lo han atrapado, y lo han encerrado en una mazmorra oscura. Es que él es como el Conde de Montecristo. Tiene manos y pies atados con grilletes a la pared. Estira, estira con fuerza, pero no consigue nada. Imposible escapar. Cree que va a volverse loco. Es cuando escucha, a través de una grieta en el muro, una voz que procede de la celda de al lado. La flamenquilla. “Saldremos de ésta”, le dice. Entonces despierta, convulso, aterrado y empapado de sudor. “¿ESTÁS AHÍ?”, pregunta. Pasan unos segundos. Desde el otro lado, ella responde un “SÍ”. Entonces él le cuenta y no termina. Cuando cree que está hablando solo, Borja escucha un nítido: “SALDREMOS DE ÉSTA, VECINITO”.

VI
Por la tarde, Olga no ha vuelto directa a casa. Ha bordeado la manzana del Edificio Corona y ha pasado de la calle del Río a la Avenida del Mar. En una cafetería desde la que se avista perfectamente la entrada en el bloque “A” se ha sentado y se ha puesto a observar. A los que entran y los que salen. A los bajos. A los altos. A los gordos. A los delgados. A los mayores. A los jóvenes. En el intervalo de tiempo que le ha durado la infusión, no han cruzado muchos ese portal. Intenta imaginar quién puede ser y cómo será aquél que tanto la escucha. Pero al final, resuelve que es mejor no saberlo. Mira el reloj, ya no falta mucho para hablarle a la pared. Paga al camarero y sale. Olga murmura: “…tan cerca, tan lejos…”.

VII
BRIIIIIIIM, BRIIIIIIIM, BRIIIIIIIIIIIIIIIIMMMMMMMMMMMM. Borja empuña con la mano el taladro y una broca del ocho. Al instante, resuenan los golpes, POOOM, POOOM, POOOM. desde el otro lado. “PERO VECINITO, ¿SE PUEDE SABER QUÉ ESTÁS HACIENDO?”. Y él replica: “¿ES QUE NO PUEDO HACER AGUJEROS EN MI PARED CUANDO Y COMO ME DÉ LA GANA?”. El ruido del percutor se prolonga durante unos minutos más. La pared, ya de por sí permeable, transpira. “¡Flamenquilla!”, llama él. “Qué quieres”, responde ella. “¿Has visto? No hace falta en adelante levantar la voz para entendernos”. Es verdad. No están gritando. No hablan con mayúsculas. La pared parece un queso gruyere. Pero no están gritando. Añade orgulloso: “Calidad para mi garganta”.

VIII
Olga entra por fin en su casa del bloque “F” después de cinco días de viaje. Todo está en orden. Arrastra la maleta hacia el interior. Inmediatamente se dirige a la pared y llama. Como siempre, tres veces. POOOM, POOOM, POOOM. Son sólo unos segundos más los que transcurren. “Te he echado de menos”, escucha ella. Entonces pega la mano con fuerza. Él seguramente hace lo mismo al otro lado. Es sólo un ladrillo del siete. Un ladrillo que, además de transmitir sonido, transmite hoy sentimientos.

IX
Casi es fin de semana. La gente carga en el súper de la esquina y se acumula en la línea caja, ding-dong-ding “por favor, señorita Lupe acuda a salida dos”. Y sigue la música de ambiente. Casualidad. Suena: “…Y TÚ, Y TÚ, Y TÚ, Y SÓLAMENTE TÚUUUUUUU… HACES QUE MI ALMA SE DESPIERTE CON TU LUUUUZ…”. Olga y Borja, en la misma cola, afinan los oídos. Les toca la fibra. Se estremecen. Avanzan la cesta con el pie, y golpean en el suelo, poom, pooom, pooom, en minúscula, tres veces. Seguramente se habrán cruzado docenas de veces en este hormiguero que se llama Mardebé. Se miran, pero no se ven. Casualmente (o no) llevan casi lo mismo en la cesta. El mismo cava. La misma pasta. Tienen una cita. Miran el reloj. Al unísono. No quieren llegar tarde. Han quedado. Han quedado para cenar. Han quedado para cenar los dos. A la misma hora. Donde siempre. En el mismo sitio donde se conocieron. Sí, qué pasa, han quedado otra vez de cara a la pared.

