domingo, 30 de septiembre de 2012

Carabina



I
“Como digas otra vez que no te quieres venir, me vas a oír de verdad”. Por mí, que se enfade mi madre. Pero es que, a ver, por qué no me puedo quedar solo, si no me va a pasar nada. Por qué tengo que ir siempre donde ella diga. Va estirándome del brazo, “venga, que llegaremos tarde por tu culpa”. Al abrir la puerta de la calle, nos encontramos con Soraya, que también sale, muy arreglada. Ella, enseguida, se ha dado cuenta de que estoy enfadado. “Huy, Ramonchu, qué serio te veo”. “…es que mi madre me obliga a ir con ella”. Ahí noto un apretón en la mano de los que duelen. “¿Tú te crees? Ahora le ha dado por no querer venir a la tienda. Yo comprendo que allí se aburre un poco. Pero él tiene que entender también que solo en casa no lo voy a dejar”. Lo que yo entiendo es que la tienda es un rollo. Sé que Soraya está de mi parte. Seguro. Por eso le pregunta a mamá: “Oye, ¿y por qué no le dejas que se quede conmigo? Damos una vueltecita, y luego te esperamos viendo una peli. Tú no te preocupes, si se hace la hora, yo le pongo la cena y ya te lo bajo cuando tú llegues”. Mi madre mira el reloj. Llega tarde. “Tú qué dices, Ramonchu”. ¿Yo? Cien mil veces que sí, con Soraya. Está clarísimo. “…pórtate bien, que no me entere yo que le haces una trastada”. Me da dos besos y se va corriendo. ¡Biennn! No sé qué decir, ahora que me he quedado con Soraya. Bueno sí, que me gusta la colonia que se pone. A ella eso le hace gracia. “Bueno, qué, chiquitín, ¿nos ponemos en marcha?”. Claro, claro. Ando a su lado, como un mayor. Contento por la suerte morrocotuda que he tenido al librarme del tostón  de la tienda.

II
Nos hemos sentado en la terraza de un bar que se llama Liberto. “¿Me puedo pedir una cocacola?”. “Pues claro”. “¿Y tú?”. “Para mí, un té”. Soraya  me va haciendo preguntas. Yo le contesto. Por ejemplo que, estudiar no me gusta mucho. No hace buena cara cuando le digo esto. Me regaña un poco. Pero yo le explico: “he dicho que no me gusta, no que no estudie lo que me toca”. Ah, ah, vale. Que qué es lo que me gustaría hacer a mí. Ha pasado un avión muy bajito,  y ha hecho tanto ruido que  durante unos segundos no se oía nada. Me da un poco de corte reconocerlo. Pero con ella no. A ella sí se lo puedo contar. “… lo que yo quiero es retransmitir partidos de fútbol”. Por la cara que pone, “éste Ramonchu qué cosas tiene”, parece que no se lo esperaba. Saco un boli de mi bolsillo. “Mira: Esto es mi micrófono”. Y me pongo de pie. “… Pipo atraviesa la medular, largo para Canito, que recibe solo desde la banda, se escora y encara el uno contra uno, convertido en extremo derecho, atención, peligrooooo, disparaaaaaaa y…. ¡PARÓ!¡PARÓ!¡PARÓ! ¡Estirada espectacular de Pinépoli, que sacó una manopla milagrosa enviando el esférico por encima del travesaño!”. No he querido gritar tampoco mucho. Espero a ver qué le parece. La he dejado muda. Vuelvo a mi silla. A terminar con la cocacola que me queda. Sorbo con la pajita. Entonces, me confirma lo que ya sé. “Ramonchu, yo creo que tú vales para contar lo que ves”.

III
Me acabo de enterar de tres cosas. Una, que Soraya ya no es monitora en el Centro de Actividades. Fue MI monitora el año pasado. Ahora dice que no tiene tiempo. Dos, que a partir del año que viene va a estudiar Medicina. Y tres, que se va a Tondon. A la Universidad de allí. De todas estas tres cosas que me está contando, con diferencia, la que más me fastidia es la última. Se me nota. “Oye, ¿y por qué te tienes que ir tan lejos si aquí también se puede estudiar lo mismo?”.

IV
Soraya ha sacado del bolso su monedero y ha pagado al camarero, con propina y todo. Cuando creía que nos íbamos ya para casa, ha aparecido un tío grandote. Se ve que se conocen. Ella me presenta. “Éste es mi amigo Ramonchu. Ramonchu, éste es Custo”. Me parece que ha dicho: “Vaya, una cara vina”, pero esto no lo he entendido mucho. Nos chocamos la mano, apretannnnndo fuerte. Y andamos un poco. Resulta que Custo tiene un Fiesta XR2 de color negro. Me lo sé porque en el escalextric tengo uno igual. “Sube, chaval”. Yo me quedo esperando a que Soraya me diga si sí o si no. “Vamos a dar una vueltecita, y luego nos lleva a casa”. Ah, vale. Entonces me tiro en plancha en el asiento de atrás. “Nano, ahí tienes cocacola, por si te apetece”. ¿Máaaas? Bueno, vale. Abro la lata y pego un trago sin sed. El “Custo” éste pone la música a toda paleta. No se oye nada de lo que ellos hablan delante. Sólo me parece que conduce con mucha prisa. Acelerando a lo bestia y frenando en seco, las burbujas se remueven en mi estomaguito. Por cómo se hablan, mirando al frente, yo pienso: “no hace falta ser un lince para darme cuenta de que aquí hay algo”.

