domingo, 29 de abril de 2012

El complejo Pablito Calvo



I
Ahí voy. Subiendo por la rampa del parking. Saliendo hacia la calle don Julián de Viena, la peatonal. Retraigo la manga del traje Astadi. Miro mi reloj “Delta”. Es un poco tarde. Aprieto el paso, firme y decidido, entre un montón de gente que viene y va. Sorteo los puestecitos “manta”, pegados uno tras otro. Sorteo las mesas de aluminio de las cafeterías. Salto por encima de papelotes, colillas y catalinas. Justo cuando estoy a punto de entrar en el portal del despacho, me encuentro con un tío sentado en el escaloncito afinando una guitarra. Un cantante callejero. Bah, otro más. Pero, según me acerco,  empieza a rasgar unas notas. Las cuerdas parece que lloran. Los acordes han ido directamente a clavarse en mi fibra sensible. Cómo toca el tío. Y luego canta, bajito, en un susurro, con la voz casi rota, como si fuera para él solo. “…y yo que hasta ayer sólo fui un holgazán… y hoy soy el guardián de sus sueños de amor…”. Me he quedado quieto. Aguantando la maleta que ya, ni me pesa. Los demás peatones siguen a su marcha. Insólito. Siento rabia de que no respeten la interpretación del artista. “… podéis destrozar todo aquello que veis, porque ella de un soplo lo vuelve a crear como si nada, como si nada, la quiero a morir…”. Termina. Un chasquido. Despierto de mi encantamiento. Buuuf. Qué de recuerdos. Siento escalofríos. Hasta una lagrimita tengo que secarme con el dedo. Busco la cartera. Billete de veinte euros. Nuevo de cajero. Lo pongo dentro de su caja de latón roja vacía de bombones. Los ojos del cantante se desorbitan. Se lanza a recogerlos. Yo ya me meto en el patio. Junto a la puerta del despacho aguardan, ya un poco desesperados, una decena de clientes.
II
Más nublado o más despejado. Otra tarde. Miro mi reloj “Delta”. Voy justo de tiempo. En cuanto me ve el cantante, corta en seco lo que está interpretando, y se lanza en picado con el “…y yo que hasta ayer sólo fui un holgazán…”. Bien. Cómo la borda. Me detengo un poco, pero hoy no puedo escucharla entera. Diez euros van a la caja de latón roja sin bombones. Desde el pasillo del patio se ahoga ahora el “…ella borra las horas de cada reloj…”. Y yo saludo a tres clientes pidiéndoles cien disculpas por mi tardanza.
III
Más frío o más calor. Otro día. Miro el “Delta”, a ver qué hora es. Cada vez soy menos puntual. El cantante estira su cuello, frota sus dedos y entona que hasta ayer era un holgazán. Esbozo una sonrisa. Pero no me paro. Del bolsillo, un euro. Encesto. Tintinea en la caja de latón roja sin bombones. El cliente con el que me había citado sale a mi paso. “…me dibuja un paisaje y me lo hace vivir…”. Doy mis buenas tardes. Aún no he terminado de abrir el cerrojo de la puerta blindada y este señor ya me está hablando del asunto que le trae.
IV
Más en forma o más cascado. Otra jornada. No quiero mirar la corona del “Delta”, porque sé que hoy se han hecho las tantas. Ya distingo al guitarrista. Ustedes lo llamarán de otra manera. Pero para mí, es éste es un caso clarísimo de “Complejo Pablito Calvo”. Ah, que no se acuerdan de aquella película. La del ángel que pasó por Brooklyn…  Para alimentar a un pobre perro, el pequeño Pablito Calvo entraba en una carnicería, soplaba un solo de armónica y ponía la mano. En la primera interpretación, ay qué gracia de niño, deslumbraba. Magistral. Premio: Chuletón al canto. Pero según se iba repitiendo, siempre con el mismo sonsonete, el trozo de carne menguaba hasta quedar en nada... Yo aquí hago de carnicero, por supuesto. Hoy no he mirado siquiera al tío de la guitarra. No le he hecho aprecio. Forma una parte más del decorado de la calle Julián de Viena. Directo al patio. Y, vaya,  no ha llegado todavía el señor al que cité. Abro la puerta. “…conoce bien cada guerra, cada herida, cada sed…¨”. Cierro. Ya no escucho nada. Insonorización total. Termino yo entonces la estrofa con mi voz gangosilla: “…de la vida, y del amor también…”.
V
Más contento o más triste. Otra vez por aquí. Aunque ya no lleve en mi muñeca el “Delta”, hoy vengo muy puntual, conste. Caigo en que hace ya unas semanas que ya no está el cantante en la puerta. Fijo la vista, agudizo el oído por si estuviera unos metros más allá. ¿Estará bien? ¿Dónde se pondrá ahora? Entro. No espero hoy a nadie. Y el que tenía que venir ayer no tuvo la decencia de avisarme que no se presentaría. Paso mis tardes mirando el techo y escuchando el eco de las paredes. Maldigo a mis “colegas”, descarados competidores que copiaron mis innovadoras técnicas de trabajo y absorbieron a mis mejores clientes. Salgo antes de que el despacho termine cayendo sobre mí. Me encamino en dirección contraria. Voy un poco sonámbulo. Me zambullo entre la multitud. Voy buscando. Pero no termino de tener claro qué. A lo mejor busco nuevos clientes, en medio de tanta gente, que quieran contar con mi asesoramiento y gestión experta. O tal vez busco al cantante que hasta ayer era sólo un holgazán. Mmmmm… No, no es eso. Definitivamente sé que busco la carnicería, aquella carnicería, para sacar la armónica de mi bolsillo, soplar con toda mi alma, tocarles, “Ooh Susana no llores más por mí”, dejarles alucinados y salir de allí con el chuletón-chuletón de mi vida.  

