domingo, 30 de noviembre de 2014

¿A qué viene tanta prisa?




I
Se abre la puerta de la consulta. Escoltado por Judith, sale Tarcisio. Qué raro se me hace verlo vestido de calle y no con el deshilachado pijama azul. Me levanto. Es mi turno. En el cruce, una pregunta: “¿Cómo te ha ido?”. Sonríe. Levanta el pulgar. “Me dan el alta”. Uauuhhh. Me alegro. Mucho. Nos damos un abrazo. Me viene un flash… y pensar que éste tío me cayó como una patada en los mismísimos la primera vez que lo vi, cuando me asignaron a mí la 522B y él ya ocupaba la 522A…   “Nos veremos pronto… pero fuera de aquí”. “Claro que sí. Nos tenemos que ver”. Me llaman. “¿Valerianooo?, pase”. “Seguro que a ti también te mandan a casa”, me dice. Voy a entrar. Me giro un segundo. Yo también levanto mi pulgar. Y sonrío. Dentro me esperan. Nudo en el estómago. A ver a mí qué me dicen. 

II
Ya en casa. Vuelta a la rutina. Saco el correo del buzón. Mezcladas, facturas y propagandas. Reparo en una carta amarilla.  Mmm… debe ser publicidad. Ya la miraré. Y en medio, rescato una postal. Uf, ésta sí que me gusta. ¡Es deTarcisio, que me envía la torre de Tondon! ¡Qué envidia! ¡Qué envidia…!

III
Es lo que tiene. Que podemos vivir los dos en Mardebé. Podemos pasear por los mismos barrios,  pisar las mismas calles. Podemos ir al mismo mercado y comprar en los mismos puestos. Eso lo podemos hacer. Pero también pueden pasar cien años, mil, sin que nos crucemos Tarcisio y yo ni una sola vez. Ocupaba mi cabeza con ese pensamiento y, ea, me he dicho: “después de tres meses, ya toca”. He marcado su número. Y las pulsaciones se han disparado. Es un amigo. 

IV
Me ha abierto él la puerta. He descargado en la mesa del recibidor los libros de los que le hablé en nuestras larguísimas horas de hospital. Los ha cogido de uno en uno. Los ha sopesado. Como si las palabras se midieran en kilos. “No te ofendas, Valeriano… llevátelos de vuelta… no los voy a leer… para mí son muy largos…”. ¿Largos para quien se ha leído las obras completas de Shakespeare? Me he quedado a cuadros:   “…en fin… si quieres, y te interesa, también tengo relatos cortos… ya los buscaré por casa”. Ha mirado el reloj de la pared varias veces. “Tengo una hora”, me había dicho cuando quedamos. Y a los sesenta minutos justos, cronometrados, con su sonrisa de siempre, me ha acompañado a la puerta. Aquí estoy, de plantón en la acera, con un frío encogedor, pensando: “éste no es el Tarcisio que yo conocía”. 

V
Una alegría que haya dicho que sí a mi propuesta teatrera PRISAS en Mediavilla. No son numeradas. Y desde hace semanas no queda ni una sola entrada.  Aún no han abierto las puertas. La cola rodea la manzana del Auditorio. Me pongo detrás del último. Ahí los veo venir. A Tarcisio y a Judith. Les levanto el brazo. “Hay mucha cola”, observa él. Sí, pero ya se mueve. Lentamente, pero se mueve. “Lo siento, Valeriano, pero no”.  No, qué. “Que no tengo tiempo para perderlo en una cola”. Se va. Como suena: ¡se va! Judith no sabe cómo reaccionar. Trata de retenerlo. Al segundo, me pide disculpas, y le sigue. La verdad es que esta puñetera cola no avanza. Se me van las ganas de ver la obra y yo también me salgo de la fila. Mientras deambulo por las calles vacías pienso que tampoco debía ser para tanto. 