domingo, 10 de julio de 2011

Massa pa' la carabassa




I
Catástrofe. Cuando he encendido esta tarde el ordenador, me ha señalado que el “system” está corrupto y se ha quedado la pantalla en negro. He reiniciado varias veces, por si acaso se animaba y se enganchaba el XP, pero nada. Una terrible preocupación me ha invadido en ese momento. Que no se pierdan mis ficheros, por favor, que no se pierdan. Después, el reloj ya marcaba casi las siete de la tarde, y he tenido que posponer la operación rescate. No quiero llegar tarde a mis clases de español. Llovía ligeramente en Aylesbury, y mis pies, más que aterrizar, volaban sobre los charcos para cruzar desde Old Town hasta la Academia que pilla cerca, más o menos, del Waterside Theatre. Justo a tiempo, porque hoy no había venido ninguno de los otros compañeros, y Yolanda, después de los diez minutos de espera de rigor ya se marchaba. Me ha recriminado: “Tú no tienes puntualidad británica, Lawrence, pareces español”. Ya empezamos.

II
Yolanda, la spanish teacher, no se explica la facilidad que tengo con el idioma de Cervantes. Me ha preguntado mil veces si yo he estado en España alguna vez, “Ya me gustaría”. Pero no. Y empezando de cero, ya soy capaz de mantener una conversación sin problemas, muy por encima del resto del grupo. Ella habla despacio. Alto y claro. Yo la escucho atentamente. Y se me quedan, todas sus frases se me quedan. “Lawrence, hoy te he traído un dvd con una película de Pajares y Esteso”. Ah, qué bien, éstas me gustan. “Yolanda, esto es massa pa’ la carabassa”, le digo. Ella se queda a cuadros. “¿Qué?”. Qué de qué. “Repite lo que has dicho”. “Massa pa’ la carabassa”. Alucina. “Dónde has oído eso antes, Lawrence”. Pues la verdad, no lo sé. Me ha salido así y punto. Por qué. Qué quiere decir. Después se ríe. “Ja, ja, porque no puede ser y además es imposible, pero has dicho una expresión, con la misma entonación, la misma, una expresión muy de Mediavilla…”. Ya es la hora. Se me pasan muy rápido estas clases. “No sé si podré ver hoy la peli, Yolanda”. “¿Y eso?”. Le explico: “…es que tengo el system corrupto”.

III
Voy dándole vueltas a las palabras de la profesora Yolanda desde hace tiempo. Nada es casualidad. Nada es porque sí. Reinstalo el sistema operativo. Me cuesta horrores. El ordenador debería empezar a funcionar de nuevo. Pero los programas anteriores que tenía no están vinculados. Sin embargo están ahí. Yo sé que están ahí. Es muy tarde. Voy al cuarto de baño. Me miro al espejo. Qué tiene de particular este pelo rojo tuyo, Lawrence. Señalo mi frente. Ahí dentro debo tener también algo como un disco duro. Entonces me asaltan mil preguntas sin respuesta. ¿Y si es verdad que yo tuve una vida anterior? ¿Y si esa vida transcurrió en España? ¿Y si, cuando “renací” aquí, en Aylesbury, no me formatearon del todo bien el disco duro? ¿Será por eso que me cuesta tan poco aprender este idioma? ¿Podré rescatar de mi cerebro esos ficheros ocultos que retengo de mi vida anterior, si es que la tengo? Desaguo con puntería en la taza del wáter. Descarto estas ocurrencias estrafalarias. Antes de salir del lavabo, me miro de nuevo, como si yo mismo fuera un extraño, y repito en voz alta: “massa pa’ la carabassa…!”.

