domingo, 19 de diciembre de 2010

Velaré tus sueños



I
El ambiente del Liberto estaba cargado y la música como siempre muy alta. Los cuatro amigos estaban en torno a una mesita baja con los vasos medio llenos. Se sentaban sobre unos taburetes, haciendo equilibrio. Sólo podían hablarse de boca a oreja. Prácticamente no se entendían. La noche decaía. Qué casualidad, en la mesa de al lado, cuatro chicas departían, ji, ji, ji, ja, ja, já. Cuatro ellos, cuatro ellas. A lo mejor había tema. Bueno, cuatro del todo no. Sólo tres estaban operativas. Braulio tenía a la cuarta de ellas justo enfrente y no la perdía de vista. Claramente luchaba por mantener los ojos abiertos, unos ojos grises que no miraban hacia ninguna parte. Los párpados le pesaban. Se le cerraban. Se volvían a abrir. “Pobre…”, pensaba Braulio. Le inspiraba una tremenda ternura. De repente dio una cabezada, tan brusca que parecía que se iba a descolgar. El pelo le cayó sobre la cara. Se repuso momentáneamente. Y en medio, todo aquel guirigay de decibelios, “chunta, chunta”. La pelea contra el sueño fue enconada. Finalmente, acabó vencida por el sopor y quedó sentada, pero dormida. Las tres amigas seguramente habían hecho apuestas sobre cuánto tardaría la somnolienta en caer, porque una de ellas dio un salto jubiloso, “¡Yuju, he ganado yo…! “.

Pasaron algunos minutos. Se habían vaciado del todo las jarras de cerveza. No quedaba ni la espuma. Las tres chicas habían departido, mientras la compañera restante seguía de estatua. Pero ya estaban recogiendo abrigos. “Raquel, venga, que nos vamos”. Raquel no se movía. Estaba en el limbo de los sueños. Le zarandearon un poco el hombro. “A ver si la asustas”. Nada. Se miraron entre ellas dos segundos. “Qué hacemos”. “Por mí, que se quede. Así aprenderá.” De nuevo ji, ji, ji. Atravesaron el territorio de la mesa vecina en plan desfile de modelos. Hubo gestos. Sonrisas cruzadas. Entonces, los tres amigos de Braulio, captando la señal, se levantaron en bloque y se unieron al trío de las despiertas.

Braulio no, Braulio se quedó junto a la bella durmiente abandonada. Sin saber qué hacer. Sin saber qué decir. Sólo velando sus sueños. Esa fue la noche del día que Braulio conoció a Raquel, que inmune al atronador sonido del “chunta, chunta” que reventaba los altavoces, seguía durmiendo plácidamente.

II
Lo suyo con Raquel ya era más que química y magnetismo. Habían congeniado desde el mismo instante en que ella despertó de golpe en el Liberto y topó con su cara. Habían dado un paseo. Y otro. Habían tenido una conversación. Y otra. Un “qué haces este fin de semana”. Y un “aparte de dormir, ja, ja, ja, quedar contigo”. Finalmente, la situación había desembocado en un “si no estoy a tu lado, algo me falta”.

Y ahora se aprestaba para ir a recogerla. Braulio acababa de salir del trabajo en la madrugada del Sábado, había llegado a casa, se había pegado una duchita y ahora se acicalaba. “¡Qué cabrones…!”, exclamó Braulio mientras se miraba con atención al espejo para no cortarse durante el afeitado. Acababan de decir en la radio que, según un sesudo estudio de la Universidad de Tondon, los insomnes eran mucho más feos que el resto de los humanos. Se miró de frente y de perfil. Pues él no se veía tan mal, no. Pero frunció el entrecejo y pensó que más pronto que tarde, tendría que contarle a Raquel que él estaba en el otro extremo, que ni necesitaba ni sabía lo que era dormir, y tendría que reconocerle que por tanto era un insomne absoluto.

III
En cuanto les fue posible, Braulio y Raquel se fueron a vivir juntos. Durante los primeros meses de convivencia tuvieron lugar memorables “sobadas” por parte de Raquel, la bella marmota. Bajo el colorido castillo de fuegos artificiales, en la fase del terremoto y bombardeo aéreo. En el concierto de los dobles de “Supertramp”, apretujados por un enfervorizado gentío, mientras sonaba, “…Soñador, tú sabes que eres un soñador… bien, pon tus manos en tu cabeza, ¡oh no!…”.

