domingo, 26 de septiembre de 2010

LO QUE DE VERDAD DA RABIA

I
El ordenador se colgó. La pantalla se había quedado clavada. Toni, estupefacto, movió el ratón compulsivamente para ver si aquello tenía arreglo. Martilleó todas las teclas, y después al unísono “alt+ctrl+del” varias veces. Gesto inútil. Tentado estuvo de estampar la CPU contra el suelo, pero se contuvo y lo cambió por un furioso manotazo en el estucado de la pared. Se hizo daño, jodeeeeeeeeer, qué culpa tenía su mano de aquello. Resoplando, desenchufó, contó hasta tres, y volvió a insertar la clavija. El ventilador empezó a girar de nuevo, y lentamente se inició el sistema a paso de tortuga coja. Al cabo de un buen rato, pudo abrir el fichero, que no había retenido las últimas modificaciones, y con una dosis extra de paciencia, rehízo poco a poco lo que había sido su trabajo. Pero justo entonces hubo un apagón. En toda la manzana. Y se quedó a oscuras. Las dos primeras letras, la “o” y la “s”, apenas sonaron. Pero el resto de la palabra, la “tiaaaaaaaaaa!” que iba detrás, llegó nítidamente hasta la otra punta de Mardebé. Incluso más allá. “¿Será posible?”, gritó levantándose. ¡CROOOOKKK! Sonó hueco el trompazo que se había metido en la frente y que había hecho crujir el canto de la estantería. Otro alarido. Tiró instintivamente hacia detrás, enganchó el cable de los auriculares que llevaba puestos con la manivela de la puerta, y el móvil nuevo recién estrenado salió disparado por los aires, estrellándose estrepitosamente contra el terrazo del suelo. ¡Oh, no, no…, por favor, no! Se hizo de nuevo la luz para alumbrar el panorama. Se agachó para recoger los dos trozos en que había quedado el teléfono y ¡RAAAAASSSSSSS…! Catástrofe. Se había rajado la costura del culo del pantalón y quedaban al aire diez centímetros de su slip de color verde pistacho. Era cierto que le venía un poco ceñido, pero leches, era su pantalón preferido…

Pensó que era difícil que le pudieran pasar más cosas en menos tiempo, así que intentó recobrar la calma, se deshizo del pantalón, y de esta guisa, con calzoncillo y zapatillas, buscó pegamento de contacto, hábilmente puso una microgota en el lugar preciso y presionó con los dedos hasta asegurarse de que el móvil volvía a ser de una sola pieza. Sin tiempo que perder, buscó otros pantalones, éstos un poco menos “guays”, miró el reloj, constató que se le hacía más que tarde, y salió de casa a escape. Ya ajustaría cuentas con el ordenador a la vuelta. Mientras bajaba las escaleras, marcó la llamada directa a Carla, para avisarle que llegaba tarde. “¡Carla! ¿Carla? ¿Me oyes?”. Operación inútil. No sabía por qué, pero no tenía cobertura.

II
Lo de tener la moto estropeada era una verdadera faena. Así no controlaba los tiempos. Cruzó la calle al galope para enfilar hacia el transporte alternativo, la boca del metro. En el camino, y con su respiración agitada, percibió que iba directo a pisar un chicle pegado en la acera. Dio un ágil salto para esquivarlo. Pero durante el vuelo, cuestión de microsegundos, se percató de que su pie apuntaba hacia un escupitajo verde reciente. Con el quiebro para sortear el segundo obstáculo se torció el tobillo, vio las estrellas, y encima terminó aplastando de lleno una mierda blanda. Pero no se detuvo en aquel campo de minas. Pasó el billete electrónico. Sin problemas, menos mal. Bajó los escalones de dos en dos, dejando el rastro en su huella. Abajo, en silencio, esperaba un metro. “Lo cojo”, pensó, “lo cojo”. Ni hecho adrede. Cuando iba a acceder al vagón, sonó un pitido de aviso, cerraron bruscamente las puertas, y el metro inició la marcha dejándolo fuera. Desde dentro, algunos pasajeros se percataron de sus dos palmos de narices.

