domingo, 26 de octubre de 2014

El ladrón de minutos

I
En el buzón de la puerta siete, siempre lo mismo. Facturas. Mecánicamente, lo he abierto, he recogido las cartas, y he subido a casa por las escaleras. El correo nuevo va directo al montón, encima de la mesita del recibidor. Llevaré más de un año sin abrir uno solo. Hoy la montaña de sobres apilados era ya tan alta, que se ha desparramado y se ha venido abajo. Ése es el momento marcado. Me he agachado. Los he recogido. Los he cuadrado. Me he sentado. Y he empezado a rasgar los sobres. De uno en uno. De atrás hacia delante. La primera en la frente. El teléfono.  Enero y Febrero de este año. Diez mil pelas. Casi me caigo de culo. ¿Ehhhh? Me da algo. Me levanto de golpe. Me froto los ojos. Vuelvo a mirar, por si he visto mal. Esto no puede ser. Sí, diez mil. Mañana me presento en las oficinas de Teleforesis. Me van a oír. Noto que el corazón se me acelera. Iba a ir a la nevera, a cenar algo, pero me retengo. Cualquier cosa que intentara comer ahora se me atragantaría seguro. 

II
Colas. Colas. Colas en el sótano de la sede central de Teleforesis, donde tienen su “Atención al cliente”. Carteles. Carteles a diestro y siniestro de gente guapa y sonriente con un auricular en la oreja: “…hablando con TELEFORESIS se entiende la gente”. Tururú. Para cuando me toca a mí el turno, tengo la factura arrugada de tanto mirarla. Se les habrá colado algún cero. Algo. Me atiende una “amable” señorita. Le muestro el papel. Mira asépticamente. “Sí. Es mucho dinero. ¿Y?”. “Pues que no puede ser, y además es imposible”. Teclea el ordenador. Benedicto Díez Campanas. Tarda la información en salir. Letras verdes sobre fondo negro. Menudo pantallón. “Esa cantidad es correcta, se corresponde con los pasos acumulados, señor”. Me noto la tensión por las nubes. “…no le puedo pasar el desglose, porque la centralita de la que depende su número aún no es automática”. Se me hunde el mundo. Es increíble: en estos tiempos, en pleno siglo veinte, no queda ningún registro de los números que han sido marcados desde mi teléfono. Si pago eso ahora, me quedo sin fondos. “¿Y puede ser posible que alguien se haya enganchado a mi línea?”. “Es posible”, concede. “Llame al cero cero siete, que es el número de las investigaciones y plantee allí su caso”. Zanja mi cuestión. No me dice más. Detrás hay una fila de impacientes empujando. Estoy aturdido. Paralizado. Ella se desentiende de mí y estira el cuello. “Pase el siguiente, por favor”. 

III
Ser el único con teléfono en una finca de veintidós viviendas es de nota. Miro el cable. El que entra por la fachada. Lo sigo hasta donde la vista me alcanza. No parece que nadie haya hecho algún empalme. Pero de mis ojos no me fío. Llamo al vecino del tercero, a Anselmo, que es electricista. Trae su furgona, la arrima a la acera, despliega su escalera telescópica y sube. Sin vértigo, comprueba palmo a palmo. Baja después con cuidado. Se sacude las manos. “La línea está perfecta”. Bueno: por lo menos me consta que, de puertas afuera, nadie me roba la coxexión.  Son quinientas. Saco la cartera y le pago. Eso, siendo precio de amigo y de vecino. No le pongo “peros”. Es su trabajo y así se gana (bien) la vida. 

IV
No puedo dormir. Oigo ruidos. Son las cañerías. Pero parecen voces. Risas. Como si hablaran por teléfono. Se me encienden las alarmas. El único teléfono que hay aquí es el mío. Me levanto. Enciendo todas las luces de la casa. Mi teléfono rojo está ahí, quieto. Resoplo. Cuando me vine a este piso, ya estaba la instalación hecha… ¿Y si el empalme pirata estuviera dentro de la casa? Decidido. Mañana llamo para que lo pongan todo nuevo. Cable por fuera, por el pasillo, a la vista. Eso sí. No llamo a Anselmo, que ése me cruje. 

V
Me cruzo con Petra, la de la planta baja. No le digo nada. Se enteraría toda la manzana en media hora si abro la boca. La saludo. Cuando voy a cruzar por el semáforo me giro súbitamente. Ajajá. Me sigue mirando. Por qué. Hmmm. Es sospechosamente sospechosa. Caigo en que fue precisamente ella quien me enseñó el piso cuando vine a verlo antes de decidirme a comprarlo. Petra tenía la llave del dueño. ¿Y si…? 

