domingo, 10 de octubre de 2010

El cazador de historias

I
“… En esta jungla, yo soy un cazador de historias. Con el arma reglamentaria cargada y a punto, me mimetizo con el entorno para que mis presas se acerquen confiadas y se pongan a tiro. Después dejo que mi sexto sentido me diga si la pieza es valiosa, o se queda en un simple chisme. Hasta hace bien poco, la suerte me acompañaba, y me precio de haber capturado aconteceres conmovedores y admirables, que espero sean reconocidos más pronto que tarde en las mejores editoriales. Sin embargo, hoy en día, abundan tantos depredadores y furtivos que han mermado la fauna y flora hasta el borde de la extinción. Llegados a este punto, he de reconocer que ya he derribado sin dejar rastro a alguno de estos advenedizos. Después, he extraído sus miserias y vicisitudes y me las he quedado. Al fin y al cabo, sólo estoy siguiendo mi instinto de supervivencia…”.

II
A casa de mi hermana voy los Viernes a eso de las cuatro y pico. Cuando no está Ramiro, mi cuñado. Es que para él soy persona non grata. Me quedo poco rato. Y ella me recibe en la cocina. Me ofrece café cortado y bizcocho. Yo hago como que se lo agradezco, que lo voy a rehusar. Pero me siento en la mesa. Y me lo como, muy a gusto. Mientras, ella me pregunta siempre lo mismo. Si ya he encontrado algo. Mi respuesta suele ser parecida. Me tienen que llamar pronto, ya, de la bolsa de trabajo. Y he dejado mi curriculum en dos empresas más. Con lo que valgo, algo tiene que caer. Ella sale un momento y me deja solo. Aprovecho, yo me pongo más, y no dejo ni las migas. Cuando viene, me pilla con la boca llena. “Toma”, me da un sobre. Yo hago como que no lo voy a coger, que lo voy a rehusar. Acabo diciéndole: “te lo voy a devolver, de verdad, te lo voy a devolver…”. Eso es lo último que le digo, cada Viernes, cuando voy a ver a mi hermana.

III
Para llegar donde vive Octavio hay que darse un buen paseo. Antes me paso por la tienda de vinos y licores y compro una botella de moscatel. De las baratas. La primera y la segunda vez, la pagué. La tercera, “mecachis, qué despiste, me he dejado la cartera en casa… ya te traigo el dinero mañana sin falta…”. Cuela. Es que a Octavio le va eso de pegar un traguito mientras se concentra en el tablero de ajedrez y decide si mueve la torre o la protege con el caballo.

Él me abre con gesto serio. Y yo le saludo jovialmente, “¡Hombre, Octavio…! ¡Hoy sí que no me vas a ganar!¡Me he estado entrenando!”. Le sigo, pasillo abajo, porque nos solemos sentar en el comedor. Tengo pensado contarle le historia del “Fútbol Rampa”. Porque sé que le encanta el fútbol. Él se sienta cara a la tele aunque estén retransmitiendo un partido de Regional Preferente en la liga kazaka. Lo del fútbol rampa, puede dar de sí, le va a gustar y va a poner cara de alucinado cuando se lo cuente… Soy capaz de estirar el tema un par de horas seguro. Le describiré cómo el pueblo cebroide jugaba en un campo con una cierta pendiente, de manera que el equipo que llevaba la delantera en el marcador, siempre tenía que jugar cuesta arriba. Para equilibrar desigualdades…

Octavio tiene el tablero preparado. Las fichas aún dentro de la caja. “Lorenzo”, me advierte, “…hoy no te voy a dar nada”. Yo hago como que no escucho. “... hoy no te voy a dar dinero…”. Pero lo he captado perfectamente. “No te preocupes, hombre, no pasa nada…”.

