domingo, 23 de febrero de 2014

Ese trozo de calle

 
I
A mí me da igual. Que miren. Que digan. Que dejen de mirar. Que dejen de decir. Y si me asomo a mi balcón a ver qué pasa, quién pasa y cómo pasa, qué. No hago daño a nadie. Lo prefiero a estar dentro, estoy más entretenida que viendo la tele. No tengo nada mejor que hacer. Al solecito templado del invierno. Y al airecito que correrá de parte a parte en verano cuando llegue. Desde aquí se ven pasar las horas, los días… Si te fijas bien, la vida entera se ve pasar en ese escaparate, en ese escenario, en ese trozo de calle.
II
Míralo, míralo. Como cada día, a eso de las ocho. Ya viene. El pastelero. Madre mía, pero qué poco garbo tiene. Qué fachoso es. Aún se creerá un “metrose” y lo que sigue. No mueve la cabeza, pero sé que sus ojos apuntan hacia mí. Yo, como si nada. Ahí se va. Yo pienso: Eh, pastelero, anda un poquitín más erguido, hombre, que te vas a caer hacia delante cualquier día. Luego llega a la esquina. Y desaparece tras ella. A doscientos metros está la Pastelería Anastasio. Ya tengo ganas de que sea mañana, a ver qué pinta me trae.
III
Hoy al pastelero, conforme me miraba al pasar, se le ha escapado una leve sonrisa. Y como si hubiera oído lo que no he dicho, ha recorrido el tramo hasta la esquina recto como un palo. Je, je, je.
IV
Mirada, sonrisa y… ¡leve saludo con la mano! Sí, sí es a mí, no hay duda. No tengo más remedio. Hay que corresponder. Desde mi balcón, le devuelvo el gesto, tímido. Y no me he muerto de la vergüenza por muy poco.
V
El acabóse. A todo lo anterior, mirada, sonrisa y saludito con la mano, esta mañana ha unido un: “buenos díaaaaasssss” que me ha descolocado absolutamente. Lo ha tenido que ensayar. Yo no he dicho esta boca es mía. Pero ha tenido que notar que mi sonrisa era mucho más amplia que la de otros días.
VI
Ya, ya me atrevo. Hoy yo le he dicho “buenos días” también. Mi primer “buenos días” sonoro. Pero antes me he esperado a que saludara él primero. Se ha llevado la mano a la oreja, como quien espera que se lo repita más alto. Lo lleva claro. La próxima vez que esté más atento.
VII
A menos veinte ya me preparo y salgo al balcón. Por si se adelanta. La verdad es que si pasan cinco minutos y aún no ha aparecido, me preocupo y me pregunto si le habrá pasado algo. Y entonces me preocupo porque me preocupo al preocuparme. De este bucle tonto sólo salgo cuando lo veo aparecer al fondo de la calle. Porque hasta ahora, siempre ha pasado por ahí abajo, llueva o truene. Él, es un poco ya, “mi” pastelero.
VIII
Parece que no, porque cada mañana, lo veo sólo un minuto si llega. Pero a lo tonto a lo tonto, acumulamos muchas horas. El pastelero y yo. Hace días que noto que viene tramando algo. Que, según se acerca, trae cara como de… pillo. Luego todo se queda en un “buenos días…” y hasta en un “hoy estará nubladillo”. Estaba yo ya preparada en butaca palco preferente, en mi balcón, cuando lo he avistado. Sí, sí, como cada día. Me he percatado de que ha comprobado si había alguien más transitando la calle. Y yo también. Ni un alma a la vista. Y ahí, en esa pista de baile, en ese trozo de calle, se ha arrancado con un zapateado… ¡Boquiabierta me ha dejado! Clac-clac-requeteclac-clac. A su lado, Dick Van Dyke, en sus tiempos mozos junto a Mary Poppins, era un aficionado. Oye, qué gracia, con esos zapatitos. Casi le aplaudo. Si quería sorprenderme, lo ha conseguido de lleno. Cuando me he metido dentro de casa, todavía con la risa en el cuerpo, fuera de la vista de nadie, he intentado repetir el claqueteo y no me ha salido. Cómo lo habrá hecho. ¿Clac-clac y qué más? No era tan fácil.
IX
Tenía yo la vista fija al frente. Ya me lloraban los ojos de no parpadear. Éste no viene. Éste no viene. Es cuando he escuchado su voz desde el otro lado. “¡Petraaaa…!”. Madre mía qué susto. He saltado de mi silla. Es que hoy me ha venido por la retaguardia.  Y yo no me lo esperaba. “Eh, Petra… Buenos días”. Llevaba una caja en las dos manos. A mí me han subido los colores a las mejillas. “…qué es eso”. “…es para ti…”. ¿Para mí? ¿Es para mí de verdad? ¿Es una tarta? ¿Se me ha puesto acaso cara de cumpleañera? Luego he pensado rápidamente que será normal que, siendo pastelero, si él me quiere dar un detalle, me ofrezca algo dulce… no me va a ofrecer una botella de orujo. “….Gracias, muchas gracias, Anastasio… ahora mismo te abro y lo dejas en la repisa de la escalera”. Uffff, me he metido hacia dentro. Azorada. Esto no me lo esperaba. De verdad que no. Pero no estoy presentable. Qué nerviossss. Qué hago. Abro la puerta de abajo. Me espero arriba. Sin moverme. Respiro hondo. Cuento hasta tres. Hasta diez. Hasta cien. Ahora o nunca. Abro la puerta de arriba. Exclamo: “¡Muchísimas gracias, Anastasio!”. Mi voz suena con eco. Abajo, sólo está la caja con la tarta. El pastelero ya se ha ido.