III
Carla ya se iba a marchar cuando vio emerger a Toni de la estación con la lengua fuera y casi descompuesto. “No me preguntes…”, le dijo, “que ya te cuento…”. Con esta frase, se aplazó la bronca. Se les echaba el tiempo encima. Aceleraron el paso, cogidos de la mano. En el bar Tempus, donde pensaban cenar, el camarero que controlaba la libretita de la lista de espera les aseguró que “en dos minutitos les daba mesa”. Y se quedaron allí de plantón, mientras veían cómo los camareros iban, venían, apuntaban, traían, llevaban, y en medio de un bullicio enorme, los comensales tragaban, bebían, gritaban, reían. De dos minutitos nada, habían pasado casi veinte. Estaban agotados y a punto de marcharse del Tempus, cuando el organizador de mesas dijo a grito pelado: “¡Por favor, Toni, mesa para dos!”.

IV
La bebida vino pronto. En cambio, el pulpo y las bravas llegaron tarde y fríos. Encima no sabían bien. A Toni ya no le extrañó en absoluto. “Es increíble, Carla, el día que llevo: me pasan un montón de cosas que dan mucha rabia, y una detrás de otra…”. Ella iba a decir, “Toni, eso son imaginaciones tuyas…”, pero no le dio tiempo. De la patata que acababa de pinchar él con el tenedor salió disparada una gota de tomate como un misil y fue a estamparse en forma de racimos en la blusa de ella. Él, azorado, pidió mil disculpas, le ofreció una servilleta, “enseguida pido un quitamanchas”, y quiso levantarse, “pero yo me voy a casa ya”, ella reaccionó bien, se tragó la cara de poema y le retuvo, “no te preocupes, no pasa nada…”. Se les hacía muy tarde, por lo que quedaron los platos a medias, y pidieron la cuenta. En traer la nota, el Tempus sí era rápido. Así repetían mesa y no tardaban en llamar al siguiente: “¡Por favor, Pepitooooo! ¡Mesa para dos!”.

Antes de salir a la calle, Toni se excusó para ir al lavabo. Aseo cutre el del Tempus, por cierto. Llegaba ya bastante apurado. Abajo la cremallera. Entonces se dio cuenta del desastre. Se acordó dónde había dejado el pegamento chino con el que había unido el móvil. En su bolsillo. Y, me cago en la leche, aquel pegamento se había destapado. Gotas de cianoacrilato se habían escurrido hacia el slip. Y de ahí hasta la ingle. “¡Joder, esto no me puede estar pasando, joder…!”, murmuró en voz baja. Cerró los ojos fuertemente. Pegó un estirón brusco. Y se tragó un grito. La depilación fue salvaje, pero limpia. Arrancó un trozo de tela verde pistacho sembradito de pelos. Adiós calzón, adiós. Ni las mejores esteticistas. Después de desaguar, se lavó bien la cara para que Carla no viera el rastro de sus lagrimones.

V
Carla y Toni llegaron tarde al Café el Teatro. Punto de encuentro para la gran velada de Mediavilla. El acto estaba ya empezado, y como el aforo era pequeño, ya todas las butacas estaban más que ocupadas. Toni hizo una batida con la mirada sobre toda la gente allí congregada. Localizó a su padre, que le señalaba el reloj, “…a buenas horas llegáis, chico…”, ahí, en la penúltima fila, junto a sus tíos. Allá a lo lejos, en privilegiada butaca, divisó a su otrora amigo Guille. Seguro que aquél también había reparado en ellos. Eran blanco de muchas miradas. Entraron y entre empujones se abrieron paso para encontrar un hueco con visibilidad. Tuvieron que quedarse de pie, en el pasillo lateral. Apretujados. Casi de puntillas. Respirando alientos y resoplidos. La megafonía no iba muy sobrada. Se escuchaban más las crujientes palomitas que devoraban los de al lado. Daban en ese momento la palabra a la señora alcaldesa. Toni tuvo segundos para abstraerse. Para recordar que estaba allí porque se lo había prometido a Carla. Si no, a qué santo. Recordó lo insólito de la jornada, con aquella cadena continua de sucesos desquiciantes: Ahora no tenían asiento. La depilación había llegado hasta la misma frontera del huevecillo. La medalla de auténtico tomate en la blusa de Carla. Las pésimas tapas del Tempus. El plantón esperando mesa. El arranque del metro en sus narices. La mierda en la suela. El móvil nuevo cascado. Su pantalón favorito enseñando medio trasero. La frente con un chichón. El ordenador cascado…