V
“Hey, Ramonchu, ¿por qué no vas a la orilla a tirar piedras?”. “¿Yo solo? ¿Vosotros no venís?”. El mar está ahí delante. Hemos venido a la playa. Salgo corriendo. Ellos se quedan apoyados en el XR2. Con estas zapatillas se anda mal por la arena. No hay casi olas. Chof-chof-chof. ¡Toma, a la primera!, he conseguido que dé tres saltitos, casi cuatro, antes de hundirse. Cuando iba a probar con otra, es cuando he oído un, “¡déjame, no me toques!”. Quién chilla. Es Soraya. Me doy la vuelta. El grandullote, que no me caía a mí nada bien, la está sujetando por los brazos. Ni me lo pienso. Me agacho, cojo el primer rulo que veo y salgo a toda velocidad cara a ellos. Me falta el aire. Le grito: “¡SUÉLTALAAAAAA!”. El tío, todo chulo, me contesta: “Pero, ¿tú que te has creído, enano?”. Y yo: “Te reviento el parabrisas si das un paso más”. Soraya viene a mi lado. “¡Custo, por favor, ya está todo dicho. Te puedes ir largando!”. Uno, dos, tres cuatro segundos. Soltando cuatro palabrotas, se sube a su coche negro. BROOOM, BROOOOM. Recula y se va  derrapando a toda velocidad. Nos quedamos ahora sin saber qué hacer. Clavados. “¿Estás bien? ¿Te ha hecho algo el boniato ése?”. Por respuesta, Soraya me da un abrazo. Y en el abrazo, noto que yo tiemblo mucho más que ella.

VI
El taxi no nos ha dejado en la puerta-puerta. Será para que no nos vean los vecinos. Los piececitos me duelen de la caminata que nos hemos pegado hasta que hemos llegado a la parada. Por la hora, mi madre, ya debe de estar a punto de llegar. Camino del patio, Soraya me pide: “chiquitín, mejor no le digas nada a la mamá de lo del impresentable éste”. “Claro que no se lo voy a contar, no te preocupes”. Cuando me pregunte que qué tal, le diré la verdad, que lo he pasado super bien. El Custo ese, como si no existiera. A mi madre, ni se lo nombraré. Eso sí,  guardaré la piedra que le hubiera roto el cristal del XR2 en mi cuarto. De recuerdo. Buscaré en el diccionario qué es eso de tener la “cara vina”. Y lo que no sé es si, aunque no le diga nada a nadie, acabaré escribiendo esto en mi cuaderno. Soraya ya me ha dicho hoy que soy bueno contando las cosas que veo.

domingo, 23 de septiembre de 2012

Padres no hay más que cuatro



I
Menudo mazazo. Ya sabía yo que estaba la cosa complicadísima. Que por todos los sitios están metiendo la  tijera. Los putos recortes. Se han cargado un montón de interinos para este curso. A muchos de los que conozco también. Pero a mí aún nadie no me había dicho nada. Y no diciéndome nada, yo interpretaba que el tres de Septiembre, a las ocho y media en punto, como un reloj,  debía presentarme en la puerta del Instituto para retomar por segundo año mis clases de Trebolés. Buuuuffff. Eso era así hasta hace cinco minutos. Hoy es Viernes y el tres de Septiembre es el Lunes que viene. Acaba de llamarme Damián, el director. Que con todo el dolor de su corazón tiene que comunicarme que no va a impartirse la asignatura de Trebolés este curso. Que sabe de mi valía, de mi preparación. Que luchará para introducir la materia en el programa de formación extraescolar, que… Ya no le escucho. ¿Ahora? ¿Ahora me lo dice? Le he colgado. Por no enviarlo a la mierda. He pasado de la inquietud del “no sé qué pasará, pero creo que sí” a la desesperación del “ya sé seguro  que no estaré este curso”. Y no tengo plan B. No quería tenerlo. Me he encerrado en la habitación, con la cabeza escondida entre los brazos, y por mí, de aquí no saldría ya nunca. Fuera escucho pasos. Murmullos. Son mis padres, que están con mis tíos, pasillo arriba, pasillo abajo. Destaca la muy característica voz grave de mi tío Cipri, que recomienda: “Dejemos al chico tranquilo ahora”.

II
Uaaaauuuhhh. ¡Bien, bravo, bien! Mi ostracismo ha durado apenas cuarenta y ocho horas. Estaba sonando el móvil otra vez. Tropecientas llamadas perdidas. No tenía ganas de hablar con nadie, pero he visto que esta vez era un número desconocido, hoy Domingo, quién será a estas horas, y me he decidido a descolgarlo. Una vocecilla lejana, con interferencias. “¿Serafín Seco?”. “Sí, soy yo”. “Mire, soy Berta Aguas, le llamo del Colegio Catarsis, en Solopiensa. Necesitamos un profesor de Trebolés para incorporarse ya la semana próxima”. Eh, ¿sí? He saltado de la silla. Me han sobrevenido todos los temblores, todas las preguntas atropelladamente. Cómo se han enterado de mi nombre. Dónde está Solopiensa. Qué le ha pasado al anterior maestro. La señora Berta, ésta, como se llame, ha ido contestando a cada duda, hasta que finalmente, por mi parte se ha hecho el silencio. “¿Está usted interesado?”. “Naturalmente, claro que sí”. Tenía que decidirme al instante, no sea que encuentren a cualquier otro mientras me decido. Otra vez una lluvia de datos. Los he escrito en el margen de unos ejercicios treboleses que tenía encima de la mesa. “Le esperamos el Lunes, Serafín”. Clinck. He salido de mi habitación. Brazos en alto. “¡Biennn! ¡A trabajar! ¡De lo mío!”. Mi padre y mi tío arreglaban la pata desencolada de una mesa en la terraza. Mi madre y mi tía estaban en la cocina. Pensaba que se alegrarían. Pero no, más bien lo contrario. “…eso está muy lejos”, ha murmurado mi madre. “…te va a salir cuenta con paga”, ha comentado mi tío Cipri. “¿Tú te lo has pensado bien?”, ha preguntado mi tía Tatiana. Y el remate de mi padre ha sido: “…no pasaba nada porque te prepararas mejor este año unas oposiciones”. He respirado hondo y me he vuelto por donde he venido. No sé de qué me extraño. En estas cuatro paredes, mis padres y mis tíos hacen bloque común y los jarros de agua fría son su especialidad de la casa.