X
Que yo sí que quería salir a mi balcón. A ver ese trozo de calle. Que sí. Pero la tarta, que estaba riquíiiiiisima, me sentó como un tiro. Es que yo no me puedo comer estas delicatesen. Y no quería tampoco que el pastelero me viera con esta pinta espantosa. Ni que se sintiera culpable. Cien tartas me trajera, por ser suyas, las cien me comería. Aunque me pusiera a morir tras cada bocadito. Mi hijo, que barrunta algo, se pregunta qué me ha podido sentar mal, con lo escrupulosa que soy yo con mi dieta. Que busque, que busque, a ver si encuentra. Cuando peor me pongo es a las ocho. Mi hora más terrible. Al pastelero me lo imagino pasando por debajo de mi casa, estirando su cuello y preguntándose por qué hoy tampoco me he asomado a mi balcón.
XI
Pero qué alegrón después de este paréntesis sin mirada, sin sonrisa, sin buenos días, sin hablar del tiempo, sin claqueteado. “Voy mejor… estoy hecha de mala hierba”, le he dicho. Chispeaban los ojos de mi pastelero Anastasio cuando me ha vuelto a ver. Y los míos se han contagiado. “Toma”. Le he dejado caer una bolsa de plástico. Es que le he dado al ganchillo exprés y no he parado hasta que me ha salido una bufanda de dos metros. Siempre va con un jerseycito que no le tiene que abrigar nada. Es la correspondencia a su detalle. No es buen portero. La ha ido a coger al vuelo. Y se le ha escapado de las manos. Seguían sus ojos chispeantes cuando ha seguido calle abajo, con la bufanda dando varias vueltas alrededor de su cuello.
XII
Que no, que no y que no. Tajante. Mira que siempre he hecho lo que él ha querido sin protestar. Pues esta vez ha llegado el momento de decirle que no. No y no. He dicho. Mi hijo carraspea. “Mamá no es negociable. No entiendo por qué no quieres. Esta casa se está cayendo a trozos y no tenemos dinero para arreglarla. Te vienes con nosotros ya. Sí o sí”. Puñeteras goteras. Están ahí toda la vida. Haciéndome compañía todos los años que hace que no salgo porque tengo fobia a pisar las calles. Y parece que es ahora cuando le molestan. La próxima vez que venga a verme, si está en este plan, se encontrará barricadas en la puerta. Como que me llamo Petra.
XIII
Madrugo. Mira que me parecía que estaba cerca el piso donde vive mi hijo de mi casa. Pues no. Están a tomar por saco. Camino. Me encojo por las aceras. Ay,  si me lo cruzo de cara ahora. Me da un pasmo. Andar por Mediavilla, la verdad, me da miedo. Pánico. Años sin salir para absolutamente nada y ahora… aquí me tienes haciéndome la valiente.  Parece que todos los coches que pasan quieren atropellarme. Bajo por donde bajará él en unos minutos. Llego por fin. Casi sin aliento. Son menos cinco. Uffff. Justo a tiempo. Preparo la silla. Salgo al balcón. A ese trozo de calle. Y ahí viene, como siempre, como cada día, el pastelero… Ahí lo tengo. Con vuelta y vuelta rodeando su cuello, con la bufanda que le regalé. Y eso que va haciendo calor. Yo, como siempre, como cada día, ya le preparo mi sonrisa, mis buenos días y mi mejor saludo.
XIV
Dos semanas vengo haciendo este trayecto. Milagro ha sido no cruzarme hasta ahora con Anastasio. Hoy me puede la curiosidad. Bajo por el otro lado. Por donde la Pastelería de Anastasio. Conforme me voy acercando, conforme voy llegando… me parece que… ufff. Era aquí. Estaba aquí. Estoy segura. El local, con la persiana bajada,  está cerrado. Cerrado y bien cerrado. Cómo es posible. Me armo de valor. Pregunto a alguien que sale ahora del rellano: “Oiga… ¿y la Pastelería de Anastasio?”. Resopla: “Huuuy, llevará por lo menos cuatro años cerrada”. Me quedo a cuadros. Y él sigue pasando cada mañana a la misma hora por la puerta de mi casa, como si tal cosa. Me aturdo. Sigo. Reemprendo mi camino. Pienso. Concluyo: No importa la realidad. Sí que importa nuestra realidad, aunque no sea la misma. Ahora estoy segura de que hoy le esperaré pero no en el balcón. Le esperaré bajo, en ese trozo de calle. De pie. Y deseo con todas las fuerzas que me quedan que nuestro minuto del día se extienda, tanto, tanto, que ya no se acabe para no tener que estar esperando al del día siguiente.