Con esa racha, tenía muy claro lo que iba a ocurrir a continuación. Hablaría la alcaldesa de lo difícil que se había puesto aquel año otorgar el premio extraordinario. Y Toni pensó, total, para él ya era un premio que lo hubieran seleccionado. Redundaría en las virtudes y maravillas de los candidatos y… siguiendo la tónica gafe del día ocurriría lo que más rabia le iba a dar: el premio se lo darían al baboso de Guille. Como si lo viera. El apretón de manos de Carla le devolvió a la realidad.

VI
Pero no. La alcaldesa informaba que aquel año habían tenido unanimidad en la elección del justo ganador. Ahora no se oían ni las palomitas. Silencio. Expectación. “El premio extraordinario es para… “. Ojos cerrados. Un silbido perdido. Toses. “…ANTONIO SALINAS REVERTE…”. Gritos. Bravos. Ovación. No, no había oído mal. Lo nombraban a él. Allá en su butaca privilegiada, Guille había puesto cara de póker. “… vaya: se lo dan al tío que no se quita esa cazadora ni a sol ni a sombra…”. Comentario desafortunado y despreciable. Aplauso sostenido. Gente puesta en pie. Toni fue consciente. Es que eso, eso que le estaba pasando era precisamente lo que de verdad más rabia le daba. Él había llegado allí y ella no estaba. Él había logrado un reconocimiento y ella no le veía. Ella no vivía con él ese momento. Hundió su cabeza entre el pelo y el hombro de Carla, e incapaz de contenerse, lloró desconsoladamente. Mientras, el sonido atronador y continuado de los aplausos, amplificado por la magnífica acústica del recinto, ascendía y se disipaba en las alturas.

domingo, 19 de septiembre de 2010

EL ÚLTIMO RELATO

I
Aquí estoy. Como una boba embobada. Sentada en esta silla que me destroza la espalda. De cara a la ventana del patio, donde me distraigo con el paso de una mosca. Gracia me hace que, para lo sorda que estoy, el ladrido del perrito de la vecina sí que lo oigo, sí, y se me clava en el tímpano. Es que soy una sorda selectiva. Aquí estoy, intentando concentrarme, aunque lo tengo un poco difícil. Empuñando con mi mano diestra, todavía firme, mi fiel bic “M4 Patentado”, que después de mucho recorrido sigue dando un trazo suave y continuo. Estreno libreta como las de siempre: gusanillo, tamaño cuartilla, de una raya. Y me dispongo a escribir, antes de que se terminen borrando todos los recuerdos acumulados, el que mucho me temo será mi último relato.

