domingo, 27 de julio de 2014

Eso lo hago yo

 
I
Septiembre. Otros años no, pero éste, yo tenía muchas ganas de volver al colegio. De reencontrarme con mis compañeros de equipo. Cruzo por la fila de los pequeñajos, que obstruye la entrada, y todos, los nanos y sus papás y mamás,  me señalan, “¡eh, mira, mira!”, me llaman, me saludan. Ahora nos conocen como los “Portentos de Mediavilla”. Je, je. En el hall, los profesores acuden a mi encuentro. Menudo recibimiento. Saludos efusivos. Somos propaganda positiva para el Centro. Cuando pase el tiempo, nos daremos cuenta de lo que hicimos. Un equipito de circunstancias, sin ninguna aspiración, arrasando en las Jornadas Internacionales de Disciplinas. Por detrás, van llegando. Guti. Qué alegría. Nos abrazamos. Hey, ahí está Junco. Me suelta: “¡A ver cuándo te afeitas ese bigote, Lairón!”. Ya empezamos. Él se ha estirado más aún. Y por fin, Ainara… madre mía,  Ainara. Suena la sirena. No sabemos qué decirnos, pero aquí estamos los cuatro juntos y, habiendo ya alcanzado la cima,  dispuestos otra vez a repetir y dejar de nuevo el pabellón en lo más alto.
II
El aula está en penumbra. Guti monta el caballete, sitúa el lienzo, abre el maletín, y extrae los pinceles. Tiene su ceremonia. Se enfunda su bata con manchurrones multicolores. Nosotros observamos en primera línea. Y unos cuantos curiosos más, detrás, también. Con qué nos sorprenderá el maestro. Agudiza la vista. Mezcla amarillos, ocres, naranjas, azules, verdes, blancos. Uaaaaaa. Qué pasada de paisaje. Con qué facilidad lo ha trazado. Nos deja boquiabiertos. Prorrumpimos en aplausos. Tenemos un gran genio con nosotros. “Guti, éste para mí”, le pido. Los demás de la clase van pasando por delante, asintiendo. Increíble. De pronto, escuchamos un “ESO LO HAGO YO”. Se hace el silencio. Quién ha sido el atrevido. Quién. Da un paso adelante. Es Ari, uno nuevo. ¿Tú? ¡Ja! Para troncharnos de risa. Anda ya. Qué bocazas. Guti se toca la barbilla. Bueno. A ver si es verdad. Le muestra los pinceles. Los tubitos de acrílico. “Inténtalo”. Ari se planta delante del caballete. A un paso del ridículo. Oh, oh. Pinceladas. Perfilados. Oh, oh. En la mitad de tiempo. La gente se  queda pasmada. Muestra su obra. Porque yo lo he visto. De verdad, no exagero. Nadie lo diría. Nadie distinguiría el cuadro de Ari de la obra que antes había terminado Guti. Ari hace un juego de malabares, el suyo adelante, el de Guti detrás y viceversa. Me dice desafiante: “El mío también te lo puedes quedar”. Yo, que no sé cuál es cuál, me quedo con dos palmos de narices.
III
Ha corrido la voz. Lo de Ari pintando como Guti. Nosotros a lo nuestro, continuando nuestra preparación para las próximas Jornadas. Nada ha de hacer que perdamos el norte. Hoy estamos con Ainara. Todos estamos un poco enamorados de ella. Yo cambio el poco por mucho. En sus brazos, una guitarra. Le hace hablar. Cómo mueve los dedos mientras entorna los ojos. Cómo rasga las cuerdas. Cómo ha madurado esta intérprete. Borda “Entre dos aguas”, del de Lucía. Mi piel transpira sensibilidad. Maldigo a todo aquel que ahora tosa o respire fuerte siquiera. ¡BRAVO! ¡BRAVO! ¡BRAVO! Uffff, qué momentazo. Aquí hay nivel. Hay calidad. Nos acercamos. Ella sale del trance. Está eufórica. Sabía que era difícil. Por detrás, alguien levanta la voz y exclama: “ESO LO HAGO YO”. Todos nos volvemos. Mosqueados. ¿Quién? ¿Quién? No podía ser otro. Ari, el nuevo. No, hombre, no. No me toques lo que no suena. Nos lanza una mirada retadora. Esperamos la reacción de Ainara. Se encoge de hombros. “bueno, por mí, que pruebe”. Ari recoge la guitarra. Destensa sus dedos. Raaaaas. Un acorde. Una, dos, tres. En honor a la verdad, me parece estar escuchando lo mismo, lo mismo. Sin embargo he de decir que he ordenado a los poros de mi piel que se estén quietecitos y que no se les ocurra transpirar nada por nada del mundo.