IV
Resueltos, de momento, mis problemas con el system corrupto, he mirado en internet todo lo que hable de Mediavilla. Me he fijado en sus imágenes y me he preguntado delante de cada una, “atención, Lawrence, ¿esto te suena?”. Tengo que ser muy sincero conmigo mismo. Yo mismo me contesto: “para nada”.

V
Mis padres me han preguntado si no tenía otro sitio mejor para visitar. No. Quiero ir a Mardebé. No les digo el porqué, claro. “Parece un sitio muy pequeño. Igual te aburres a los dos días de llegar”. Yo ya he reservado los vuelos. Estoy decidido. Espero con ansiedad el día de la salida. A lo mejor, cuando llegue allí, me reencuentro con mi pasado.

VI
Hay un metro desde el Aeropuerto a Mediavilla. Cuando asciendo a la superficie, la luz me ciega por momentos. Es por la tarde. Mucho, mucho sol. Arrastro la maleta de ruedas. Atención, Lawrence, fíjate. ¿Esto te suena de algo? Para nada. Yo aquí, seguro que nunca he estado antes. La gente hace como que no me ve. Pero todos me miran. Los que toman un café en las terrazas de los bares mientras fuman un cigarrito. Los que van. Los que vienen. Qué pasa. No han visto un pelirrojo nunca o qué. Consulto el mapa que me he imprimido. Tengo que ir hacia la parte antigua, que se supone es la que menos habrá cambiado y podría recordar mejor. Tráfico intenso en la calle. Estoy empezando a confirmar que esto no me suena de nada. Es cuando veo que, allá, al fondo hay un tumulto. Un policía retiene el paso de los coches. Se oye música. Me acerco. ¡Es una banda de música! Precedidos por un estandarte. Me sitúo entre la gente que aguarda su paso. Suena bien, muy bien. La percusión va delante. Timbal. Platillos. Trompetas. Los clarinetes al final. Perfectamente acompasados. Qué música es ésa. Qué música. Enganchada con una pinza al instrumento llevan los músicos la partitura. Inmediatamente un hormigueo me invade. Me pongo a cantar. Si soy capaz de seguir esta melodía y tararearla sin problemas sin haberla oído nunca antes jamás, es por algo. Tiene que ser por algo.

VII
Tengo el hotel en Mardebé. Por la mañana, temprano, con la cámara al hombro, retomo el metro y vuelvo a Mediavilla. Recorro las calles. La cisterna árabe. La iglesia. El café el Teatro. La avenida. Intento hacer un esfuerzo mental. Pero no me puedo engañar a mí mismo. No acabo de tener esa sensación de “yo ya he estado aquí antes”. He acudido al Cementerio, que queda muy próximo a la parada del metro. Estaba abierto. Cipreses enormes a la entrada. Algunas mujeres con flores frescas entraban en el recinto. He preguntado al vigilante dónde quedaban más o menos las personas fallecidas el 28 de Abril del 86, que es cuando yo nací, y por lo tanto debe de ser cuando debí morirme cinco minutos antes. Parecía no entenderme. Debe ser que no hablo suficientemente bien aún el español. Al final sí, al final me ha entendido y ha dicho que bueno, por aquella zona más nueva, pero que eso no tiene nada que ver, que aquí puedo encontrar un totum revolutum. Este recinto data de, nada menos, 1911. Así que me he armado de paciencia, y he recorrido los edificios de lápidas de arriba abajo, de izquierda a derecha, fijándome bien en todas las caras retratadas de aquellas personas que un día fueron y hoy ya no están.