Hace cinco minutos que se acaba de ir mi nieta Angélica, la pequeña de Mari. Cuando toca el timbre, lo funde, llama a rebato. Dice que es porque no lo oigo. Y yo le contesto que no abro más rápido porque no estoy detrás de la puerta, y porque me cuesta moverme y ando muy despacio. Ella es la que más viene a verme. Ahora se ha dejado el pelo muy corto. Porque hace calor. Yo paso lista y le pregunto por hermanos, padres, primos y tíos, uno a uno. No me dejo a nadie. Todos están bien. De lo que más me alegro. Le ofrezco un café con leche. No le apetece. Coca cola. Tampoco. Algo, lo que sea. La cocina es grande y hay de casi todo. Aquí se guisaba para siete. Acaba subrayando que no quiere nada. Y me da las gracias. Enseguida se nos acaban los temas y nos quedamos en silencio. “…a medida que vas creciendo, me recuerdas cada vez más a mi hermana Mercedes, que en gloria esté…”. Sí, ya sé que se lo he dicho muchas veces. Pero es la verdad. Tiene su perfil, desde la nariz bajando por la barbilla hasta el cuello, y su mirada limpia con esos ojos tan claros. “La próxima vez que vengas, habré buscado una foto suya y te la enseñaré. Me darás la razón”. Angélica se queda asombrada por la potencia de los ladridos que se escuchan a través de la pared medianera. Caray con el perrito de la vecina. Huy, eso no es nada. Por la noche da conciertos de rock. Ella se ríe. Pronto se levanta para despedirse. Le envío recuerdos para todos. Y un segundo antes de que abra la puerta para marcharse, rebusco en mi bolso, saco un billete de veinte euros, y se lo pongo en la mano. Es lo menos que merece la nieta que más viene a verme.

II
Aquí estoy. Embobada. Sentada. Con dolor de espalda. Cara a la ventana. Sorda según para qué. Los ladridos los oigo. Pensaba que ya tenía escritas algunas frases del que seguramente va a ser mi último relato. Pero después de rebuscar en los cajones entre montones de papeles y fotos me he convencido de que no; no tengo nada. Por eso aquí estoy, empezando. Utilizando este boli… este boli… ahora no me sale la marca, pero es de los que van bien. Estreno libreta. Voy a intentar atrapar mis pensamientos con tinta azul antes de que se esfumen.

Ella ha llamado al timbre varias veces. No he podido disimular mi enfado: “¿Pero tú no llevabas llave? Ya estaba yo de los nervios, muy preocupada, a punto de salir a buscarte. ¿Y éstas son horas de aparecer? ¿Se puede saber dónde te habías metido? ¡Anda, entra, y vamos a la cocina, que como llegue ahora la madre y vea que no tenemos la comida a punto, nos va a poner a caer de un burro…!”. Mercedes me ha mirado toda espantada y ha dicho: “¡Abuela, abuela, que soy yo…!”. Eso, para bromitas estoy. “Mira Mercedes, Mercedes… no me cabrees más, que te estás ganando hoy un sopapo bien dado…”. He sacado la cazuela grande. Somos siete, van a venir todos con hambre canina y todo por preparar aún. Y el gran sofocón ha venido cuando, al abrir la puerta de la despensa, dentro no había nada. ¡Estaba vacía! Casi me da un síncope. He pegado un grito. Pero aquí no valen gritos ni lamentos. Había que actuar rápido: “¡Mercedes, corre, ve a la tienda de Reme, y aunque esté cerrada, llama, que ellos están dentro, y diles que te envío yo, y te traes dos paquetes de arroz, y un bote de tomate frito, que ya iré mañana a pagarles…!”. La he empujado hacia la puerta, y ella, erre que erre: “pero abuela, por favor, que soy Angélica…”. ¿Será posible? Hoy ha sido el día que casi le pego. Pero la alegría de ver a mi hermanita del alma, después de tanto pensar, angustiarme y padecer, le habrá pasado algo, no sé nada de ella… esa alegría puede con todo. Ahora, a esperar que vuelva enseguida con el arroz. Ya me ocuparé yo de madre si llega antes, y le contaré con tiento que alguien ha entrado en nuestra cocina y nos ha saqueado la despensa y por eso no estará la comida a punto. Y ella me reñirá: “¡Ay, Paquita, Paquita, que tú vives en las nubes y se te ha ido el santo al cielo…” Y yo le contestaré algo que le caiga bien, porque con madre, como siempre, yo me apaño.