El “Fútbol Rampa”, por supuesto ni lo mento. Al minuto y medio miro el reloj, ostras, lo tarde que se me está haciendo, no me acordaba, había quedado con mi hermana en el centro comercial. Y me levanto. Y él lo entiende todo. Y por supuesto que me llevo conmigo la botella de moscatel. Entera.

IV
Como he acabado antes de lo previsto, hasta la próxima cita me entretengo deambulando con las manos en los bolsillos por la avenida. Hay un personaje nuevo en este escenario. En la parte central del paseo, junto a un banco de madera se ha instalado un retratista. Ha colgado en un caballete dibujos al carboncillo. Celebridades muy conocidas. Y sentado en un taburete espera que alguien, sin prisa, se siente y se deje dibujar. Me acerco. Me acerco más. No es mal dibujante este individuo. Si es que lo ha hecho él, claro. A este señor un tema como el del Fútbol Rampa se la trae sin cuidado. Tiro de catálogo. Le puedo contar la historia del tipo que se calentaba tanto la cabeza que un día incendió la cabecera de la cama. Le saludo. Me intereso por su obra. Por el precio. Se levanta del taburete. Puedo ser un cliente. Por qué no. Todo está muy mal. Me intereso por él. Claro, es pronto para que me confíe nada. Se me ocurre decirle que conozco muy bien al director de un banco (¡rigurosamente cierto!) y que estoy convencido de que puede interesarle un retratista tan bueno como él… pero estaría mejor si tuviera un botón de muestra. Aprieta los labios. Se lo está pensando. De repente, decide. “Siéntese”, me indica. Coge el bloc pequeño. Me mira. Se fija en mí la tira. Esboza unas líneas. Luego la superpone con otras. Aprovecho y le digo: “¿Conoces la historia de uno que se calentaba mucho la cabeza?”. No se inmuta casi, sigue a lo suyo. Alza los ojos. Comprueba, compara. No le tiembla el pulso. Toca. Retoca. Al cabo de poco, gira el bloc y me lo muestra. Yo alucino. Me ha clavado hasta el sentimiento. “Hágame propaganda positiva al director del banco, y dígale que aún lo puedo hacer mucho mejor…”. Por el fondo de la Avenida ya distingo, ya viene, la persona con la que quedo los Viernes a las ocho y media.

V
Como de costumbre, Ramiro se muestra hosco y hostil. Un saludo breve. Le digo: “Otra vez Viernes, cuñado…”. Él no puede disimular el desprecio que siente por mí. Le pregunto: “¿Mi hermana está bien?”. “Desde que te mantengo a distancia, mucho mejor”, replica. Saca del bolsillo de la chaqueta un sobre. “Lorenzo: sigue respetando el pacto y no te arrimes a ella… porque como me entere de que…”. Le cojo el sobre antes de que se vuele. “Tranquilo, cuñado, yo soy un caballero, con mala suerte, pero un señor de palabra…”. Va a dedicarme un piropo, y yo le corto. “Hazme otro favor más… dale este dibujo a mi hermana… así por lo menos me ve en un cuadro…”. Ramiro lo coge y lo mira. “Lo ha hecho ése de ahí, que es un artista”. Abre la bolsa de su portátil y lo pone allí, donde no se dobla ni se arruga. Luego apenas se despide, sólo un movimiento de cabeza. “Hasta el Viernes que viene, cuñado”, le digo. Él sigue andando, avenida abajo, inclinando el brazo como si el maletín ahora pesara mucho más. Sé que no le dará el dibujo. Lo sé.

Yo me vuelvo hacia el retratista que, curioso y a pocos metros, ha presenciado la escena. Con una sonrisa, señalo hacia Ramiro y le confirmo: “…sí, ése es el director de banco que yo conozco… Y le ha gustado mucho tu trabajo… se ha quedado gratamente impresionado…”. Agradezco al cielo mi buena suerte; tengo a tiro al inocente dibujante de rostros con expresión. Hoy por fin, después de mucho tiempo, cazaré una historia con mayúsculas.

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