Pero la preocupación superó y mucho a la anécdota cuando el metódico de Braulio constató que los periodos lúcidos y conscientes de Raquel iban menguando igual que se recorta paulatinamente la luz del día durante el otoño, camino del invierno. Raquel dormía cada día más.

Y ante el cariz que estaba tomando el asunto del sueño, decidieron acudir, más que nada, por consultar, al médico. Habría seguramente alguna pastillita, algo de cafeína, tal vez, que reajustaría de nuevo su reloj biológico y que devolvería el equilibrio entre la vigilia y el sueño. Fue cuando los mejores especialistas de la unidad del sueño diagnosticaron en Raquel un extraño caso de narcolepsia creciente. Qué les estaban contando. Estaban equivocados. No, no podía ser. Qué palo. Qué mazazo. Mucho cable conectado a su cabeza. Mucha maquinita registrando impulsos. Muchos tratamientos duros. Pero ningún efecto. El avance del letargo continuaba imparable.

Raquel dejó de conducir. Y antes de que la despidieran del gran almacén, cogió la baja. Para entonces, ella ya sólo se mantenía despierta nueve horas escasas, e hibernaba el resto. Braulio velaba sus sueños.

IV
A Braulio, veinticuatro horas al día con el cerebro acelerado le daban para mucho. Para mirar el reloj continuamente. Para calcular el tiempo que le faltaba al despertar de Raquel y el tiempo que tendría hasta que se durmiera nuevamente. Y para planificar cómo exprimirían al máximo los pocos minutos que disfrutarían juntos aquel día.

Y mientras aún estaba ella profundamente dormida, él con un cuidado, extrema dulzura y un primor exquisito, la aseaba, la arreglaba, y la vestía. Así estaría ya lista cuando abriera sus preciosos ojos. Braulio preparaba la comida. Lo que sabía que a ella le encantaba, porque se levantaría con un apetito voraz y no podían permitirse el lujo de distraer un solo segundo.

Aquel día, cogió a Raquel en brazos, pesaba como una pluma, y se la llevó al coche. Tumbó el asiento del copiloto y allí la acostó. Braulio recorrió kilómetros, kilómetros y más kilómetros de noche. Sin descanso, lo cual no era novedad para él. Arribó a la vieja playa cuando aún no había roto el día y los pescadores de caña apenas ni habían llegado. Con tremendo cuidado, la envolvió en una manta. Y avanzó con ella hundiendo los pies en la arena. Las olas se rompían monótonamente en la orilla. Cuando Raquel despertó el sol asomaba tímidamente entre brumas. Incomparable amanecer. “Estás siempre en mis mejores sueños”, le dijo abrazándose a él. Al gran insomne se le puso un tremendo nudo en la garganta, pero aún le pudo responder: “Y tú en los míos. Y tú en los míos…”.

V
Llamaron a la puerta varias veces. Eran sus tres amigos, los del Liberto. Con sus tres amigas, las del jijijí, jajajá. Braulio tardó en abrir. “Braulio, macho, llevamos una semana sin saber de ti y nos tenías preocupados”, le dijeron. Desde la tarde del entierro, no se habían atrevido a visitarle. Lo encontraron con unas ojeras muy marcadas. Una barba cerrada. Le había caído encima y de golpe el cansancio de toda su vida. “¿Te encuentras bien?”. Él afirmó con la cabeza. Entonces hablaron todos a la vez. “Uf, menos mal”. “Tío, vente ya con nosotros a tomar algo”. “Venga, vamos a dar una vuelta”. Él se llevó el dedo índice a la boca: “Chissss, no hagáis ruido, por favor. Que nadie hable. Que nadie se mueva. Raquel está durmiendo. La vais a despertar…”. Enmudecieron en seco y por completo al instante. De fondo, y muy bajito, pudieron escuchar la canción: “…Soñador, tú sabes que eres un soñador… bien, pon tus manos en tu cabeza, ¡oh no!…”.

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