III
Aporreaban la puerta y machacaban el timbre a la vez (…) ¡Voy, voy, ya voy...! (…) Bah, me he asomado por la mirilla y era una chiquilla. La he mirado. De arriba abajo. “¡Abuelaaaa, abre, que soy yo!”. No. No sé quién es. “¡Soy An-gé-li-ca!”. Yo no la conozco de nada. Y no voy a abrir a desconocidos. (…) Me he vuelto hacia el interior de la casa, aunque esa niña ha seguido llamando. Ya se cansará. Pobre, se cree que soy su abuela.(…). Bueno, aquí estoy. (…) Y me duele todo. (…). El caso es que yo iba a hacer algo. (…) Pero se me ha ido de la cabeza. Por eso lo anoto todo. Para que no se me olvide (...) ¿Qué hacen aquí todos estos papelotes revueltos? La mesa está hecha un desastre. Menudos garabatos. Quién los habrá hecho (…) Fuera ladran. El caso es que yo iba a hacer algo importante (…) Pero no sé qué era (…) Me sentaré cara a la ventana hasta que me acuerde otra vez (…) ¿Acordarme?, ¿De qué?

domingo, 12 de septiembre de 2010

LLEGANDO A LA TIERRA DONDE TODO IRÁ MEJOR

I
Aunque sabía que le quedaba poco dinero, Ragitefa se registró otra vez los enormes bolsillos del pantalón pirata. Un billete muy arrugado de diez euros y algunas monedas de céntimos. Nada más. A esas horas no había mucho movimiento en aquella vetusta estación de autobuses. Después de mucho consultar un panel informativo muy confuso, fue hacia el andén número cuatro, donde aguardaba un autobús con la puerta delantera abierta. “Por favor… ¿Para en Serañe?”, preguntó. El conductor afirmó con la cabeza. Repitió para asegurarse: “¿Siraiñe?”. Ahora le había salido mejor pronunciado. Qué nombres más complicados utilizaban por estas tierras. “…que sí, he dicho que sí…”. Ragitefa tomó impulso, con la pesada mochila que cargaba en su castigado hombro, y subió las escaleritas. Extendió sus desgastados diez euros y volvió a decir: “Siraiñe”. El chófer, lo examinó descaradamente de arriba abajo, a continuación le imprimió un ticket, y le devolvió un exiguo cambio. El joven, con las fuerzas justas, buscó un asiento en las filas delanteras. Y se dejó caer. El estómago vacío, siempre tan impertinente, le recordó que ya llevaba un montón de horas sin comer.


II
Se lo había advertido su tío Palitrodomico, le había dicho que fuera discreto, porque “éstos son buena gente, pero de entrada, siempre miran mal…”. Ahora la realidad estaba superando todo lo imaginable. Según se llenaban las plazas del autobús, había ido dibujándose un cordón de aislamiento en torno a él. Y eso por qué, se preguntaba. Nadie en la fila de delante. Ni en la de detrás. Nadie, por supuesto, al lado. Sólo unas miradas escudriñadoras, que se sucedían conforme desfilaba el personal y reparaba en su presencia. Ragitefa permanecía erguido. Intentaba ignorar la situación, ser ajeno a la escena, y mantenía la vista clavada en la ventana. Pero el reflejo de la misma le devolvía a la realidad. A su rostro rayado. A sus brazos blanquinegros. A sus enclenques piernas surcadas por estelas albinas y azabaches. Rara avis, Ragitefa era un ejemplo vivo de la etnia cebroide.


III
Al principio, los dos chavalotes que se sentaban junto a la puerta trasera, cuchicheaban. Y soltaban risitas. Ragitefa tragaba saliva y apretaba los puños en su gastado petate. Le parecía que aquéllos hablaban de él. Con los auriculares puestos canturreaban. Latas de cerveza. Bebían sin sed. Con los otros pasajeros, unos tres cuartos de entrada, no iba la fiesta. “…a ése, luego lo molemos a palos…”. Un eructo. Otro. Risotadas. No les entendía apenas, pero cuando captó las palabras “menudo burro con rayas”, ya lo tuvo claro, la cosa sí iba con él.