domingo, 16 de febrero de 2014

Sólo sonó la flauta

 
I
Los Sábados, almuercito. Otros se desloman corriendo por el viejo cauce, o pedaleando por el carril bici para quemar calorías. Jonás y yo no. Puntuales a las once, Pinto nos arregla una mesita que ni pintada. Unas almendritas fritas de su campo. Un bocadillito de pan crujiente que él mismo hornea. Yo siempre le pido que “…el mío que no sea tan grande, por favor”. Una tortillita de patatas recién hecha que casi no cabe dentro. Y una jarrita de cerveza fría, bien fría. La cervecita que no falte. Allí nos contamos cómo ha discurrido nuestra semana y cómo nos han tratado nuestros respectivos alumnos. Lo veo bien a Jonás. En su línea. En su curvilínea, mejor dicho. Mal hizo Sagrario, la directora de nuestro centro, deshaciéndose de él porque era un “poco rarito”. Rarito puede, pero no hay mejor profesor de Ciencias en toda Mardebé. Y no exagero. Dos cursos compartiendo claustro con él, y me he tenido que dar cuenta ahora que no está en el colegio, de lo buen tipo que es. Estas cosas pasan. “…toma, Jonás, acábate la puntita, que estoy que reviento”. Él, recoge lo que le ofrezco y me advierte: “Alba, que te estás quedando en los huesos”. Je, je, no me ha mirado bien. A mí, los Sábados por la mañana, que no me los toquen. Tengo almuercito.
II
Después de una hora larga, pago yo porque me toca, salimos de la tasca de Pinto y otra vez cada uno a lo suyo. Andamos despacio por la acera. Callados. Ya estamos a punto de despedirnos. En unos segundos me dirá eso de que: “…que te sea leve la semana”. Yo he aparcado en batería, allá, en la plaza. Frente a nosotros, un minusválido trata de avanzar con dificultad apoyado en sus muletas. Nos hacemos a un lado, para dejarle paso. Es cuando Jonás, impactado, me dice: “cuánto sufrimiento en este mundo… si yo pudiera sanarlo con sólo pensarlo, con sólo desearlo, con un chasquido de dedos…”. Ojalá. Chas-chas. Visto y no visto. El buen hombre se endereza. Suelta los bastones. Qué cara de estupor la suya. Y la nuestra. “¡Eh, eh, que estoy bien, que estoy bien!”. Da un salto detrás de otro. Eureka, eureka. Jonás y yo nos miramos con incredulidad. Yo, que soy desconfiada por naturaleza, pienso: “¿Dónde, dónde está esa cámara oculta que nos estará grabando?”. Lo demás viene muy rápido. Después del “que te sea leve la semana”, me subo al coche totalmente aturdida. Pero aquel buen hombre va siguiendo a Jonás, detrás de él como si fuera su sombra. “¡Señor, señor, gracias, gracias, estoy bien…! ¿Cómo puedo agradecerle, cómo?”.  Madre mía, madre mía, Jonás, Jonás, qué calladito te lo tenías.
III
Qué lenta transcurre mi semana. No paro de repetir esa escena en mi cabeza. Y siempre llego al mismo punto. “Chas, chas”, con los dedos y saltos de eureka. “Chas, chas” con los dedos y saltos de eureka. Causa, efecto. Causa, efecto. Pedazo de dedos milagreros los de Jonás.
IV
“Qué poco me coméis esta mañana”, suelta Pinto al ver los bocadillos casi intactos encima de la mesa. “Es que hoy no hay mucha hambre”, le he dicho a modo de excusa. Entre Jonás y yo, este Sábado, sólo monosílabos y palabras cortas. “Bien”, “Mal”, “Sí”, “No” y poca cosa más. Estoy esperando a que saque el tema a la palestra.  Que me confiese de qué mundo sobrenatural viene. No pienso en otra cosa. Paga él. Le toca. Por si sí, por si no, tomamos la dirección contraria a la de la semana pasada. Él parece que va a decirme “que te sea leve la semana”. En su lugar, con un tono de angustia, escucho: “Alba, por lo que más quieras, yo no tengo nada que ver en lo que pasó la semana pasada… sólo sonó la flauta”. Yo, después de lo visto con mis ojos, no sé si creerle.
V
Si la anterior transcurrió despacio, esta semana todavía se me antoja mucho más lenta. El tiempo hecho tortuga. No puedo pegar ojo siquiera. La mente va cada vez más acelerada. Vamos a ver: Si Jonás puede sanar enfermos… ¿a qué narices espera? Con todo lo que hay por hacer… ¿por qué no se pone a diestro y sinestro con la tarea? ¿Quería acaso sólo impresionarme? No lo entiendo. No lo entiendo. De verdad,  no lo entiendo.
VI
Es Jueves. Él me llama al móvil. Y me explica: “Alba, hay una cola impresionante de gente en el patio de mi casa… tanta, que da la vuelta a la manzana… ha corrido la voz…. Es gente desesperada que clama para que les cure”. “Haz lo que sabes hacer y tenías tan guardado…”, le sugiero entonces. Unos segundos de silencio. Suspira: “…yo no sé cómo ayudarles”. Luego añade: “…este Sábado no me esperes a almorzar, no podré ir”.  Jonás cuelga. A mí me viene un brote de egoísmo supremo cuando pienso: “¿Y a quién le contaré yo entonces lo que ha pasado en mi semana?”.
