Han vuelto a encerrarme. Otra vez estoy solo en este cuarto oscuro y maloliente. El más bajito, el que más mala leche tiene, ha prometido volver. Y ha amenazado: “…ya verás como dentro de un rato no estás tan gallito…”. Me quedo con el silencio de mi respiración entrecortada y con la oscuridad absoluta. Las piernas casi no me sostienen. Y me dejo caer aunque el suelo está frío, sucio y húmedo. Dicen que, llegada la hora de la verdad, se recuerdan en un minuto los momentos más significativos vividos. Entonces estoy seguro de que a mí aún no me ha llegado ese día. Porque los episodios que ahora martillean caprichosamente mi cabeza a ráfagas no son, ni de lejos, los que más han marcado mi existencia. Un circo. Un partido de fútbol. Y vuelta a empezar. Un circo. Un partido de fútbol.
II
...por Navidad empapelaban todas las paredes y todas las vallas de Mardebé. Vuelve el Gran Circo. Fantástico. Universal. Fabuloso. Grandioso. Magnífico. Pero sobre todo, y detalle muy importante, “dotado con potente calefacción”. Doy fe. Porque en la cola kilométrica, de la mano de mi hermano mayor Enrique, a la entrada a la enorme carpa, pasaba de los sabañones en las orejas y en los dedos, al cañonazo de aire caliente que se esparcía por todo el recinto de lona. Del frío extremo con la cara acartonada al calor exagerado con la mejilla enrojecida a punto de explotar. Y de todo aquel espectáculo, lo que menos me gustaba era que tenía que terminar. ¿Ya se ha acabado? ¡Qué corto…! Y muy por encima de las fieras, los magos, los contorsionistas, los monociclistas, incluso de los mismísimos payasos, para mí estaban los trapecistas. Claro que muy por encima, como que había que doblar el cuello y mirar hacia arriba. Redoble sostenido de tambor. El narrador del uniforme rojo y chistera negra imprimía tensión y recordaba la dificultad del ejercicio. Los trapecios, seguidos por un foco de luz, se balanceaban, iban, venían. El público contenía el aliento y se abstenía de masticar palomitas en aquel instante crucial. Redoble del redoble. Y a una señal, el trapecista volaba, daba una, dos volteretas, y cuando parecía que caía irremisiblemente, se encontraba con el compañero que le atenazaba los brazos con firmeza, al tiempo que la música cha-ta-ta-chán explotaba estridente y el público prorrumpía en aplausos, a petición del presentador, que entraba al quite y se deshacía en elogios hacia los maravillosos, colosales, geniales e inigualables “¡Herrrrrrrmanos Carrrrrrrpeta!”. Qué proeza. Qué maravilla. Qué equilibrio. Qué sincronización. “¿Has visto eso, Enrique?”. Y Enrique, por ser más mayor, no se dejaba impresionar, y me contestaba: “…lo hacen tan bien porque están seguros de que no les va a pasar nada; porque por mucho que arriesguen, si es que se llegan a caer, tienen la red debajo y no les va a ocurrir nada…”.
III
Vale, esta vez yo me he pasado cuatro pueblos, y al arriesgar demasiado, me han trincado y me he caído con todo el equipo. Pero, suerte que abajo tengo una buena red. Igual que los trapecistas. A mí tampoco me puede suceder nada. A estas horas Enrique ya debe saber que estoy aquí. Y estará manejando sus hilos. Es cuestión de minutos, de un rato. Vendrá el enano borde y me abrirá la puerta, “ya te puedes ir”, y yo me reiré de él en sus morros. Y al tiempo, en lo sucesivo pondré más cuidado. Por mucha red que haya debajo, no es cuestión de que me vaya cayendo cada dos por tres. Eso no sería propio de un buen artista.
IV
…me confié y me quedé muy adelantado. Perdimos la pelota y ellos rápidamente montaron su contraataque. El número nueve corría como una moto. Solo. Hacia puerta. Ya me había toreado unas cuantas veces a lo largo del partido. El entrenador desde la banda se desgañitaba. “¡No le dejéis! ¡Que no chute!”. Los nuestros, reventados, no bajaban a cubrir con la suficiente presteza. Entonces fui a por él con todo. Con los tacos por delante directos a sus tobillos. Lo derribé y con la inercia cayó dando tres o cuatro volteretas. Se retorcía enseñando hasta las amígdalas y no hacía teatro. Me quedé mirándolo. Sin arrepentimiento. Aún le pasaba poco. Por chulearme. El árbitro venía tirando el higadillo desde lejos con el silbato en la boca y la tarjeta roja en la mano. Rápidamente una nube de contrarios me rodeó y se encaró conmigo. ¿Tú estás pirado o qué? Empujones. Gresca. Me querían calentar. Pero Enrique estaba allí. Y se interpuso como una muralla infranqueable. Mientras, penalti y expulsión. Cabizbajo, me fui lentamente hacia los vestuarios. Sin girarme. Teníamos a Enrique en la portería. Escuché los gritos desesperados de los rivales, cagándose en todo lo que se movía, cuando Enrique despejó el balón y lo puso en órbita. Y escuché también la explosión de júbilo de los nuestros diez segundos después cuando se pitó el final del partido, “¡toma, toma y toooooma!”. Así era siempre. No iba a pasarme nada. No podía pasarme nada. Cuando el tema, cualquiera que fuera, se complicaba, aparecía siempre Enrique para poner las cosas en su sitio.
V
Al final, he perdido la noción del tiempo. La boca muy seca. Cansado. Sucio y estropajoso. He escuchado voces allá fuera. Cuando les ha parecido, han abierto la puerta. Por fin. Menos mal. Hoy no estaba el bajito cabrón. “Valentín, te puedes ir”. He suspirado. Pero en este lamentable estado no tengo ninguna gana de reírme en los morros de nadie, tal y como había planeado. Sólo quiero salir de aquí. Pero antes he pedido permiso para llamar por teléfono a mi hermano, agradecer su gestión y quedar con él para darle explicaciones. Los dos policías se han mirado sorprendidos. Interviene el primero: “Tu hermano Enrique no quiso saber nada de ti. Dijo que ya te apañarías”. No me lo creo. Levanto la voz: “A ver, a ver, qué me estás contando… eso que dices no puede ser”. Me quedo a cuadros. “Entonces por quién estoy fuera”. “Alguien más habrá, digo yo, pero desde luego, por tu hermano, no”. Me señalan la salida. Y yo, como un sonámbulo, salgo sin despedirme.
VI
Hace mucho frío aquí fuera. Siento vértigo. Me mareo y mucho. Dicen que, llegada la hora de la verdad, se recuerdan en un minuto los momentos más significativos vividos. ¡Joder, esto no puede ser, joder! Me entra un ataque de pánico. Estoy intentando cruzar la calle y las únicas imágenes que brotan en mi cabeza tienen que ver con mi infancia en casa de los abuelos, mi primer día de cole, la moto, con Celia, la mujer que más he querido, con Enrique, mi hermano Enrique… Según me voy cayendo al suelo, ya sé que ahora no hay red, y que esta vez sí me puede pasar algo.
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