IV
El autobús se arrimó a un saliente de la carretera que hacía las veces de apeadero. Nadie se movió. Tuvo que girarse el chófer, “Eh, tú, que estamos en Siraiñe…”. ¿Siraiñe? ¿Siraiñe? Ah… ¿pero no entraba en el pueblo? ¿Iba a dejarle en las afueras? Saltó Ragitefa, avanzó hacia la salida y dando dos enormes zancadas se vio en el arcén. Dijo “adiós”, pero no hubo respuesta. Después vino el olor a neumático caliente y a gasoil quemado. El rugido de un motor y el rebufo de una enorme masa metálica alejándose. Y luego una chicharra. Y un calor que derretía a las piedras. Y los dos individuos aquellos, los del “ji-ji-jí, ja-ja-já” eructo viene, eructo va, que también habían bajado en la misma parada.


V
Estaba exhausto. Aún así, aceleró el paso. Pero no se quitaba a esos dos tipos de encima. Sentía su aliento, uno a cada lado, a pocos metros de su espalda. Los vigilaba por el rabillo del ojo. Y le subía la angustia y el pánico por momentos. Ahora, ahora me darán un estacazo. Buuff, qué largo se hacía aquel camino tan corto, después de tantos miles de kilómetros. Después de tanta odisea para poder salir de las Jandinas en busca de un porvenir mejor. Días, muchos días de viaje. Y ya estaba en los últimos metros, llegando. Sólo faltaba preguntar por La Perla. Y aunque apenas recordaba a su tío Palitrodomico, tampoco sería tan difícil: Un cebroide es un cebroide, aquí y en todas partes, caramba.


Ragitefa entraba en las primeras calles de Siraiñe. Primero el polígono industrial, después las fincas nuevas del ensanche. Apenas nadie a esas horas. A quién pedir ayuda. ¡Allí, a aquella buena mujer! Pero esta primera señora, a la que lo vio acercarse con cierta urgencia, se metió en su casa despavorida y pasó el cerrojo, todo de una. Y él, “¡no, por favor, espere…!”. El siguiente en aparecer, un hombre en bicicleta, al toparse con el joven que se le encaraba, “…por favor…”, hizo un quiebro y le faltó poco para irse de morros por intentar esquivarlo. El chico se desesperaba. Y aquellos dos ya le pisaban los talones.


Luego todo ocurrió en tres segundos. Primer segundo: Dos coches patrulla, con los luminosos azules irrumpieron en la calzada. Segundo segundo: Cuatro policías pertrechados de arriba a abajo daban el alto. Tercer segundo: Ragitefa gritaba en su idioma, “¡Jodeeer! ¡Que yo no he hecho nadaaaa!”.


VI
Sí, las emisoras locales dieron la noticia en los boletines horarios aquella misma tarde. (…) “Por fin, tras una brillante actuación, las fuerzas de seguridad han atrapado a los tristemente célebres “Patines”. En un primer momento, estos dos atracadores de bancos que siempre salían huyendo en patinete, habían conseguido burlar el cerco de Mardebé subiendo a un autobús de línea regular. Pero felizmente, no se les ha perdido la pista y la detención se ha llevado a cabo a primera hora de la tarde en Siraiñe”. (…)


A los susodichos “Patines” se los llevaban esposados y a rastras. El pobre Ragitefa se dejó caer en el bordillo con las piernas recogidas, la cabeza hundida entre los brazos y la bolsa tirada en tierra. Un policía se interesó: “…chaval, ¿te encuentras bien?”. Afirmó con un gesto. Entonces se retiraron los vehículos policiales, ya sin luces, y la calle quedó de nuevo desierta. Bueno, no tan desierta. Un montón de espectadores detrás de sus persianas habían sido testigos del “patinazo”. Y seguían atentos al movimiento de aquel chico tan extraño. Éste, ajeno a todo, aún permaneció mucho tiempo acurrucado, esperando a que bajaran sus desorbitadas pulsaciones. Ahora, llegar a La Perla ya no le venía de cinco minutos.

