domingo, 28 de octubre de 2012

Costumbres de la conciencia



I
Ya amanece. Pesa el silencio. Pesa el aire. Pesan los párpados. Pesan las piernas. Pesa la rellena osamenta. Pero el día se levanta. Y, aunque otra vez no hayas pegado ojo, y te duela todo por dentro y por fuera, Rufino, tú también. No vas a ser menos.

II
Ella ahora duerme, rendida por el cansancio, en la tumbona. Te incorporas del sofá, que te ha dejado la espalda magullada, y procuras pasar por su lado sin hacer ruido para no despertarla. Pero las suelas de las zapatillas, ÑIIIIIIC ÑIIIIC,  y la silla que has tenido que apartar porque estaba en medio, ROOOOC,  no se han puesto de acuerdo contigo. Ni la bisagra de la puerta del cuarto de baño, HIIIII. Ni el tic-tac del reloj de pared (efectivamente: TIC-TAC TIC TAC). Vamos, lo habitual: Que últimamente, Rufino, nada ni nadie se ponen de acuerdo contigo. Y acabas viendo sus ojos, secos de tanto llorar, abiertos como platos.

III
Es la costumbre que tengo. Hablarle al tío que se refleja en ese espejo como si fuera otro. ¿Eh, Rufino? Sobre todo cuando te veo de esta guisa. Así te puedo decir sin tapujos lo que pienso. Vaya cara que traes. Paliducho. Ojeroso. Amargado. Conmigo no hace falta que disimules. No sirve que vayas de duro. Que des un puñetazo en el banco del lavabo y me digas que me calle, como mandas a todos en la mesa a la hora de la comida. Estás que no levantas cabeza. Hundido. Repasas fotograma a fotograma lo ocurrido. Te preguntas mil veces por qué pasó así. Por qué. Pero no encuentras ninguna tacha ni mancha en tu actitud. Estás convencido de que hiciste y dijiste lo que debías. Lo correcto. Y no habiendo mancha ni tacha, todo tiene que volver obligatoriamente a su cauce por sí solo. Creías que sería cuestión de unos pocos días. Pero habiendo pasado ya dos, empiezas a no estar seguro, y un ligero temblor sacude la comisura de tus labios.

IV
Es la costumbre que tengo. Levantarte la voz en ocasiones como ésta para que me oigas bien clarito. Para que no te dejes llevar. Para que reacciones. Para que mires la situación de frente. Para que tragues orgullo. Sí, no pasa nada. Es como un pastillón. Cuesta, pero también se traga. Has estado absorto muchos minutos con la vista puesta en ninguna parte. Sales arreglado, pero no irás al trabajo. Sin sostenerle la mirada, le dices a ella: “Vamos a buscar al chico”. Ella te lo estaba repitiendo, cien, mil veces. Pero tú no querías escucharla. Y bajarás al garaje. Y al principio no sabrás hacia dónde tirar. Pero no importa. Este mundo no es tan grande para que no encuentres a tu hijo, le des un abrazo y le digas: “Lo siento. Vuelve a casa. Te queremos como eres”.

V
Es la costumbre que tengo. Volverme muda cuando entiendo que recuperas el equilibrio.

domingo, 21 de octubre de 2012

Encallado



I
Keith Ador. Ése es mi nombre. Para los despistadillos, sí, sí: Ése que escribe. Ah, ya caen ustedes. Hoy en día escribimos muchísimos. El sector de los contadores de historias también está, como casi todos, muy saturado. No me rasgaré las vestiduras, pero casi, por eso. No sé dónde vamos a llegar, porque aquí vale todo. Hace ya mucho que en nuestro oficio tiramos por tierra el corporativismo, dejamos de admirarnos unos a otros y pasamos a encubrir la envidia poniéndonos verdes y a caldo. Bueno. Les sugiero vayan a una buena “Relatería” y pregunten por un relato mío. Mmmmmm. Disculpen: He dicho una buena, no una del montón.