VI
Después del último encuentro, yo ya no pensaba llamar a Tarcisio. Pero ha sido él quien ha aparecido en la puerta de mi casa. Con un descapotable. Es prestado. “¿Vienes a dar una vuelta?”. Bueno… esto… yo… sí, por qué no. BROOOM, BROOOOM. Me los ha puesto de sombrero, o sea, más arriba de la corbata. Viento frío en la cara. Música a cien decibelios. Derrapaje en curvas. Hacia la Sierra. Uf, uf, uf. “¿A QUÉ VIENE TANTA PRISA?”, le he gritado. La respuesta, una carcajada. Flash, flash. El radar le ha retratado seguro. Cuatro puntos menos por lo menos. Y se la ha rempamplifado. Arriba del todo, en el punto geodésico desde donde se divisa el mar entre las nubes, me ha dicho que está harto, que se deja su trabajo, ¡con lo que decía antes que le gustaba!, y que se va la semana que viene con Judith… a la Cruz del Sur… Me he quedado sin argumentos cabales…. Lo he dejado como caso perdido. Pensaba que era de una forma y es de otra. Para qué le voy a preguntar si no tenía un sitio un poco más cerca, que por qué no Gorroperdido, que me han dicho que está muy pero que muy bien. “Mira, Tarci, haz lo que te dé la gana, pero bájame despacio, despacio a mi casa porque si bajas como has subido, tiro la papilla antes de la tercera curva”. 

VII
Un escalofrío me recorre el cuerpo cuando abro la puerta a Judith. Los meses transcurridos, la perspectiva, ponen las cosas en su sitio. Y aún es muy reciente la marcha de Tarcisio. Se me humedecen los ojos. Le pido que pase, pase, que no se quede ahí. Dice que tiene prisa, que es un momento sólo. Suspiro. “…es como si él supiera que le quedaba poco tiempo”, murmuro. Ella traga saliva. Registra en su bolso. Saca una carta. Una carta amarilla. A mí me da un flash. A mí me da un ahogo. La abro. La leo. Va dirigida a él. Firma el equipo médico. Fría. Aséptica. “Le informamos que su batería se agotará en Noviembre de 2014”. Digo un taco. Me muerdo las uñas. Judith me pregunta: “¿A ti no te llegó una carta como ésta?”. Niego la mayor. “No, no me suena”. “Es que los dos tuvisteis el mismo tratamiento”. Suerte que yo no soy Pinocho. Si no, me habría crecido la nariz un palmo. 

VIII
Cuando ella se ha marchado me he puesto a buscar y buscar en plancha, como un loco, entre la montaña de cartas. Facturas de la luz. Del agua. De teléfono. Del Seguro. Sobre amarillo. Sobre amarillo. Ahí, ahí, lo he encontrado. Me falta un poco el aire. Abro la ventana. Qué cosas. Yo, que de normal, tengo mucho pulso, estoy ahora temblando. Me miro en el espejo. Dudo. Si abro el sobre, podría saber cuánto me queda. No, no dudo. Prefiero beber la vida a sorbos que toda de un trago. Rompo en mil pedazos el sobre amarillo. Y respiro aliviado. Lo siguiente es ir a quedarme quieto sin hacer nada, mirando por la ventana cómo  pasan las nubes con sus infinitas y caprichosas formas.

domingo, 23 de noviembre de 2014

El Vigilante Cívico


I
Cuando Iris me propuso venirme a Gorroperdido, supuse que con mi currículum, encontrar aquí trabajo sería relativamente fácil. Error. Porque pasan las semanas lentamente. El “ya te diremos algo” es una frase que tengo grabada en mi frente. Y ahí estoy yo de ocupa. En su casa. Pongo voluntad en todo lo que hago. He cuidado ovejas y se me han perdido algunas. He tomado nota de los platos como quien copia apuntes en clase y los cocineros no han entendido mi letra. Ahora me sabe mal sentarme en esta cafetería. Porque pagará ella. Me rasco la cabeza. Me doy por vencido. “Me vuelvo a Mardebé”, resuelvo con la voz tomada. “Si te vas, Baudelio…”, responde ella, “…no vas a volver”. No abrimos más la boca. Pero lo que es aquí, mi panorama laboral está oscuro muy oscuro, casi negro. 

II
Ha sido el padre de ella quien, al verme preparar la maleta, me ha sugerido que me pasara por el Ayuntamiento que, aunque a su hija no le hace mucha gracia, hay una plaza de vigilante cívico… vacante desde hace cinco años. ¿Vigilante Cívico? ¿Vacante? No me cuadra. Aquí hay lista de aspirantes hasta para el puesto de enterrador, números clausus para los limpiadores de purines… ¿cómo es que un empleo de vigilante cívico no está cubierto? Con el “no” por delante, y para que no quede, dejo la maleta abierta y me acerco para preguntar. 