domingo, 5 de septiembre de 2010

PA...CO

I
Encima, encima de que la redacción que nos ha puesto es muy difícil, nos la pide de hoy para mañana. Todo el mundo ha protestado, pero no ha servido de nada. A María, la profe, eso le da igual. Lo que quiere es fastidiarnos. Ahora tengo que escribir sobre alguien que destaque por algo. Vale cualquiera. Pero no tiene que ser un personaje inventado. Enseguida, Raúl y Jorge se han puesto de acuerdo entre ellos. Uno hablará del padre del otro. Vaya morro tienen. El padre de Raúl es director del Banco Ilusión. Y el de Jorge es médico. Como casi siempre, yo me quedo fuera. Se van a acordar, desde luego yo pienso quejarme, porque el tema es “alguien fuera de lo común”, y no “el padre de mi amigo”... ¡Jopé, a mí no se me ocurre nadie...!

II
Mientras volvía a casa, me he cruzado con Paco, el del bar La Perla, que estaba barriendo el suelo de las mesas que tiene en la calle. Este hombre siempre que me ve, me saluda: “¡Andresillo, pero cómo es eso, qué serio te veo!”. Sí, claro, ha notado que hoy vengo un poco cabreado, porque yo no sé disimular. “Si a ti te hubieran puesto un deber chungo para mañana, tampoco estarías muy contento…”. “Chico, no será para tanto…”. “No, no poco… tengo que escribir sobre alguien real y aún no sé ni sobre quién…”. “¿Sólo eso? ¡Escribe sobre mí y verás qué bien quedas, hombre!”. Me ha dado la risa. “¡Ja!”. Este Paco, tiene unas cosas que ya le valen, ya… Cuando he ido a contestarle, me he tapado la boca, y he callado a tiempo. Iba a decirle: ”Paco, que tú no me sirves: eres muy normalito”.

III
Pero es que mi madre, que me acaba de poner la merienda, también ha empezado: “Huy, a mí me parece que escribir sobre Paco es una buena idea”. Estarás de broma, mamá. Y ha seguido: “…con lo que ha viajado ese hombre…”. ¿Ese tío tan parado? Anda ya. “…qué buena persona es, qué trabajador…”. “¿Entonces…?”. Bueno, vale, estoy convencido. Cojo la libreta, preparo un cuestionario y me bajo a La Perla. No respondo de cómo me quede después la redacción. Aceptamos ostra. Como animal sorprendente.

IV
A mí siempre me da cosa el letrero ese que pone en la entrada de La Perla, “prohibida la entrada a menores de 16 años”. Porque aún me faltan tres y pico. A ver si por mi culpa, entra un guardia y le pone una multa a Paco. “Si eso pasa, vamos a medias”. Me guiña un ojo. Será un tic. Me aúpo en el taburete y me apoyo en la barra del bar, Paco la limpia con un paño, me pone un trina, “…no, Paco, gracias, no quiero nada…”. “Chist, no vas a pasar sed mientras trabajas”. Así, empiezo la redacción con mi mejor letra… “El hombre de quien voy a hablar regenta desde hace muchos años el magnífico restaurante La Perla, situado en el casco antiguo de Siraiñe. Él viene de muy lejos”. No está mal este principio. Punto y seguido.

V
En La Perla entra un individuo con ropa sucia y zapatos rotos. Mira alrededor del bar. Va a pedir limosna. “...para comer”. Paco le propone: si quiere un bocadillo, se lo prepara. El señor le dice que sí y le da las gracias. Ras, ras, abre una barra de pan; y la rellena con embutido que tiene en la vitrina de la barra. Se lo sirve en un plato, con una botella grande de agua y un vaso. El hombre no espera y da un gran bocado. Yo no había visto nunca un hambre así, desde tan cerca.

VI
Ahora ha llegado una pareja de turistas. Pregunta si hay mesa para cenar. ¡Pero si es prontísimo, yo acabo de merendar! Bueno, es que éstos son guiris, y es su horario europeo. Resulta que Paco habla guirilandio por los codos, como ellos. Chapurrea su idioma como una metralleta. Y, libretita en mano, les toma nota. Cuando vuelve hacia la mini cocina, con una sonrisa, avisa a Emma, que aguarda dentro las órdenes del capitán. No hay nada imposible en La Perla. Pidan lo que pidan, la carne más tierna o el pescado más fresco, Paco lo tiene. Abre su arcón mágico, que parece una chistera, y de dentro saca lo más inimaginable y lo más selecto. Yo le pregunto, ¿dónde aprendiste a hablar así? Y Paco me contesta riendo, “…todavía no he aprendido…”.

