I
Entraba en un pueblo, pero no tanto. No tanto como para que alguien reparara en aquel Ibiza rojo, enfilando la entrada, la de la rotonda a la salida de un túnel… a eso de las nueve de la mañana. Jaime Solera conducía con precaución y observaba la calle del Conde, con sus edificios sesenteros a un lado y los talleres al otro. Buscó sitio para aparcar sin éxito. Coches en batería, uno detrás de otro. Y los huecos que había se correspondían con vados permanentes. Cuando ya se le antojaba una tarea imposible, atisbó un Megane que salía, y él rápidamente maniobró para estacionar allí. Paró el motor. Estiró brazos y cuello para desentumecerse. Había llegado a Mediavilla.
Entraba en un pueblo, pero no tanto. No tanto como para que alguien reparara en aquel Ibiza rojo, enfilando la entrada, la de la rotonda a la salida de un túnel… a eso de las nueve de la mañana. Jaime Solera conducía con precaución y observaba la calle del Conde, con sus edificios sesenteros a un lado y los talleres al otro. Buscó sitio para aparcar sin éxito. Coches en batería, uno detrás de otro. Y los huecos que había se correspondían con vados permanentes. Cuando ya se le antojaba una tarea imposible, atisbó un Megane que salía, y él rápidamente maniobró para estacionar allí. Paró el motor. Estiró brazos y cuello para desentumecerse. Había llegado a Mediavilla.
II
Se notaba que aquel piso llevaba tiempo cerrado. El propietario le precedía por las escasas dos habitaciones, encendiendo la luz, y subiendo las persianas para que la luz directa inundara la vivienda. Pequeño. Frío. Húmedo. El río quedaba cerca. “Esto es lo que hay”, concluyó esperando un veredicto. Jaime no abría la boca, sólo respiraba profundamente. El dueño lo prejuzgó. Aquel hombre era el prototipo de inquilino que él estaba buscando. Una persona sola. Tal vez un ejecutivo contratado por una de las multinacionales de los polígonos adyacentes a la autovía. Seguramente buscando una vivienda provisional. Cómoda. Seguro que lo mantendría todo en perfecto estado de revista. Tragó saliva. Y, tuvo la convicción, fuera de todo pensamiento políticamente correcto, que no era “de fuera”. Que, pese a lo que estuviera escrito en el contrato, no traería una caterva de gente detrás. Entonces echó el resto: “Creo que llegaremos a un acuerdo”, afirmó. Y así, Jaime, sin decir palabra, vio rebajadas las pretensiones iniciales del arrendador.
III
El curso “El cambio climático en el crecimiento del tubérculo mediterráneo” se impartiría en la Escuela del Progreso Universal de Mediavilla (EPUM) a partir de las tres de la tarde. Los quince matriculados, más o menos desorientados, “¿será aquí?”, fueron llegando a esa hora, e incorporándose al aula designada en los tablones. Las mesas estaban dispuestas en forma de “U”. Lo primero de todo, tras el saludo del docente, fueron las presentaciones. De izquierda a derecha. “Me llamo Tomás. Soy de Mardebé. Y trabajo en Aperitivos La Pera”. Así uno tras otro. Una becaria. Un funcionario. Una meteórologa. Un estudiante de agrónomos. Hasta el último. “Me llamo Jaime Solera. Vengo de Malicia. Y soy experto en tubérculos continentales”. Flotó entre los presentes un “oohhhh”, de asombro y admiración. Menudo nivel. Carraspeó el profesor. “Bueno, ahora que ya sabemos quién es quién, vamos a iniciar la clase”. Borró la pizarra y, por si había alguna duda, aclaró: “…Y vamos a empezar por el principio”.
IV
Así se sucedieron los primeros días. Coincidiendo en la entrada de la Escuela. Familiarizándose las caras unas con otras. Haciéndose de señalar los rezagados, siempre los mismos. Contagiándose bostezos. Iniciando corrillos afines en la pausa del café y tomando como punto de partida el tema que les unía. En uno de estos descansos, Jaime “el continental” se acercó a Anabel “la mujer del tiempo”, y rompió el fuego mostrándole una lámina de una “auténtica patata centroeuropea”. Para no desmerecer, Anabel fingió un interés desorbitado. “Impresionante, de verdad”, le dijo. Satisfecho, Jaime, guardó la imagen en su carpeta y afirmó rotundo: “Ya lo decía yo…”.