III
Rumio. Me interesa o no me interesa. No cualquiera vale. Gorroperdido tiene a gala ser un pueblo ejemplar. En todo. Lo suyo cuesta conseguirlo. Y sus autoridades no dudan: no se puede bajar la guardia. Hay que vigilar que todo esté como corresponde. El vigilante tiene que ser ejemplar, que para eso le otorgan autoridad sancionadora. Y tiene que asumir que, cumpliendo con su misión, puede caer mal, muy mal entre los vecinos. Al último que hubo lo descalabraron. Por eso dimitió. Aún no se sabe quién fue. El secretario levanta la mirada y con el pliego de condiciones en la mano me pregunta de nuevo: “¿Vas a presentarte?”. Uffff. Tengo un lío. No sé si me interesa o no me interesa. 

IV
Ha corrido la voz como la pólvora. Gorroperdido tiene, después de un lustro, de nuevo un Vigilante Cívico: “Baudelio el de Mardebé”.  Nadie me da la enhorabuena. Me miran con recelo. A Iris tampoco la veo muy feliz. El puesto no tiene dotación económica. Las cuentas claras. Me llevaré un porcentaje inversamente proporcional al número de multas, porque la corporación entiende que si no multo es porque se ha conseguido el objetivo, o sea,  extinguir al infractor. Me llevo a casa de Iris el “Libro de las Normas”. Es un mamotreto de mil páginas. No sabía la de cosas que no se pueden hacer en este pueblo. Pero, por la cuenta que me trae, en cuestión de horas, me pongo las pilas, y lo recito en sánscrito si hace falta.
 
V
¡Yeeeeep! Doy el alto a Cesco, el de la Cestería. Acaba de tirar una lata al suelo. Lo siento. La acción posterior de recogerla ya no enmienda la infracción. Receta al canto. Se la doy. No la firma. Se acuerda de mi familia. Y dice que la va a pagar Rita la Cantaora. Le advierto que estoy a buenas, porque si no,  sigo con el recetario. Entiende. Se calla. Me doy la vuelta. Yo sigo patrullando calle arriba calle abajo. 

VI
Los perros son un filón. Bueno, ellos no: sus dueños. Al amanecer. Al caer la tarde. Por el tamaño de los chapapotes evacuados ya me hago una idea de su procedencia. Y mira que el pueblo no es muy grande, que sólo con andar unos cien metros, el campo abierto es extenso… Cuando les doy el alto, he de tener especial cuidado para que no me muerdan, ellos no: los dueños. Mientras, en el ayuntamiento se frotan las manos. Con lo que llevo recaudado, este año da para dos verbenas de la Orquesta Veneno en lugar de una sola. 

VII
Parecía que con esto se podría vivir. Los primeros días arrasé. Pero a partir de la segunda semana… todos los vecinos se han vuelto escrupulosamente perfectos. Paseo y paseo mirando aquí y allá sin haber abierto el talonario en toda la jornada. Eso me obliga a esforzarme más. Los veo. Sé que están ahí, en el banco. Sigilosamente me acerco. Él se acerca a ella. Hablan en un susurro. Ahora van a besarse. Pero antes, en un clinc, da una última calada y tira la colilla al suelo. “¡TATE!¡TE PILLÉ!”.  Salto y aparezco desde detrás del seto. Ella da un grito taquicárdico. La multa no se la quita nadie. Pillados. Aunque sean las dos de la madrugada y yo haya tenido que alargaaaaaaar mi horario laboral para sorprenderlos in fraganti. 

VIII
Hay un aluvión de quejas en la Alcaldía contra el Vigilante Cívico. Dicen que esto es un no-vivir. El ayuntamiento, de puertas afuera, promete estudiar el caso y tomar cartas en el asunto. De puertas adentro, el alcalde Casto, me acaba de dar palmaditas en la espalda. “Cuánta falta nos hacía un tipo como tú, Baudelio”. 