VII
No son figuraciones mías. Hay gente que me sigue. A donde voy. Si me paro, se paran. Me observan. Si acelero, aceleran. Si cruzo, cruzan. Cada vez son más. Estoy al borde de un ataque de pánico. Por fin llego a casa. Cierro tras de mí. Plaaaam. Se quedan a la puerta. Como si fueran zombies. “¿ALBAAAA?”. AAAAAAY, QUÉ SUSTO. Un individuo al que nunca he visto antes me aborda en la escalera. “¿Qué quiere de mí? ¡Déjeme en paz, por favor!”. “Alba, no se asuste, atiéndame, por caridad…, atiéndame”. ¿Atender? ¿Yoooo? El individuo prosigue: “El señor Jonás nos dijo que es usted quien hace los milagros”. Ahí se me cae el mundo. Qué cabrón, el señor Jonás. Qué cabrón y qué mentiroso por decir eso.
VIII
Entro en el despacho de Sagrario, la directora. Loba con piel de corderito. La conozco bien. “Pasa, pasa, Alba, y cierra la puerta”. Me tiemblan las piernas. Pero sé por dónde va. “…no podemos permitir que el colegio esté acordonado por decenas y decenas de enfermos que te esperan…”. Bajo la cabeza, como si yo tuviera que avergonzarme de algo. Y trato de defenderme. “…yo no puedo hacer nada por ellos… es mentira eso que creen…”. La directora sigue palabra por palabra el discurso que tenía preparado. “…sería lo mejor para todos que, durante una temporada no vinieras al colegio”. Ya. Lo que temía. Me está expulsando. Me está tirando. Me está despidiendo. Me saltan las lágrimas. Pido clemencia. Esto es una injusticia. Esto no me puede estar pasando a mí. Sagrario me enseña el camino de la puerta. Y dónde voy a ir ahora. Cuando estoy a punto de salir, me llama de nuevo. “Alba, un momento”. “Dígame, Sagrario”. “…estoy un poco oxidada de la rodilla. Creo que es menisco… ¿tú no me podrías hacer el favor de pegarme un vistacillo?”. La he mandado a evacuar por el retrete. No me puede despedir dos veces.
IX
Lo mejor es desaparecer del mapa. Esperar a que pase la tormenta mediática. A que nadie se acuerde de lo que pasó. A que nadie espere nada de mí ni me exija ningún milagro. Es lo que estoy haciendo en Gorroperdido. Hasta aquí creo que no me han seguido los desesperados. Aquí me he traído un montón de libros. Y aquí salgo lo menos posible. Hoy he ido a comprar el pan. La hornera está muy delicada, con una salud muy precaria. Al salir, ella se ha despedido: “Que tengas buen día, Alba”. Me he quedado de piedra. Cómo sabe mi nombre. “Me has reconocido…”, le he dicho. “Sí”. “¿Y tú por qué no me has pedido que te sane?”. “Muy fácil… Porque si pudieras, si estuviera en tu mano, ya lo habrías hecho”. Lo único que me ha salido, del alma, de muy adentro, es darle un abrazo.
X
Jonás, Jonás, ¿dónde te has escondido?
XI
Las gafas oscuras, el gorro de lana, el cuello subido del chaquetón, denotan que voy de incógnito por las calles de Mardebé. Paseo por el barrio, por donde la tasca de Pinto. Busco pistas. Busco indicios. Busco al ex minusválido que salió corriendo. Tiene que darme la clave. De repente lo veo venir hacia mí. No da saltos de eureka, pero sí que tiene un andar ligero. Me arrimo a la pared para que pase por delante de mí. Lo observo. Qué afortunado. Es posible. Puede ser. Aquel día, en esta calle,  hubo un milagro. Mi conclusión, al cabo de los años, es que nosotros no fuimos sus protagonistas: Nosotros únicamente fuimos sus testigos.
XII
Cuántos Sábados sin almorzar así. No son los bocadillos de Pinto, pero se pueden comer medio bien. Qué sensación estar al lado de Jonás de nuevo. “…lástima de generación que se ha perdido a un maestro de tu categoría”, le digo con los ojos húmedos. “…y de la tuya”, apostilla él. Yo necesito decirle que no le guardo rencor por haberme señalado como “hacedora de milagros”. Yo necesito darle las gracias por haberme buscado y haberme encontrado aquí, en la tranquilidad de Gorroperdido. Exclama :“Jod…. ¡no sabes lo que me ha costado!”. Y yo necesito decirle también que estoy convencida de que “nosotros sólo fuimos testigos de…”. Chisssssssss. Él me tapa la boca dulcemente con el dedo. “Pero ¿por qué me callas, Jonás?”. “…porque yo no he dejado de pensar ni un minuto también en lo ocurrido cuando sonó la flauta, y porque creo que…”. Nos levantamos. Pago yo. Me toca a mí. Dónde vamos. Me coge de la mano. Por las callecitas. Hacia el horno, del que le había hablado. Está abierto. Retiramos la cortina. Pasamos. “…porque creo que ni tú ni yo por nosotros mismos valemos nada, pero…”. La hornera al vernos se pone en pie. Sin secuelas. Mientras ella recupera la luz en su rostro, Jonás recalca: “…pero, juntos, juntos… sí podemos mover hasta las montañas”.