IV
A los del equipo nos miran retadores. Ya no somos ídolos como antes. “Os ha salido un buen competidor”. Hay quien se pregunta que cómo es que Ari, con las cualidades que posee, no está entrenando con nosotros todavía. Esto me enfurece. Pero me lo trago. Estamos en la pista de atletismo. Junco inicia unos ejercicios de estiramiento. Pura fibra y músculo lo suyo. Luego saltará. Saltará. Guti avisa: “Chissss…. Que por ahí viene Ari el extraterrestre”. Nos reímos. Sería el acabóse que, encima, saltara más que nadie. Junco se pica. Aspira, inspira, aspira, inspira. Se concentra. Uno, dos…  uno, dos, tres. Aprieta a la carrera… oooooop, vuela, vuela como nunca. Y salta por encima del listón, que estaba a uno noventa. Ovación. De récord para su edad. Qué tío. Sí, sí, qué tío, pero yo ya estoy mirando de reojo hacia donde se encuentra Ari. Me lo veo venir. De sobrado. Efectivamente. Lo recalca. “E-SO LO HA-GO YO”. Qué gordo me cae el tío éste. Pero qué repelente. No sé cómo y no sé  por dónde, pero seguro que hace trampa. Mi primera intención es largarme, pasar de él. No ver su salto. Pero eso no es diplomáticamente correcto. Así tal cual va, con sus vaqueros y sus zapatillas, sin precalentamiento previo, emprende la carrera, da una zancada y… por supuesto, salta por encima del uno noventa y por la gorra.
V
Y si es tan bueno, qué hace aquí éste. Cómo es que viene a nuestro colegio. Me lo pregunto en voz baja, en voz alta, de día, de noche, bajo la lluvia y bajo el sol. A toda hora. Duermo mal. Duermo poco. Ya me lo ha advertido Junco: “Lairón, ve preparando tu bigote, que sólo faltas tú”. Eso es lo que me tiene en vilo. Que yo soy el único del grupo que no gané en mi disciplina. Porque mis cuentos no gustaron al jurado. Injustamente, tengo que decir. La media nos hizo campeones, pero yo no contribuí precisamente a subirla. Por eso, ahora no escribo. O escribo poco. Y sobre todo, intento que él no esté cerca, que no husmee mis notas para que no presuma a renglón seguido de que ésas ya las escribe él. Es fácil que el director venga un día y me diga: “Lairón, lo sentimos mucho: tienes que abandonar el equipo, porque con Aris queda mucho más competitivo”. Ufff, qué tirria le tengo. Ahora he salido al patio. A oxigenarme. Me aburro. Voy con un paquete de avellanas. Las voy tirando de una en una. Y con mi boca de buzón abierta, voy encestándolas también de una en una. Hoy estoy que me salgo. Por altas que las lance, todas van directas al buche. Glop. Glop. Glop. Toma, toma, toma. Por detrás, joder qué susto, me tocan el hombro y me dicen. “ESO LO HAGO YO”. Es Ari, efectivamente. Qué hago. ¿Lo estrujo? ¿Lo machaco? No, nada de eso. Me resigno y le tiendo la bolsa de avellanas tostadas para que haga lo que ya no me sorprende.