IX
Todo está aparentemente perfecto, inmaculado, limpio, en su sitio. Es mi objetivo. Pero tampoco me alegro mucho. Porque mi salario se esfuma. No sé si ha valido la pena. Ahora la gente me huye en cuanto me ve. Y lo que más me fastidia es que abren el círculo y también huyan de Iris. A ella que no la metan en esto. Que la tomen conmigo, aunque yo me limite a cumplir con mi deber. 

X
Decía que si me ven, desaparecen. ¿Conclusión? Que no me vean. Que yo no parezca yo. Compro pelucas rubias, morenas, rizadas. Maquillaje. Trajes rimbombantes. Me lanzo a la calle. Irreconocible. De nuevo me pongo morado a multas. ¿Quién se va a esperar que ese guiri que pasea despistadamente es el Vigilante Cívico camuflado? Nadie. 

XI
Me estaba frotando las manos para que llegara el Domingo. Ése es el día que vienen las excursiones con los turistas de Mardebé. Menudo filón. Autobuses y autobuses. Los someto a un marcaje estricto. Vienen incivilizados. Se creen superiores. Van listos. Vuelvo al ayuntamiento con los abultados resguardos de las sanciones a recoger otro talonario. El secretario, alarmadísimo, me advierte: “¡Baudelio, por favor, no, no! ¡A éstos no los toques… que nos cierras el grifo…!”. Me quedo contrariado. Yo siempre había pensado que el civismo tiene que ser para todos, no para unos pocos. 

XII
Pago yo el café. Ahora puedo hacerlo. Iris me mira. Está seria. “Has cambiado, Baudelio”. “¿Quién? ¿Yo?”. Me observo en el reflejo de la cristalera. Soy el mismo. Y no me he ido. Me he quedado aquí en Gorroperdido. Tenemos un porvenir por delante. Le cuento con entusiasmo que he sugerido que en el próximo pleno amplíen conceptos cívicos: que delimiten la calle sin palabrotas… cada taco cincuenta euros; la calle recatada… camisetas sin mangas a cien euros… Noto que Iris no me entiende. “Baudelio… ¡ESTÁS COMO UNA REGADERA!”. Miro mi medidor de decibelios. Estamos en una zona acotada como acústicamente saturada. “70”, le digo. “Lo siento, cariño… pero no puedo hacer excepciones con nadie…”. Extraigo mi recetario nuevo formato. Sí, la encuentro muy, muy distinta. No entiendo cómo puede decir ella que yo he cambiado. 

XIII
Silencio en la tarde. Vuelvo de nuevo sobre mis pasos. Paseo por un pueblo fantasma. No veo a nadie paseando. Ni siquiera moscas revoloteando. Hoy pasaré la mano por la pared. Una voz conocida me llama. Me giro. CLOOOOOOOOC. Una maceta revienta en mi cabeza. Estrellas tiene el firmamento. Veo rodar los trocitos. Me voy al suelo yo también. Entre una nebulosa veo, sin distinguir, un montón de gente. De dónde han salido todos estos ahora. Oigo que preguntan: “¿Le has dado bien, hija?”. Y oigo que contestan: “…padre, más fuerte que al otro la otra vez, un poco más fuerte”.