II
Son las cinco en punto. Entre chirridos, ya sé que falta grasa, sube la persiana metálica de mi Oficina de Colocación. Está en la calle Capicúa, en las afueras de Mardebé.  Pero eso nunca ha sido problema. La calle suele estar transitada. Queda cerca de la parada del Cruji-metro. Y siempre hay coches en doble fila, incluso aparcados encima de la acera. Los que me buscan, saben que me encuentran aquí. Me asomo. A un lado. El numismático, Francis, que me levanta la mano, “Hey, Keith”. Al otro. Las mesas vacías del bar “505” (capicúa como la calle, claro). Ahí me tomaré un café dentro de un rato para espabilarme y salir de la modorra. Esta tarde no hay nadie esperando tampoco. Preocupante. Abro la puerta acristalada. Miro el dispensador de números muerto de inanición. En su momento, lo tuve que poner para imponer un poco de orden dentro del caos. Y Llegó a funcionar sin tregua en días maratonianos. Definitivamente, eran otros tiempos.

III
Acabo de pedir un segundo café en el 505. Después no pegaré ojo. Después me sentará mal. Ya lo sé yo, que me tengo que pasar a las infusiones. Con el rabillo del ojo, miro hacia la Oficina de Colocación, donde he colgado un letrero “Vuelvo enseguida”. Si se acerca alguien, saltaré presto a atenderle antes de que se escape corriendo. Francis se me ha agregado. Tenemos tema del día. Y de la semana. Y del mes. Y del año. Se titula: “Lo jodido que está todo”. Ahora niega con la cabeza: “No sé dónde vamos a llegar… De un lado, como la economía va mal, no te puedes hacer la idea de la cantidad de gente que viene ofreciéndome monedas que son calderilla como si fueran Denarios romanos… Y de otro… yo tengo que esforzarme el doble con clientes panolis para colocarles como si fueran doblones de oro lo que en verdad son moneditas de chocolate blando”. Francis ha advertido que mi rostro debe estar cambiando de color en estos momentos. Cuando ha caído en la cuenta, ha añadido: “…oye, que las monedas conmemorativas que me compraste tú son buenas, por supuesto. Y a muy buen precio”. Se me ha calentado la sangre. Ahora ya es tarde para que me diga eso. Ya le he visto el plumero.

IV
¡Por fin! ¡Por fin, alguien cruza la puerta de mi Oficina de Colocación! Me levanto conteniendo mi júbilo. Es un chico joven. No tendrá aún los veinte. Solícito, le hago reverencias: “Pasa, pasa, siéntate por favor”. Pedazo de chaval. Estará casi en los dos metros de altura, si es que no los pasa ya. Está un poquito nervioso. Le ofrezco una bebida. “Bueno”. ¿Cocacola? “Bueno”. Es la última que queda en la gili-nevera. Lo demás son telarañas caducadas. Me dispongo a escucharle, por si quiere hacerme una introducción. Si no, ya iré sonsacando las peculiaridades de su personaje. Bebe despacio. Ustedes piensan que en nuestro gremio creamos historias o nos las sacamos de una chistera inagotable. Pero nada más lejos de la realidad. Las historias no dejan de ser una forma de energía: ni se crean ni se destruyen. Sólo se transforman. Y por eso necesitamos estas Oficinas de Colocación. Aquí vienen los personajes. Aquí se ofrecen, nos presentan sus credenciales y tratan de convencernos. Sí, sí, por aquí pasó en su día el mismísimo Mono Fantástico. Y se sentó, como ese chico ahora, en esta silla. Sin más preámbulos, le pregunto: “... ¿qué me puedes contar de ti?”. Titubea. Está un poco cortado. Eso es evidente. “… bueno yo me crezco ante las dificultades”. Lo miro de nuevo. Debe de haber tenido muchas y por eso está tan crecido. Es un gigantín. “¿Y?”. Se me escapa un suspiro. Analizo la situación. Con esta lana no me saldrá una buena bufanda. Añade: “Soy un poco desastre. Prefiero no guardar las cosas, porque si las guardo, después no las encuentro”. El chaval termina el refresco. Espera mi veredicto. “Te llamaré si eso”, le digo. “Estás apuntado en mi base de datos, no te preocupes”. Cuando le acompaño a la puerta, le doy las gracias como corresponde y le deseo mucha suerte. A mí me han entrado todos los males. Le echaré la culpa al segundo café. Pero la realidad es que, con la crisis galopante de personajes que hay en este mundo, que no me vengan más que éstos o los de siempre a ofrecerme sus servicios... es como para pensar y reconocer seriamente que me encuentro… encallado.