VI
Vuelvo a casa a mediodía. Hora intempestiva donde las haya. A mi encuentro, Petra. Otra vez. “¿Le pasa algo Benedicto que vuelve a casa a estas horas?”. “No, no…”. Subo de tres en tres. Entro como una fiera en el comedor. Husmeo. Por si queda rastro de algún olor a perfume… No, no huelo nada. Qué poco olfato el mío, rediez. Pero el auricular yo diría que está aún caliente. Me subo por las paredes. Seguramente he estado muy cerca, muy cerquita de pillar al hablador furtivo con las manos en la masa. 

VII
Por la tarde, me acerco a la Ferretería “El Tornillo de Oro”. Está en esta misma manzana. “Señor Benedicto… ¿le corre mucha prisa?”. “Sí, toda la del mundo”. “…entonces enviaré a mi padre, y dentro de un par de horas tiene usted la cerradura cambiada”. Suspiro. “Gracias, Arturo… Dile que yo le espero, que no tarde, que venga a la que pueda”. 

VIII
Me tiembla el pulso. En el buzón, cojo el sobre de Teleforesis. No me espero. Según subo los escalones, lo rasgo. Soy incapaz de abrir un sobre sin romper en cien trocitos la solapa. Despliego y… suelto todos los tacos que me sé uno detrás de otro. Marzo y abril, doce mil. Doce mil castañas. Me da algo. Me tengo que sentar. Es la quinta. Otra factura así es mi ruina. Así no puedo seguir. Me doy de baja. Me tiro por el balcón. Que le den por saco a todos los que hablando se entienden.

IX
Suena el timbre del rellano. Si fuera el ring ring del teléfono, me levantaría a reacción. Así no. Voy con parsimonia. Me asomo a la mirilla. Es Cándido, mi vecino. Mmm… Podría ser él. Por qué no. Le abro con media sonrisa. Saluda. Titubea. Tímidamente me pide: “¿Me dejarás por favor llamar un momentito a mi hija para pedirle que se pase por la farmacia antes de venir a verme?”. Debe de haber cambiado el color de mi cara. Y debe de habérmelo notado. Resuelvo: “…abajo, tienes una cabina”, le digo. Replica: “…con lo que llueve”. No hay más diálogo. Soy el malo de esta película. Cierro despacio. Aún así le doy casi con la puerta en las narices. Dentro, escucho voces. Ya están ahí otra vez. Presto atención. Vaya: son las cañerías que cantan, mientras bajan  a borbotones el agua del diluvio que nos está cayendo ahí fuera. 

X
Lo desenchufo del aplique. Enrollo el cable cada vez de una manera. Siempre me queda hecho un siete. Hago un hueco en mi maletín. Y me lo llevo conmigo. Tengo que ponerle como sea las cosas difíciles a mi fantasma parlanchín. A ver cómo se las apaña ahora el listo sin el teléfono rojo. Que hable con un tam tam, que es infinitanemente más barato. 

XI
Entro en la Ferretería “El Tornillo de Oro”. Detrás del mostrador, entre herramientas Bellota, Arturo. Me saluda. Le digo: “…yo sólo entraba para decir que sentí mucho lo de tu padre”. Sale. Nos estrechamos la mano. “Muchas gracias, Benedicto… lo echaremos mucho de menos”.  Cuando salgo, me subo el cuello de la cazadora para protegerme del viento racheado. Según ando, ato cabos… quién podría tener llave para entrar y salir a placer… quién había cambiado mi cerradura nueva. ¡Eureka! Si mi teoría cuadra, la próxima factura de Teleforesis vendrá por fin muy muy desinflada. 

XII
Me derrumbo en el escalón. Mayo y Junio, trece mil de pecunio. Me llevo las manos a la cabeza, porque realmente no sé por dónde tirar… Mecagüen: Yo creía que ya no, pero el ladrón de mis minutos telefónicos sigue suelto. 