domingo, 9 de febrero de 2014

Chu-ru-ru-ru-chú

 
I
Serán veinte o treinta euros en una tarde buena. A lo sumo. Me duelen los dedos del frío. Los tengo agarrotados. Y noto un poco cascada la garganta. Ya casi no me salía la voz cuando cantaba el Santa Lucía, “dame una cita, vamos al parque, entra en mi vida sin anunciarte”. Se ha girado un viento traidor que arrastra papeles y bolsitas de plástico por los adoquines. Ya veremos si no me acatarro. Me subo el cuello de la chaqueta. Levanto la mirada. Hace veinte minutos que cerraron las tiendas y por el pasaje ya no pasa apenas nadie. Ato el amplificador y la sillita plegable  al esqueleto de lo que fue un carrito de compra. Me agacho y recojo una a una las monedas de cincuenta, veinte, diez, cinco céntimos, que han ido dejando caer dentro de la funda de mi guitarra. Estiro un poco la mano. Qué es esta tarjeta. “Donaire Abogados”. Ah, sí. Fue aquel abuelete el que, sin detenerse, la dejó caer. No, no es la primera vez que pasa por aquí. Nunca va solo. Inmerso en su conversación, siempre gesticula exageradamente con las manos. “Donaire Abogados”. Mmm… Mal negocio si me busca como cliente. Je, je… a lo mejor pretende que vaya a verle. Nunca se sabe. Eeeep. Cargo con el instrumento. Cómo pesa. Ese escaparate me devuelve el reflejo de la sombra que soy. Qué mala pinta traigo. Y ahora dónde voy. Está clarísimo. Donde pueda comer algo.
 
II
“Serán sesenta o setenta euros en una tarde buena”, le digo, llevándome la mano a la barbilla y entornando los ojos, como quien calcula una recaudación estratosférica. Bonifacio Donaire, sin inmutarse, abre el primer cajoncito de su escritorio, saca una chequera y pregunta. “¿Setenta y toca usted esta tarde para mí?”. Me contengo. Me hago el interesante. Resuelvo. “Venga, va”. Mientras desenfundo mi guitarra y la empuño para afinarla, me acuerdo de que esa secretaria con cara de bulldog no me quería abrir la puerta del bufete. Me acuerdo de que he tenido que enseñar la tarjeta “Donaire Abogados” por la mirilla. Y de que, cuando finalmente me ha ha dejado pasar, “espere aquí, por favor”, no me ha quitado el ojo de encima, como si me fuera a llevar conmigo hasta los ceniceros. Luego, he escuchado claramente que decía sin disimulos: “Señor Donaire, señor Donaire, hay ahí un tipo perroflauta que quiere verle”. Rasgo ahora los primeros acordes. Qué mala es la acústica de este despacho. Da igual. Por dónde empiezo. Por aquí: Uno, dos; un, dos, tres….
 
III
Voy por la tercera. “No puedo estar sin ti, si tú no estás aquí me quema el aire…”. Y Bonifacio Donaire se ha quedado sopa. En su sillón. Entonces me ha entrado la duda. ¿Sigo o no sigo? ¿Estoy haciendo el canelo o no lo estoy haciendo? He punteado suave, suave, y he terminado callando. Al segundo, el viejo Donaire, ha abierto sus ojos de par en par y ha gritado: “Me cago en la leche, sigue!”. Al instante siguiente, ras, ras, así se canta una canción, he seguido. Luego le aclararé que yo soy serio y canto canciones, no nanas para dormir siestas.
 