V
 Las nueve en punto. Chirria la persiana mientras baja. Hoy he apagado hasta las luces del luminoso de la Oficina de Colocación. Para lo que sube el recibo de la luz y para lo que sirve… Empiezo a andar sin mirar atrás. A mi derecha, la Numismática. Francis, llamémosle el de las falsas monedas, también ha cerrado ya su tienda. Voy cabizbajo y con las manos en los bolsillos hacia la parada del Cruji-metro. Sí, no lo dije antes, pero es “Cruji”, por cómo nos crujieron con las últimas tarifas. Me detengo. No sé si seguir mi camino, o por el contrario…¿ustedes qué harían? Una de mis normas ha sido siempre no mirar lo que hacen mis competidores. Pero hoy me puede la curiosidad. Es superior a mí. Sigo, con el paso ligero, hacia el “Centro Ciudad”. Sé de otra Oficina de Colocación a quinientos metros de aquí, porque a algunos personajillos que vienen a verme se les va la lengua. No me hace falta girar la esquina donde supongo que se encuentra. Se me cae el mundo al dedo gordo del pie izquierdo, cuando compruebo que, con las horas que son, la fila de personajes aguardando su turno se alarga hasta aquí mismo. Reconozco incluso a ése. Es un marinero del barco que encalló en la playa hace unas semanas tras aquella tormenta. Se asomó a mi puerta esta tarde, pero no llegó a entrar. Qué cabrón. Y menuda historia la suya. Un “encallado” de verdad. Me lo tengo que hacer mirar. Sí. Con el corazón en un puño. Y la cartera casi vacía. Tiemblo. Lo hago o no lo hago. Hace frío. Sí o no, Keith Ador. Me encojo un poco. Doy uno, dos, tres pasos, me pongo en la cola  y con voz temblorosa le pregunto: “…disculpe, señor ¿es usted el último?”. 

domingo, 14 de octubre de 2012

El Filtro de las Apariencias




I
Me tocan el hombro. “Quintín, Quintín… ¿te habías dormido?”. ¿Eh, eh? Doy un salto en el asiento. ¿Yo? ¿Dormirme? Qué va. Estaba pensando. Puede que estuviera pensando con los ojos cerrados. Pero de dormido, nada. Gaetano vuelve a la carga: “…es que me parecía que roncabas un poco”. Lo fulminaría si pudiera. Cuando quiere, es borde entre los bordes. Levanto la voz, cabreado: “…que no coño, que estaba concentrado, ¿vale?”. Se retira a su sitio: “Bueno, bueno, no te pongas así…”. Levanto las dos manos. Muevo el ratón para que se quite el salvapantallas, que no sé qué hace ahí. Ahora que estamos tan cerca, no nos podemos parar. Compruebo. El programa aún está reconfigurándose. Y sigo. Sigo pensando. Pensando fuerte. Esforzándome para sostener la cabeza recta. Parpadeando. Soñando. Pero soñando despierto. Zzzzz…