XIII
“¿Ese ruido que has oído? Las cañerías cuando alguien estira de la cadena… No, aún no sé quién es el cabrón que funde mi teléfono… ay si lo pillara, Nerea, me verías en la televisión al día siguiente… porque me lo comía vivo… Hay gente parásita que vive así: robando un tiempo que no es suyo con toda impunidad… Pero tranquila, hay más días que longanizas y ya lo pillaré, ya… y te lo contaré.  ¿Qué hora tienes ahí? ¿Las once? Aquí son casi las seis. Bueno…  cuelga tú, que yo no… mejor tú… sí… ya hablamos pronto… que prefiero que cuelgues tú… yo no… je, je… amanecerá pronto… jopeta… ya casi tengo que irme a trabajar…”.

lunes, 20 de octubre de 2014

El descartado





XII
Hoy a las doce suben al Colegio los de la tele.  Preparan un reportaje sobre las actividades extraescolares y a mí me hacen una entrevista como ganador absoluto del torneo de ajedrez. Por eso voy con el jersey de Fred Perry, el nuevo, el rojo. Por eso también he llegado a la parada el primero, porque hoy no quiero perder el bus. Los demás hasta se han extrañado de verme ahí tan pronto, porque suelo ser de los que llega en el último suspiro. Pero hoy es hoy. Los minutos han ido cayendo. Oh, oh. Aquí pasa algo. Todo es asomarnos a ver si el próximo vehículo que aparece tras la curva es el Barreiros, pero no. Miro el reloj. Cinco. Diez. Quince minutos tarde ya. No llegaremos a la primera hora de clase, desde luego. Corren los rumores. Se habrá estropeado. Ayer  ya se olía a chamusquina en los asientos de detrás. O habrá una huelga de transporte. Ayer ya se rumoreaba algo y, si es así,  los conductores no saldrán a la calle porque no quieren arriesgarse a que les revienten los cristales de una pedrada. Un 133 verde para frente a nosotros y hace sonar el claxon. Al pronto no la reconocemos. Es la señorita Loreto. Se baja y confirma lo peor: huelga. Que cada uno suba al colegio como pueda. Que se formen grupos de cuatro, que cojan un taxi. Que si algún papá puede coger su coche, que también vale. Yo intento subirme al 133 de la señorita. Pero ya está completo. Vienen de paradas abajo. La señorita arranca, y sale disparada para seguir avisando, paradas arriba. Aquí se arma la revolución. “Tú, tú, tú y tú, a ese taxi”, ordena una madre. ¿Y yo, y yo? Yo me quedo fuera de esta tanda. Me empieza a entrar nervio. Quedamos cuatro. Podemos buscar otro taxi. Luego vendrá lo  de quién lo paga. Recojo la mochila del suelo. Nos ponemos en marcha. Cualquier otro día me daría igual. Pero hoy no. PIIII, PIIIII, PIIII. Me giro. ¡Es mi amigo Ataulfo! ¡Viene con su 124 amarillo california y lo conduce su madre! ¡Estoy salvado! Nos abre las puertas traseras. Nos tiramos en plancha. Uno, dos, tres… ufff. Cuidado, que me clavan el codo en los cataplines. Parecemos entre mochilas y chaquetones… parecemos sardinas. La madre suelta un grito. Así no. Así el coche está muy cargado. Lo siente mucho, pero uno se tiene que bajar. Nos miramos. Aquí no se mueve nadie. Cruzo los dedos. Ataulfo respira. Respira fuerte. “Uno se tiene que bajar”, insiste. Miro a los ojos de mi amigo. Traga saliva. “Juan Pedro”,  me señala, “salte fuera, por favor”. Me suben los colores. Pero no me lo dice dos veces. Paso por encima, pisando pies. Me quedo en la calle. Solo. Por detrás del parabrisas, veo que me hacen burla los tres que se quedan. Cabrones. Se alejan. Brooom, brooom. Hoy yo quería ir al cole. Me tenían que entrevistar los de la tele. 

XIII
No soy rencoroso. Con Ataulfo, todo igual. Seguimos jugando en el patio y me siento a su lado en clase. Mientras la seño explica, él escribe en la libreta unos nombres. Mira alrededor. Tacha algunos. Escribe otros. Cuenta. Yo sé para qué es esa lista. Es para su cumpleaños, que está al caer. Monta unos fiestones fenomenales. Música. Juegos. Escalextric gigante. Tarta espectacular. Piñatas de lujo. Lo doy por hecho. Le he visto repartir invitaciones. Aquí, allá. A mí todavía no. La confianza, supongo. Me inquieto un poco. Me lo pienso. Me decido. Le pregunto. “¿Cuándo me vas a dar a mí la invitación?”. Se queda serio. El corte es monumental. “Juan Pedro, no te voy a invitar”. Lo demás, el que sus padres han dicho que este año no más de diez, y ya va por trece, no lo escucho. Me pregunto una y mil veces que por qué a mí no. Sólo se me ocurre que ha calculado que los demás le harían mejores regalos que yo. Es un materialista. Es eso. Quiero decirle que no pasa nada, pero no me sale. Sí, creo que no soy rencoroso, sólo me sale un: “Que cumplas muchos y que te los metas todos por donde te quepan”. 

