I
En el buzón de la puerta siete, siempre lo mismo.
Facturas. Mecánicamente, lo he abierto, he recogido las cartas, y he subido a casa
por las escaleras. El correo nuevo va directo al montón, encima de la mesita del
recibidor. Llevaré más de un año sin abrir uno solo. Hoy la montaña de sobres
apilados era ya tan alta, que se ha desparramado y se ha venido abajo. Ése es
el momento marcado. Me he agachado. Los he recogido. Los he cuadrado. Me he
sentado. Y he empezado a rasgar los sobres. De uno en uno. De atrás hacia delante.
La primera en la frente. El teléfono. Enero
y Febrero de este año. Diez mil pelas. Casi me caigo de culo. ¿Ehhhh? Me da
algo. Me levanto de golpe. Me froto los ojos. Vuelvo a mirar, por si he visto
mal. Esto no puede ser. Sí, diez mil. Mañana me presento en las oficinas de
Teleforesis. Me van a oír. Noto que el corazón se me acelera. Iba a ir a la nevera,
a cenar algo, pero me retengo. Cualquier cosa que intentara comer ahora se me
atragantaría seguro.
II
Colas. Colas. Colas en el sótano de la sede
central de Teleforesis, donde tienen su “Atención al cliente”. Carteles. Carteles
a diestro y siniestro de gente guapa y sonriente con un auricular en la oreja: “…hablando
con TELEFORESIS se entiende la gente”. Tururú. Para cuando me toca a mí el
turno, tengo la factura arrugada de tanto mirarla. Se les habrá colado algún
cero. Algo. Me atiende una “amable” señorita. Le muestro el papel. Mira
asépticamente. “Sí. Es mucho dinero. ¿Y?”. “Pues que no puede ser, y además es
imposible”. Teclea el ordenador. Benedicto Díez Campanas. Tarda la información
en salir. Letras verdes sobre fondo negro. Menudo pantallón. “Esa cantidad es
correcta, se corresponde con los pasos acumulados, señor”. Me noto la tensión
por las nubes. “…no le puedo pasar el desglose, porque la centralita de la que
depende su número aún no es automática”. Se me hunde el mundo. Es increíble: en
estos tiempos, en pleno siglo veinte, no queda ningún registro de los números que
han sido marcados desde mi teléfono. Si pago eso ahora, me quedo sin fondos. “¿Y
puede ser posible que alguien se haya enganchado a mi línea?”. “Es posible”,
concede. “Llame al cero cero siete, que es el número de las investigaciones y
plantee allí su caso”. Zanja mi cuestión. No me dice más. Detrás hay una fila
de impacientes empujando. Estoy aturdido. Paralizado. Ella se desentiende de mí
y estira el cuello. “Pase el siguiente, por favor”.
III
Ser el único con teléfono en una finca de veintidós
viviendas es de nota. Miro el cable. El que entra por la fachada. Lo sigo hasta
donde la vista me alcanza. No parece que nadie haya hecho algún empalme. Pero
de mis ojos no me fío. Llamo al vecino del tercero, a Anselmo, que es
electricista. Trae su furgona, la arrima a la acera, despliega su escalera
telescópica y sube. Sin vértigo, comprueba palmo a palmo. Baja después con
cuidado. Se sacude las manos. “La línea está perfecta”. Bueno: por lo menos me
consta que, de puertas afuera, nadie me roba la coxexión. Son quinientas. Saco la cartera y le pago. Eso,
siendo precio de amigo y de vecino. No le pongo “peros”. Es su trabajo y así se
gana (bien) la vida.
IV
No puedo dormir. Oigo ruidos. Son las cañerías.
Pero parecen voces. Risas. Como si hablaran por teléfono. Se me encienden las
alarmas. El único teléfono que hay aquí es el mío. Me levanto. Enciendo todas
las luces de la casa. Mi teléfono rojo está ahí, quieto. Resoplo. Cuando me
vine a este piso, ya estaba la instalación hecha… ¿Y si el empalme pirata
estuviera dentro de la casa? Decidido. Mañana llamo para que lo pongan todo
nuevo. Cable por fuera, por el pasillo, a la vista. Eso sí. No llamo a Anselmo,
que ése me cruje.
V
Me cruzo con Petra, la de la planta baja. No le
digo nada. Se enteraría toda la manzana en media hora si abro la boca. La
saludo. Cuando voy a cruzar por el semáforo me giro súbitamente. Ajajá. Me
sigue mirando. Por qué. Hmmm. Es sospechosamente sospechosa. Caigo en que fue precisamente
ella quien me enseñó el piso cuando vine a verlo antes de decidirme a comprarlo.
Petra tenía la llave del dueño. ¿Y si…?