II
Zzzzz… Abro los ojos. De golpe. ¿Eh, eh? Qué hora será. Al final sí que me he quedado sopa. Espero que sólo por unos minutos. Por qué se me ocurriría eliminar todos los relojes del laboratorio para que no estuviésemos condicionados por el tiempo.  Muevo el ratón para matar al salvapantallas. Ya. Mmmmm… El programa está listo para usarse. Grito con júbilo: “¡Gaetano, esto ya está!”. No lo veo. Estará sobado, seguro. Bueno. Él se lo pierde. La impaciencia me puede. Me tiemblan las manos. Estas gafas que estoy levantando pueden cambiar el curso de la Historia. Mejor aún: corregirán la miopía con la que siempre se ha visto la Historia. Desconecto el cable que las unía a la CPU. Me las ajusto. El cristal variable reconoce mis dioptrías y se autorregula. Al principio veo un poco borroso. Pero ahora ya no. Me miro al espejo. Montura fashion que cubre mis ojeras. Me levanto entumecido. Y salgo de mi madriguera dispuesto a comprobar que el fruto de mis desvelos por fin ha tomado forma.

III
Mmm… Aquella antediluviana Máquina de la Verdad es un cochecito de pedales al lado de mi Filtro de las Apariencias… Por supuesto, esto que llevo puesto no es  un lector de pensamientos, pero ya llegará el día, ya. Me asomo a la barandilla del corredor. Hay movimiento en el Centro Superior de Investigación. Barullo a estas horas de la mañana. La gente confluye en la entrada de este edificio que en su día fue construido con pólvora de rey y que hoy apenas registra actividad por falta de fondos. “Buenos días, Manfred”. “Buenos días, Quintín”. Ajajá. Me sonríe. Pero capto con toda nitidez la tirria que me tiene. Todo por envidia, por supuesto. De mi laboratorio salen inventos a porrillo y del suyo sólo blufes. ¡Eureka, parece que este chisme funciona!

IV
Me doy la vuelta. Tengo que darle la buena nueva a mi discípulo. Corro hacia mi despacho. Lo que intuía. Gaetano está roque tumbado en mi sillón. Le corre la salivilla por la comisura de los labios. “¡Eh, eh, chicooooo!”. Pobre, da un bote tremendo. “Ya lo tenemos”. Señalo las gafas que llevo puestas. “Y parece que funciona”. Bosteza. Me las voy a quitar para que las pruebe. Pero mientras exclama: “Biennnn, no te puedes imaginar lo que me alegro”, inmediatamente detecto un resentimiento, un odio feroz, dirigido íntegramente hacia mí. Como si fuera un: “yo puse el trabajo y tú recibirás las medallas”. Instintivamente, doy entonces un paso atrás, me excuso: “huy, huy… me parece que no van bien… voy a tener que revisar desde el principio lo que pasa”. Gaetano se queda mudo, con las ganas ponerse las gafas. Yo salgo de nuevo al corredor. Me muerdo los labios. Cierro los ojos. “Gaetano… ¿tú también, hijo mío?”.

V
Voy por la calle. Ando deprisa bajo un cielo polarizado. No me quito las gafas ni para… ni para eso que nadie puede hacer por mí. Ya era muy consciente del alcance de mi invento. Ahora todavía más. Ahí baja la gente del trolebús al que me voy a subir. Éste, éste por ejemplo. Se me va la vista detrás. Tanto, que se da cuenta. ¡Es que se nota tanto que su opción sexual no es la que aparenta! Me emociono. Funciona este chisme, funciona. Al final, me recrimina: “¡Oiga! ¿Le pasa a usted algo?”. “¿A mí? No, qué va”. “Pues haga el favor, deje de mirarme de una vez”. Ya, ya miro hacia otra parte. Hacia el niño que va sentado en el carrito. Me señala con el dedito y sonríe. En él, sí, en él todo es lo que parece.

VI
(….)