XXIV
Los del grupo hacen colecta. Hay, habrá boda en diciembre. Para variar, yo soy el único que no tiene tarjetón. Me dan palmadas en el hombro, solidarizándose conmigo. “…este Ataulfo es raro de narices… tenemos que hablar con él… o vamos todos o no va nadie”. Lo dicen de boquilla. Un traje que me ahorro. Y un sobre también. Como no tengo vela en este entierro, me he salido a la calle a fumar. Ahí estaba Ataulfo. No ha sido capaz de sostenerme la mirada. Hubiera querido decirle que no se preocupe, que por mí no pasa nada, que sé que, si no estoy invitado, no es por él. Esta vez es por Mari Nieves. Y motivos no le faltan. 

XXIX
Cuando esta mañana han confirmado un ERE de extinción para diez trabajadores que se veía venir, los del departamento me han señalado. “A ti, Juan Pedro, a ti no te tocan… tú estás a salvo… por ser amigo del jefe”. No he gastado saliva intentando explicar que, precisamente por eso, tengo más papeletas que nadie. Sabía lo que me esperaba cuando me han llamado los de personal. “En estos momentos hablo como Director de Comix, no como Ataulfo… tengo que mirar por el futuro de la compañía… y por eso me toca tomar decisiones difíciles”. Me he sonreído. Como si Ataulfo y el director fueran dos personas distintas. Je. He vuelto a recoger mis cosas en la oficina. Los compañeros (excompañeros ya) estaban en casi estado de shock por mi marcha y aliviados al mismo tiempo por no ser ellos los elegidos. Después de tantos años, esta vez sí, ya he acumulado rencor, y tengo la firme intención y la total seguridad, de que no hablaré nunca más con el capullo que desde siempre me ha estado descartando.  

LXX
Muchas veces lo imagino. Ataulfo es un pichichi. Un gran jugador. Pero yo lo tengo sentado en el banquillo.  Para que sepa lo que es sentirse apartado del equipo. Que se chinche. Que se jorobe. Que pruebe su medicina. Luego el sueño se me tuerce y el tío acaba saltando al terreno de juego y metiendo goles. Ahí me despierto entre grandes sudores. Jopeta, ¿es que ni en sueños puedo imaginar que por una vez soy yo el que le descarta a él?

LXXX
Los médicos han entrado en la habitación con una sonrisa de oreja a oreja. “Una buena noticia, Juan Pedro: tenemos donante”. Me saltan las lágrimas. Por fin. Me estoy apagando. Sí, sí. Por fin. No hay tiempo que perder. Preparan el quirófano. Me arrastran en la camilla por un largo corredor. No tengo miedo. No tengo nada que perder. Oigo voces. Alguien susurra. Da explicaciones. Casi en el último suspiro, ha aparecido milagrosamente un órgano compatible. Bendito sea. El de un ángel altruista. “…puede estar usted orgulloso de tener un amigo así”. ¿Amigo?  Yo no recuerdo tener ninguno. “Sí, hombre, sí: Ataulfo”. ¿He oído bien? A-taul-fo. Con un soplo de voz, no doy para más, exijo que paren esto. Que lo paren. Que descarto categóricamente recibir nada de quien tantas veces me descartó a mí antes. El camillero duda. No sabe si seguir o darse la vuelta. “Sáquenme de aquí, por favor”. Una médico con gorro y mascarilla se dirige hacia mí. “Cálmese, Juan Pedro… Por si usted reaccionaba así, el señor Ataulfo me ha dicho que le entregara este sobre…”. Se me disparan las pulsaciones. La doctora va leyendo: “…esto es una invitación de cumpleaños, esto otro un tarjetón de boda… y aquí hay también  un contrato de trabajo”. Me enfurezco. Cojo todas las fuerzas que me quedan para gritar: “¿Será cabrón? ¿Y mi entrevista con los de la tele, qué?”.
 

martes, 14 de octubre de 2014

Cuando venga el Otoño


I
El R-12 entra en el camino de tierra. A cada lado le sobra un centímetro. Casi raya la chapa. Primitivo conduce despacio. Duda. No recuerda si era por ahí. Crujen las ruedas con la grava. Ahora frena. La estela de polvo se disipa. Antes de parar el motor deja que termine la música del Screibson. Radio Dos. Un altavoz de acero metalizado a toda potencia. Distorsiona un poco. Algún capullo dobló la antena y la recepción nunca volvió a ser la misma. La voz grave del locutor interviene: “Les hemos ofrecido el concierto en do menor de…” Clic. Primitivo abre la puerta del coche. Pone pie en tierra. Se endereza. Mira la parcela. La casita cerrada. El cielo encapotado. Lo mismo llueve y se pone todo hecho un patatal. Siempre dijo que lo que padre dispusiera, bien hecho estaba. Pero, me cagüen… a él sólo ese secarral y a Ciriaco todo lo demás: la casa y las tres naves del polígono. Se muerde los labios. Se encoge de hombros. “…si eso era lo que él quería, bien hecho está”.  