CCCIX
A mediodía, coincido con Ari en la puerta de la Guardería. Yo espero a Elios. Y él recoge a su hija Ainara. Cuando los chiquitines nos ven, levantan la manita y corren hacia nosotros. Con el desafecto que nos tenemos, Ari y yo apenas nos saludamos. Nada más vernos, un hola, hola. Y al despedirnos, un hasta luego, hasta luego. Hoy ha sido casi así. La niña, que es el vivo retrato de su madre, lo pregunta todo. Y, mientras me dirigía hacia el coche, he podido escucharlo. Sin remordimientos. Ella lo machacaba con un: “…papi, ¿y por qué nunca me cuentas por qué llevas tú ese parche en el ojo?”.
 

lunes, 21 de julio de 2014

Prometí cuidarte

 
I
Papá me ha dicho que, cuando salga, cierre despacio, que tiene trabajo hasta la hora de la cena. Para eso, no sé por qué tanto misterio ni tanta ceremonia al llamarme. Pensaba que me iba a revelar un gran secreto. Algún documento capaz de hacer temblar al gobierno. Pensaba que me iba a entregar algún recuerdo valioso, algo de valor por si en un futuro necesitara venderlo. Como por ejemplo algún reloj de su colección, de los que marcaron sus minutos trascendentales. Pero no. No era eso. Ha estado más de una hora divagando para muy poco. Regreso por el pasillo. Hacia mi habitación. Entonces tú has salido a mi encuentro y me has interceptado. “¡Beltrán…! ¿Qué, qué te ha dicho…?”. “Nada”. “¿Nada? ¿Cómo que nada? No me lo creo… venga, explícame qué te ha dicho”. Mejor te cuento la verdad, Roger. Aunque no sé si me vas a creer. No lo sé. “…Me ha pedido que, para cuando él no esté, cuide de ti…”. Tu cara infantil hace crisis. “¿…te ha dicho eso? Pero eso no hace falta que él te lo diga, porque tú lo harías igualmente, ¿no?”. Te miro, hermano pequeño. Te aparto a un lado para que me dejes paso. Y me dejo la respuesta en el aire.
XXXI
Ahora sí que cierra el pasador. He tenido que sacar de dentro otro jersey más. Ya veremos cómo me las apaño si luego allí hace frío. Bueno, ha llegado la hora de irse. Eeeep, cómo pesan las condenadas. Cargo con las dos maletas. A la estación. Doy una última mirada a la casa casi vacía. Me escucho decir: “Vale, Beltrán, que no son momentos para nostalgias”. Esta tarde no te he conseguido quitar de mi cabeza, Roger. No te he dicho que me voy. Todavía. Lo verás cuando llegues. Trago saliva. Hasta qué punto tengo que mantener un compromiso que me arrancó alguien que ya no está aquí. Putos remordimientos. Resoplo. Es tarde. Tengo que salir ya. Te escribiré cuando me instale, hermanito.
CCI
…con las manos congeladas, me he quedado mirando el sobre unos segundos antes de meterlo en el buzón amarillo. Es una carta para ti,  Roger. Ahí te explico todo. Que he vendido. Que no me han dado ni la décima parte de lo que vale. Porque las cosas están así: Nadie compra y quien lo hace, saca tajada. Que, de momento, gestiono yo el dinero. Porque lo necesito para sacar un negocio adelante. Pero que te daré tu parte corregida y aumentada a no mucho tardar. Sé que lo vas a entender. Te lo explico todo. El buzón se traga la misiva. También te digo que me llames si me necesitas. Que para eso estoy yo siempre ahí: para cuando te haga falta.
CDI
Según abro la puerta del piso, en el suelo, veo un sobre. Leo el remite. Otra vez tú,  Roger. Qué pesado. Ufffff. Hoy sin falta te contesto. Es lo que me propongo siempre que veo una carta tuya… Y ya van cinco con ésta. 