domingo, 16 de noviembre de 2014

El trepa


I
Pensaba que me escapaba. Que en esta clase de Educación Física, después de los estiramientos, después de dar quince vueltas al campo de fútbol trotando y dejarnos sin aliento, don Gervasio, el de gimnasia, ya nos mandaba directos a la ducha. Pero quiá. Acaba de señalar a la cuerda y a mí me han entrado todos los males. Desde retortijones hasta calambres. Guido me pregunta, “¿…pero qué te pasa, Gabino?, ¡estás pálido!”.  Me rehago, saco pecho, no quiero que se me note nada. De uno en uno, en fila, van cogiéndose, aupp, auppp, se izan con los brazos, amarran con los pies, y suben, suben. Parece fácil. Me fijo. Es cuestión de maña. Jopeta, hasta Lucila se encarama, la cuerda se tensa que parece que se vaya a romper con su inmensidad, pero no, ella acaba subiendo hasta arriba como si lo suyo fuera un saco de plumas de avestruz y no de patatas. “¡Siguiente!”. Yo cedo la vez, gustoso, me quedo rezagado. Silbo. Miro al suelo. Me hago el despistado. Digo que me duele el brazo. Es su turno. Guido sube a pulso. Con las piernas colgando. Como si fuera de trapo. Un, dos, un, dos. Ya está cuatro metros arriba. Si se lo pidieran, se quedaría ahí sentado, como un trapecista. O colgado de los pies, como un murciélago. Oooohhhh. Luego, pis, pas, pis, pas, baja. Don Gervasio va poniendo notas. Diez para Guido. Siete para Lucila. Para Sebas un tres, porque se ha quedado a mitad de camino, balanceándose a un lado y a otro, rojo como un tomate, sin subir ni bajar. Me voy escurriendo. Miro hacia otro lado. “¡Gabinooo! Te toca”. ¿A mí? Me hago el despistado. No me he podido escaquear. Imploro clemencia. Se me sale el corazón del sitio. Me enfrento a la cuerda. La agarro fuerte, tan fuerte que parece que la voy a estrangular. AUPPPPPPPPP. Cierro los ojos. Aprieto los dientes. AUPPPPPPP. Tenso los brazos. Escucho a alguien decir que me pesa el culo. Cuando lo coja luego, me lo cargo. AUPPPPP. Abro los ojos, a ver cuánto he subido. Treinta milímetros si llega. “Vale ya”, concede don Gervasio. Veo cómo con su pluma traza en mi casilla un cero perfecto, simétrico. Los demás corren ya hacia los vestuarios. Me duelen los bíceps. Me duele la moral. Subir allá arriba, para mí, desde ahora, es una cuestión de honor. 

II
Primera condición: Ser más liviano, quitarme lastre de encima. Volatilizar estos michelines que rodean mi cintura. Ahora se me va la mano hacia la cucharilla, como si tuviera vida propia. La freno con un esfuerzo titánico. Salivo un poco viendo la tarta ahí, a mi alcance. Cierro los ojos para no verla, pero da lo mismo, porque la sigo imaginando entera, con todos sus detalles. Respiro hondo. Me levanto, me preguntan si me pasa algo, y muy ceremoniosamente, le pido a mi madre: “Mami, aparta de mí este postre”. 

III
Segunda condición para poder izarme: Hacerme fuerte. Encerrado en mi habitación, cojo la caja de seis tetrabricks de leche, sí,  la que he escondido debajo de la cama y la levanto alternativamente, ahora con el brazo derecho, ahora con el izquierdo. Hasta que pierdo la cuenta. Hasta que me duelen los dedos, la mano, el brazo e incluso el espinazo. Enseguida me afano en comprobar el resultado. A ver cuánta bola más tengo en mis bíceps. Empiezo a hacerme de hierro, empiezo a dejar de ser de mantequilla.
 
IV
El movimiento se demuestra andando, es decir, subiendo. Ventajas de vivir en un piso antiguo con un techo tan alto. Esa lámpara la puso mi abuelo ahí arriba y lleva tal cual los años que yo tengo. Unos cuantos. Y, siendo maciza como es, debe pesar lo suyo. Enciendo sus ocho bombillas. Nunca ha estado tan iluminada mi habitación. Enre otras cosas, porque si entra mi padre, me va arrear una buena y me va a decir que la próxima factura de la luz me la va a descontar de la paga. Subo a la escalera de los cinco peldaños hasta el tercero. Miro abajo. Uffff, qué alto. Miro abajo más. Ufff si ahora me caigo desde aquí… Me entra un mareo, un totus revolutum en mi cabeza... me da todo vueltas. Vueltas y vueltas. Bajo los tres peldaños de un tirón. Me dejo caer en la cama. Aborto la operación cuelgue de cuerda. Y me cago en todo, porque eso: encima, para colmo, acabo de descubrir que yo tengo vértigo. 