V
Entraba Jaime en el “Mercachica” y lo recorría entero pasillo a pasillo arrastrando un carro desalineado. Quienes se cruzaban con él se llevaban la impresión de que iba a llenarlo a reventar. De bebidas. De productos de limpieza. Leches. Zumos. Refrigerados. Al final, después de mucho ir y venir por las estanterías, Jaime cargaba con pan (bolsas de tres barras), fiambre envasado y algunas latas. Poco más. En la caja todos los códigos de barra pasaban en un pispás. Y cuando le indicaban la cantidad a pagar, y le preguntaban de paso si se quería llevar champú de patata que estaba a un euro, él hurgaba y hurgaba en el fondo de su desgastada cartera, conseguía rescatar los céntimos más hundidos y pagaba con la cantidad justa. En una bolsa le cabía todo. Vecinos de rellano se cruzaban con él. Intercambiaban saludos. Ya sabían por Radio Macuto que acudía al curso ése de la EPUM (pum, pum). Pero también que trabajaba en una multinacional. Se lo había dicho el dueño del piso. De buena tinta entonces.
VI
Aquel Viernes se acercaba el curso a su ecuador. Y ya con algo más de confianza ganada, después de tantas horas compartidas en torno a la fécula, que hay que ver lo que daba de sí, Anabel se animó a proponer, a quien se quisiera apuntar, salir a tomar algo. Hubo bajas, porque siempre había quien, tras la clase, prefería irse directo a casa. Pero quedaron cinco. Entre ellos, claro estaba, Jaime Solera. Y acabaron en el Liberto. Hablándose al oído, entre trago y trago de cerveza, para neutralizar el sonido de la música. Ella le explicó que “la licenciatura no es el final, sino el principio”. Y a continuación le preguntó: “¿en qué empresa trabajas tú?”. Con esa percha, lo imaginaba líder, director general. Él dijo sin inmutarse: “En ninguna”. “Anda ya… y de qué vives…”. Entonces él se lo dijo. Tampoco era un secreto. “…recibo los derechos de autor de las obras que escribió mi padre….”. La cara de asombro de Anabel fue total. Hubiera querido preguntar más, preguntarlo todo. Pero eran demasiadas preguntas para ir todavía por la segunda cerveza. “…y entonces ¿tú qué haces?”. Hubo un cambio de ritmo en la música del local. Por eso no pudo oír cómo él le explicaba que escribía “sobre páginas en blanco”.
VII
Al siguiente Lunes, al terminar la clase, ya fueron ellos dos solos a dar una vuelta. Y se perfiló un poco más el dibujo que cada uno se había hecho del otro. Y se amplió el horizonte de las cosas que se fueron contando. Anduvieron por las calles peatonales, saludos incluidos de Anabel con gente de Mediavilla. Adioooooós. Adiós. “Ésta nos ha retratado. Mañana saldremos en la gaceta, ja, ja”. Había buena química. Las mejores y más bonitas palabras fueron rellenando esas primeras hojas inicialmente en blanco. Al menos aquel día, ambos tuvieron la sensación de que aquella historia merecía seguir escribiéndose.
VIII
Jaime Solera cerró la cremallera de su maleta. Ya lo tenía asumido. Todo va recto y bien hasta que se joroba y se mancha. Y viene el primer borrón. Esta vez por un “¿tú no pagas nunca?”. Pues qué creía ella. La sociedad de autores no daba para tanto. No valía la pena ya seguir llenando folios con resentimientos y miserias. Eso es lo que todo el mundo mediocre hace. Y esto es lo que él había dejado de hacer desde que, años antes saliera de Malicia, harto ya de que parientes y falsos amigos lo tacharan de vago y desequilibrado. Desde entonces se había dedicado a empezar historias nuevas. Y a hacer borrón y cuenta nueva si los renglones se torcían.
Dejó la llave dentro del piso. Y cerró con fuerza. Había quedado hecho una auténtica pocilga. Bolsas, latas vacías, papeles, mugre pringosa en el fregadero obstruido y un hedor que procedía del baño difícilmente soportable. Tal vez una imagen de sí mismo.
Se encaminó hacia la calle del Conde, donde dejara el Ibiza rojo varias semanas atrás, la mañana en que llegó. Allí estaba, cubierto con una capa de polvo denso. Tendría que pasarle la manguera. Descargó el equipaje en el portón. Antes de subir al coche, abrió la carpeta. Apartó los apuntes del curso que acababa de dejar inconcluso y buscó el comprobante de matrícula del nuevo máster “La patata caliente de la economía”. Su próxima página en blanco.
Salía de un pueblo, pero no tanto. No tanto como para que alguien reparara en que su Ibiza rojo, viraba en la rotonda y tomaba la vía de servicio hacia la autovía… a eso de las nueve de la mañana.
Esa foto es de mi pueblo, ¿ qué hace ahí?.
ResponderEliminar...te aseguro que para ilustrar el tema intenté buscar una auténtica patata continental, pero al no lograrlo, cambié el "chip" y puse esta imagen...¿a que es bonita?
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