domingo, 22 de abril de 2012

Nadie es nadie


I
Con el viento frío de cara y el polvo metido en los ojos, diría que me ha parecido verla. Lo juraría. Han sido sólo unos segundos. Se ha colado por aquella callecita.  Pero no. No puede ser. Y menos aquí. Figuraciones mías. Sí, sí, figuraciones pero ya no me he quitado la desazón de encima. He enderezado unos segundos mi magullada espalda y he seguido descargando sacos del primer camión. Patatas. Esta vez han tardado más y han venido menos. Habrá que empezar a racionar desde ya seguro.
II
El silencio es absoluto esta noche. Pero muy pocos dormirán en el pueblo en medio de esta falsa tranquilidad. Añado un tronco más al fuego de la chimenea. Y después me siento, mirando la lumbre. El capitán permanece absorto sentado en un pequeño catre de tijera. Crepita la leña. Sólo quedamos nosotros dos. Su respiración es agitada. “Higuera… ¿cuál es su parecer?”. He oído bien. Me está preguntando. A mí. Pienso la respuesta. La mido. Para no meterme en un berenjenal. Para que no piense que… “Con franqueza, mi capitán…”, le digo, “…quiero que todo este horror termine lo antes posible”. El capitán no mueve un músculo. Pasan dos interminables minutos. Se incorpora para retirarse. Es cuando me responde: “Con franqueza, Higuera: soy de la misma opinión”.
III
Otra vez.  Me lo ha hecho la vista. Ella. Ahora sí que sí. La sigo. Voy detrás. Por las empinadas cuestas. Qué rápido sube. Con qué soltura. Se debe haber dado cuenta. Me huye. Creerá que le quiero hacer daño. Aprieto el paso. Giro una bocacalle. Ploooom. Una puertecilla con gatera. No hay otra salida. Sólo ha podido meterse ahí dentro. Me detengo. Recupero el resuello. Suda mi frente. Y qué hago yo ahora. Resuelvo. Llamo. Espero. Nada. No escucho a nadie detrás. Miro a mi alrededor. Silencio. Nadie. Vuelvo a llamar. Empujo. Está cerrado. Pienso. Me retiro un metro. Mi vista me habrá hecho hoy una mala pasada. Miro a la fachada. Y me acerco de nuevo. Con la mejilla pegada al tablero, digo: “Usted no es Remedios la Sabia. Cuando incendiaron la escuela, ella estaba dentro, y dentro se quedó. Así que todo el mundo sabe en el pueblo que aquella maestra a quien llamaban Remedios la Sabia ya no existe”. Transcurren unos segundos más. Es cuando percibo que el cerrojo se descorre, y la puerta se entreabre.
IV
Ella me ha ofrecido una infusión. Achicoria. Imbebible. Pero al menos, algo caliente para el estómago. Del pasado no hemos hablado. Nos hemos contado, sí,  qué hacemos cada uno en este pueblo, en esta primera línea de fuego. Vivir deprisa. Es tiempo para levantarme y despedirme. “Un momento”, me pide. ¿Un momento? Ella entonces, cierra sus cansados ojos, y me dice: “…a ver si me acuerdo”. Acordarse de qué. Remedios recita:
“…Y dijo la voz del poeta / que él no se cansaba de andar / que no hay aquí finales / ni refugio a donde llegar / Por eso la gente se ríe de él / porque le ven hablando con el sol / decirle adiós al río que se va / y seguir adelante, en libertad…”.
Silencio. Sonríe. La señora que me inculcó el amor a los libros me ha dejado los pelos de punta. Yo esto lo tenía completamente olvidado y enterrado. Niego la mayor. Le respondo con dificultad: “Yo no soy ese Cristóbal. A ese Cristóbal, hace ya  tiempo que le perdí la pista”. No se arredra la Sabia. Me deja un recado: “Cuando lo vuelvas a encontrar, hazme un favor, dile que no lo deje, dile que siga escribiendo”.
V
Bajo aturdido hacia la casa de la intendencia. Invadido por la nostalgia. Ha oscurecido. Mil preguntas sin responder. Cómo pueden caber tantas estrellas en el cielo. De repente un estruendo. Ha explotado una granada. Esta vez muy cerca. El capitán me ve llegar, “¡Al suelo, Cristóbal!”. Y yo me tiro por acto reflejo. Y muerdo el polvo. Y aprieto los puños. Y pido que por favor, acabe de una puta vez esta horrible historia en la que nadie es nadie.