III
Por este orden. Mi padre: “¿Llevas la documentación?”. La tía Tatiana: “Sal con la cazadora puesta, allí tiene que hacer frío y tú ya sabes que tienes la garganta delicada”. Mi madre: “Avisa cuando llegues”. Y el tío Cipri: “No tengas que aguantar más de la cuenta. Si no te gusta lo que ves, te das media vuelta y te vienes”. Me río. “Sí, sí, no os preocupéis”. Hasta esa línea amarilla pintada en el suelo pueden llegar. Por ahí, el escáner, y detrás, a buscar la puerta 13A. Estiran el cuello. Se ponen de puntillas. Me dicen adiós, nene, adiós. Me avergüenzan un pelín. Ya vale, ya vale. Es que toda la gente me mira. “¿Tarjeta de embarque, por favor?”. La muestro. “Chaqueta y todos los objetos metálicos, incluido el cinturón, en la bandeja, por favor”. Últimos besos al aire. Flota alrededor mío un ambiente de desazón. Luz verde. Puedo pasar. Voy a lo desconocido. Rezo. En trebolés, claro.

IV
Me lo imaginaba más grande. Al Colegio Catarsis, me refiero. Resulta que no. Es un edificio bastante nuevo, de dos plantas. Con un pequeño jardín en la entrada. Y un patio que es un campo de futbito y poco más en la parte trasera. Según me ha ido explicando Berta, la coordinadora, estuvieron a punto de cerrarlo. Los alumnos ya tenían otros centros reasignados, a los que tendrían que acudir en autobús. Pero una acción decidida (y económica) de los padres lo evitó en el último momento. Mi clase es ésa. De la que más jaleo sale. No hablan, berrean. Entro. Mi presencia impone una pequeña tregua. Hay una veintena de chavales, calculo. No me dejaré influir por la primera impresión, no. Antes de nada, antes de decirles quién soy y a qué vengo, antes de conocerles por su nombre, tomo asiento. Extraigo un libro. Lo abro por la primera página. Lo he escogido para el momento. Empiezo a leer. Vocalizando. “El valor de una lengua riquísima que se remonta al origen de los tiempos”. En perfecto trebolés, la maravillosa lengua de los cuatro principios que todos deberíamos hablar. Pienso que les va a impactar. Que se quedarán impresionados. Pero, la verdad, no me hacen ni puñetero caso.

V
Hoy se me ha pasado llamar a casa. A las doce de la noche ha sonado el móvil insistentemente. Antes de saludar, antes de decir nada, desde el otro lado he escuchado la voz de mi madre: “¿Te pasa algooooo?”.

VI
Dos días a la semana, durante el recreo de la comida, me toca vigilar el patio. Desde la verja, observo los movimientos de los enanos que corren, se persiguen y se desgañitan con sus estridentes chillidos. De repente, “chisss, chissss”, me ha llamado un señor al otro lado de la valla, en la calle. ¿Es a mí? Allá que he ido. “Mire, soy el papá de Milo… él se ha dejado la fiambrera en casa, ¿sería usted tan amable de dársela?”. Faltaría más. Ya sé quién es Milo, porque destaca. Es pequeñajo, pero con un nervio gigantesco. Lo busco. Lo encuentro enganchado de un columpio. “¡Miloooo! Tu papi me ha traído esto”. No muestra excesivo entusiasmo. Se ve que no le va el menú. Salta al suelo en un hale-hop. “¿Qué papi?”. Me descoloca la pregunta. ¿Acaso no tiene papi? “Pues el tuyo, cuál va a ser”. “Sí, pero que cuál de los dos”. Ahí me ha dado. No sé qué composición hacerme. Será que su madre tiene una nueva pareja, que hace las veces de padre. O será que tiene dos papás. Algo de eso será. Señalo hacia la valla, como diciéndole. “Ése es”. Pero ahí ya no hay nadie. No voy a entrar en un maremágnum de descripciones con el crío, así que me encojo de hombros y me retiro hacia mi rincón para seguir vigilando. De tanto en tanto, miro hacia la calle, por si vuelvo a ver al papá de Milo. A uno de los dos, me refiero.

VII
Toc, toc. Llamo al despacho de la coordinadora, Berta Aguas. Ella fue la que me contactó. Estoy llegando a mi límite. No sé si la interrumpo, pero me tiene que atender. No, no y no tolero que nadie me toree. ¿Hay o no un compromiso serio por parte del Colegio Catarsis con la asignatura de Trebolés? Quiero saberlo. Berta, retira sus gafas de vista cansada, y afirma: “El colegio tiene una orientación clara y definida por todos los idiomas, el Trebolés incluido, por supuesto”. De acuerdo, entonces. Los alumnos no trabajan. Ninguno se salva. Quiero convocar a todos los padres para exponerles mi disgusto. O se ponen las pilas, o me los cargo a todos. Y los padres deben saber cuál es la conducta de sus hijos. La coordinadora me pregunta: “¿Quieres que convoque a todos los padres?”. Afirmativo. O se da un golpetazo encima de la mesa, o se rompe la baraja. “Sea”, me contesta. Luego, se pone las gafas  y sigue a lo suyo sin hacerme más caso. Por lo visto, eso que hace ahora debe de ser también muy importante.

VIII
Me he quedado corto con la previsión de asistencia. Murmullos en un aula repleta de gente adulta. Entro solemne. Recuento. No me salen las cuentas. Si tengo cuarenta y seis alumnos, contando las dos clases, aquí como mucho tendrían que haber venido noventa y dos padres. Pero hay ciento y la madre. Por lo menos, cuatro por niño. Ah, carámbanos, me respondo a mí mismo, éstos son los abuelos que vienen delegados por los papás. Me irrito. Mal empezamos. Menuda falta de compromiso, también en casa, con el Trebolés, una materia tan trascendente.