X
Son varios días ya los que llevo siendo un pobre hombre pegado a unas gafas. Tiempo suficiente como para estar seguro de que el sistema funciona sin fisuras. He de reconocer que he pasado de la euforia al desencanto. He caído en picado del entusiasmo feroz a la desilusión. Ya no encuentro tan revolucionario haber sido capaz de salvar la barrera de las apariencias. Ya no. Porque las apariencias sostienen al mundo. No obstante, es ley de vida. La tecnología sigue subiendo a velocidad de vértigo, y éste artilugio que he preparado no deja de ser un escalón más. Me encuentro ahora a punto de embarcar en el vuelo que me llevará a Tondon, donde me esperan en la central de la Compañía que patrocinó mi proyecto. Voy pues, a presentar en sociedad mi revolución. Que cómo voy. Con vaqueros y camisa a cuadros. Nada de corbata y chaqueta. No quiero aparentar lo que no soy. Por supuesto.

XI
Calentaba motores la nave. Las azafatas, puestas una delante y otra detrás, señalaban las salidas de emergencia y nos enseñaban a ponernos el chaleco salvavidas. A mí me iban las pulsaciones a mil. Y más, después de lo que había visto unos minutos antes, mientras accedía al avión. La saliva no me pasaba por la tráquea. Habían sido tres segundos, al cruzarme con el comandante que tenía que pilotar ese trasto con alas. Serio, alto, corpulento. Hermético e impasible. Pero no para mis gafas. Vi que tenía un miedo atroz. Él, el propio piloto. Y eso me ha generado un desasosiego impresionante. “No será nada, no será nada”, me he repetido mil veces. Pero, de repente, no he aguantado más. Me he desabrochado el cinturón. “Eh, oiga, ¿dónde va?”. “Me quiero bajar. Me quiero bajar”. “No puede usted moverse ahora, haga el favor de tomar asiento”. “No, no, que me quiero bajar”. Ante el numerito, todos los pasajeros mirándome y dos azafatas tamaño XXL intentando aplacarme, se ha asomado el mismísimo comandante. “No quiero volar con un piloto que está A-CO-JO-NA-DO”, he exclamado. Palabras mágicas. Ahora espero en el cuartelillo de la guardia civil del aeropuerto. Como no he facturado maleta, no han tenido que registrar equipajes para sacar el mío. Y el avión ha salido, con mis gafas he notado perfectamente lo mucho que temblaba su fuselaje, casi a su hora.

XII
Bullicio en la entrada del Centro Superior de Investigación. Subo por las escaleras. Entro en mi despacho. Hola, encuentro a Gaetano que trabaja con su portátil en mi despacho. Da un salto. “¡Quintín! ¿No era hoy cuando te ibas a Tondon? Disculpa, me pongo en tu sitio porque aquí hay menos ruido”. Me guardo las reprimendas. Con estas gafas veo claro su falsa sumisión. Me quedo solo. Cierro. Después de tantas horas me quito la montura. Vuelvo a ver borroso. Pero mi vista descansa. Es muy agresivo para los ojos tener que presenciar un choque de realidad sin un manto de apariencia que la cubra. Me siento. Tantas horas despierto, sin poder dormir, que ahora se me cierran los párpados. Se me cierran. Zzzzz…

XIII
Zzzzz… Abro los ojos. De golpe. ¿Eh, eh? Qué hora será. Tanteo con las manos encima de la mesa. Busco las gafas. No las encuentro. Ostras, ¿dónde las habré dejado? Me levanto. Busco mejor. “¡Gaetanoooooo!”. Mi pupilo aparece a los diez segundos por detrás de la puerta. “¿Has visto las gafas del Filtro de las Apariencias?”. Niega con la cabeza. “No. Y me parece que cuando has entrado no las llevabas puestas”. Contengo un suspiro. Le miro a los ojos. Capto su monumental mentira, por impertérrito que se mantenga. Estamos así unos segundos. Desafiándonos. Luego, le empujo suavemente y me abro paso. Hacia el corredor. Casualmente por ahí transita Manfred. “Hola, Manfred”. “Hola Quintín”. En sus amables pero falsas palabras, percibo a la legua una envidia contenida. Estoy acelerado cuando salgo a la calle. Veo un poco borroso. Dónde estarán las gafas, dónde. Cruzo la calle. Hacia  la parada del trolebús. Tropiezo con uno. Sí, es que veo un poco borroso. Pido disculpas. Nadie lo diría. Pero yo sí. Ése es mariquita. Y aquel de allí, el de la tienda de mascotas, noto la paradoja, odia a los animales. Miro hacia otra parte. Hacia la criatura que viene sentadita en el carrito. Me saluda con su manita y me dice adióssss, adióssss. Ella sí, todo ternura, sí es lo que parece. Y yo, yo sin mis gafas del filtro de las apariencias, no soy ni parezco nada. Por no ser, no debo de ser ni la sombra que se arrastra por el suelo pegadita a mí cuando me muevo. 

