domingo, 3 de octubre de 2010

SIN DISTANCIAS

I
Lo tengo todo. Soy tonto. Y encima, parezco tonto. Porque vamos, digo yo, lo que me pasa a mí, le pasa a cualquier otro, y a estas horas, sería la persona más feliz del mundo mundial. No le faltaría de nada. Y en cambio, aquí me tienes, escondiéndome. Porque si me pillan, me arreglan. Pues vaya plan. Vaya futuro. Vaya mierda.


II
Daba para mucho. Ser vigilante jurado y pasar largas noches en una garita junto a la entrada de una fábrica, atento a las cámaras de seguridad y a quien se pudiera acercar a esas horas, daba para mucho. Escuchar la radio. Pasear por las áreas vacías de la empresa. Leer un ratito alguna revista. Pensar otro ratito, que tampoco es malo. Tomar café de la máquina a las once. Arrearme el bocata de magro y longanizas con tomate a las tres. Vigilar era una gran responsabilidad. Pero lo dicho: daba para mucho.


III
Y es que nunca pasa nada. Hasta que pasa. No sé cómo pudieron colarse aquellos dos. El caso es que cuando me vine a dar cuenta, estaban los tíos saliendo por piernas, con un bolsón en el hombro cada uno; y yo casi ni me había levantado de mi silla. “No me da tiempo, no me da tiempo, no los cojo…”. Pero sí. En un visto y no visto, a uno lo empotré de un empujón contra la reja, y al otro que estaba ya saltando y con casi medio cuerpo fuera, lo agarré del pantalón, y lo estiré, hasta que se quedó con el culo al aire. Incluso me vino bien pillarlos allí, porque se quedaron asustados, cagaditos, y los até con las esposas la mar de bien a la valla. Y luego, según el protocolo, llamé a la Central, y después a la Nacional, para que vinieran y se hicieran cargo. Desde luego, la bolsa estaba llena. Aquellos tipos sabían lo que buscaban.


Mientras llegaba la policía, me quedé pensando. Yo, Usain Bolt el atleta, no era. Y por qué entonces había llegado tan rápido. Me mosqueé. Repasé lo sucedido: Yo estaba en la garita. Ga-ri-ta. ¡Zas! ¡De pronto aparecí en la garita, no sé ni cómo ni de qué manera, delante del papel de plata y las migas del bocata! A ver, a ver, es que a quien se lo contara… me tomaría por majareta. Esto era para preocuparse. Y desde la garita, de repente, dije “verja”, y me planté en la verja. ¡Zas, otra vez en la verja! El grito que pegaron los dos chorizos me asustó hasta a mí. Ga-ri-ta, zas. Verja, zas. Zas, zas y otra vez zas. Como si me hubiera convertido en la proyección de un foco, igualito. Lo repetí de nuevo. Garita. Zas. Verja. Zas. No estoy. Sí estoy. Soy Epi. Soy Blas. Uaaaaauuu.. Qué mareo, qué alucine. A cada aparición y desaparición mía, los ladrones se retorcían y hasta uno se llegó a mear del miedo. Al final, le dijo al otro: “…pero tío, ¿tú qué coño le pusiste a la sopa anoche…?”.


IV
De chiste. Pero menudo pastel. Durante mi turno en las noches siguientes, hice prácticas en la vieja fábrica. ¡Máquina de café! Zas. Ahí estaba. Garita, zas. De vuelta. Venga, venga, un poquito más arriesgado. ¡Water de señoras! Zas. Pero qué fuerte. Qué destreza. Qué magia. Qué divertido. Otro viaje. ¡Despacho del gerente! Zas. Los de la Central estuvieron a puntito de pillarme. Se presentaron de improviso. Casi me dio un infarto, cuando ellos entraban en la cabina, pensando que no había nadie, y yo reaparecí bruscamente, de teleregreso del almacén. “…estábamos preocupados, Simón, últimamente parece que te mueves mucho…”.


V
La situación requería un análisis muy serio. Porque una vez descubierta mi habilidad, lo que soy capaz de hacer, corría un riesgo gravísimo de atrofiarme. Hombre, ya me dirás. Si hasta para ir del sillón a la nevera, cojo y me teletransporto, zas, entonces qué pasa con mis músculos, qué. Y me puse mis restricciones. Por poner un ejemplo, porque me gusten un montón los helados de turrón, no voy a estar comiéndolos a todas horas. No, no puede ser. Aunque bueno, un día puede ser un día…


Y es lo que siempre he dicho. Si han estrenado una película buena, qué tiene de malo que diga, ¡cine!, zas, y así, disimulando, me siente en alguna butaquita libre sin molestar a nadie. De acuerdo, vale, no habré pasado por la taquilla, pero por uno solo, por mí, no se van a arruinar los de las multisalas… no, claro que no. Lo de ir al fútbol, ya me da más corte. Hay más luz, más gente gritando, y me da más cosa que se queden con mi cara. Tal vez, un poquito más adelante, cuando el Mardebé juegue alguna final…