domingo, 15 de abril de 2012

La crema Draz

I
Ruido de sillas arrastrándose. Se hace el silencio en la clase. Entra el director, don Pedro, seguido de otro señor. Expectación. Debe ser el nuevo. Se aclara la voz. Don Pedro siempre habla escrutando los ojos de los alumnos. “…como sabéis, don Severino va a necesitar algo de tiempo para recuperarse… así que el centro ha tenido que seleccionar un profesor que se encargará de proseguir la clase de Literatura durante su ausencia. Os presento a don Jose Alfredo”. Murmullos. Comentarios. Las primeras palabras le salen al nuevo maestro un poco engoladas. Mira al suelo. Parece que se ataranta. Se despide don Pedro y sale del aula. La primera sensación que tiene Jose Alfredo, la que vale, es que se ha quedado solo en un corral de miuras.

II
Los primeros días intenta ir de coleguilla. De buen rollo. Pero, a cada intento de iniciativa, alguien siempre acaba poniendo palos en los radios de la rueda. “¡Don Severino no lo hacía así!”, suelta algún sabidillo. Freno de mano. Las comparaciones son odiosas. “A ver, contadme, cómo lo hacía don Severino”. Unos cuentan una cosa. Otros justo la contraria. No hay quien se aclare. Jose Alfredo resuelve: “Don Severino que lo haga como quiera, pero éste, éste es mi método, ¿queda claro? Lo hacemos a mi manera”. Bravo, maestro, así se hace: rompiendo esquemas.

III
No hay manera de avanzar. Cada día se propone navegar, soplar con viento a favor y llegar a puerto con el tema dado. En lugar de esto, lo que se encuentra es calma chicha, nadie en los remos y vías de agua en la línea de flotación. Así no se puede. Aquello es un mercadillo. Nadie calla. No se molestan ni en esconder los móviles ni en ponerlos en modo silencio. Se le suben a la chepa. La paciencia de Jose Alfredo tiene un límite. Y hace ya días que se ha agotado. Pero no puede ir a don Pedro, y confesarle: “Don Pedro, estos alumnos no me hacen ni puto caso”. Declarar eso iría en contra suya. Don Pedro buscaría inmediatamente otro profesor al que sí hicieran caso. Y él estaría, otra vez, esperando inútilmente a que lo llamaran de las abarrotadas bolsas de trabajo. La estrategia, pues, necesariamente tendrá que ser otra.