VII
Y si en la cocina veo que La Perla se defiende bien, por lo que todos conocen de verdad a Paco es por su té frío. Un señor llamado Aurelio, “el inventor”, se habrá llevado por lo menos seis botellas. Las tendría encargadas. Mis padres también, más de una vez, me piden que les traiga té de La Perla. De qué exótico lugar traes el té, Paco. Quién te enseñó a prepararlo así. Cuál es el secreto de este éxito. Me ha puesto un vasito para que lo pruebe. No, yo no quiero, de verdad. “No me vas a creer, Andresillo”, confiesa, “a mí no me gusta nada el té que preparo, lo detesto y me sienta fatal”. Pues no, no te creo, Paco. Y él insiste: “…es que yo soy como el maestro pizzero, hijo, que de tanto preparar pizzas acaba odiando la mozzarella…”.

VIII
Pasa la tarde y algunos clientes habituales de la Perla ya van desfilando. Paco enciende las luces del local y las de la calle. Yo voy a terminar ya, que se está haciendo de noche y me estarán esperando en casa con la cena puesta. Cierro mi cuaderno, con los apuntes que tengo hay material suficiente para completar mi redacción. “Paco, me marcho; gracias por todo, esto me quedará bastante bien”. “¡Espera, chico, espera un minuto, que te faltan aún algunos detalles importantes…!”. Él se acerca a mi oído y me dice, más o menos: “En realidad no me llamo Paco, sino Palitrodomico. En mi idioma nativo significa ‘persona sorprendente’. Paco queda más corto, claro, y es más fácil para todo el mundo. Procedo de la tierra de las Jandinas, donde habitábamos los cebroides desde hace muchos siglos. No sé si habías oído hablar de nosotros antes. Nos caracterizamos por tener toda la piel a rayas negras y blancas. Como las cebras y los presos, je, je. Por qué te crees que voy con camisas de manga y pantalón largo, con la que cae… Mira, mira: las franjas de gondolero que tengo en mi brazo. No, no son tatuajes. Son naturales, son bien mías. Yo, Palitrodomico, soy un humano cebroide. Me tapo porque por experiencia sé que aquí se juzga a las personas por lo que parecemos, no por lo que somos. Y, por desgracia, un cebroide no está bien visto en estas latitudes. Como si fuéramos bichos raros. Emma y yo nos conocimos hace muchos años en Tondon City, donde estudiábamos Gastronomía Universal. Allí la gente no se fija tanto en si uno tiene la piel lisa o estampada. Ella viene de una buena familia de Mardebé. Pero no les vino muy bien aceptar que salía con un cebroide. Qué va. Les sentó fatal. Por eso, hace un montón de años, pasamos de todos, nos vinimos aquí a Siraiñe y decidimos abrir La Perla…”.

IX
No sé en qué parte de la historia me he perdido. Suena la voz de Emma desde la cocina. “¡Pacooo! Deja ya de contarle batallitas al muchacho que se le hace tarde…”. Y Paco, Palitrodo…no se qué o como se llame, me guiña un ojo. Será un tic. Emma sale. Él va a su encuentro. Y se cogen de la mano. Esto debería parecerme una cursilada y una ñoñería. Pero no. Me toca la fibra sensible y aunque quiero evitarlo mirando para otra parte, se me pone la carne de gallina. Tengo que ser capaz de bordar la redacción que voy a escribir. Tengo que contarlo bien para que María, la profe, cuando lea la historia de este señor con rayas, deje de lado a los médicos y banqueros de toda la vida, y reconozca, como yo, que este Paco es además de una persona sorprendente, un tipo entrañable.