VI
Pero seamos honestos. Si yo voy por la calle y me encuentro una cartera llena de euros, ¿qué hago? Mi alto concepto de la integridad me lleva directamente a la puerta de una comisaría: “oigan, ahí tienen: la he encontrado, y tal cual estaba la entrego”. Claro, que eso exactamente no es lo que me ha pasado. Pero, puestos en mi caso concreto… si tengo una virtud, si tengo un don, ¿por qué no puedo ponerlo al servicio de la humanidad, así, entendido con toda la extensión de la palabra? Porque yo pienso, en los tiempos que corren, hacer de mensajero entre dos presidentes de dos países lejanos, Singapur ¡zas!, Mardebé ¡zas! …pues no pega mucho. No, porque para eso se monta una videoconferencia dolby digital, y es como si ya estuvieran uno al lado del otro. Pero quién no te dice que aquellos montañeros que andan perdidos y semicongelados en el pico Curucú, me ven llegar, zas, “hola chicos, soy yo, ¿…apetece un termo de café bien calentito mientras viene el rescate? Aquí hace un frío de cojones…”… Por poner un ejemplo.


Por eso mismo, y por mi alto sentido del deber, un mal día, me presenté en el Palacio de la Presidencia y rellené una instancia para ser recibido por el mismísimo presidente Holgado.


VII
Cuando de la Subsecretaría del Gabinete de la Subdirección de la Vicepresidencia del Gobierno respondieron a mi solicitud habían pasado tres meses. Acusaban recibo de mi amable escrito y me remitían a la Concejalía de Asuntos Sociales de Mardebé. No. No. Y otra vez no. Como queda claro que yo ya no pago billetes de tren, acudí de nuevo frente al Palacio de la Presidencia, ¡zas!. Y tracé un plan. Soy guarda jurado y un poco sé de cómo se montan las vigilancias en los recintos. Da lo mismo que sean edificios gubernamentales o factorías.


Posiblemente elegí un mal momento para teletransportarme y dejarme caer en el despacho privado del presidente, ¡zas!. El hombre releía algo en su ordenador portátil. Y de paso, excavaba pelotillas en sus fosas nasales. “Perdón, disculpe mi atrevimiento…”. Ahogó un grito. Se quedó blanco, amarillo, petrificado. Qué hace usted aquí. Quién le ha dejado entrar. Llamo a seguridad ahora mismo. Le tuve que decir que bajara la voz, que no armara escándalo. “...ruego me perdone, pero es que ésta es la única manera de que pueda atenderme usted un minuto...”. Alejandro Holgado, en vivo, me parecía más fofo y viejo que por la televisión. Le corría el sudor por el cuello. No se le iba la cara de susto morrocotudo. “¿Me deja su móvil, si es tan amable?”. Jo, qué pedazo de Whitemelon. “Es sólo un momento…”.


Lo quise hacer bien. Me teletransporté al Capitolio, zas, todo el césped plagadito de turistas japoneses, e hice una foto con la Whitemelon del presidente para mostrársela. Tardé tres segundos en ir y volver, zas. Y ya estaba el hombre camino de la salida buscando a los escoltas. “¡Mire, he ido y he vuelto! Aquí son las ocho, allá son las dos de la tarde…!” Holgado no sabía dónde mirar… ¿Era necesario otro ejemplo para convencerse? Venga, va, otro más. Me teletransporté de nuevo, pero me quedé más cerca, en la Catedral de Mardebé, zas. Otra foto más, y enseguida de vuelta. “… ¿eh? ¿qué le parece…? Un poco oscura, porque a estas horas…”. Holgado se mantenía en tensión. Su voz me pareció impostada: “¿Sí? Ah, pero le ha salido muy bien, qué interesante, je, je, vamos a hablar con el ministro de Innovación ahora mismo…”. Percibí algunos ruidillos raros en la sala exterior y decidí por ello salir pitando. Suerte la mía. Tres gorilas habían abierto la puerta de forma destemplada y ya me encañonaban. Me vieron y no me vieron, zas.


VIII
Por eso digo que lo tengo todo, que soy tonto y encima, lo parezco. Porque he entendido tarde lo que aquí se juega. A las estructuras económicas establecidas no les conviene que circule un tipo como yo, que no entiende de distancias ni de barreras. Los sectores aeronáuticos y automovilísticos se habrán echado a temblar porque conmigo pierden su razón de ser. Por no hablar de los guardianes de las fronteras. No hay murallas tan altas que me impidan el paso de un lado a otro. Ni barrotes tan gruesos que me puedan mantener encerrado. Claro, vistas así las cosas, yo estorbo.


Y ahora que estoy al margen de la ley, y que todas las policías me buscan como si fuera un delincuente muy peligroso, medito cuál va a ser mi guía y mi proceder en el futuro. Llevo veinticuatro horas persiguiendo al sol, zas, sumido en un continuo e inacabable atardecer, teletrasportándome desde las terrazas de los rascacielos; pasando por las montañas más altas, hasta los acantilados que se asoman a un mar anaranjado. Una manera muy plástica y bucólica de terminar una historia… o de empezar una leyenda.

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