IV
Jose Alfredo desparrama los ejercicios de sus alumnos por la mesa. Son incorregibles. Malos a más no poder. Casi todos una tomadura de pelo. Una ensalada de desastres literarios. Letras infames. Faltas de ortografía intencionadas para dar y vender. Ideas absurdas y mal desarrolladas. Ausencia total de interés. Bueno, se salva un poco la historia del tío que no tenía el don de la oportunidad, y que siempre llegaba en el momento justo para pifiarlo todo. Je, je, el argumento le suena mucho. Éste, a ver a ver, lo ha escrito… Icíar. Bien por Icíar.

V
Tiene que hacer algo. O acaban con él. Jose Alfredo piensa. Piensa más, a ver si se le enciende la bombilla. Se le ha ocurrido que… no. Es muy descabellado. Pero no deja de rumiarlo y darle vueltas. Lo ha visto hace poco en la película de Brubaker. El nuevo alcaide del penal, Robert Redford nada menos, se infiltra entre los presos. Convive con ellos como uno de ellos. Y, desde dentro, el tío conoce el percal, se entera bien de qué pie cojea cada uno y… mejor no seguir contando. Efectivamente, esto es muy descabellado. Ni sus alumnos son presos. Ni él es ningún alcaide con cara de preso. No, claro. Qué disparate. No. O tal vez. O sí.

VI
Él ha sabido de la crema DRAZ por internet. Crema antienvejecimiento. La pidió una vez para su madre, se le olvidó llevársela después, y ahí la tiene, en el armario del cuarto de baño, sin abrir y caducada. Se extiende y se absorbe bien. Caramba. La sensación es de frescor. Caramba, caramba. Y huele de cine. ¡Otra vez caramba! Mientras la aplica con la yema de sus dedos sobre su frente y sus mejillas, piensa Jose Alfredo: “… por favor, que nadie se entere de esto, que no salga de aquí, porque ésta es la constatación de que algo no carbura bien en mi cerebro…”. Anda pensando en eso cuando… ¿un alisamiento? ¿una compactación? ¿un nuevo brillo? No, no puede ser… Esto es magia. La ruina de los cirujanos plásticos. Alucina. Se pellizca. Se descojona. Ahí está su reflejo, jovial, como si fuera el de un chaval de quince años.

VII
La prueba de fuego. Ha ido a pagar con la Visa la ropa que quería para ir acorde con su nuevo aspecto. Camiseta colorida. Pantalón vaquero rasgado y de doble ancho. La dependienta le ha dicho: “Chico, vete de aquí antes de que llame a la policía. No está bien que intentes pagar con la tarjeta de tu padre”. A Jose Alfredo le han subido de repente los colores al rostro. Pero ha dado un salto. Yupi, la crema DRAZ, desde luego, da el pego.

VIII
“Eh, capullo, levanta, que ése es mi sitio”. El nuevo, nervioso, recoge la mochila, se incorpora, “…perdona, perdona”. Se ajusta las gafas. Y busca nuevo acomodo. Dónde, dónde. Parece que, con una clase tan grande, no hay sillas libres. Va junto a aquella chica, que le despeja un trozo de mesa. “¿Me puedo sentar?”. Ella afirma, “Claro”. Él se deja caer torpe, torpe. La mira de reojo. Y ella a él. “Soy Baker”, balbucea él, todo serio. “Y yo Icíar”. Eso, él ya lo sabía. Icíar.

IX
El de Literatura se va de la olla. Según entraba en clase, “Tú, siéntate allá y tú ahí”. Los aludidos han protestado. ¿Y eso? A regañadientes, han cambiado de sitio. Después, directo, directo, se ha ido hacia los pupitres y ha interceptado, uno, dos, tres y hasta diez teléfonos de datos. Hasta los más camuflados. Qué olfato para descubrir dónde se escondían. Menuda sagacidad. Y acto seguido, con la lista en la mano y el bolígrafo preparado, ha empezado a preguntar a diestro y siniestro. Se ha hinchado a poner ceros. Qué tío.

X
Sabe que no está bien. Y además, eso no formaba parte del plan. Ha quedado con Icíar. Están juntos en la mesa de la esquina de ese bar. Llevan hablando… uf, casi dos horas. Él apura el refresco. Y se salpica con el hielo. Tendría que marcharse ya. Por la madurez que ella demuestra, casi olvida que podría ser su padre. Dios, qué está haciendo. Le entran las prisas. Él va a pagar. Pero Icíar se adelanta. “deja, la próxima tú”. Bueno, vale. En la despedida, “Baker” siente que la voz le tiembla. Y, sin girarse, se lanza a correr. Por pocos metros. La crema DRAZ hará milagros en la cara. Pero el corazón, y los huesos siguen siendo los mismos.