IV
Con la puerta entreabierta, y a la vista de la secretaria bulldog, él me ha preguntado: “¿Puede usted volver el Jueves que viene?”. Otra vez he contenido la respuesta. Me he hecho el interesante. El Jueves, el Jueves, qué tenía yo el Jueves… Finalmente he acabado diciendo: “Venga, va, vendré el Jueves”.
 
V
Esta secretaria no se ríe ni aunque le hagan cosquillas. “Señor Donaire, ha llegado Archie el perroflauta”. No malgastaré mis chistes malos con ella. Me hace pasar. Al fondo, de pie, mirando por la ventana, aguarda el viejo Bonifacio Donaire. Saludo y yo a lo mío. Preparo la guitarra. He pensado en variar el repertorio. Más que nada para que vea que soy polivalente. Que lo mismo me da un bolero que una heavy total. Espero la venia. Espero que me dé permiso. “No, yo ya sé cómo interpreta usted… hoy no le he hecho venir para escucharle”. Carraspeo. Parpadeo mucho. Me sorprendo. “¿Ah, no? ¿Entonces qué pinto yo aquí?”.  El abogado se dirige a una estantería. Estira de un archivador. Pesa. Le tengo que ayudar. Lo dejo encima de la mesa. Resopla. “…he trabajado mucho en esta vida… mucho, mucho”, me dice, “…y hora es de que empiece a ver mis ilusiones cumplidas”. Saca un papel. Me lo muestra. Es el dibujo de una casa grande. “¿Ve?”. A lápiz. “…lo dibujé cuando tenía veinte años”. “…es…es… chulo”. Es que no me salen otros adjetivos. Tengo el don de la música. No el de la palabra. A continuación, el señor Donaire extrae un plano de un tubo rígido. Lo despliega. “…la misma casa. Contraté un arquitecto y le dibujó pilares y vigas para que no se cayera”. “Ahhhh…”, le contesto como si le fuera entendiendo. Rebusca en el archivador y encuentra entonces una fotografía. “Y ésta, ésta es la casa. La acabaron el verano pasado. Eso es el ejemplo de una ilusión cumplida”. Veo la foto. Comparo con el viejo dibujo. No sé qué decirle. No sé por dónde va. Por si sí por si no, exclamo: “Enhorabuena, suerte que a usted, de joven, no se le ocurrió dibujar el Escorial…”. 
 
 VI
Al salir, me despido de la secretaria. “Un momento”, me dice. Tiene un sobre preparado. Dentro, un cheque. Setenta euros. Mmm. No sé qué hacer. Hoy no he cantado. En realidad no me corresponden. Pero también en realidad me hacen mucha falta. Me dejo de escrúpulos. Los cojo. Doy las gracias y de nuevo me despido hasta el Jueves que viene.
 
VII
Tomo asiento. Papel, pentagrama, boli. Es lo convenido. Abro los oídos. Bonifacio Donaire cierra la puerta, que estaba entornada. ¿Preparado? Ejem, ejem. Entorna los ojos. Y empieza a cantar. “OH, OH, OHHHH, OOOOHHHH”. Ufffff, pero esto qué es…  qué mal entona. Juro que me tengo que morder la lengua a fondo y pellizcarme la pierna, todo al mismo tiempo, para no desternillarme de risa. Pero esto es muy serio. Me saltan las lágrimas. No es de la emoción. Es del mordisco y del pellizco, porque se me han ido un poco las fuerzas. Acaba la canción. Ahora hay silencio. Con toda la seriedad y solemnidad que el hecho requiere, le pido: “Por favor, ¿puede repetir de nuevo ese lorailo lorailo y ese chu-ru-ru-ru-chú?
 
VIII
Así paso mis Jueves. Escuchando al letrado cantor. En cada sesión, una canción original nueva. Del Coro Lex, del que formó parte en sus tiempos mozos. “…en aquella época no se podía grabar como ahora… yo me acuerdo como si la hubiera cantado la semana pasada… y no quisiera por nada del mundo que, después de mí,  estas melodías cayeran en el olvido…ésa es la música de mi vida”. El acuerdo es ése. Él me canta cada tema (a su manera) cuantas veces yo lo requiera. Yo, que me preparé en el Conservatorio, tengo que reconstruirlo y aderezarlo así, tal cual. Y por supuesto, no puedo utilizar magnetófono ni soporte alguno. Hoy la melodía ha estado complicadita. “Bonifacio, de verdad, este chu-ru-ru-ru-chú es lo más magistral que había escuchado nunca”. Le digo “hasta la próxima” a la bulldogcita. Ella me tiende el sobre con el cheque con los setenta euros. Aparte de eso, pocas confianzas con ella. Cualquier tarde me muerde. Y si no, al tiempo.
 