DCCI
Me vas a oír, enano. No necesito el dinero que me has enviado. Para nada. Me lo quedo por no hacerte un feo.  Esta vez, aunque me cueste un huevo la conferencia, te llamo y me vas a oír tú a mí. Y te voy a decir bien claro: “Roger… pero qué te has creído, tío”.
CMI
Por lo menos me queda voluntad para cerrar la boca cuando me acercas la cuchara, Roger. Ni mis piernas ni mis brazos me obedecen ya. Pero sí mis labios. Sellados con todas mis fuerzas en lo que va de día. Ahora devuelves la sopa al plato. Qué pulso el tuyo. Te conozco. Y sé que vas a volver por enésima vez a la carga en cuanto me descuide. “Vale, Beltrán… una cucharadita antes de que se enfríe…”. Intento ahorrarte el esfuerzo: “UNO, Roger, dame UN SOLO MOTIVO por el que merezca la pena que, en este estado tan lamentable, yo te haga caso”. No lo dudas. Lo tienes muy claro. “Jo, porque quedaste con el papá que ibas a cuidar de mí y punto”. Mis ojos dejan de pestañear. Se humedecen. Mmm. Mmmm. Mmmm. Razono. Abro la boca y, antes de dejar pasar el caldo, mi voz reconoce: “…en qué mala hora, tío: no te puedes imaginar lo que me está costando mantener la palabra empeñada”.

lunes, 14 de julio de 2014

A escondidas

 
I
Que no me cambien las cosas de sitio. Que no me las cambien. Que por mucho que luego me recuerden: “Adam, acuérdate de coger las llaves, porque luego no habrá nadie en casa”, por mucho que me lo repitan, yo a esas horas de la mañana aún voy muy dormido, y me manejo de forma  mecánica. Me pongo la cazadora. Cojo la mochila. Y, de encima de la mesita, recojo el reloj y las llaves. El reloj sí que lo llevo. Son las seis. Pero, ¿y las llaves? Si no estaban donde siempre, donde tenían que estar, pues… pasa lo que pasa… que, como salgo pitando, ni me acuerdo de ellas. Y esta tarde aún he podido entrar en el patio porque me he encontrado a Valentina la vecina… pero ahora… aquí estoy, sentado en la escalera del rellano, esperando a que mi padre, mi madre o los dos lleguen a casa… Me temo que voy para rato. Jopeta. Por favor…  ¡que no me cambien las cosas de sitio!
II
Ya me dolía la rabadilla de estar tanto rato esperando. Es tal mi estado de aburrimiento, que he ido subiendo los escalones que rodean el enrejado del hueco por donde sube el viejo ascensor cuando funciona. Un tramo, dos tramos, tres tramos y subo un piso. Qué iguales y qué distintos son cada uno de los rellanos. El segundo, parece el jardín botánico: Macetas y jardineras. En el tercero… debe haber concurso de alfombrillas… da pena pisarlas. ¿El cuarto…? Éste es un parking de bicicletas. Dos puertas del quinto son cantarinas. Las han cambiado y las han puesto conforme les ha parecido. Uffff… Los más normales seremos los del primero. Auuuup. Ya llego arriba… Esa escalerita más estrecha conduce al cuartito del ascensor. Hasta aquí nunca había llegado. Bueno. Las siete y media. Para abajo otra vez. Mmmm. Viene alguien. Qué hago. ¿Paso y saludo? ¿Me escondo? Por las voces… parecen… sí: son Bernie y Katty. ¡Si sus padres se llevan a matar y no se hablan! Mejor me meto en el cuartito del ascensor. Que no me vean. Shhh… Parece que se sientan ahí. Hablan bajito. Les entiendo. Les escucho bien. ¿Qué? ¿Qué es lo que dicen?
