I
En el Paseo Real, a la altura del número 39, un
semáforo, un paso de peatones y una rotonda. Está en rojo. Freno justo en la
línea. Pongo el pie izquierdo en tierra. Encojo tripa, levanto los hombros. Por
si me estás mirando. Y tras la visera de mi casco amarillo fosforito dirijo mi
mirada hacia tu balcón, en el segundo piso. A lo mejor te veo. Con la muñeca
derecha, doy dos veces al gas, y el tubarro responde a modo de saludo para ti.
Brooom, broooom. El disco verde se enciende. Hey, me ha parecido, sí, que se
movía tu cortina. Estiro el cuello. El capullo de detrás me pita. Impaciente,
ya voy. Hago una salida fulgurante, con mi vespino, a lo Gran Premio GP. Tanto,
que al entrar en la rotonda, tengo que frenar en curva y…. ¡hale! la moto
derrapa, se va por un sitio, y yo por otro. Como si tuviera un resorte, como si
el suelo fuera de esponja y no de asfalto, como los grandes toreros después de
un revolcón, reboto y me levanto. Me sacudo las manos. Los que venían detrás
han parado, asustados, se han bajado y vienen en mi auxilio. “¡Chico, chico! ¿Pero
cómo vas así? ¿Estás bien? “. Ya he soltado mis cinco tacos balsámicos, a saber:
“ostia-puta-coño-mierda-ya-joder”. Los rasguños escuecen y empiezan a
enrojecer. Airoso, digo: “No, no se preocupen que no me he hecho nada, no me he
hecho nada”. La clavícula que duele como la madre que la parió ahora no me preocupa.
Lo que me preocupa y mucho, mirando hacia tu balcón es que tú, glup, me hayas podido ver.
II
En el Paseo Real, a la altura del número 39,
vuelvo de nuevo hacia casa, después de una mañana de trabajo agotador. Por
suerte para mí, siempre está en rojo el semáforo de tu patio. Hoy tienes la
persiana subida y el balcón entornado. Pie a tierra. Broom, brooom, que ya
sabes que quiere decir: “hola, hola”. Eureka. Mi glúteo por fin se ha curtido.
Ya no noto cómo se clava la abultada cartera en el bolsillo trasero de mi
pantalón. Ya estoy inmunizado. Era mi suplicio de cada día. Ahora mi trasero se
posa cómodamente en el sillín. Cómodamente. Oh, oh. Demasiado cómodo, pienso.
Me llevo la mano y… Ya decía yo que no me dolía nada de nada. ¡La cartera! ¡No
está mi cartera! ¡Me ha debido caer justo en este instante! Doy un poco de gas.
Me arrimo. Subo a la acera. Pongo el caballete. En éstas, aparece tu gallarda
madre, que va hacia el patio de tu casa. Me reconoce, me retrata, pero no me
saluda. Seguro estoy de que, en cuanto suba y entre en casa, te dirá: “ahí
abajo está tu amiguito el de la moto”. Suda mi frente. Miro hacia detrás. Hasta
hace treinta segundos todavía la tenía aquí… Sin quitarme el casco fosforito,
empiezo a peinar los bordillos, las alcantarillas. En cuclillas, palmo a palmo.
Era negra. No tenía casi dinero. Quince
euros como mucho. La documentación, sí
que estaba. El dni y la licencia del ciclomotor. Será un engorro renovarlos si
no la encuentro… pero lo que me va a saber peor es esa foto tuya donde me
sonríes. Me cagüen. Diez, veinte, treinta metros hacia abajo. Treinta, veinte,
diez, metros hacia arriba. Y ni rastro. Dónde, dónde se me habrá caído. “Piiiiii,
piiiiii”, un coche me pita. Es mi viejo amigo Marcial. Baja la ventanilla. “¡Hey,
Fili! ¡Cuánto tiempo sin verte, tío! ¿Qué haces?”. Me sale una cara de
circunstancias. “Nada, chaval… busco la cartera… que se me debe haber caído por
aquí”. Antes de acelerar y despedirse, me suelta un: “Jo, Fili… tú siempre vas
igual”. Eso lo dice porque la última vez que lo vi, hará medio año, me pilló
buscando las llaves de casa, que se me habían traspapelado.
III
En el Paseo Real, a la altura del número 39, me
cambia la cara. Esté como esté. La vida es maravillosa. “Hola, hola”, te dice
el tubo de escape. Pie a tierra. Segundos para mirar a tu balconcillo. Para
mirar por el rabillo del ojo los coches que he adelantado por la derecha. Para
mirar también… ¿Será posible? Ya decía yo. La rueda de detrás está en tierra.
Pinchada. Pinchada, no: Rajada. Cáspita. Córcholis. Caracoles. Por eso me
pitaban los de detrás como me pitaban. Desencojo la tripa, me caen los hombros.
Es que, desde aquí, hasta el taller… y me hará falta una rueda nueva… tengo por
delante cinco kilómetros empujando la moto. Y la mitad son cuesta arriba.