domingo, 7 de octubre de 2012

El Mono Fantástico




I
Levanto la cabeza. Ése sigue ahí. Lleva rato. Observándome. Pasa Perucho con la bandeja. “¿Me puedes traer otra manzanilla?”. La que me queda está fría. Llego a la página de deportes. Esto lo paso rápido.  Me detengo en las páginas culturales. Me enfrasco. Ajusto las progresivas. Viene Perucho con la manzanilla. Sin dejar de leer, le hago hueco en la pequeña mesa del aluminio. Termino. Pliego la prensa. “Disculpe, señor”, me dicen a bocajarro. Es el tipo ése que estaba apoyado en la pared. Le tiendo el periódico, porque me lo irá a pedir calentito calentito si ya he acabado. Pero no. “¿Es usted Keith Ador?”. Una pequeña corriente sacude los poros de mi piel. Me han reconocido. Después de tanto tiempo. Concedo. “Pues sí”. “Permítame decirle que soy un gran admirador suyo. No me he perdido ningún relato de El Mono Fantástico. Son buenísimos”. La electricidad sube a mis mejillas. Qué se supone que tengo que decir ahora. “¿Quieres sentarte?”. Lío la cucharita con la bolsa de la infusión. La exprimo. El hombre éste se sienta frente a mí. Arrastra la silla y se deja caer en ella sin perderme de vista. “Y cómo se le han ocurrido todas esas historias…. No me lo puedo creer, Keith Ador, no me lo puedo creer…”. Me abruma. Esperará una respuesta ingeniosa. Y qué le digo. Escojo ésta: “…el Mono Fantástico es mi álter ego”. Éste está alucinado o se lo hace. Será un friki. Ahora me pedirá un autógrafo. Una dedicatoria. Y qué le escribo. Y dónde. ¿En una servilleta? Lo mismo insiste en invitarme y luego se empeña en que le acompañe para presentarme a sus amigos. Su ídolo en carne mortal. “Dígame una cosa, señor Ador… ¿por qué no siguieron las historias de El Mono?”. Me muerdo el labio inferior. “¿Cómo te llamas?”. Trato de ganar tiempo para buscar una buena respuesta. “Donato Tos”. Mmm, qué nombre. No sé si debo decirle que el editor canceló la publicación porque, según dijo, sin medias tintas: “a ti, Keith Ador, ya no te lee nadie”.

II
Levanto la cabeza. No aparece todavía. Pasa Perucho, “¿Te traigo otra manzanilla, Keith?”. No, de momento, no. Donato Tos dijo que volvería hoy. Que traería algún libro para que se lo dedicara, pero que sobre todo que, si a mí me parecía bien, le gustaría pasar un rato sin prisas departiendo sobre El Mono Fantástico para conocer mejor sus entresijos. Por eso he releído de nuevo sus aventuras. Con urgencia. Con la distancia que da el tiempo que llevan escritas. Con nostalgia. He redescubierto matices tiernos. Dulces y amargos. Salados y sosos. Protectores y corrosivos. Sigue muy vigente El Mono, aunque no lo encuentres si lo buscas en las librerías. “Disculpe, señor”, me dicen a bocajarro. Me incorporo ¡Ah, por fin, ya está ahí! “¿Ha terminado ya con el periódico?”. Uf, qué decepción. Afirmo. Dejo que me lo retiren de la mesa. Y eso que no he pasado ni de las páginas comarcales. Me levanto pesadamente. Pago. “Encima de la barra te lo dejo, Perucho”.  Salgo a la calle. Las farolas están ya encendidas. A El Mono Fantástico nunca lo habrían hecho esperar.