VI
Vuelvo a casa a mediodía. Hora intempestiva donde
las haya. A mi encuentro, Petra. Otra vez. “¿Le pasa algo Benedicto que vuelve
a casa a estas horas?”. “No, no…”. Subo de tres en tres. Entro como una fiera
en el comedor. Husmeo. Por si queda rastro de algún olor a perfume… No, no
huelo nada. Qué poco olfato el mío, rediez. Pero el auricular yo diría que está
aún caliente. Me subo por las paredes. Seguramente he estado muy cerca, muy
cerquita de pillar al hablador furtivo con las manos en la masa.
VII
Por la tarde, me acerco a la Ferretería “El
Tornillo de Oro”. Está en esta misma manzana. “Señor Benedicto… ¿le corre mucha
prisa?”. “Sí, toda la del mundo”. “…entonces enviaré a mi padre, y dentro de un
par de horas tiene usted la cerradura cambiada”. Suspiro. “Gracias, Arturo…
Dile que yo le espero, que no tarde, que venga a la que pueda”.
VIII
Me tiembla el pulso. En el buzón, cojo el sobre de
Teleforesis. No me espero. Según subo los escalones, lo rasgo. Soy incapaz de
abrir un sobre sin romper en cien trocitos la solapa. Despliego y… suelto todos
los tacos que me sé uno detrás de otro. Marzo y abril, doce mil. Doce mil
castañas. Me da algo. Me tengo que sentar. Es la quinta. Otra factura así es mi
ruina. Así no puedo seguir. Me doy de baja. Me tiro por el balcón. Que le den
por saco a todos los que hablando se entienden.
IX
Suena el timbre del rellano. Si fuera el ring ring
del teléfono, me levantaría a reacción. Así no. Voy con parsimonia. Me asomo a
la mirilla. Es Cándido, mi vecino. Mmm… Podría ser él. Por qué no. Le abro con media
sonrisa. Saluda. Titubea. Tímidamente me pide: “¿Me dejarás por favor llamar un
momentito a mi hija para pedirle que se pase por la farmacia antes de venir a
verme?”. Debe de haber cambiado el color de mi cara. Y debe de habérmelo
notado. Resuelvo: “…abajo, tienes una cabina”, le digo. Replica: “…con lo que
llueve”. No hay más diálogo. Soy el malo de esta película. Cierro despacio. Aún
así le doy casi con la puerta en las narices. Dentro, escucho voces. Ya están
ahí otra vez. Presto atención. Vaya: son las cañerías que cantan, mientras
bajan a borbotones el agua del diluvio
que nos está cayendo ahí fuera.
X
Lo desenchufo del aplique. Enrollo el cable cada
vez de una manera. Siempre me queda hecho un siete. Hago un hueco en mi
maletín. Y me lo llevo conmigo. Tengo que ponerle como sea las cosas difíciles
a mi fantasma parlanchín. A ver cómo se las apaña ahora el listo sin el teléfono rojo. Que hable con
un tam tam, que es infinitanemente más barato.
XI
Entro en la Ferretería “El Tornillo de Oro”.
Detrás del mostrador, entre herramientas Bellota, Arturo. Me saluda. Le digo: “…yo
sólo entraba para decir que sentí mucho lo de tu padre”. Sale. Nos estrechamos
la mano. “Muchas gracias, Benedicto… lo echaremos mucho de menos”. Cuando salgo, me subo el cuello de la cazadora
para protegerme del viento racheado. Según ando, ato cabos… quién podría tener
llave para entrar y salir a placer… quién había cambiado mi cerradura nueva. ¡Eureka!
Si mi teoría cuadra, la próxima factura de Teleforesis vendrá por fin muy muy
desinflada.
XII
Me derrumbo en el escalón. Mayo y Junio, trece mil
de pecunio. Me llevo las manos a la cabeza, porque realmente no sé por dónde
tirar… Mecagüen: Yo creía que ya no, pero el ladrón de mis minutos telefónicos
sigue suelto.
XIII
“¿Ese ruido que has oído? Las cañerías cuando
alguien estira de la cadena… No, aún no sé quién es el cabrón que funde mi
teléfono… ay si lo pillara, Nerea, me verías en la televisión al día siguiente…
porque me lo comía vivo… Hay gente parásita que vive así: robando un tiempo que
no es suyo con toda impunidad… Pero tranquila, hay más días que longanizas y ya
lo pillaré, ya… y te lo contaré. ¿Qué
hora tienes ahí? ¿Las once? Aquí son casi las seis. Bueno… cuelga tú, que yo no… mejor tú… sí… ya
hablamos pronto… que prefiero que cuelgues tú… yo no… je, je… amanecerá pronto…
jopeta… ya casi tengo que irme a trabajar…”.