XI
El curso sigue. Después de aquel primer encuentro, él ha decidido que, cueste lo que cueste, va a distanciarse. Se busca un buen-buen lío si se deja llevar por los sentimientos hacia… una menor. Afortunadamente, también parece que Icíar le ignora. Uffff, cómo escuece eso… porque él no puede dejar de pensar en ella.

XII
Sorpresa. Don Severino aparece tras la puerta del aula. Visiblemente demacrado tras su larga convalecencia, agradece las muestras de cariño recibidas. Pero transcurrido este periodo tan duro, y con casi lágrimas en los ojos, está dispuesto a reemprender las clases. “Me han informado que habéis estado en muy buenas manos…”. Voces, uh, uh, uh. Disparidad en las opiniones. En verdad, don Jose Alfredo ha sido un profesor de los que enseñan a amar la literatura. Icíar mira hacia donde está Baker, en la otra punta. Parece haber sido él el único en no sorprenderse por el retorno del maestro titular.

XIII
Hora de salir. Todos salen escopeteados en tropel. Menos ellos dos. Él va a cámara lenta. Quiere, necesita despedirse de ella. Le dirá que se tiene que marchar y que será difícil que se vuelvan a ver. Tampoco le dará muchas explicaciones, sobre todo porque son difíciles de entender. No le contará que la echará de menos. Ni mucho menos le hablará de sentimientos. “Estás muy serio”, dice ella, sacándole de su abstracción. Como para estar de risa, piensa él. Sólo se encoge de hombros. Eco en un aula vacía. Va a hablar, va a decir algo, cuando, así sin querer, advierte que del bolso de ella, asoma un pequeño bote. Dónde ha visto antes él esa etiqueta… dónde. Se enciende la bombilla de nuevo entonces y la asocia a la crema DRAZ, y da un salto. Todo eso en menos de un segundo. ¡BIENNNN! Y le da un abrazo del que ella, sorprendida, no se puede zafar. DRAZ, DRAZ, DRAZ… ya se contarán después sus respectivas historias… poco importan ahora. Él la coge suavemente de la mano y le dice: “…primero, antes que nada, vamos a lavarnos la cara”.

domingo, 8 de abril de 2012

Los papeles secretos del ermitaño



I
Ay, si nos pillan. Con mis manos hago un estribo. Marcelino se aúpa y se encarama a la tapia. Estamos en la parte de atrás de la casa del ermitaño. Luego da un salto seco. Ya está dentro. Y yo qué. “Eko: ¡Salta, miedica!”, me dice desde dentro. Bueno allá que voy. Carrerita. Clavo las uñas y la punta de los pies. ¡Uffff, arriba! Doy otro bote. Caigo en cuclillas. Miro alrededor. Uauuuu. Menudo patio. Los arbustos han invadido el espacio. “Chisssss...”. ¿Chisss? Quién nos va a oír aquí dentro. Nadie. “Ven, sígueme”. La puerta atrancada cede al primer empuje. Nos colamos dentro. No hay apenas luz. Enciende la linterna que lleva. Yo, pegadito, voy detrás. Crujen nuestros pies. Entramos en una habitación vacía. Brasas en el centro. Aquí han debido encender una hoguera algunos “okupas”. Con los nudillos Marcelino golpea la pared. Cloc, cloc. “¿Ves?”. Qué, qué tengo que ver. “¡…está hueco!”. Es entonces cuando me lo explica. Ahí, detrás de esta pared falsa, están escondidos sin duda los papeles secretos del fraile Dionisio. Otra vez uaaaauuu. Si le digo que no sé lo que son, lo mismo me canea. Pero tienen que ser el no va más. “Necesitamos ayuda de confianza… desde lo de Tutankamón no se habrá descubierto nada igual”. ¿Ayuda? A día de hoy no se ha levantado aún una pared que Marcelino no pueda derribar.