VIII
En el remotísimo supuesto de que yo haya sido antes otro yo, he apuntado en mi libro de notas diez posibilidades. Luego he tachado cuatro. Quedaban seis. Me he salido de allí para despejarme y tomar un café en un bar que queda cerca. Y en diez minutos he regresado. “¡Ya está aquí otra vez el guiri!”, ha exclamado el enterrador que se aburre en la puerta. Estoy sugestionado. Tiene que haber una clave, un detalle en el que me reconozca. De los seis, ¿quién podría decir “massa pa’ la carabassa”? Pasaba por allí una señora, arrastrando una enorme escalera con ruedas y un cubo de agua. Me he apartado para dejarle hueco. Me ha radiografiado. Buenas tardes. Buenas tardes. Voz baja. “Disculpe”, le he dicho, “¿me puede ayudar?”. Ella se ha detenido. Ha levantado la cabeza, porque soy mucho más alto que ella. Escuchaba. “…disculpe… ¿usted cree que este señor…?”. Lo pregunto o no lo pregunto. He respirado a fondo. “…este señor, qué”. “…diría <massa pa’ la carabassa>…?”. La reacción ha sido de ofensa y desprecio, “…pero bueno, este chico no está bien de la azotea, ¿será posible?…”. Yo he mostrado las palmas de mis manos,”…es una pregunta sin mala intención, para mí es importante…”. Se ha dado la vuelta, ha continuado tirando de la escalera, “hoy ya nadie respeta nada”, y levantando la voz, “yo qué sé si diría massa pa’ la carabasa, yo qué sé…”, veinte metros más para allá, ha continuando mascullando, “¡pues siendo de Mediavilla, seguro que sí, seguro… buuuuf… esto es massa pa’ la carabasa ya, lo que tengo que oír…!”. He mirado el rostro de este hombre. Bernabé Bastiano, de cuarenta y seis años. Tu esposa no te olvida. Me he dicho, Lawrence, te estás mirando a ti mismo. Seguro que ése he sido yo. Seguro.

IX
Aunque de la catedral de Mardebé he visto sólo fotografías, les he dicho a mis padres que menuda joya arquitectónica tienen aquí, que una cosa es una postal y otra entrar dentro. Que estoy contentísimo de haber elegido Mardebé como destino por encima de otras capitales con más renombre y fama. Y ya casi nadie se sorprende de ver al extraño guiri de la cámara en el cuello deambulando por Mediavilla. He acudido a los archivos de la biblioteca. He buscado en las oficinas parroquiales. Le he dicho al párroco, que es nuevo, recién llegado, que estoy haciendo un trabajo de fin de carrera. A lo Ian Gibson. ¿Usted conoce al célebre hispanista, Ian Gibson? Ha recelado. Qué es lo que quieres ver. Bueno… a ver qué pone de Bernabé Bastiano. He tomado buena nota. Que no me deje llevar por la emoción. Cada vez este lugar me resulta más familiar. Y les entiendo al pie de la letra. Estoy a punto de demostrarme a mí mismo que yo fui Bernabé. Y ahora soy Lawrence.