IX
Lo reconozco. A veces se me escurre el tiempo de las manos. A veces, me aburro. Estoy pensando en escribir un cuento. En Trebolés, claro. Para que mis alumnos lo lean, se enganchen al idioma y luego lo comenten conmigo en clase. Barrunto la idea. No estaría mal, Serafín, me digo a mí mismo, que escribieras una historia épica de un grupo de glóbulos rojos que son amigos y que batallan a muerte contra unas bacterias invasoras. Una historia que podría estar pasando dentro de nosotros mismos. Estos temas, a los nanos les van mucho. Pliiiiim. Bombillita encendida. Para evitar incurrir en fallos de nomenclatura, para dar verosimilitud a la historia y para familiarizarme con los conceptos básicos como plaquetas,  plasma, etc,  he buscado a Santos, el profesor de Ciencias. Lo he encontrado tomándose un cafetito. Le he dicho: “…me gustaría asistir a tus clases cuando te toque hablar del cuerpo humano…”. Me ha mirado como a un bicho muy raro. “…eres muy bienvenido cuando quieras”. Biennn. Así, ahora me saldrá una historia mucho más redonda.

 X
Los chicos me miran. Qué hace el Serafín en la clase del Santos. Pues nada, ya os enteraréis, ya. Noto que los distraigo. Tengo la nariz taponada, he olvidado pañuelo, y no sé qué hacer con estos malditos mocos. Los sorbo. Todo el mundo lo escucha y hace como que no. Por lo demás, Santos explica con un tono muy monocorde. Tomo apuntes en Trebolés. La verdad es que hasta a mí me cuesta seguir a este buen hombre y entender todo lo que dice.  

XI
Ésta es la tercera clase de Ciencias. Ya no me parece tan buena idea escribir sobre unos esforzados glóbulos rojos que se hacen amigos y que van a toda paleta a través de las autopistas arteriales. Iba yo por el cuarto bostezo, cuando Santos ha empezado a explicar el tema de la reproducción. “Ah, eso”, los chicos van de sobrados y, con sonrisitas, hacen ver que dominan la materia. Me aplico. A ver cómo cuenta lo de la semillita y estas cosas. Santos se levanta hacia la pizarra magnética. Escribe, “Reproducción trebolense”, “Cuatro principios”, “zoide uno”, “zoide dos”, “vulo uno”, “vulo dos”. Flecha hacia abajo. Forman un “cuatriembrión”. Veo a Milo, que está fabricando proyectiles con papel de plata. Se me nubla la vista. Santos se da cuenta: “Serafín, ¿te encuentras bien?”. Me acabo de caer del guindo. ”Sí, sí, no es nada”. Pero me salgo de la clase. Estoy pálido. Si me pinchan ahora dudo que encuentren a ninguno de los glóbulos rojos que pensaban protagonizar mi cuento trebolense.

XII
Llamo. Da tono. Una, dos, tres, a la cuarta descuelgan. Una voz muy grave me pregunta: “¿Te pasa algo, Serafín?”. Respiro, respiro. Trago saliva. “¿Te encuentras bien?”. Al final sólo digo: “Estoy bien, papá Cipri”. Ahora el silencio viene del otro lado. Antes de que les cuelgue, me da tiempo a escuchar en un susurro a la misma voz grave anunciando a mi otro papá y a mis dos mamás: “el chico lo sabe”. 

lunes, 17 de septiembre de 2012

Elogio de la imaginación




I
La verdad, Nino la acaba de ver en la penumbra del garaje donde él estaba poniendo el candado a su bicicleta. Y no lo ha dudado ni un instante. Es que es guapa. “Clap, clap, clap”. Así ha sonado el batir de sus chancletas saliendo a su encuentro. “¡Oye, oye!”. Ella se ha girado sorprendida. Confirmado: es muy guapa. Nino ha arqueado las cejas: “... ¿tú y yo no nos hemos visto en otra ocasión?”. A la chica le ha salido un gesto perplejo,  en blanco.  Él ha sonreído.  Buen momento para presentarse. Ya puede decirle: “De todas formas,  yo soy Nino. Estoy en la puerta 39”.  Pero no ha dado tiempo. Por detrás, ha surgido la sombra protectora y ahuyentadora de la madre, que venía cargada con la bolsa de la playa: “¿No irías tú al Colegio Bluefield?”. Glup. Mayday, mayday, abortada la operación “tu cara me suena”. Nino se ha enredado. Y ha reculado. “No, yo… bueno, simplemente me habrá parecido, pero no”. Madre e hija se han abierto entonces paso. Él ha hecho como que se había dejado algo en la bici. Mordiéndose los labios, con la cabeza gacha y una sensación cierta de zángano ha pensado entonces: “…seguro que Segis habría sacado partido de la situación”.

II
Las olas besan unas rocas desiguales que se amontonan sin encajar unas con otras. Parece una escollera más. Pero en realidad es la Base del Destino, una fortaleza muy bien camuflada. Segis y Nino han llegado allí cuando caía la tarde y el sol ya no era tan implacable. Han saltado de piedra en piedra haciendo equilibrios para no caer entre los intersticios. Y se han sentado en la punta del entrante, varios metros mar adentro. Ahí están seguros. De lo contrario, se activarían las alarmas y se pondría en marcha el protocolo de emergencia que, para empezar, a ellos los haría invisibles y para continuar paralizaría a cualquier intruso dejándolo como una estatua de bronce. Desde la Base, suelen contemplar en el horizonte cuanto sucede en el mundo. Con las piernas recogidas y puesta la vista en el agua los dos amigos llevan un buen rato hablando. Segis explica: “Hoy no he venido con el Jaguar. He escuchado un ruido sospechoso. Y lo he llevado a la planta piloto para que mis ingenieros lo chequeen. Alguien malintencionado podría haber contaminado el combustible con un virus”. Nino asiente: “Bien hecho. Cualquier precaución es poca… Por eso los investigadores de mi compañía están trabajando para que nuestro planeta no dependa más del petróleo como fuente de enrgía… Y tengo que decirte, amigo, que estamos a punto de conseguirlo”. Segis abre la boca maravillado. “¿Sí? ¿Y cómo?”. Nino prosigue con entusiasmo: “…teníamos la respuesta científica delante de nuestras narices y no la veíamos… hasta que contratamos a ese maestro relojero del que te hablé…”. “Ah, sí, el barbudo ése”. “…pues que sepas que ese barbitas ha adaptado la cuerda indefinida de los relojes al motor de los vehículos… ¡Y funciona! ¡Esta mañana yo mismo he venido volando con un prototipo de ultraligero, y sólo tenía que darle cuerda de vez en cuando,  así: ras-ras-ras!”. “Hm, hm”. De repente, han escuchado por detrás una voz distinta a la suya.  Otra vez: “Hm, hm”. Segis y Nino enmudecen en seco. Se giran. Se asustan. Se ponen de pie. A la defensiva. No han funcionado los controles de seguridad. Estaban demasiado abstraídos. Qué hace ésa ahí. Qué ha llegado a oír. Se les ha colado hasta la cocina. A menos de medio metro. Segis prepara los pulmones. Le va a decir. Con una señal, Nino le para. Es que es ella. La chica con la que intentó comunicar con el típico “yo a ti te conozco de algo”. Los tres respiran agitadamente. Ella mira ahora a Nino y le dice: “Sala de Esperas, urgencias del Hospital General en Mardebé. Hace cinco años. Soy Carolina”. Nino traga saliva. No se acuerda. Mierda. No se acuerda de aquel episodio. Segis, entonces se abre paso, y saltando entre las crestas de las rocas irregulares, se va, exclamando: “Bueno, mientras os aclaráis, voy a ver cómo han quedado mis ingenieros con lo del ruido del Jaguar”.