II
La paciencia no es una virtud que distinga a estos holgazanes. Acabamos de empezar y ya se han cansado. Esto me huele a abandono. “Ahí te quedas, Marcelino”, es de lo más suave que le han dicho. Se han sacudido las manos y han recogido cinceles, martillos. “Mi madre me pregunta que dónde me meto todas estas horas, que llego a casa perdido de tierra y cal”. La pared parece un queso. Agujeros por aquí, por allá, a ver por dónde era más fácil de taladrar. Pero en cada uno hemos acabado dando con hueso, digo con piedra. Tampoco podemos dar muy fuerte para no levantar ruidos sospechosos. Antes de embarcarnos en esta aventura, todos hemos jurado secreto de estado. “Estamos picando para nada”, se quejan. Marcelino no suelta prenda. Respira agitadamente, no sé si del cansancio o del sofoco. El polvo le cubre el pelo y la cara. Intenta no dejarse vencer por el desánimo. Cuando ya Paco, Perico y Manolo están enfilando la salida, les doy el alto. “¿…pero bueno, os vais a ir ahora, que estamos a punto de llegar al fin del final? ¿Renunciáis a vuestro pedacito de gloria por haber contribuido a restaurar la historia cuando encontremos los papelotes que están ahí dentro? ¿Así, por las buenas? ¿Y si resulta que no son papelotes, que son monedas de oro que os pueden arreglar la vida para vuestros restos?”. Dudan. Lo de las monedas atrae más que lo de los pergaminos. Menos mal. Dudan. “Venga, venga, a seguir dando martillazos, que ya estamos a un paso del triunfo”. Manolo es el primero en darse la vuelta. Y con toda la rabia del mundo, golpea de nuevo la piedra de la pared, que ni se inmuta. Al medio minuto, Perico y Paco van detrás. Y yo con ellos. Marcelino suspira aliviado. Clonc, clonc, clonc. “Cuidado con los dedos, que son para mojar pan”. Resuenan nuestros martillazos. Marcelino no se merece que lo dejemos tirado.

III
Subían dando voces por la escalera. Y aquí han entrado de golpe. Sin llamar. Hechos unos basiliscos. Marcelino estaba sentado junto a la mesa. Les ha sostenido la mirada. De repente, el silencio. Y acto seguido, el silencio roto: “Páganos lo que nos debes, ladrón”. “¡Nos has vuelto a engañar!”. Yo estaba calladito. De pie. Observando. Pero en el momento he visto que Wiso se abalanzaba y levantaba una mano, lo he blocado en seco. “¡Quietoooo…!”. No ha avanzado ni un milímetro más. He tenido que intervenir y tomar la palabra: “…desde luego, no pensaba yo que fuerais tan desagradecidos… ¿os ha fallado antes alguna vez Marcelino…?”. No. “…pues ahora tampoco, joder… las cosas están peor que mal, y él está haciendo lo posible para que podamos cobrar los atrasos…”. Gestos desesperados. Familias por mantener. “…todo se solucionará de la mejor manera… pronto”. Empujo suavemente a Wiso hacia la puerta. A los demás también. Cierro. Escucho que ahora bajan farfullando. Marcelino traga saliva. Se ha quedado mudo. Acierto a decir: “Vamos, Marcelino… de situaciones mucho peor que ésta hemos salido”.

IV
Son casi las tres. El bar tiene la persiana a medio bajar. Me agacho para entrar. Voy a preguntar dónde está. Pero no. Ya lo veo. Tiene los brazos y la cabeza apoyados en la barra. Lo tomo suavemente del brazo. Lo despierto suavemente. “Marcelino… Marcelino… te llevo a tu casa”. Los ojos se le cierran. No tiene fuerzas para hablar. “Qué se debe”, le pregunto a Velasco, el camarero. Saco la cartera. Pago. “Hale, Marcelino, arriba, hale hop”. Pesa como el plomo. Arrastra literalmente los pies. En la calle hace una rasca importante. Mientras viene un taxi, le subo el cuello de la chaqueta a Marcelino, no sea que, encima, me vaya a coger frío.