IX
 Es la última canción. Se desprende completamente de su sentido del ridículo. A Bonifacio no le llega el tono. Demasiado agudo. Me pide disculpas. “…es que ésta la cantaba ella”. Ahí es cuando me enseña una vieja foto. A él a duras penas lo reconozco, grandote y con el pelo negro. A su lado, ella. Ella parece un ángel.
 
X
Llevo ahora seis meses enfrascado. Y aún me queda mucho por hacer. Sobre el borrador de cada melodía tengo que levantar un trabajo de recomposición. Han de encajar todas las notas. Y no he de poner nada de mi cosecha. Es musicología arqueológica. Horas de sueño. Horas de empeño. Pero, si lo consigo,  merecerá la pena.
 
XI
Contando ésta, he venido ya tres veces. Con una carpeta llena de partituras bajo el brazo. Con un lápiz de memoria y la maqueta grabada. Chu-ru-ru-ru-chú. Y las tres me  he encontrado con la puerta cerrada. En este tercer intento, el conserje de la finca ha salido y me ha advertido que no me moleste, que no hay nadie, que él no sabe, y que no me puede decir. Y ahora qué. Dónde está Bonifacio Donaire. Dónde la secretaria bulldog. Dónde, al menos, la casa de su ilusión, para poder ir y entregarle la música de su vida, su otra ilusión. Me vuelvo con los bártulos y la cabeza agachada. Antes de girar la esquina, lanzo una última mirada, a la ventana por donde Bonifacio se asomaba y descubro que, de ahí, han colgado un cartel enorme, el cartel de una inmobiliaria que dice: “SE ALQUILA”.
 
XII
A los diez euros hoy no llegará la calderilla sobre la funda de mi guitarra. Menuda tarde. Qué daño me ha hecho el no venir al pasaje durante todo este tiempo. Eso es que había gente que se desviaba de su ruta para escucharme. “Y no me importa nada, naaaada, que rías o que sueñes, que digas o que hagas…”. Y eso es que los que me invadieron este espacio durante mi ausencia hacían más ruido que música. Ya hace media hora que cerraron las tiendas. Empiezo a recoger. Hoy me atreví por primera vez con una de las canciones del señor Donaire. Menuda responsabilidad. De verdad, se me puso un nudo en la garganta cuando llegué al chu-ru-ru-ru-chú. Y de verdad, de verdad,  también, los vi. A los dos. A él, joven, grandote, tremendo. A ella, su ángel. Inmersos en su conversación, juntos, cogidos de la mano, ambos ralentizaron su marcha cuando pasaron por mi lado.

