A mi padre
I
Me
reconozco en el niño que grita: “¡Mira, papá!”. Él no me ve. Va a la suya. Está hablando con unos señores mayores. “¡Papá, mira!”. Nada, ni caso. Lo digo un
poco más fuerte, por si no me oye. “MIRA, PAPÁ”. Pues yo no tengo todo el día
para esperar. Rujo: “¡QUE HE DICHO QUE MIRES, PAPAAAAAAÁ!”. Ahora, ahora,
parece que gira la cabeza hacia aquí. Le hago una señal. Una, dos y tres. Y me
tiro. De cabeza, aunque me sale un poco de plancha. Choofff. Por lo más hondo.
Por donde cubre. Ahora, como hice ayer, tengo que salir hacia fuera. Salir. Glú.
Glú. Glú. Está fría el agua, corcho. Me pican los ojos. Braceo. Braceo… Bra…..
Trago más agua por la nariz. Mecagüen. Aquí qué pasa (…). (….). (…). Ya saco la
cabeza. (…). Respiro. Trago. Respiro. Trago. (…) Me ahogggggggo. Tiran, tiran
de mí hacia arriba. Ufffffff. Respiro, respiro, respiro. AIREEEEEEEE. Menos
mal. AIREEEEEEEE. Toso. Me empujan hacia
el borde de la piscina. Es mi papá. Para qué se habrá tirado al agua con
camiseta y zapatillas, para qué. Me saca con un brazo. Es que es fuerte, con dos
dedos de una mano también podría hacer lo mismo. Luego sale él a pulso. Y me
zarandea. “¡¡Greg, Greg…. nos vas a matar de un susto!!”. Yo sí que me asusto.
Y me pongo a llorar. “¿Cuántas veces, cuántas, te he dicho que tienes que
pensar antes en lo que haces?”. Chorrea el agua, caen las gotas, por su pelo caído hacia delante. Alrededor
nuestro vienen más y más vecinos. “Venga, Gregorio, no ha pasado nada, no riñas
más al chiquillo”. Hecha una furia, llamándome a gritos, “¡¡¡GREEEEGGG!!!”, conozco
esa voz, ella baja las escaleras. Es mi madre. A mí me coge en brazos. Pero a
mi padre le suelta una bronca colosal. Dónde estabas, en vez de cuidar del
niño, dónde. Me sujeto a ella. “Si le llega a pasar algo, es que a ti te ahogo
también, ahí mismo…”. Estoy a punto de decirle, “tranquila, mamá, estando con el
papá a mí no me puede pasar nada”. Pero viéndola así, mejor me callo. Hora de
comer, la gente se va dispersando. Nosotros vamos para arriba. Mi padre me
aprieta la mano fuerte fuerte para que no me suelte. Sale humo del horno. Humo
por toda la casa. Es del pollo que se habrá rustido bien. Ya verás como, de esto,
también tengo yo la culpa.
II
Yo soy
el chiquillo que pregunta y pregunta sin parar: “¿A dónde vamos, papá?”. “A un
sitio muy chulo. Ya verás”. “¿Y por eso hemos tenido que levantarnos tan
pronto?”. “Pronto tú, yo ya estaba levantado”. Debe ser eso que me contaron. Un
cole: donde hay más niños, donde se
juega y se aprende mucho. Debe ser eso. El edificio es amarillo. Alto. En la
entrada muchos niños mayores con unas mochilas gigantes. “La mía es pequeña…”.
Para lo que llevo dentro, sobra. Un zumo y un minibocata de queso. Nosotros
entramos por la puerta pequeña. “Vamos a las oficinas”. Esperamos sentados. Cuando
ya no sé cómo ponerme, una señora bigotuda viene a nuestro encuentro. “Tú eres
Greg….”. A mí se me ha comido la lengua el gato. “¿No sabes hablar?”. Miro a mi
padre. “…tiene un poco de vergüenza… pero en cuanto se suelte, lo que no sabe es
estar callado”. “Acompáñame, Greg”. Qué.