III
¡Las siete y cuarto! Ya le he dicho a mi madre que ahora vengo, que tengo que ir a un recado. Cierro despacio. De puntillas. Segundo. Tercero. Cuarto. Quinto. Chirria la puerta de la sala de máquinas del ascensor cuando entro dentro. Me va el corazón a mil. Me relajo. Escucho el ruido de los coches que pasan por la calle. Escucho los gritos de Sonsoles por el deslunado riñendo a sus hijos. Miro el reloj. Por fin. Shhhhh. Ya oigo los pasos. Y sus voces. Bernie. Katty. Una risa ahogada. Esto, esto se pone interesante, interesante.
IV
Escuchando a Bernie y a Katty me doy cuenta de que el mundo no es lo que parece. Me he fijado y por la calle, cuando van con sus respectivos padres y se cruzan, es que ni se miran. Es que no hay un gesto que les delate. Pero… ¿Y yo? ¿Qué me mueve a seguir subiendo aquí y absorber palabras que sólo les pertenecen a ellos? ¿Hago mal en ser testigo de lo suyo? Me martillean estas preguntas en la cabeza. Mañana, decidido, no subo. No subo. No, no subo. Ahora, ahora me gustaría estirar el cuello. Asomarme. Lo que daría por verlos. Pero no. Es mucho riesgo. Chisssss. Jopeta, vaya tela la peripecia que le ha pasado a él y cómo se lo está contando.
V
 Las siete y veinticinco. Respiro hondo. No. No. No. Las siete y veintiséis. Me cago en todo. Si me doy un poco de prisa, todavía llego.
VI
Maldito resfriado. Maldita tos. Atggg, atggg, atgggg. Me he reservado cuatro cucharadas de jarabe para que a partir de las siete me hiciera todo el efecto del mundo. Trago saliva. Me cuesta. Tengo un no sé qué ahí, en la garganta. Respiro normal. Parece que hace efecto: ahora bien. ¿Salgo hoy? ¡No me los quiero perder por nada del mundo! No, no… me entra un picor. Ay, si empiezo a toser desde mi escondite. Trago saliva. Me pica más. Mucho más. Atgggg, atgggg, atggggg. Maldita tos, recontra.
VII
Hace un buen rato que no los oigo. Se habrán ido ya. Es muy tarde. Salir de este cuarto es lo más arriesgado de cada día. Me incorporo. Me duelen las rodillas de estar en cuclillas. Doy un paso. Salgo a la escalera. Bajo un peldaño y… eeeeeeeeeep. Qué susto. De un salto he vuelto atrás. Glup. Estaban ahí, abrazados en silencio. Donde el tiempo no pasa. Casi me pillan. Porque sé lo que sé, no debería tener motivos para sentir esta zozobra. Ninguno. Pero no puedo evitarlo: cuánta envidia me dan.
VIII
Hoy, no sé a cuento de qué, Bernie y Katty hablaron de mí. De Adam, el del primero. Me faltó poco. Estuve a punto de salir de mi escondrijo. Para defenderme. Porque eso que dijeron, desde luego,  no me gustó ni un pelo.
IX
¿Quéeee? ¿Cóoomo? Sí, sí. Lo he oído bien. Bernie le está diciendo, con voz entrecortada,  que se tiene que marchar. Así, de repente. Con la piel de gallina y la lágrima a punto de saltarme, he pensado que no hay derecho. Que es todo muy injusto. Esta tarde, cuando he bajado por la escalera vacía,  aún olía allí a amarga despedida.
X
Llevo una semana sin subir al cuartito del ascensor. Una semana que parece un siglo. Al principio, he pensado que, con lo minis que son nuestros pisos, donde casi no tenemos sitio para tumbarnos, Katty subiría sola hasta arriba. Se sentaría y le llamaría por teléfono. A la misma hora. Yo, seguiría acurrucado, y escucharía la mitad, sólo la mitad de su conversación, la mitad de sus risas. Del contexto, las reconstruiría enteras. Y constataría que no hay distancia ni tiempo que puedan agrietar lo suyo. Por eso he subido. Y he dejado pasar las horas. Aún espero que una tarde de estas, ella aparezca.