II
Debajo de la escalera hay leña seca. Periódicos de hace tres años. Del 77. El rey, con barba, navega por aguas de Mallorca. Primitivo piensa en encender la chimenea. Entra con las manos amoratadas. Con arañazos en los antebrazos, porque ha intentado arrancar unas hierbas y se ha puesto como se ha puesto. A la vista está que no está hecho él para el campo. Esos olivos asilvestrados con ramas afiladas hasta el cielo piden a gritos una poda. Y la tierra dura como la piedra clama por quien le are. En el bolsillo, un encendedor clipper. Dispone los troncos.  Pero necesita más papel. Se encarama. Ahí debe de haber. Una caja. Telarañas. Folios. Más folios. Papel amarillento. Con los bordes carcomidos. Eh, qué es esto. “CUANDO VENGA EL OTOÑO”, lee en voz alta la primera hoja. Se intriga. Coge un taburete. Se sienta. Murmura: “…esto lo escribió padre…”. Empieza a leer. Al rato, cae la tarde y oscurece. Entonces sale hacia el coche. Y sube. Allí enchufa la radio. Dirige Karajan. Enciende la luz de cortesía. Y sigue. Sigue leyendo. Ya no puede parar. Hasta la última página. Doscientas doce. Acaba con la cabeza embotada. Las orejas rojas. Una lágrima brillando en la pupila. El frío cogido. Le da al contacto. Clic. Clic. El coche ni hace amago. Se caga en la leche. Escucha algún lejano ladrido. Ahora qué. Se ha quedado allí, lejos de la civilización, sin batería. 

III
Primitivo no se ha recuperado bien de aquel trancazo bien pescado el día que se tuvo que quedar por la noche en la casita de los olivos. Sentado frente al televisor, sorbe una infusión, cuando suena el teléfono. Se levanta. Baja el volumen. Lo descuelga. Se le nota la voz tomada. “¿Dígame?”. Es Rencillo, el de la editorial. Está entusiasmado: “¡Primitivo esto es una caña!”. Él se aturde. Esta mañana le había dicho con desgana: “deja eso ahí, pero que sepas que no te prometo nada” y ahora lo tiene al otro lado del auricular dándole jabón: “¡Dominas el lenguaje, dominas los tiempos: esta historia conmueve!”. Primitivo balbucea, quiere contestar que no, que no es él quien “domina” tanto, sino su padre. “Sí, pero, Rencillo, escucha…”.  “¡Me ha encantado, es soberbia! ¡Cuando venga el Otoño se estudiará en los libros de literatura en los años venideros! ¡Enhorabuena, Primitivo!”.  Para cuando cuelga, Primitivo sube el volumen. Emiten el anuncio de “¡Hombre, Manolo, coche nuevo!; No, no: Rallye. ¡Pero Manolo, coche nuevo!; No, no, que es Rallye…”.  Y al final, efectivamente, Primitivo ve el paralelismo: claro que sí: coche nuevo, novela escrita por él y lo que quiera la gente. Sin complejos. 

IV
Cuando ha oído el timbre, pensaba Primitivo que era Rencillo, que acaba de traerle el cheque con los derechos por la séptima edición de “Cuando venga el Otoño”. Pero es su hermano Ciriaco. Trae mala cara. “Me hace falta, hermano: vendo una de las naves de padre”. 

V
Está inspirado. Con la Olivetti ha empezado escribiendo con dos dedos y ahora va como una moto. A cuatro dedos en cada mano, y más que tuviera. La historia le está saliendo de un tirón. Un mes de trabajo, un mes de reclusión. Ahora arranca la última hoja. La relee. “NO PASA NADA” es el título. Fuera, el viento agita las ramas de los olivos como si éstas fueran los brazos de enormes gigantes aplaudiéndole.

VI
Una semana. Dos. ¿Lo habrá leído? Primitivo mira fijamente al teléfono de rueda para que suene. Para que sea Rencillo. Llaman a la puerta. Qué inoportuno. Quién será. El mismísimo Rencillo. Sin paños calientes, le devuelve el manuscrito y le dice: “Chico, con lo que fue la otra, este NO PASA NADA no hay por dónde cogerlo”. 