domingo, 2 de febrero de 2014

Nada perdido

 
I
A Apolonio no le gustaba jugar a nada. Al escondite sí. Después de la tarta de galleta y chocolate, el día de mi octavo cumple, todos los niños salimos en desbandada. “Y a qué jugamos ahora”. Me acordé de él. Y dije: “Al escondite, por supuesto”. Al oír eso, Apolonio, que se había ido separando del grupo para no jugar, se acercó entonces. “Y quién paga”. Ahí pensé: “El más pringadillo, por supuesto”. Apolonio. Él,  cara a la pared, contaba: “Uno, dos, tres, cuatro… diecinueve y veinte”. Apolonio entonces, se daba la vuelta y miraba alrededor. Qué silencio. La tierra se nos había tragado.  A todos. Pero, pim, pam, pum, uno por uno, iban cayendo. Ya nos podíamos camuflar bien, que invariablemente nos descubría y nos encontraba. Se asomó debajo de la mesa, por detrás del mantel. Sus ojazos enormes y los míos se cruzaron. Contuve la respiración. Hizo como que no me había visto. Me perdonó la vida. Y siguió buscando a los demás. Después gané yo. De eso sí que me acuerdo.
II
“¡A ver quién llega antes a la escollera!”. ¿Tan lejooooos? Una, dos y tres, todos salimos disparados. Por encima del agua, chof, chof. Sorteando y casi atropellando a los otros niños que jugaban en la orilla con la arena. Se notaba que Cásper, el monitor “fantasma”, no apretaba lo que podía y corría confiado al tran tran. Gran error. Porque yo sí me empleé a fondo. Apretando los puños. Apartándome el pelo de la frente. Tragando agua salada que me venía salpicada. De quien llega primero, sé que todos se acuerdan, del segundo, nadie. Cuando quiso alcanzarme, ya le había sacado una buena ventaja. “¡He ganadooooo yoooo!”, toqué la primera roca y levanté los brazos triunfalmente. Me faltaba el aire. Me había dado flato. “¡Enhorabuena, Romina, campeona!”. Los demás fueron llegando y nos agrupamos de nuevo. ¿El último? El último, como siempre, Apolonio, que venía andando, resoplando y con las mejillas encendidas. “¿Ya estamos todos?”, recontó Cásper, “…pues bueno, arreando y en fila que vamos hacia el microbús, ya es hora de volver…”. Remontamos la playa, camino del parking. Fue ahí cuando Cásper se llevó las manos al bolsillo del bañador y dijo: “Oh, oh”. “Qué pasa, qué te pasa”. “Houston, tenemos un problema: He perdido las llaves…”. Glup. Y ahora qué. Vaya papeleta. Las toallas. Las bolsas. La ropa. Las carteras. El dinero. Todo. Todo. Fue en un visto y no visto. Apolonio corriendo hacia la orilla. Volviendo sobre nuestros pasos. Cásper llamándole: “¡Ehhhh, ven aquí!”. Desapareciendo de nuestra vista. Cásper yendo detrás y advirtiéndonos: “Vosotros, no os mováis”. Tres, cuatro, cinco minutos. Nosotros señalando: “¡Míra ya están ahí!”. Apolonio agitando la mano. Con las llaves perdidas y encontradas en la arena. Con lo difícil que es eso. Cásper sonriendo. De la que nos habíamos librado. Ahora sí, todo en orden. De aquel día, la gente recuerda que Apolonio encontró las llaves, no que yo le gané una carrera a Cásper, el monitor fantasma.
III
Yo estaba segura de que mi madre me había dado el dinero. Cien euros en billetes de veinte. Segurísima. Y también que, de casa, no había salido. También. Revolví los cajones. Miré por debajo de la cama. Registré todos los bolsillos. Los de los pantalones que estaban en la cesta de la ropa sucia. Y los de los pantalones tendidos. Al punto me paré. Por aquí no sigo. Mi madre me preguntó: “¿Qué es lo que buscas, Romina?”. Nada. Nada. Nada. Entonces salí a la calle. Un poco más tranquila. Ya sabía bien lo que tenía que hacer. Lo busqué en el parque, a donde solía bajar a pasear. Lo busqué en el polideportivo. En la biblioteca. Hasta fui a la puerta de la Iglesia. Una, dos, casi tres horas. Jolines. Qué mala suerte. Me crucé con las del basket. “¿Buscas algo, Romina?”. Dudé un poco en contestarles. “Esto… hmmmm… bueno… ¿habéis visto a Apolonio?”. Estaba claro. Es que necesitaba encontrar primero a quien yo sabía daría con los ojos cerrados con el dinero que yo había perdido.
IV
Yo sé que, con su capacidad, con su don, Apolonio habría podido dedicarse a lo que él quisiera. A encontrar tesoros perdidos. A buscar y encontrar petróleo. A buscar y encontrar personas desaparecidas en misteriosas circunstancias. A buscar planetas habitados, escondidos tras remotas estrellas. A lo que él quisiera. No se han inventado en este mundo ni  gps ni satélites que busquen y encuentren como él lo sabe hacer. Y lo sigo viendo por Mediavilla. Hoy he pasado por la puerta del almacén de recambios donde Apolonio trabaja. Dentro no deben tener ordenadores ni falta que les hará. Y a él seguro que, en medio del casi caos, no se le escapa ni la arandela más diminuta ni la más escondida. Me ha visto Apolonio a través de la cristalera. Y ha salido presto a la calle, a mi encuentro. Ufff, cuánto tiempo ha pasado desde la última vez. Años. “¿Hace un café, Romina?”. He dicho que sí. Ha propuesto: “Vamos aquí cerquita”. “¿Ahí tienen la mejor cafeína?”. “Ah ¿Quieres la mejor? Pues entonces nos vamos por este otro lado”. Por supuesto, cómo no,  si Apolonio sabe dónde está todo, sabe también dónde está la mejor cafeína.
V
Ustedes abran bien los ojos, agudicen bien los oídos. Seguramente tienen cerca, muy cerca a alguien extraordinario. Y aún no se han dado cuenta. El camarero nos trae los cafés. Los mejores de Mediavilla. Y yo tengo ahora frente a mí a Apolonio, una persona extraordinaria para la que nunca hay nada perdido.
VI
Lo tengo enfrente… Dejando a un lado, su opción respetable, el hecho de que él haya preferido no ser mediático con sus hallazgos… le digo, me atrevo a comentarle: “Apolonio, no habiendo nada ni nadie que se pueda esconder de ti… me resulta curioso, menuda paradoja, el que no hayas encontrado a nadie con quien compartir tus inquietudes”. Él, deja la taza encima de la mesa, y con una mirada que me estremece, otra vez son sus ojazos enormes, me responde con voz entrecortada: “¿Y a ti quién te ha dicho que no he encontrado ya a quien buscaba?”.