XI
¡Otra vez! Mi padre o mi madre cambiaron las llaves de sitio… yo no me percaté de eso al salir de casa y ¡otra vez! estoy en la calle. Y ahora no hay Valentina vecina que me salve. Doy vueltas cortas por la acera. Las seis y media ya. Las siete. ¿Algún vecino caritativo tendrá la bondad de acercarse, para por lo menos, esperar dentro? Brrrrrrr Hace un frío de narices. ¿Eh? Es Katty.  Me pongo firmes. Saludo. Intento que sonría. Me contesta. Fríamente. Mira hacia detrás. Viene… ¡si es Bernie! ¿Bernie? ¿Pero qué hace él aquí? ¿No estaba fuera?  Entran a la vez.  Conmigo. De cabeza entramos en el ascensor. Los tres. “¿Al uno?”, pregunta ella. Sí, yo me bajo en el primero. Ellos mantienen la vista al frente. Ni pestañean. Mientras, los observo. De cerca. Una y otra vez. A él. A ella. PLAAAAM. El ascensor llega. Me abren paso. Apenas murmuran un “hasta luego”. Salgo aturdido. Mareado. El ascensor se va. Sigue hacia arriba. Con Bernie. Con Katty. Yo me pregunto ahora ¿entonces aquellos a quienes yo creía Bernie y Katty quiénes son? ¿Quiénes son aquellos que nunca vi…? Aporreo la puerta de casa sabiendo que no me van a abrir. Y acabo con un: “definitivamente, el mundo no es lo que parece parecer”.

lunes, 7 de julio de 2014

¿Y mi beso?

 
I
“Basilio… si ya fueras el inventor que quieres ser ¿en qué invento estarías trabajando ahora?”. Gema lo pone a prueba. Siempre lo pilla con alguna idea en la cabeza. O con varias. Él mira a un lado, a otro. “Chissss: puede haber espías”. Nadie debe saber qué proyecto secreto está maquinando. Se sienta a su lado. Se  le acerca al oído. Mueve mucho las manos. “…es que no sé cómo explicártelo: verás… se trata de un detector especial… tiene que ser portátil… como si fuera una calculadora… para que lo puedas llevar en la mano… lo puedas sacar en un momento dado y…”. “¿Y…?”. “…y puedas saber si en ese lugar donde te encuentras ya habido alguien que haya pensado en ti antes”. Gema se tapa la cara para esconder una sonrisa. “¿Y eso para qué serviría?”. Basilio se lo piensa. “No sé…  desde luego a mí sí que me gustaría cuando llego a algún sitio nuevo saber que ahí han pensado en mí antes…”. “Pero si no sabes quién y tampoco si eso que han pensado ha sido bueno…”. “…esos detalles ya los puliría después… De momento, tú imagínate el chasco que se llevaría un astronauta cuando paseando por la luna, conectara el detector y le saliera que doscientas veces se han acordado de él allí mismo… ¡evidenciaría la vida extraterrestre!”. Gema ríe. “Ay, Basi, Basi”. Él rumia contrariado su proyecto de invento. “Mmm… me parece que éste no te ha gustado mucho”. Se levantan del banco. Cerca, en los columpios, unos niños gritan. Hora de irse cada uno a su casa. Como siempre, sus tardes vuelan. Como siempre, al despedirse, en sus mejillas, se dan un beso.