III
Tres minutos antes de abrirse la puerta, se ha escuchado un BROOOM, BROOOM de un coche prehistórico. Inconfundible registro sonoro el del trasto de Segis. Veterano de las ITV. Pero por lo menos aún les lleva y les trae a la fábrica cada día. Nino entra en la casa con un: “¡Soy yoooo, ya estoy aquíiiiii”. En el pasillo, se cruza con la suegra que, con los años que la conoce,  sigue igual de seca y envarada y que lo recibe con un: “yo ya me iba”. Acto seguido, besa a Carolina, su mujer, que habrá llegado no hace mucho también. “¿Y la peque?”. “En su habitación”. Nino prosigue su ruta por el piso. “Toc, toc”. Dentro está la princesa. “¿Se puede?”. La niña, monísima,  está seria, muy seria. “Pero… ¿qué te pasa, Carol, que pones esa cara?”. Ella resopla. “Me aburro. Me aburro como una ostra: no va la videoconsola”. Nino hace una mueca. Oh, oh. Esto es un drama. A los tres segundos, con el dedo suelta un chasquido. “Ya está”. ¿Sí? ¿El qué? Nino propone la solución: “¿Te vienes a dar una vuelta con el ultraligero de cuerda que he aparcado en el balcón?”. La niña abre los ojos. Se asoma de puntillas a la terraza por detrás de las cortinas. Macetas, sólo ve macetas. Luego se vuelve hacia su padre y sentencia: “Papi, tú flipas”. 

domingo, 9 de septiembre de 2012

Levantando la cabeza



I
Aún es de noche. Como el cielo está despejado, el relente cala todavía más en los frágiles huesos de Ingrid y el frío intenso acogota sus sentidos. Encima, hoy, se ha resentido de la espalda. Gorro, bufanda vuelta y vuelta, cubriéndole el cuello, grueso chaquetón de paño, guantes de lana y botas por encima del pantalón hasta casi la rodilla. Más ropa no porque no le cabe. Su figura enjuta  y encorvada avanza pisando las hojas que cubren la doble acera de la avenida del Mar. Ahí quedan todavía huecos para aparcar en batería. En menos de dos horas, eso será misión imposible. Ella da pasos cortos y rápidos. Arrastra los pies. Sube las escalerillas de la entrada principal. Y accede al edificio empujando con todas sus fuerzas una desvencijada reja de hierro. Atraviesa el atrio, dejando atrás el eco de sus tacones. Se cruza con la  señora de la limpieza del turno de noche. Ingrid no saluda. Pero no es por antipatía, que también. Es porque va absorta. Bulle en su cabeza todo lo que tiene por hacer, ahora que estará más tranquila, antes de que aparezcan los doctorandos, y la interrumpan continuamente con preguntas absurdas. Sobre todo esa muchacha… Tessa. ¿Cabe más dejadez e ineptitud?  Lo duda mucho. Llega por fin ante una doble puerta que ya no admite más capas de barniz. Saca una enorme llave de hierro macizo. Como si fuera a abrir la puerta de un castillo medieval. Chirrian las oxidadas bisagras. Bienvenida al laboratorio de madam Curie. Al rincón antediluviano que nadie quiso y que por eliminación, le asignaron a ella. Clinck. Se hace una luz fría, parpadeante, sobre los bancos abarrotados de matraces, agitadores y material de vidrio. Olor denso y desagradable en un espacio mal ventilado. En tres minutos su olfato se habrá acostumbrado y ya no lo percibirá. Descarga el bolso que ya le descoyuntaba el hombro. Cuando entre en calor empezará a quitarse el chaquetón y le cabrá la bata que fue blanca al principio de los tiempos, con el bolsillo superior cargado de valiosísimos rotuladores permanentes. Rotuladores permanentes: Especie protegida en vías de extinción en los laboratorios de química por falta de presupuesto. Mientras, cada día hace lo mismo. Arrastra una banqueta y la pone en medio. Luego va hacia su mesa, y se sienta con la urgencia de plasmar todo lo que venía rumiando por el camino antes de que se le vaya de la cabeza. Fuera, todavía faltan muchos minutos para que se apaguen las farolas de la calle.