III
Ploooomm. El ruido de los libros sobre la mesa de aluminio me asusta. “Disculpe, señor Ador, me fue imposible venir la semana pasada”. Poooor fiiiiiin, pensaba que te habías muerto. Uno, detrás de otro, están todos los Capítulos. La serie completa. Donato Tos pide un café. Cuando voy por la tercera infusión, me escucho a mí mismo teorizando: “Es un gravísimo error tratar de comparar esto con El Planeta de los Simios. No tiene absolutamente nada que ver”. Con las manos sobre la mesa, Donato asiente como si la cabeza se la moviera un muelle. “…Lo que pasa es que la gente no puede asumir que un simple Mono sea netamente más inteligente que ellos… Y mucho menos, un super-héroe. El Mono está por tanto, obligado a demostrar continua y permanentemente más que nadie… para obtener un respeto que le volverán a negar a las primeras de cambio…”. Guardo silencio. Hago una pausa valorativa. No sé si este chico me sigue o se ha quedado in albis. “Mmm… lo que no consigo enlazar, señor Ador, es cómo El Mono Fantástico es su álter ego”.  “Donato, a mí tampoco me basta con lo que ya hice en el pasado: yo también me tengo que reivindicar cada día…”.

IV
Tenía que pasar. A poco que me tirara de la lengua, a Donato se lo iba a contar. Que el gran Mono Fantástico se había dejado de publicar de la noche a la mañana por una cuestión económica. Que empecé a peregrinar por otras editoriales y que en todas recibí una respuesta parecida: reconocimiento y admiración por lo que había sido El Mono Fantástico, pero “lo estudiaremos porque no queda hueco en el mercado literario”. Que lo intenté también en otros países y con otros idiomas, donde El Mono había tenido su predicamento y tampoco encontré las puertas abiertas. Que traté de iniciar otras colaboraciones en prensa, pero que la sombra de El Mono es tan alargada y estaba yo tan encasillado, que no tuvieron eco mis artículos. Que… Un sudor frío resbala por mis mejillas. El corazón que me mueve palpita agitadamente. De todo eso han pasado más de diez años y parece que fue la semana pasada. Donato Tos entonces resopla y deja escapar un: “Qué putada más grande, Keith Ador”.

V
Lo primero que me ha salido es: “¿Me estás vacilando?”. Donato me sonríe. “Nada de eso. Hablo en serio”. Me muerdo el labio inferior, que ya lo tengo muy machacado últimamente. Rumio la propuesta. A ver si lo he entendido bien. Este “admirador” me está proponiendo que escriba una nueva aventura de El Mono Fantástico. Él va a correr con los gastos de promoción y publicación de la historia. Y para ello me pone una condición: él mismo, Donato Tos, tiene que ser un personaje del relato. Esto es increíble. ¿Ha sido la casualidad o la intención quien ha empujado a este individuo hacia mí? La maquinita tragaperras escupe los euros a borbotones. A alguien le ha tocado el premio especial. “Piénsatelo si quieres”. No, no tengo nada que pensar. Me tienta la idea. Me gusta. No es tan caro el precio. No me lo parece. Lo veo. El retorno de El Mono Fantástico. Le tiendo mi mano. La estrecha para sellar el trato. Está sudando. En este acuerdo, las dos partes parecemos satisfechas.