VII
Tiene que haber otra novela. Escondida entre las cuatro paredes de la casita, tiene que estar en alguna parte. Remueve cajas, cajones. Mirar por mirar, mira por debajo de la cama de las siestas. Nada. Nada. Ahí parece que hay algo. Mete el brazo. Sacude el polvo. Una caja. Unos folios. Le tiembla el pulso al abrirla. Lee los primeros párrafos, “ESPERANDO LA PRIMAVERA” y exclama: “… lo tuyo eran las estaciones: qué grande eres. Padre”. 

VIII
Se habrán cruzado en la escalera. Ciriaco que viene de decirle a Primitivo que ahora tiene que vender la segunda nave. Y Rencillo, para felicitarle por su talento y darle personalmente, el primer talón de ese segundo gran libro que tal como llega, se agota en todas las librerías. 

IX
“No has querido quedarte en tu habitación estudiando… pues ahora te vas a sentar dentro de la caseta y no vas a moverte hasta que no termines”. Primitivo está que muerde. Su hijo Iván dice hoy que no quiere estudiar y no estudia. Como si eso se pudiera elegir. El chico, cabizbajo obedece y se mete hacia dentro. Él se queda fuera. Por fin, subido a una escalera, recortando ramas a los olivos, que ya lo necesitan. Va por el quinto árbol. Qué silencio. No escucha ni la música estridente que Iván se pone para estudiar. Se acerca. Entra. En la mesa, Iván con una caja destapada delante de él. Con los folios amarillentos de “Cuando venga el Otoño”. El chico mira a su padre. Ojos con ojos. “…esto es del abuelo… no es tuyo”. Primitivo traga saliva entonces. No dice nada. Sale fuera porque necesita aire frío. Dentro, Iván tampoco dice nada. Pero a él se le acaba de caer el mito. 

X
El Tiguán entra en el camino de tierra derrapando. Suerte que una excavadora ensanchó el camino, si no, no hubiera cabido. Iván conduce como si estuviera en un rally. Crujen las ruedas con la grava. Ahora frena en seco. La estela de polvo se disipa. Antes de parar el motor termina de escuchar en la radio la noticia que sacude la mañana. El rey abdica. La voz grave del locutor interviene: “…estamos a la espera de conectar con el palacio de la Zarzuela…”.  Clic. Iván abre la puerta del coche. Pone pie en tierra. Se endereza. Mira la parcela. La casita cerrada. El cielo encapotado. Lo mismo llueve y se pone todo hecho un patatal. Siempre dijo que lo que padre dispusiera, bien hecho estaba. Pero, cagüen… a él sólo ese secarral y a Primi todo lo demás: la casa y las tres naves del polígono. Se muerde los labios. Se encoge de hombros. “…si era lo que él quería, bien hecho está”.  Ha dejado la llave del candado en la guantera. Va a buscarla. En ésas, suena el móvil. “¿Dígame?”. Es Tendillo, el de la editora digital. Está entusiasmado: “¡Iván esto es una caña!”. Se aturde. “¡Dominas el lenguaje, dominas los tiempos setenteros: esta historia conmueve!”. Iván balbucea, quiere contestar que no, que no es él quien “domina” tanto, sino su padre. “Eh, eh, para un momento…”. “¡Me ha encantado cómo escribes, tío, tienes un don! ¡NO PASA NADA marcará un antes y un después en la literatura del siglo veintiuno!

domingo, 5 de octubre de 2014

El pueblo sin noche


I
Llevamos cuatro minutos en silencio. Sulfurados. Resoplamos como dos reses bravas.  Mirándonos a los ojos. Con los rostros enrojecidos. Antes nos hemos hablado a gritos. Él,  que me estoy equivocando gravemente si le digo que no. Yo,  que no se confunda, que soy muy amigo suyo, pero que también soy el alcalde de todos. Que los demás pueblos de la comarca tienen ya la instalación para el alumbrado. Que estamos en el siglo veinte. Que, como casi siempre, aquí en Gorroperdido volvemos a ser los últimos. Que necesitamos la luz como el respirar, que la luz es el progreso. Y que no me puede venir, después de haber desaparecido diez años no sé yo por dónde, con que él tiene una alternativa gratuita e inagotable, que por supuesto no ha probado ni demostrado en ninguna otra parte. Él, que me estoy plegando al interés de unos cuantos usureros que se están haciendo de oro a fuerza de vender cobre para los tendidos eléctricos. Uffff, que me acuse de eso me ha encendido. Estoy a punto de remarcar mis palabras: “Ya no hay más que hablar, Apolinar, sal por favor de mi despacho”. Estoy a punto de señalarle la puerta. Él ha plegado su carpeta, con su proyecto dentro: Esos planos y esa descripción que me ha tratado de explicar cincuenta veces. Trago saliva y zanjo la cuestión: “Mira, majo, más vale que tu proyecto salga bien, porque si no, a mí me encierran en la cárcel, pero tú te vienes conmigo”. Suspira. Como cuando teníamos siete años, me ofrece su meñique y lo enlaza con el mío. Ahora me quedo solo. Muevo las carpetas de un lado a otro. Me tiemblan las piernas. Ay, en la que me acabo de meter. Ahora, a enfrentarme a los barrigudos de Mardebé, a decirles, que de poner cables de momento nada de nada. Estoy a punto de hacer historia o de hacer el ridículo en Gorroperdido. Una de las dos cosas.