II
Veinte veces. Tessa ha bordeado veinte veces la banqueta que sigue por ahí en medio, se ha acercado a Ingrid con  el balón de 100 mililitros esmerilado, la ha interrumpido y le ha preguntado: “Ingrid…. ¿y ahora qué hago?”. Veinte veces Ingrid se ha mordido la lengua, ha dejado lo que se traía entre manos, ha contado hasta veinte antes de responder, y provista de una paciencia casi infinita, le ha dicho paso a paso, punto por punto, lo que viene a continuación. Ingrid no duda que la chica le escucha. Lo que cuestiona es si retiene la explicación. Porque, a lo que parece, en veinte segundos más la ha olvidado. Cuando Tessa contraataca y vuelve la vez que hace veintiuno, en lugar de preguntar “y ahora qué hago”, lo cambia por un “bueno… esto ya lo dejo para mañana, que es tarde”. A Ingrid se la llevan los demonios. Cómo que mañana. Cómo que es tarde. La buena señora ha aparecido casi a las once. Aún no son las tres y media y ya está diciendo que mañana más. Pero dónde se cree que está. ¿En un balneario de spa? Va a decírselo. Por ahí no pasa. No y no. Es justo cuando el balón esmerilado se le escurre a Tessa de entre los dedos. Y en veinte centésimas de segundo va al suelo. Y se hace pedacitos. Con la última solución de mimetol que quedaba. La cara de Ingrid es un poema. La cólera le sube desde el estómago. Qué has hecho, niña, qué has hecho. Los últimos miligramos de mimetol. No hay más. Y no queda dinero para comprar más. El mimetol a tomar por saco. Ingrid estalla: “No sé dónde te crees que estás tú. Vienes cuando quieres. Te vas cuando te da la gana. No prestas atención. No sabes, no quieres saber. No trabajas, no quieres trabajar…”. Desde los laboratorios adyacentes acuden y se asoman al escuchar el alboroto. Ingrid se acuclilla con dificultad en el suelo. Intenta salvar las trazas del reactivo, aunque sabe que eso es inútil. Ahora la ira se le desborda y sigue bramando: “…recapacita porque si de verdad es a esto a lo que te quieres dedicar, ya te digo yo que te busques otra cosa, porque definitivamente tú no sirves”. Tessa está muda. Roja. Se quita su blanquísima bata. Recoge de la percha de su taquilla el abrigo. Y, sorteando la banqueta que está por el medio, sale sin despedirse. Ingrid la persigue: “Y conste que, cada día he puesto adrede esta banqueta en el medio… con toda la intención… para ver si te dabas cuenta de que es un estorbo, y que lo que procede con lógica es apartarla, no rodearla como has venido haciendo tú mil veces… ¿me oyes?”. Ingrid entra de nuevo en el viejo laboratorio. “¡Inútil, torpe!”. Está sola ahora. Intenta calmarse. Pero no puede. Se dice a sí misma: “Míralo: el mimetol, todo a la mierda”.

III
Sí, aún brillan las estrellas. Ingrid se pregunta qué está haciendo ella ahí. Divisa con perspectiva el principio de la Avenida del Mar. En esta madrugada transparente la luna llena se oculta tras las montañas del oeste. No siente frío en sus mejillas. Ni cansancio. Ni se acuerda de su espalda. Sólo un poquito de vértigo. Pasa por encima de las hojas caídas desde unos árboles que encuentra muy robustos. Coches brillantes y deslumbrantes a sus ojos abarrotan el margen de la acera. Incluso en doble fila. Por cierto, dónde para la reja de hierro forjado. Dónde. En su lugar, una cristalera glaseada, se abre por la mitad a su paso. Suelo reluciente, mármol pulido. Un robot silencioso aspira y pasa la mopa en el atrio deslumbrante. Ingrid se frota los ojos. Esto será un sueño, qué duda cabe. Sigue avanzando. Aquí, aquí es donde debería estar la entrada a su castillo de Madam Curie… En su lugar encuentra una puerta acorazada con apertura, clic, digital. Ingrid no da crédito. Dónde está su laboratorio del alma. Dentro, madre mía, bancadas impolutas, vitrinas inmaculadas. Luz natural. Aire puro a su paso. Qué es todo ese orden. Eh, ahí,  una señora con una bata. Le preguntará. Al punto, Ingrid queda muda. Reconoce detrás de ese pelo gris, ese rictus, esos ojos. Es Tessa. Seguro. Queda estupefacta. Tessa. En la mano, ella tiene una publicación abierta por la primera página. Ingrid, no puede evitar releer el título, “SÍNTESIS CON MIMETOL. Tal como predijo en sus modelos químicos la doctora Ingrid Mesa treinta años atrás…”. La piel se le pone de gallina a Ingrid. Va a hablar. Está emocionada. Pero la voz no termina de salirle. Tessa se encamina hacia la entrada, como si no se percatara que ella está ahí. No llega a salir. Simplemente arrastra una vieja banqueta, la pone en medio del laboratorio y suspira en voz alta: “Ay, si Ingrid levantara la cabeza…”. 

domingo, 2 de septiembre de 2012

El palacio de las hadas



I
“Por la confianza que te tengo, Puri, y los años que os conozco, he contactado contigo… Me habría sabido especialmente mal que hubieran procedido a ejecutar al desahucio”. Ella está sentada en el despacho del director de la sucursal. Con la espalda recta como un palo. Nadie los ve. Nadie los oye. A Puri sólo le sale un hilillo de voz: “¿Y… a cuánto asciende el impago de mis padres…?”. El del banco se ajusta las gafas. “Mmmm… El tema ha llegado a…”.  Dice una cantidad. La mujer no puede evitar cerrar los ojos y ahogar un exabrupto.  Pero ya lo han hablado cien veces. Ahora eso ya no se puede refinanciar. Ni poniéndose de rodillas. Es tarde para eso. “…esto ya no depende de mí, Puri”. Él no se explica cómo ellos, sus propios padres, no se lo contaron antes. Ella en cambio sí. Abre su bolso. Saca la libreta de ahorros. Y le indica: “Cúbrelo con lo que hay en esta cuenta”. Él toma la libreta y la introduce en una impresora. Saltando de pantalla en pantalla, teclea unos números. Imprime un justificante. “Firma aquí”. Nunca una firma tuvo un trazo tan tembloroso. “Arreglado. Espero que, a partir de ahora, las cosas vuelvan a ir mejor”. Puri se levanta. Las piernas apenas le sostienen. El saldo de la libreta, raspando, se ha quedado con dos dígitos nada más.

