domingo, 7 de noviembre de 2010

El "chafa huevos"

I
El “chafa huevos” cree que ha venido a verme. Sopla un viento helado y desigual que arrastra y dispersa nubes de polvo, papeles y hojarasca. Él lleva subido el cuello de la chaqueta para tratar de protegerse. Y anda encogido. Quién sabe si por el frío, o porque no deja de escuchar ruidos sospechosos donde reina tanto silencio. Igual es que ahora no duerme bien y le cuesta descansar, porque parece muy desmejorado. Las ojeras le hunden el rostro. Y tiene más blanco el poco pelo que le queda.

II
“…Si tú eres feliz, yo soy feliz…”, decía la cantante. Sonaban los trece altavoces, cada uno con sus matices. Y al tiempo, conducir con el coche nuevo era una gozada. Como en el anuncio. Montañas onduladas bajo un horizonte anaranjado y una alfombra de asfalto puesta encima por donde me desplazaba a velocidades de vértigo. Resultaba imposible sentir cansancio a los mandos de aquel volante. Qué trazadas en las curvas. Qué nervio al acelerar. Aquel vehículo era una prolongación de mí mismo. Tragar y tragar kilómetros sin mostrar un atisbo de cansancio y con la espalda intacta. Y no había radares por la autonómica de dos direcciones, en aquella tierra extensa, ni guardia civil en los cruces. Barra libre a la rapidez. A la carrera de obstáculos. Entre frenazos, adelantamientos y acelerones transcurría el trayecto. Entonces fue cuando di alcance al iceberg. Al “chafa huevos”.



III
Es que circulaba tan lento que parecía que iba de camping playa. Como si la carretera fuera sólo suya y de nadie más. Tan gran auto para qué. Al situarme detrás de él, en zona de curvas, fue como si la magia se hubiera venido abajo y la música ya no se escuchara igual. Dejé pasar un minuto de cortesía. Eterno. Y luego ya le lancé unas ráfagas. Para que me dejara pasar. Que yo iba con cierta prisa. Que me esperaban para cenar. Ni caso. La paciencia no tiene ruedas. Y a mí se me agotaba pronto. Lo siguiente fue achucharle. Arrimar el morro hasta que sintiera mi aliento en el cogote. Pedazo de tortuga. Pues ni con esas. No se desvió un milímetro de su trayectoria. Y lo que me incendiaba es que a través de su retrovisor yo veía que el “chafa huevos” ni pestañeaba siquiera. Bueno, basta. Ya estaba bien. No venía nadie por detrás. Señalicé la maniobra. Y me dispuse a adelantar. Al “chafa huevos”.
Es posible que mi vehículo llevara una velocidad inadecuada. Ya se encargó de señalarlo. Y también es cierto que atravesé una línea continua. Lo subrayó bien en la declaración. Cuando mi coche y el suyo estuvieron a la misma altura, le lancé una mirada. Y grabé en mi retina su cara para siempre. Fue justo cuando el “chafa huevos” pisó su acelerador a tope. Y, ante mi estupor, cerró mi reincorporación al carril de la derecha. Esto no lo contó. Esto se lo calló como una puta.

IV
El “chafa huevos” murmura: “…ya han puesto el mármol…”. Permanece unos minutos inmóvil. El aire alborota sus cuatro pelos. Respira fatigado. Tiene los ojos llorosos y parpadea continuamente. A lo mejor es que se le ha metido una brizna. Luego se vuelve sobre sus pasos arrastrando casi los pies. Atraviesa de nuevo columnas de flores secas y artificiales a izquierda y derecha. Sale a la calle, hacia donde tiene su gran auto aparcado. Ahora lo tiene muy sucio y dejado. Acciona el mando a distancia y sube. Dentro está a cubierto del vendaval. Ajusta el retrovisor. Le corre un sudor frío por la frente al mirar a través del espejo. Es porque el “chafa huevos” cree que va a volver a verme.

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