II
Cuántas historias se habrán oído entre estas cuatro paredes de la alcaldía. No es el primero que viene en son de guerra. Don Custodio no gasta bromas. El amo de casi medio pueblo ha entrado sin llamar. La conversación ha empezado suave. Pero poco a poco se ha calentado. Directo al tema. Ahora me acaba de llamar loco. Retrógrado. Cabezón. “…y sepa que esa cabezonería suya de no querer traer la electricidad en nuestro pueblo nos va a conducir directamente a la ruina, a la Edad Media…”. Me ha señalado con su dedo índice: “¡Veremos cuánto dura usted de alcalde!”. Me escurro en mi sillón. Yo siempre digo que amenazas como ésta me hacen más fuerte. Pero la verdad, no se me nota. 

III
Gritan bajo el balcón del ayuntamiento. Corean: “¡QUE VENGA, QUE VENGA LA LUZ…!”. Me asomo detrás de la persiana. Serán unos cincuenta estómagos agradecidos a don Custodio. Y quién les ha contado que yo no quiero que venga. Si salgo ahora, estos energúmenos son capaces de apedrearme. Me esperaré a que oscurezca. Apolinar me dijo que esta noche sería el gran día. No le he visto hacer absolutamente nada. Ni excavar una zanja. Ni colgar una bombilla. Nada. Empiezo a arrepentirme. Si hoy no veo, mañana cancelo su proyecto y llamo a la Compañía Eléctrica Mardebeniana.

IV
Suerte que Apolinar vive cerca,  en la misma placeta. No me ha visto cruzar nadie. La pequeña Úrsula, su hija, me ofrecía una limonada. Me exhibía una pizarrita, y con letra de imprenta ha escrito: “¿Una limonada, señor alcalde?”. Sofocado estoy, pero no estoy para estos sorbos. “Qué… ¿ya tienes listo eso?”. Delante de nosotros, unos paneles y unos interruptores. “Ya casi”. Estoy en ascuas. Clic. Clic. Me asomo fuera. La calle y la boca del lobo son lo mismo. No espero más. “Lo siento, Apolinar, mañana llamo a la Mardebeniana”. Y he salido de su casa sin cerrar la puerta. 

V
Apenas llevaba cinco minutos durmiendo. Una bocanada de claridad se ha colado de golpe por mi ventana. Pero ¿Ya es de día? “¡Jod…!”. Me he levantado, he bajado la persiana y he pretendido seguir durmiendo un poco más. Al poco se ha ido organizando menudo jaleo en la calle. No hay quien descanse así. He vuelto al balcón. Para gritar, ¿aquí qué os pasa, no podemos descansar los que trabajamos mañana o qué? Los vecinos cubiertos por mantas y en camisón se arremolinan. Miro el reloj de la pared. Tic tac, tic tac. Son las dos de la madrugada. Y hay luz de mediodía en la calle. Se ciegan mis ojos. Uf, uf, uf. Ahora se me saltan las lágrimas. Qué cabrón, Apolinar, qué cabrón, no sé cómo, pero lo has hecho. Es de noche. Pero es de día. 

VI
Ya pienso en la placa conmemorativa que voy a encargar. “El 22 de Diciembre de 1924, siendo Alcalde de la muy Ilma Villa de Gorroperdido el excmo señor Froilán Cabrera, se inauguró el alumbrado perpetuo de la población”. En los periódicos que me llegan del mundo entero se habla de Gorroperdido, el pueblo donde nunca es de noche. Se habla de Apolinar, “el iluminado”. Pero de mí, jopeta, ni una palabra. 