II
A la chica de la Agencia, al verla entrar cinco minutos antes, le había salido un saludo jovial, eufórico, rotundo. “¡Hey, Puri, qué alegría verte!”. Ahora, sin embargo, está tragando saliva y ha cambiado su semblante. Se muestra sorprendida: “Qué me estás diciendo. Cómo que anulas el viaje cuando faltan diez días. Pero por qué, mujer, con la ilusión que te hacía…”. Firme: “No, no. No puede ser. Yo lo siento mucho, pero ahora ya no te puedo devolver la señal”. Intransigente: “Sí, sí: tú léete bien el precontrato y verás cómo explica lo que se entiende por causas justificadas...”.  Y finalmente, cuando Puri acaba de salir y ya no la puede oír, despectiva: “Ya sabía yo que una mosquita como ésa, con tanta ansia, con tanta ínfula, que mira que ha dado por saco dándole mil vueltas a todo, tenía que acabar cancelando… ¡Mucho era ese viajecito para ella!”.

III
Ya le pesa hasta la cofia que le cubre el pelo. Puri enjuaga los platos y los apila en el escurridor. Ahora parece que respiran un poco. Pero hace una hora, aquello era el acabose. A los clientes no les gusta esperar y todo eran prisas. Las tres cocineras se multiplicaban en un miniespacio de cuatro metros cuadrados y no daban tregua a la plancha. Puri, una de ellas. Mientras, la voz exigente del camarero principal, Lalo “el Pincho”, las apremiaba: “¡Eh, que me faltan todavía las bravas para la mesa diez!”. Va, va, ya va. Bufff. Afortunadamente, en el bar han empezado a bajar ya los decibelios. Sólo en una mesa las risotadas atragantantes se suceden. Será que sus ocurrencias están siendo buenas. Lalo, un poco más templado,  se acerca a la cocina: “Ay, ay, Cocinillas, esta semana que viene no sé cómo nos las vamos a apañar sin ti”. Ella  se queda de piedra. No le ha dicho que finalmente no se va a ninguna parte. No ha encontrado hueco. No ha sabido cómo. No se ha atrevido. Y han ido pasando los días. Lalo se resigna: “…ahora, tú te mereces unas buenas vacaciones y espero que, por lo menos, te lo pases de miedo”. Puri entorna los ojos. Se le resbala un plato. Se rompe. Lo pasará de miedo, eso seguro. 

IV
No puede faltar nada en la puesta en escena. Puri repasa la maleta por si falta algo. Luego se encoge de hombros: Si falta, que falte. Abre la puerta de su pequeño piso. Sale. Cierra tras de sí. Dos vueltas de cerrojo. Y empieza a bajar lentamente las escaleras. Puri cuenta atrás mentalmente. Cinco, cuatro, tres, dos, uno, cero. ÑIIIIIIIIC. Crujen las bisagras de la puerta de Mariló, la vecina. No falla. “Te he oído y me he dicho: voy a decirle a Puri que se lo pase en grande, que disfrute como una niña y que me lo cuente todo a la vuelta…”. “No voy a tener mucho que contar, es sólo una semana”. La vecina se ríe. “anda que si, con la murga que has dado, me voy de viaje, me voy de viaje, después no me cuentas nada, es como para no volver a hablarte ni dirigirte la palabra…”. Puri ya llega al patio con los brazos machacados por el peso del maletón. Mariló le estampa dos besos. “¿Tú ves cómo las cosas buenas van llegándote poco a poco?”. Y ella, con el aire fresco de la calle piensa que sí, que es verdad, que cuando se queja de su suerte, se queja de vicio.

V
En ese mostrador, el número 13, facturan los equipajes del vuelo que ya no tomará. Menuda cola hay. Un montón de niños revolotean excitadísimos alrededor de los carros que portan sus papás. Puri se detiene en la fila. “¿Es usted la última?”, le preguntan. Va a decir que sí, pero es que no. “No, no, pase”. Sigue hacia delante. Mira de nuevo. Se asegura. Que no haya nadie conocido en la terminal. No, por favor. Se encasqueta unas gafas y cubre su cabeza con un pañuelo. Ya no parece ella. Sube por la escalera mecánica hacia arriba, al mirador. Atraviesa las mesas vacías del restaurante. Visualiza “su” avión, pegado a un dedo extensible por donde embarcarán los pasajeros. Ése. Y espera. Muchos minutos más tarde, el aparato maniobra y lentamente se dirige a la pista de despegue. Intermitentes en los extremos de sus alas. A la de una, a la de dos, a la de tres. Se lanza, toma impulso, y emprende el vuelo. Sube, sube, se aleja. Y Puri, con la sensación de que ella va dentro, lo sigue mirando, hacia el cielo, entre nubes, hasta que se convierte en un punto que desaparece en el infinito.

VI
Es medianoche. Silencio en la calle, junto al portal. Ella vuelve de puntillas. Nadie por este lado. Nadie por el otro. Sigilosamente. Que no chirrie la puerta. Puri no respira. De repente, dos ojazos la iluminan. Susto de muerte. Shhhhhhh. Es Lachata,  la gata de Mariló. Qué hace ahí, suelta. “Gatita buena, no maúlles, no me descubras. No me has visto”. Sube la escalera. Hasta la llave quiere hacer ruido. Pasa como un fantasma. No enciende la luz. Se descalza. Que no la oigan ni los de abajo. Ella, en estos instantes, debería estar entrando en el hotel del parque temático, en el Palacio de las Hadas. Le habrían dado una suite. Pero ahora es una intrusa en su propio pisito. No se asoma ni a su habitación. Se deja caer en el sofá. Repara en el móvil. Se lo piensa. Lo enciende. PI-PI-PI. Ha entrado un mensaje. Le tiembla el pulso. Es de Lalo. “Hola, Cocinillas, ¿has llegado bien?”. No sabe qué hacer. Finalmente, escribe. “Avión con retraso. Vuelo con turbulencias. Hotel impresionante. Seguro que os las apañáis bien sin mí. Abrazos mágicos”. Después, apaga el teléfono. Y cierra los ojos. Pero no puede dormir. Será, eso piensa, por el mareo que le dio cuando lo de las puñeteras turbulencias, que todavía le dura.