V
“Que no se diga, Gabino. También le tenías miedo al agua, y ahora eres un cachalote. Con el aire te tiene que pasar lo mismo”. Me animo a mí mismo. El secreto, uno de tantos, está en no mirar abajo. Hale hop. Ya está. Cuerda atada en la lámpara. Bajo la escalera. La arrimo a la pared. Ahora a comprobar que mi recién estrenada musculatura y mis cinco kilos de menos sirven para poder trepar por la cuerda. La tenso. Estiro. Aguantan. Canto para levantarme la moral, que tampoco sabe subir. Me sale, no sé por qué, “…un elefante, se balanceaba, sobre la tela de una araña…”. Polvos de talco para mis manos. Abro, cierro. Abro, cierro. Cuento tres. Me cojo. Me suspendo en el aire. Aoooooopppppp. Con todas mis fuerza. Con todas mis ganas. Me balanceo. Me sale ahora el grito de Tarzán. Oooooohhhhhh, Oooooohhhhh, o-o-oó. Impresionante. Lucha titánica contra la fuerza de la gravedad. Venga, un impulso más. Estoy en eso, cuando, no me da tiempo, algo cruje. Algo cede. Algo hace CATACRACRÁS, CRAS, CRAS. El chichón con el brazo de la lámpara es lo de menos. Me sacudo el polvo de la escayola que perla mi frente y me digo: “Mi madre hace ya tiempo que había dicho que la talla ésta se había quedado muy anticuada”.

VI
Sin técnica no somos nada. Aún iríamos con el taparrabos huyendo de las fieras. Tras las clases, he reclutado a Guido. Le sujeto la mochila. Ahí estamos. Frente a la cuerda de la discordia. “Enséñame cómo lo haces”. “Muy fácil”. Plas, plas, plas. Sin pestañear. Ya está arriba. “Espera, espera, que no me ha dado tiempo, ¿cómo has subido?”. Trato de fijarme en su posición, en el impulso, en… Este tío es de goma. Baja, sube, baja, sube. Baja y… me manda a freír espárragos, porque lo que está bien está bien.

VII
Miro fijamente a la cuerda. Con respeto. Con odio, lo reconozco. Doy vueltas alrededor. La pillaré desprevenida en algún momento y… Me cargo de rabia, de ira. Por qué no voy a poder. POR QUÉ. POR QUÉEEEEEEEEE. Me abalanzo sobre ella. AAAAAAAAHHHHHHH. Grito de guerra. Aup. Aup. Voy subiendo. Voy ganando altura. He aprendido que no tengo que mirar abajo. Aup. Aup. El corazón me empuja. No me va a parar a mí una puñetera cuerda. Me siento fuerte. Me falta un poco, un poco… AUP, AUPPPPP. Toco el travesaño. Toco la viga con mi mano izquierda. Intento subir un poco más, porque ya puestos, si puedo, la beso, a la viga. Se me empañan los ojos de la emoción, de la proeza. Sabía que lo conseguiría, que soy capaz. Inicio el aterrizaje. Houston, Houston, aquí la base espacial preparando el regreso al planeta tierra. Cuando me falta medio metro, auppp, un salto acrobático y al suelo. Me sacudo las manos. Satisfecho. Eureka. Miro alrededor. El colegio está vacío. Ni un alma. Grito: “¡Coñoooo! ¿ES QUE NO ME HA VISTO NADIEEEEEEEEEE?”. 

VIII
Falta poco para y media. Se está acabando la clase de Educación Física y don Gervasio no da muestras de señalar la cuerda. Me inquieto. Éste es capaz de enviarnos directamente a las duchas. En esto, suena su silbato. PIIIIIII: “¡Todo el mundo a la cuerda!”. Bien, bravo: Mi momento. Me concentro. Me pongo el primero de la fila. Lo vivo todo a cámara lenta. Los voy a dejar boquiabiertos. Ojipláticos. Maravillados. Por detrás, escucho, “chisss, chisss, que viene el trepa, que viene el trepa”. Más son ellos. Les mando, a cámara lenta, a cagar con una mirada de desprecio. Cierro y abro las manos. Las cierro y las abro. Noto la ausencia de mis michelines. La tensión de mis bíceps. Respiro hondo. Me cojo a la cuerda. Cierro los ojos para ahuyentar el vértigo. Aup, aup. (….). Ahora los cierro más fuerte para intentar que no se escapen las lágrimas. “Venga, Gabino, déjalo ya”. Don Gervasio me pone la mano en el hombro intentando animarme. No me explico por qué el otro día sí y hoy no. Y tampoco me explico por qué el otro día no escuché nada de nada, y hoy, según tiraba más y más fuerte, me llegaba un nítido y lejano voltear de campanas celestiales.