V
Esto sí que no me lo esperaba. El mismísimo Marcelino en mi casa. Me tiemblan las manos. “Perdona, lo tengo todo hecho un desastre”. Le invito a pasar. Hace una semana que yo no salgo. Apenas me puedo mover. Él no se deshace de su viejo abrigo. Me cuenta: “Eko, ¿…sabes que han derribado la casa del ermitaño?”. “¡No me digas! Ostras, pues con lo duras que eran aquellas paredes… les habrá costado un huevo”. “…el arquitecto municipal dice que no es reconstruible… que van a hacer otra exactamente igual”. “Aquello sí que fue una pena. No encontrar los puñeteros papelotes del ermitaño ése”. Entonces Marcelino carraspea, agacha la cabeza y me suelta: “…yo me inventé lo del fraile Dionisio”. Resoplo. Medito. Encajo. “Qué se le va a hacer”, respondo resignado, “…al cabo de tantos años, era una historia tan bonita, que merecía que fuera verdad”. Estamos un buen rato así. Él de pie. Yo sentado. Espero que no se me moleste, pero le voy a decir con toda la suavidad del mundo que se marche. No quiero que me vea y me recuerde así, con estos tembleques y tan perjudicado. Parece que me entiende. Esto suena a despedida de viejos que no van a volverse a ver. Me dice: “…Eko: qué gran vasallo habrías sido si hubieses tenido un gran señor”. Nudo en la garganta. No entiendo de qué va. “Poema mío Cid”, añade. Qué Cid ni qué puñetas. Se me escapa un abrazo entre lágrimas que no puedo retener. “Que sepas que sí he tenido un gran señor. Que se llama Marcelino. Y que a mí lo que me preocupa es quién va a cuidar de él a partir de ahora”.

domingo, 1 de abril de 2012

Sin freno y cuesta abajo



I
“¿Mi hijo? De casa al trabajo, del trabajo a casa. Siempre tiene muuuucha faena. Se va muy pronto y vuelve tardísimo. Es que es de los que no les gusta dejarse nada para el día siguiente…. Ah, ¿Lo viste ayer? Sí, sería Sixto… Se ha comprado hace poco un deportivo. Chica, sí, le ha dado por ahí. Ni sale, entre otras cosas porque no tiene mucho tiempo. Ni gasta en vicios. Todo lo que gana es para él. Y lo único que le hace ilusión al pobre, eso sí, son los coches. Pues también tiene derecho, caramba, que no todo es trabajar y trabajar. Al final, lo pidió, porque ese tipo de coches no lo fabrican hasta que no lo pides. Y nos explicó que era una gran inversión, que esos son modelos tan buenos, que, en vez de devaluarse, cada vez valen más y el día que lo quiera vender se lo quitarán de las manos. Ah, yo no sé cómo se llama esa marca. Sé que es blanquito. Sí, él me ha dicho que suba, que nos vayamos a probarlo, pero yo no quepo ahí dentro. Dónde voy yo con eso que parece un cohete… “. Las dos mujeres se han encontrado donde se estrecha la acera, y conjuntamente con sus dos carros de la compra, forman una barricada. Los transeúntes bajan a la calzada para rebasarlas en un sentido y otro. Cinco, diez, veinte minutos. De un momento a otro, las suelas de sus zapatos planos parece que empezarán a sacar raíces. Ha sido cuando la amiga ha calculado la edad del chico. “Debe tener ya unos taitantos”. Y cuando ha mencionado que “…ha perdido el pelo a la carrera… desde la última vez que lo vi”. La madre ha mirado el reloj y ha zanjado repentinamente el encuentro: “Huy, chica, qué tarde, me voy corriendo que tengo aún la comida sin hacer”.

II
Cada “Broummm, Broummmm” tragará un litro de gasolina. O casi. Deslumbrando, el coche espectacular aparece tras la esquina de la calle del Marqués, y enfila la cuesta del Lavadero. Sixto aparca en la rampa. Gafas oscuras. Venía con el asiento tan tumbado, que tendrá que darse impulso para salir. Es cuando se percata, a través del retrovisor lateral. Es ella. Valeria. Se queda clavado. Inmóvil. Sudor frío en las manos que aprietan el volante de cuero. Parapetado tras los cristales tintados. La observa. Empuja un carrito de bebé. Y lleva otro crío de la mano. Él espera. Murmura: “Madre, madre mía: está igual, igual, igual”. Será posible, es posible, que estén tan cerca el uno del otro, y no se digan nada. Que finjan no verse. Sí. Será mejor, es mejor, pensar que ninguno de los dos se ha dado cuenta. Porque de toparse frente a frente y sin posible escapatoria, después del primer “hola”, se hubieran bloqueado las palabras y un silencio así habría sido insoportable.