II
Basilio gesticula. No sabe cómo explicárselo mejor a sus abuelos. Empieza de nuevo. Él será un gran inventor. Está seguro de eso. Ideas no le faltan. Hasta ahí, sus abuelos, serios, orgullosos, asienten. Dan fé. Pero, pero… “¡necesito un laboratorio!”. Ahí, sí que sí, la abuela pone una cara de escepticismo que no se la termina. “…un lugar tranquilo donde poder ponerme a hacer pruebas”. La abuela se alarma: “Basilio: a ver si armas una explosión y nos hundes la casa”. “¡Nooo, que nooo… abuela, tranquila… que no pienso explotar nada!”. Ella sorbe el café con leche de la merienda. Y mira al abuelo. Espera que sea él quien diga que no. Pero él, apoyándose en el bastón para incorporarse, concede: “ahí tienes el altillo, donde estaba el gallinero… ten cuidado cuando subas y bajes con los escalones, que están muy empinados”. Basilio reprime un gesto de triunfo. Exclama solemne: “…aquí empieza a escribirse una gran página para el progreso de la humanidad”. Sale corriendo hacia el altillo, su nueva base de operaciones. Catacrás. Iba advertido, pero casi tropieza. La abuela, un poco enfadada con la permisividad del abuelo, termina su taza y murmura: “caray, qué nieto más romancero nos ha salido”.
III
Lo ve. Esta tela metálica oxidada y cubierta de plumas irá fuera. En el suelo, rascará todos los excrementos acumulados en las baldosas durante años y años. Necesitará insecticida para los bichitos. Arrancará las telarañas que penden de las vigas. Cepillará las paredes. Desatrancará la ventana, una de cuyas hojas necesita un cristal nuevo. Lo ve. Un tubo fluorescente en vez de la bombilla colgando. Una regleta de enchufes arrimada a la pared. Una mesa larga, a modo de laboratorio. Con materiales de vidrio, por supuesto. Esta tarde, Basilio ha acudido a su cita del parque. “¡Basi! ¿Dónde te has arrimado? ¡Mira cómo te has puesto!”. Como siempre, la tarde ha volado. Como siempre, al despedirse, en sus mejillas, se han dado un beso.
L
Cada peldaño ha crujido bajo sus pies largos. Ha estirado el cuello cuando llegaba arriba. Y le ha dado al interruptor. Pero el tubo fluorescente no se ha encendido. Fallo de cebador. Entra un poco de luz por la ventana entreabierta. Aún huele el altillo a gallinero. Nunca pudo matar ese olor del todo. La tabla que hacía de mesa tiene un dedo de polvo. Se han ido acumulando cajas con libros viejos y tiene que andar a saltos. Basilio respira hondo. Lo veía. El laboratorio que no fue. Coge un Erlenmeyer, el único que compró, con la mano. Repara en una vieja calculadora. Está atascada. Como si estuviera permanentemente encendida. Muestra un número 93.629.362. La vuelve a dejar sobre la mesa. Por un momento sueña. Pero al segundo, chasquido de dedos, vuelve a la realidad: “Je, je… es imposible: no pueden haber pensado tantas veces en mí en esta casa”.
CC
Radio Macuto informa pronto. “Gema ha vuelto a Mediavilla”. Basilio sigue escribiendo en la pantalla, como si nada. “Y qué”. Un día u otro ella tenía que volver. Pero por si acaso, al salir de la oficina, no ha pasado por el parque. Ni ha mirado hacia los columpios vacíos. Ha dado un rodeo. Un rodeo tan grande, que se ha dado de cara con ella. Imposible esquivarla. Imposible no decirle nada. Ha agachado la cabeza sin atreverse a mirarle a la cara. Porque él no es quien pensó que iba a ser. Porque ningún invento suyo ha pasado de la mera imaginación. Se saludan. “Cuánto tiempo, Basi…”. “Te veo muy bien”. ¿Hace una vuelta? Hace. Por el mismo camino. Al principio, el silencio. Luego, se cuentan. Su día a día. Como siempre, sus tardes vuelven a volar. Al despedirse, él le pide que se cuide, y se aleja con las manos en los bolsillos. Antes de que se aleje tanto como para que no lo oiga, ella le llama. Él se queda paralizado. Y ella le reclama: “Basi… ¿y mi beso?”.