domingo, 9 de noviembre de 2014

El persuasor




I
“Pregúntame la hora, mami”.  Mi madre me mira por el espejo retrovisor. “¿Qué hora es, Eric?”.  Yo enseño orgulloso la muñeca y le digo: “¡Van a ser las cinco!”. Al instante, se levanta las gafas de sol que, al tiempo funcionan también como diadema sujetapelos, se frota los ojos y me grita: “¿De dónde has sacado ese reloj si se puede saber?”. Claro que se puede saber. “…se lo he cambiado a Edmundo”. “¿Cambiado? ¿Qué has cambiado, Eric, qué?”. “Le he dado una goma de borrar que era mía y yo me he quedado con su reloj automático, antichoque y sumergible”. Qué frenazo ha dado mi madre. Suerte de cinturón que llevo puesto en mi sillita. Casi me trago el reposacabezas de delante.  Ella pone los cuatro intermitentes. Mira si viene alguien. Da la vuelta y salimos derrapando. “¿Dónde vamos?”, le pregunto. “¿A ti qué te parece?”. No la entiendo. Yo pensaba que me iba a dar palmaditas, “¡bien por mi chico!”,  por lo listo que he sido en este cambio, y lo que está pasando es que ella vuelve a toda pastilla para devolverle el reloj a Edmundo. Protesto. Pero que conste: Edmundo se va a cabrear mucho porque la goma le molaba un montón.
  
II
Esta vez ha sido por un palo de polo con premio. Abro el cajón. Busco el fondo. Miro bien el reloj y su esfera negra. Escucho su tictac, tictac. Me da pena porque por ahora no me lo podré poner casi. Lo guardo ahí. Abren la puerta. Doy un salto. Con susto. “¿Qué hacías ahí, Eric?”. Glup. Es mi abuela. A ella sí. A ella se lo puedo enseñar. “Por favor, por favor,  no digas nada, que me hacen cambiarlo otra vez”.  Le miro a los ojos. Qué profundidad hay detrás. Cómo me conoce la madre de mi madre. Acaba con una sonrisa acariciándome el pelo. “…vas a tener que manejar con mucho tacto y tino esa facilidad que tú tienes para convencer a la gente de cualquier cosa”. Le digo que sí, pero la verdad es que no entiendo muy bien lo que me está diciendo. 

III
Mi padre nos quería llevar hoy a la playa. Pringarnos de arena hasta debajo del bañador, puaggg. Ponernos rojos como gambas, uffff. Ya tenía el coche cargado con la sombrilla, la pala y el rastrillo. (…) Se han encendido las farolas en la calle cuando entramos de nuevo en casa. “¿De dónde venís?”, pregunta mi abuela, con el delantal puesto,  la cena hecha y los cubiertos en la mesa. “…del parque acuático”, le digo entusiasmado. Ella se guarda una pregunta para mí. Al oído: “¿No íbais a la playa? ¿Qué tienes que ver tú con el cambio de planes, Eric?”.  Vaya… Con el índice, le indico que chissss, que no me delate, pero que sí, un poco he influido yo en esto.

IV
Han empezado ellos. A dar patadas a diestro y siniestro sin que el árbitro pitara nada. Entonces, uno de los nuestros, harto, se ha revuelto contra su capitán, que le pasaba un palmo,  y le ha dado un rodillazo en todos los huevecillos. Ufff, qué daño. Cómo se ha retorcido. La que se ha liado. Tangana. Nos querían comer. Empujones. Golpes. Gritos. Insultos. Y esos tienen dos años más que nosotros. Tenía que hacerlo. Quería demostrarme a mí mismo que mi capacidad de persuasión va más allá de lo normal. Del banquillo, he saltado al campo y me he ido cara a ellos. Me he jugado el tipo. De uno en uno: “Tranquilo, tranquilo, ¿vale?”. Jopeta. Mano de santo. Cómo  se apaciguaban. A los de nuestro equipo también. “Haya paz, chicos, calma, calma”. Como si el agua ya no hirviera más, por mucho fuego que la calentara,  y no se desbordara del cazo. Como si de repente, con mis palabras, les entrara la razón, recapacitaran y se preguntaran: “¿qué narices estoy haciendo?”. El corazón se me salía del sitio. Bueno, tampoco es que en ese momento empezaran a darse besos y abrazos, pero… por lo menos se han quedado quietos. Todos, menos uno, al que llamaban Pepelu el sordo, que me ha atizado en pleno ojo izquierdo. Ahora, mi abuela me aplica una bolsa con hielo para rebajar la funerala. Otra vez me pide prudencia. “…pero si yo, yo…”. Yo, yo, lo que me pregunto es hasta dónde puedo llegar con esto. De momento, cuando estaba a punto de recibir la bronca del siglo veintiuno, hasta a mi propia madre le acabo de decir: “mami, calma, calma…”. Y ahí la tienes: viendo la tele tan ricamente. 