X
En el mercado, me dijeron que preguntara a Matilde, que todavía vive. Matilde es, sería, por así decirlo, “mi” viuda. He apuntado la dirección. Y he paseado por el parque del polideportivo antes de decidirme. Primero tengo que verla. Tengo que saber si su cara me suena. Tengo que estudiar cómo abordarla. Pero todo lo tengo que hacer rápido, porque el tiempo de este viaje se me agota. Toca ya regresar a Aylesbury. Qué momento más decisivo para mí. Para la humanidad entera. Ya estoy. Frente a la puerta. Pulsaciones a mil. Riiiiiiiiinmnnng. Espero. Abre una mujer. Matilde. Unos sesenta y pico. Más o menos. “Disculpe”. “No quiero nada”, replica. “No, no vendo nada”. Intento estirar el cuello. Ver más allá, en el recibidor. A lo mejor hay un retrato mío, bueno quiero decir, de Bernabé. A lo mejor me suena la casa y sé dónde guardaba los calcetines. “¿entonces qué quiere?”. “Disculpa Matilde”, le digo, “tú verás a un pelirrojo extranjero, pero…”. “…pero qué”. “…pero creo que soy Bernabé”. Esto es como si me hubiera caído un rayo allí mismo. Matilde ha lanzado un rodillazo hacia mis partes. Me ha alcanzado de lleno. Me he retorcido. Se me han saltado las lágrimas. Y se han debido borrar todos los ficheros de mi disco duro de golpe. Oh, my god. Oh, my god. System corrupto. La respiración cortada. “A la próxima, vuelves. Hace falta ser hijo puta para mentar a Bernabé”, grita desde detrás de la puerta. Fin del juego. Fin de la locura. No sé cómo he podido llegar tan lejos. No sé. Me levanto como puedo. Ando a arrastrones. Tengo una tortilla entre las piernas. El intensísimo dolor va pasando. Voy poco a poco hacia la parada del metro, que queda lejos. Regreso a Aylesbury. Ya. Sin discusión. Y cuando voy enfilando las escaleras mecánicas que descienden al andén me sale del alma, me sale no sé de dónde, un suspiro, una exclamación: “Jo, Matilde, sigues teniendo la misma mala leche de entonces”.

domingo, 3 de julio de 2011

Matusalén


I
No todos los días se cumplen ciento ocho años, como en mi caso, y se vive para contarlo. La vida me pesa. No sobreviven los más listos, ni los más fuertes. Soy un ejemplo de ello. De todas formas, no deja de ser un día, otro día más. Me he despertado aún de noche. Con la migraña, que no es que ahora me visite con más frecuencia, sino que cuando viene, se queda. Con las piernas cada vez más torpes y cansadas. He hecho una excursión al cuarto de baño. Otra a la cocina. Y lo de siempre, me he preparado un vaso de leche con un chorrito de coñac. Después, me he sentado con cuidado en la mecedora y me he puesto a esperar pacientemente a que amanezca porque no quiero cambiar, como alguna vez me ha sucedido, mi ciclo biológico.

II
Hoy no espero que venga nadie. Pero cuando llegué a los cien, sí que me organizaron una buena. Cayó en Domingo. No me habían avisado. Sorpresa, sorpresa. Como estoy un poco sordo, tampoco me enteré bien de lo que me preparaban. Salía de casa con la bicicleta para irme a la huerta, cuando de repente, medio pueblo estaba allí, en la calle, esperándome, aplaudiéndome, con la banda de música y los de la tele y todo, y un cartelón grande que ponía: “Feliz centenario, querido Augusto”. Los dos hijos que todavía me vivían, las nueras, los siete nietos, todos, se pusieron en torno a mí. Abrazos y besuqueos. Fotos y más fotos con las autoridades. Ché, esto se avisa, que no voy preparado, que yo me iba al campo, que hoy tocaba regar. Y la alcaldesa me entregó una placa. Y un operario portaba un azulejo pintado a mano para pegarlo en la fachada, “Mediavilla a Augusto Fuster, en su centenario”. Fue bonito. Me invitaron a comer. De lujo. En fin, que me hicieron un homenaje. Por llegar hasta aquí.

III
A veces voy a ver a Marcos. Iría más, pero me da la sensación de que les molesto. Por cómo se ha encorvado y con ese poco pelo que le queda, parece mi hermano mayor, en vez de mi hijo. Él me dice, a modo de reproche, que soy muy frío. Que no me conmuevo por nada. Que ni siquiera cuando lo de mamá. “Cada uno es como es”, le digo a modo de excusa. Con rabia contenida, me suelta: “Pues luego no te quejes, porque cada uno recoge lo que siembra”.