VII
La vida nos ha cambiado como de la noche al día. Mucha gente de la capital quiere venir a vivir aquí. He autorizado la construcción, en el ensanche, de las “Cien casitas de Mardebé”. Las tiendas no cierran. Sesión continua. Da igual la hora que sea. Siempre hay actividad en la calle. Yo, ahora mismo no me puedo parar. Recibí un telegrama anunciándome la visita del embajador de Enosode, acompañado por nuestro ministro de Asuntos Exteriores. Llegan a las dos de la madrugada. He convocado a la banda de música. El Ayuntamiento en pleno les espera y los recibirá bajo los toldos de la recién bautizada como Plaza de las Luces con todos los honores media hora más tarde. De Apolinar, no sé nada. Hace un mes que no lo veo.

VIII
Gorroperdido, cuestión de estado. Apolinar no cuenta el secreto de sus luces. A mí me presionan para que lo convenza. No entiendo el porqué de su silencio. Pero sí sé lo testarudo que es. Y si dice que no habla, ya le pueden prometer lo que sea, que no soltará prenda. Al tiempo, han enviado un ejército de sabios que registran y analizan cada piedra, cada pared, en busca de una pista que les ilumine. 

IX
Ha preguntado por mí. Yo no le niego la palabra a nadie, y menos a ningún vecino del pueblo. “Qué se te ofrece, Casto”. Veo que no sabe por dónde empezar. “¿Eres tú el responsable de tanta luz en Gorroperdido?”. Sonrío. Como alcalde suyo que soy, me congratulo por ello. “…está trayendo paz y prosperidad a los gorroperdidenses”. Sin mediar una palabra más, ha enganchado un directo contra mi ojo derecho”. “…pues también me ha traído a mí este melanoma”. Casto se ha levantado la camisa mostrando su espalda quemada. Luego ha salido de la alcaldía dando un portazo. Hielo, hielo para mi ojo. 

X
“Si quieres ver estrellas en el firmamento, no vayas a Gorroperdido”. Éste es el titular del “Destacado de Mardebé”. De la rabia que me ha dado, he tirado el periódico entero a la chimenea. Para arder ese papel sí que sirve.  

XI
Desde la entrada, a Úrsulita le he preguntado por su padre. Estaba en el patio trasero de la casa. Regaba las plantas. Crecen ahora sin descanso, de forma imparable, y se estiran por encima del tejado. “¿Podemos hablar?”, tengo muchas preguntas para Apolinar y necesito respuestas. “Vamos dentro, me dice”. Le sigo. Su mesa de trabajo está vacía. Sólo un par de libros. “Mira: de Julio Verne”, le señalo,  “…De la Tierra a la Luna… Veinte mil leguas de viaje submarino…”. Apolinar reconoce que los está redescubriendo. Se sienta. Voy a suplicarle. A implorarle. Por lo que más quiera. Que baje la intensidad de la luz, que está cambiando nuestro microclima. Y voy a preguntarle también por qué. Por qué tiene ese resentimiento ahora. Por qué no quiere compartir el secreto de esa energía que nos ilumina y extenderla en otras poblaciones. Sería el rey del mambo. Volvemos a mirarnos a los ojos. Mi viejo amigo respira fatigado. Lo notó al día siguiente de hacerse la luz. Todavía con la euforia del éxito, se dio cuenta con  horror de que no recordaba cómo lo había conseguido, que esa parte de su memoria se le había borrado.  Tristeza y desesperación en su rostro. Acabáramos. No es que Apolinar no quiera compartir su descubrimiento. Es que no sabe cómo lo hizo. 

XII
De repente, la noche. Dos años después. A mí me ha pillado en la calle, camino del Ayuntamiento. Gritos de los vecinos. Qué pasa, aquí qué pasa. Que no cunda el pánico. Es sólo un poco de oscuridad. Arrimado a la pared, asegurando el paso para no tropezar, escuchando los maravillosos grillos nocturnos, que están de fiesta, he alcanzado la casa de Apolinar.  Lo he encontrado en la entrada, mirando hacia el cielo, hacia las recién destapadas estrellas. “Apolinar… ¿vas a poder arreglar esto?”. Niega con la cabeza. “No sé cómo”. Lo he notado abatido. “No pasa nada, amigo, no pasa nada”. He enlazado su meñique con mi meñique, como cuando éramos renacuajos. Luego, a la palpa, me he encaminado hacia la vieja alcaldía.  Tengo que hacer dos cosas urgentes. Una, avisar a la Compañía Eléctrica Mardebeniana para que venga cuanto antes. Y la otra, firmar, con carácter irrevocable, mi carta de dimisión.