V
El tiempo y la experiencia contribuyen a modular mi don. Puedo escoger a qué dedicarme en el futuro. Puedo vender enciclopedias. Puerta que me abran, palabra que me escuchen, enciclopedia que sé tengo vendida. Como poder, puedo presentarme a unas elecciones. Formando un partido político nuevo o formando parte de uno ya existente. Puedo ir cara a cara pidiendo un voto para mí. Sé que, en cuanto lo pida, lo tengo. Ahora lo entiendo. Sólo necesito tacto y tino para escoger. Razón tenía mi abuela. 

VI
“¡GRRRRRRRR!. ¡Guau! GRRRRRR ¡Guau, guau!” Esa situación es nueva para mí. Un giliperro me planta cara. Con el rabo tieso. Manteniendo la distancia. Me enseña los dientecillos. ¿Servirá mi prodigioso don para persuadir también a los canes? Allá voy. “Quieto, bonito, quieto, calma, chico, calma”. Parece que sí, parece que funcio… ¡UAAAAAAAHHHHHH, la madre que lo parió! ¡Señor, señor, por lo que más quiera, coja a su chucho, que me destroza la pantorrillaaaaaaa!!!!!!

VII
No debí salir de casa sin chaqueta. Ni sin bufanda. Ahora sufro las consecuencias. No soy capaz de articular ninguna palabra. Afónico total. Mi modus vivendi acallado a la fuerza. El otorrino me pide que abra la boca... Arrrrrrrg. Me da angustia cuando se asoma con el palo. Lo tira a la papelera. “Anginas de caballo” es el diagnóstico. La prescripción empieza con el reposo. Extiende su receta. Escribe garabatos. La enfermera me espera fuera. “Son cincuenta”. Me viene un sobresalto. No había caído en que no tengo voz para persuadirle siquiera que me haga una rebaja. Busco en la chaqueta la cartera. Me rasco el bolsillo. Como si fuera un tenor mudo en el Metropolitan, me doy cuenta de que hasta que no recupere el habla (y espero hacerlo pronto) estoy en el paro más absoluto. 

VIII
Esmeralda repite palabra por palabra lo que le acabo de referir. Contiene su sorpresa. Me gusta tanto que, con ella, sólo me vale una franqueza total. Estamos en una mesa en la calle, en el café Liberto. “Así que, Eric… a tu anterior novia la persuadiste para que te quisiera”. “Hm”, corroboro. “…la tenías como hipnotizada”. “Hm”, admito. “…y, cuando, me conociste, la persuadiste de nuevo para que se marchara”. Sí: eso es así. Añado: “…y se fue contenta como unas castañuelas”. No pestañea Esmeralda. Asimila lo increíble de la situación. No termina de dar crédito. Estoy por preguntarle si quiere una demostración,  un botón de muestra, si quiere que persuada al camarero de que estos cafés nuestros corren por cuenta de la casa, lo cual hago últimamente bastante. Subrayo: “…a ti, Esmeralda,  no te puedo decir lo que no es”. De repente, evita mirarme directamente a los ojos. Luego pronuncia un enigmático: “Vaya”. Y antes de que pueda yo añadir una sola palabra, ella se levanta y me enfunda una bolsa de supermercado en la cabeza. Suerte: tienen agujeritos, de no ser así, me habría asfixiado seguro. Noto que se levanta. Y que me sentencia: “Eric: no podría soportar no saber si te quiero porque me embrujas o porque de verdad te quiero…”. Oigo sus pasos. Se marcha. No me atrevo a quitarme la bolsa. Dentro de ella, estoy llorando y no me gustaría que me vieran. Por la acera pasa un señor mayor que grita: “La gente está mal: ya no sabe qué ponerse encima para llamar la atención”.