IV
En el Paseo Real, a la altura del número 39, o se
me pone ese semáforo rojo, para parar y mirarte o me da algo. Como no tengo radio, dentro del
casco, me amenizo, me canto y me oigo yo solo. Hoy vengo haciendo alardes de
bajo. Probando, probando, a ver lo grave que puede llegar a ser mi tono de voz.
Modestia aparte, el “Sixteen tons” me sale bien, pero la “Estrella Errante” de
Lee Marvin, ésa, ésa la bordo. En este instante, y en este segundo, ha habido
una confabulación acústica. Pajaritos, pajarracos, motores de coches, bocinas,
aviones, radios, teles, todos, todos, todos, han callado a una. Ahí entonces ha
quedado rompiendo el silencio absoluto mi voz ronca, que entonaba un viejo
anuncio a grito pelado: “¡QUÉ GRAN EN-CEN-DE-DOOOOOOOOOR!”. Lo ha escuchado toda
Mardebé y parte del extranjero. Tierra trágame. Para mí, que entre todos los
balcones que se han abierto de par en par desde los edificios del paseo para mirar quién
desafinaba aquí fuera, estaba el tuyo también, y para mí, te digo, que tú, al
reconocerme a mí, te estabas partiendo de risa.
V
En el Paseo Real, a la altura del número 39,
cuando hace aire, no se queda en una simple brisa sino que sopla un vendaval
arrancapelucas. Yo vengo agarrándome fuerte, muy fuerte al manillar, intentando
mantener el equilibrio, pero encima, es que, con la caja que llevo aquí detrás,
hoy la aerodinámica no me ayuda. Qué
inseguridad. El jefe, a la hora de marchar, me ha advertido: “Fili, ahí tienes
el lote de Navidad… si no te lo llevas hoy, ya no hace falta que te lo lleves…
porque para año nuevo ya no estará”. Lo he cogido, claro. Ufff, lo que pesa. Ufff,
lo que abulta. Y otra vez “uffff”, la de vueltas que he tenido que darle a la
cuerda para atarlo y dejarlo bien sujeto al sillín de la moto. Pie a tierra.
Otro golpe de viento como éste, y me voy de lado. Así no se puede. A grandes
males, grandes decisiones. Con mi habitual brindis hacia ti, ya sabes, ese
broom-brooom que es como un hola-hola,
me he arrimado a la acera. Me he apeado. La cuerda ya estaba más que floja. La
hubiera podido liar muy gorda. He abierto la caja. Y he llamado al primer tipo
que pasaba por allí: “¡Señor, señor!”. He ido detrás de él, unos pasos, con una
botella de Brut Nature. ¡Se ha asustado y al verme detrás ha salido por
piernas! ¡Si yo sólo le quería regalar la botella! Cariacontecido, me he vuelto
hacia mi moto. Y me he dirigido entonces a la siguiente que ha pasado, “señora,
señora… tome usted esta botella, que es Navidad, que yo se la regalo”. Ella la
ha cogido al vuelo, plom, a su cesto y ha seguido camino sin darme las gracias.
Bueno. Aún me queda lastre. “Ehhh, ehh… caballero, ¿no querría usted un licorcito de pampelmuse, creo que pone en la etiqueta? Que no, que no hay encuesta, que no tiene
que rellenar nada de nada…”. El hombre ha mirado la caja y le ha echado un poco
de morro: “…es que si puede ser, yo prefiero el turrón de chocolate”. Caramba,
el turrón de chocolate me lo quería quedar yo… pero bueno…. ¡la casa por la
ventana! ¡y tú en el balcón! Sí, le he dado el turrón. Así, así, hasta que se
ha hecho cola y todo en torno a la moto. Y la gente se empujaba y se abalanzaba
sobre mí. Al final, me he quedado sólo
con la caja de cartón vacía. Dónde hay un contenedor para tirarla. Ha
sobrevivido una lata de foie. Ah sí, y
el pampelmuse. Me caben en el bolsillo de la cazadora. Esto ya no me lo quita
ni se lo doy a nadie. Antes de arrancar de nuevo, con el equilibrio y la
aerodinámica recuperada, he mirado hacia arriba, hacia donde tú estás, y con
los ojos humedecidos, te he deseado, una muy muy feliz Navidad.
VI
Sí, en el paseo Real, a la altura del número 39, vives
tú. Y qué raro se me hace pasar por aquí andando sin el casco fosforito, a cara
descubierta. Las pulsaciones se me disparan cuando espero a que bajes. Y el
habla se me corta cuando te veo aparecer. Tan guapa, tan tú. Te saludo, te digo,
“brooom-brooom”, perdón, “hola-hola”, y atarantado te pregunto: “¿vamos
entonces a tomar un café?”. Me ha salido voz de Lee Marvin. Suerte que me has
guiñado el ojo y me has cogido de la mano. Si no, hubiera querido que me
tragara la tierra cuando me has dicho eso de que: “Oye… ¿no te parece que vas
como una moto?”.