VI
Apoyo el pie. Lo aseguro. Cruje la rama. Pero aguanta mi peso. Auppp. Para arriba. Ya estoy. Desde aquí, el Mono Fantástico, saltaría hacia el siguiente árbol. Es cuando oigo un grito. “¡Papá, coño, bájate del árbol, parece mentira, como te caigas y te rompas una pierna no quiero saber nada!”.

VII
Insomnio. Madrugada. Borrar. Reescribir. Leer. Pulir. Releer. La secuencia va sucediendo. La historia cobra forma. A pesar del tiempo transcurrido, me sigues cayendo bien, Mono Fantástico.

VIII
Levanto la cabeza. No lo veo todavía. Aprieto entre mis manos el ejemplar. Tuve que poner tinta nueva a la impresora vieja. Y tuve que comprar más folios. Pero ahí está. Terminado. “Perucho, una manzanilla, como siempre”.  Aparece Donato Tos. “¿Lo tienes? Uauuuu”. Se sienta y no puede reprimirse. Empieza por la primera página. Sí, claro, siempre se empieza por el principio. Y yo me siento como un niño al que le están corrigiendo su examen. Escruto sus imperceptibles gestos. Espero un veredicto. Pasa una hora. Un sinfín de moneditas en la maquinita tragaperras. Donato Tos llega a la última página. Afirmativo. “Muy buena… pero…”. ¿Pero? ¿Quién le pone un pero al maestro que soy yo? “…pero, señor Ador, mi personaje sale muy poco”. Hace una mueca. Muy poco. Me lo devuelve. Me quedo frío. “…durante esta próxima semana, ¿lo puede resaltar?”. Lo recojo. En las calles, lucen las farolas. El día acorta.

IX
Apoyo el pie. Lo aseguro. Cruje la rama. Se parte. Me voy de morros. “¡Papá, papá! ¿Te has hecho algo?”. Me sacudo la tierra de la manga de la camisa. “No, no tranquilo”. “¡Mira que te lo decía yo! ¡Al final, catacrás, te has ido a caer!”. Le insisto. No me he hecho nada. El Mono está acostumbrado a tirarse del árbol. Ufffffff. Me duele el pie. Pero no se lo digo, si no, la bronca por haberme subido, será mucho mayor.

X
Insomnio. Madrugada. Borrar. Reescribir. No, no me cuadra. No era como lo tenía pensado. Este Donato Tos de ficción me distorsiona las escenas subiéndose a la parra. Te pido perdón, Mono Fantástico.

XI
Vaya, ha llegado antes que yo. Y no le queda ni el poso del café. Va directo. Parece que se salta las páginas centrales y se detiene en las secuencias donde interviene él mismo, Donato Tos. Levanta las cejas. Se le encienden las mejillas. Asiente. “Bueno, muy bueno”. Me pide el diskette con el fichero. Se lo doy. Ahora no, porque los bancos están cerrados. Pero mañana por la mañana vendrá con el talón. Sin falta. Esto va a ser un bombazo editorial. El retorno de El Mono Fantástico. Donato Tos desaparece justo cuando Perucho me trae la manzanilla.

XII
Levanto la cabeza. Se ha enfriado la manzanilla. Estoy al quite ¿Ya ha acabado ése? Me levanto antes de que se me cuelen. “Oiga, ¿ha terminado con el periódico?”. Me lo cede. Arrugado y pringoso. Da igual. Vuelvo a mi mesa de aluminio. Empiezo por la última página. Ahí está. El remanente de mis ahorros. Un recuadro de media página. “Remitido a la dirección. Don Keith Ador, autor y propietario de los derechos de EL MONO FANTÁSTICO, quiere informar a sus lectores y al público en general que no hay ninguna continuación de sus legendarias historias, y que en el caso de que apareciere alguna pretendiendo su retorno, ejercerá las oportunas acciones legales contra tal apócrifo”. Pliego la página. Triste. Enfadado. Burlado. Me levanto. Aún me duele el pie después de dos semanas. Tendré que pensar seriamente en ir al traumatólogo.