IV
Se enfadaron mucho cuando lo del bisnieto. “Que sí, que sí, que ahora cuando se case, él se arregla un trozo de la casa, en el altillo, y así está cerca de ti, y te hace compañía, y te cuida, y se ocupa de lo preciso y…”. “No”, dije. “Pero…”. “¿Qué parte del “no” no has entendido?”. Yo soy muy de mis desórdenes controlados, de ir por donde me plazca cuando me plazca dentro de mi casa. Cuando yo no esté, que ellos dispongan como quieran, pero no antes. De todo aquel episodio queda un televisor que me regalaron y que nunca enciendo porque no sé cómo va. Y queda, que mi bisnieto no ha vuelto a venir por aquí para nada. Es que estará muy ofendido seguramente.

V
De tanto en tanto, aparece alguien que quiere bucear en la historia reciente de Mediavilla. Estudiantes en busca de sus orígenes. Y entonces, qué. Visita obligada al viejo tío Augusto. Qué mente más lúcida. Qué capacidad para contar las cosas en tiempo real, como si estuvieran pasando ahora mismo. Esta semana dos chicas me preguntaron por el edificio del Café El Teatro, ése que dicen han restaurado. En realidad, lo han tirado abajo y han hecho… otra cosa. Bien, esta vez les he hablado del pintor Braulio, el que decoró el techo y las paredes del teatrito. Y que después moriría en la guerra. Con lo que les he dicho, Braulio queda a la altura de Picasso por lo menos. Me he referido a él con tanto lujo de detalles que ya no estoy seguro de que eso hubiera pasado tal y como lo conté. Es como si la historia se hubiera adaptado a mi memoria y no al revés. Pero así la han escrito: tal y como la recuerdo, no tal y como sucedió.

VI
“¿Quién es?”, le pregunté al abrir la puerta, “ya tengo la goma del gas recién instalada”. “No, no, soy de la Seguridad Social”. Me extrañó mucho esa visita. Había pensado que era el timador del gas. Sí, se identificó con una tarjeta, como la de la policía. El señor me pidió el carné de identidad. Se lo mostré. Hace treinta años que me lo hicieron “para siempre”, así que está un poco arrugado. Miró la foto. Miró la cara. Con atención. “Qué pasa”, le pregunté. “Nada, nada”. Resopló. “Mire, lo siento, pero dada su edad, dudamos que usted sea usted”. “Hable un poco más alto, que no le oigo bien”. “Que si usted no es usted estará incurriendo en un fraude a la seguridad social por cobro indebido de la pensión”. Me dejó sin palabras. “Pregunte si quiere en el ayuntamiento”, le contesté. “Disculpe, pero me veo obligado a tomarle una muestra del ADN”. ¿Del qué…? Pero qué ojo clínico el de estos de la Seguridad Social. A lo mejor ahora resulta que yo no soy yo y aún no me había dado cuenta.

VII
Es tarde. Hora de estirar las piernas. De salir hacia la huerta, antes de que el sol apriete más. Veo cómo se levantan al mismo tiempo todos mis fantasmas del pasado. Todos. Son muchos, porque de mi quinta sólo debo quedar yo. Me preguntan a voces qué hago todavía aquí. Me dicen que soy un anacrónico. Me llaman Matusalén. Les corrijo: “Augusto, me llamo Augusto”. Los distingo a todos claramente. Pero, para su desesperación, los ignoro. No me inquietan lo más mínimo. Todo tiene su tiempo. Todo. Abro la puerta del dormitorio lateral. Está en penumbra. “Olivia….”. Ella se despierta, “¿pasa algo?”. “Nada, nada, que me voy al campo”. Se levanta. Olivia es la chica que encontré en la calle y acogí hace unos dos meses. Un cielo. “Ve con cuidado”. Me ayuda a sacar la bici a la calle. Olivia es la excusa que ha encontrado lo que me queda de familia para no dirigirme la palabra. “¡Hasta luego!”. Su mejor sonrisa. Y la mía. No todos los días se cumplen ciento ocho años yendo en bicicleta.