III
El portón del Fura azul hace las veces de barra de bar. Y por ahí se escapa la música desde los cuatro altavoces de dos vías que Sixto instaló por la mañana. “La fuerza del destino”, de Mecano. El sonido del casete les llega hasta la repisa de la ventana donde llevan sentados un buen rato. Con un vaso de tubo en la mano. “Es muy chulo tu coche”, acierta a alabar Valeria. Él bebe. Y se siente más ancho que ancho. Y le repite en voz baja, como quien confiesa sus sentimientos, “…podemos llegar a donde queramos, al fin del mundo si hace falta… con ese motor de 903 centímetros cúbicos que gasta seis y poco, con ese pedazo de maletero, donde podemos meter de todo, con los asientos que se tumban… Sí: podemos llegar a donde queramos…”. La gente acude en masa hacia la playa, a mojarse los pies en la noche de San Juan. Bullicio. Desde allí se ve el resplandor de las primeras hogueras. Él le ha dicho que mejor se quedan ahí, porque luego no hay quien termine de limpiar la puñetera arena de las alfombrillas. Sixto coge de la mano a Valeria. “…Es cuestión de decidir dónde y cuándo. Luego, el Fura nos lleva”.

IV
Al fin del mundo, al fin del mundo. Se caga en todo. El camino estaba bien, el camino estaba bien. Y por esa senda no pasan a gusto ni las cabras. Piedras, baches. Va en primera. Como los caracoles. Y ha rascado los bajos del Fura dos veces. CRASSSSSS. Tres ya. Se vuelve a cagar en todo. Y en este trozo, qué: han crecido las zarzas. Y por ahí tienen que pasar. Y rasssss. Raya segura. Joder, joder. Y no puede estar más seco el terreno. Menuda polvareda, por los cristales, por la luna trasera, por los pelos crispados. Tensión. Sixto y Valeria no hablan. Ella dijo que, desde arriba, la puesta de sol era maravillosa. Un lugar inolvidable para empezar una hermosa historia. Y él le contestó: “¡vamos a verla!”. La temperatura del radiador sube. La del habitáculo sube más. Y luego, tela, hay que bajar. Llegan a la cima. Por fin. Arriba sopla un viento racheado molesto. Juega con su pelo a capricho. Nubes rojas. El sol empieza a buscar acomodo por detrás de las montañas. “Vamos a ver ese atardecer tan maravilloso”. Aún no han dado cuatro pasos. Ella se vuelve y le grita: “¡Sixtooooo!”. Él se gira entonces. Si le pinchan, no le sacan sangre. Es el Fura, que ha cobrado vida propia, y ha empezado a rular hacia detrás, terraplén abajo. Cada vez más deprisa. Pim, pam, pum: salta como una pelota de playa, sale rebotado, y crashhhh, acaba estrellado contra un risco, el más grande que había, con gran estrépito, mostrando hacia arriba, sus cuatro ruedas, su negra panza y su tubo de escape. Al tiempo, es verdad, el sol marca un haz de luz anaranjada, entre las nubes, las montañas, y la puesta de sol se presenta incomparable.

V
Seguro que este fabricante de automóviles patentaría hasta el ruido compacto de la puerta al cerrar. PLOOOM. Robusto. Rotundo. Hermético. Sixto empuja una, dos veces. PLOOOM. Sólo por el placer de escuchar cómo tiene que sonar una puerta-puerta al cerrarse. Luego la llave pasiva hace el resto. Da cuatro pasos. De fondo, cuánto tiempo sin escucharla, no sabe de dónde, puede que de alguna ventana abierta, le viene el sonido de “…pero la fuerza del destino… nos hizo repetir…que si el invierno viene frío… quiero estar junto a ti”. Y en una milésima de segundo, escucha la voz de Valeria que aún está allí y le advierte: “¡Sixtooooo!”. Él se gira. A cámara lenta, es el deportivo que se va, se va de culo para abajo, directo a la esquina donde se inicia la cuesta del Lavadero. Sixto cierra esta vez los ojos. Está seguro de que cuando los abra, estará con ella en la cima de la montaña, unos cuantos, muchos, años antes. Al Fura que le den. Se cogerán de la mano. El sol proyectará antes de ocultarse la sombra de su abrazo, y vive Dios, que empezará una hermosa historia. “…quiero estar junto a ti”. No puede ser de otra manera.