Dudo. ¿Le sigo o no, papá? Mientras, el papá le explica que nosotros somos
nuevos aquí en Mediavilla. Esto no me gusta mucho. Esto no me gusta nada. No
estoy nada convencido. El caso es que, entramos dentro, se cierra una puerta y…
“¿Y mi papá?”. “Tu papá se ha tenido que ir a trabajar, y luego a la tarde
vendrá a por ti… ahora vamos a una clase, te voy a presentar a tus nuevos
compañeros y…”. Huy, huy, huy. A mí esto no me gusta un pelo. De un estirón, me
suelto de la mano fofa de la señora bigotes. “¡Ehhhh, Greg, ven aquí!”. Con lo
que ella pesa, que me pille si puede. Voy de morros contra esa puerta cerrada.
Grito. “PAPÁAAAAAAA”. De puntillas llego a la manivela. La giro. Pesa la
condenada. Abro. Empujo. Cierro, no es de buena educación dejar la puerta
abierta. Cierro y le pillo los dedos. Grita la bigotes. Yo ya estoy saliendo a
la calle. Coches. Ruido. Por dónde. Izquierda, creo que es por ahí. O derecha,
que es por allá. “PAPAAAAAÁAAA”. Con los
cordones desatados, vuelo más que corro. Cruzo por donde no hay semáforo y mi
padre, no sé por qué, se queda patidifuso cuando, empapada en sudor mi camisa
de uniforme nueva, le digo: “eh, papá, que te me habías olvidado… que te ibas
sin mí”.
III
También
soy el inagotable renacuajo que juega sin tregua. Vuela la tarde del domingo.
Un rato, como quiere él, al ajedrez. Eso sí, no vale que yo de un manotazo
arrase con todas las piezas, si veo que pierdo. “Joooo”. Él sabe más. Y no me
deja rectificar cuando me equivoco. “…la vida tampoco te dejará, Greg… tienes
que pensar las cosas antes de hacerlas…”. Otro rato, como quiero yo, fuera, en
el corral. Con la pelota. “…cuidado, vamos a dejar a la abuela sin cristales”.
No será por mí. Yo tengo puntería. Pero él… CRASSSSSHHHH. Me da la risa. La
mamá sale maldiciendo, “se ha acabado la pelota, se ha terminado para siempre”.
Yo le señalo. Y él me llama chivato, chivato. Pero al tiempo me advierte,
“cuidado con ir descalzo, que siempre quedan cristales”. Luego, por qué se
tendrá que hacer de noche, por qué no se puede cenar y jugar a la vez, por qué
me he de ir a la cama antes que los mayores, por qué, por qué, me imagino que
mañana cuando se haga de día, preguntaré por él y mamá me dirá que ha salido otra
vez de viaje, que papá se ha tenido que ir a trabajar.
(…) (…)(…)
XX
Yo soy
aquel pequeño travieso que no respira para no hacer ruido. Miro el reloj de la
pared. Las once de la noche. Me arrastro con sigilo por detrás de las sillas.
Espero. RIIIINGGGGGGG. RIIINGGGGGGG. RINNNNNNG. Antes del cuarto tono, mamá
contesta al teléfono. Escucho. Se saludan. Hablan de sus cosas de mayores. Ella
le cuenta: “¿Greg? Está fenomenal… Haces muy bien de llamar a estas horas, mejor
ahora que lleva un buen rato durmiento… si no se pondría imposible… pero bueno,
si no se acuerda de ti, no te echa de menos”. Los dos siguen hablando. Luego
mamá le habla en un susurro, hace un “Hm Hm” y se ríe. Y después se despiden
con un buenas noches, hasta mañana. Clinc. Ahora, es cuando no tengo que
moverme nada nada. Mamá se levanta. Apaga la luz. Yo, maestro del silencio, me
deslizo como una serpiente, entreabro la puerta de mi habitación, salto a la
cama y me tapo. Con la manta hasta arriba y los ojos fuertemente cerrados. Diez
segundos después, se asomará mi madre, me encontrará hecho un ovillo y, entre
suspiros, murmurará un: “ay… cuando duermes, pareces un santo…”.
XXI
Sí: soy
ése. El “valiente” que se agarra fuertemente al peluche de la buena suerte para
aplacar sus miedos. Lejanos aquellos tiempos, se me escapan al rememorarlos una
lágrima y un escalofrío… Y es que, como
decía ella, cuando me acuerdo de ti, papá, te echo de menos. Pero cuando no;
también.
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