VII
Abre los ojos. Ya se cuela el sol entre las cortinas. Lo primero que hace Puri es consultar en internet qué tal tiempo hará hoy en el Parque del Palacio de las Hadas. Ve un dibujo con nubes grises y gotitas para todo el día. “¡Mecachis!”, suelta con un chasquido de dedos, “¡y yo me he dejado el chubasquero en casa!”. Pasa el resto del día tumbada en el sofá. De tanto en tanto llegan hasta sus oídos los gritos de Mariló, que mira que tiene la voz de pito. Lee todo lo que le aparece en el ordenador sobre las Hadas y su palacio encantador. Las horas parecen transcurrir lentas, pero finalmente acaba anocheciendo el que es su segundo día de viaje. Se acuerda del móvil. Lo enciende. Espera. No. No entra ningún mensaje. Se ensombrecen sus ojos y piensa: “Ya te vale, Pincho Lalo, hoy podrías haberte acordado un poquito de mí”.

VIII
Es de día otra vez. Tras la ducha silenciosa, por favor que las cañerías no la delaten, se ha puesto delante del ordenador y ha capturado en una página web una foto preciosa del Palacio de las Hadas. Parece mentira que un sitio tan hermoso pueda existir. Después ha copiado una silueta suya. Y la ha pegado. Pasa horas y horas retocando la imagen. Variando sombras. Perfilando píxeles. Pero es desesperante. Esto es más difícil que hacer una tarta de tres chocolates. Cada vez, el resultado es peor. Canta por soleares. Maldice al programita. Las opciones “borrar bolsas de los ojos”, “realzar pectorales”, o “eliminar cartucheras” salen muy bien. Pero ella sigue quedando como un pegote y no es creíble que realmente se encuentre ahí. Termina por darle al botón suprimir, por enviarlo a la papelera de reciclaje y, sin oportunidad para arrepentirse, por vaciar la susodicha papelera. Cuando desiste de conseguir una buena evidencia de haber pasado por el Palacio de las Hadas, es de noche otra vez. Busca el móvil. Lo mira. PI-PI-PIIII. Atropelladamente entra un mensaje. Bien. De Lalo, claro. “¡Hola, Cocinillas! Si te seduce la gastronomía mágica del país de las hadas, toma buena nota y la incluiremos en nuestra carta… Ya te lo puedes estar pasando chupi, porque he de confesar que te echo de menos”. Puri piensa. Escribe. “Los bufets de aquí son variadísimos. De los que no sabes por dónde empezar ni cuándo acabar. Pero nada como nuestros estupendos platos. Abrazos”. Según le da al botón enviar, Puri abre una bolsa de pan integral tostado, y muerde una tostada. Esta noche es su cena.

IX
Estaba adormilada. Pero de repente ha escuchado un ruido. ¿Eh? Alguien hurga en la cerradura. A Puri le entran mil y un temblores. ¿Quién está intentando entrar en su casa a estas horas de la noche? Inspecciona en la penumbra alrededor suyo, en busca de algo contundente… No encuentra nada. Sí, la botella de agua,  que es de cristal. La coge del cuello, a forma de empuñadura. Servirá para abrirle la cabeza al ladrón si se tercia.  Mientras, roook, roook, dos vueltas al cerrojo. Quien quiera que sea lleva llave. Corazón a tope. Nudo en la boca del estómago. Suda por la sien. Se abre la puerta. Y escucha un ronco: “¡Gata de mierda, tira para allá!”. Esa voz… esa voz… Puri contiene un grito. Es la voz de su padre. Sí, es su padre. Qué hace ahí. Instintivamente, ella da un salto por encima del respaldo del sofá. Cae sobre el gres en mala postura. “Ay, ay”, gime, “mi hombro”. Cinco segundos más tarde Puri se encuentra con dos ojos que la miran. Lachata otra vez. “Gatita buena, no me has visto”. El padre de Puri ya está dentro. Se hace  la luz. Deslumbra a Puri en su escondite.  “¡Shhhhh, bicho, fuera de aquí!”. La gata lo torea como quiere y se escurre hacia la escalera. Plooom. Ahora se cierra la puerta. Composición de lugar. Dos pasos al frente. Silencio falso. Una tos bronquítica. Va directo a la alcoba. Cajones de la cómoda. Armario ropero. Abiertos. “Dónde, dónde, dónde guardará la niña ésta…”. A Puri no se le va el estremecimiento. Se muerde la lengua con fuerza. Los papeles vuelan por el aire. El registro se prolonga, con pausas incluidas, dos larguísimas horas. “¿Sólo esto…?”, le escucha decir. Cansinamente, el hombre devuelve lo revuelto al sitio. A su manera. Va al baño. Tira fuertemente de la cadena. Los desagües rugen haciendo temblar el patio de luces. Nuevos pasos. El padre mira hacia el sofá. Se frota los ojos. Raro. Algo raro hay ahí. Se acerca a la mesita y alcanza al móvil de Puri. Lo coge. Lo mira. Está parado. Ella reza lo que sabe. Diez segundos más. Lo vuelve a dejar. Y se da la vuelta. Alivio. Está en la puerta para salir. Una última ojeada. Hola, una bolsa de pan tostado. La recoge también. Abierta. Mordisquea una rebanada crujiente. Abre. Apaga la luz. PLOOOOOOM. Cierra. Dos vueltas a la cerradura. Dentro explota un llanto incontenible. Encajonada detrás del sofá sigue Puri. De ahí no se moverá, no, hasta bien entrado el nuevo día, no sea caso que a él se le ocurra venir de nuevo.

X
Ni los céntimos, no ha dejado ni los céntimos. Ahora ya sabe por qué le desaparecía dinero de tanto en tanto. Ahora sí que no le queda nada. Ahora no tiene para el alquiler. El abatimiento da paso a la cólera. Y al odio. Mira hacia el techo. Cuándo, cuándo acabará esto. Pasa el día hipnotizada. En internet dicen que hace sol en el Palacio de las Hadas. Hoy, un poco antes de lo normal, enciende su móvil. PI-PI-PIIIIIII. Mensaje. Lo lee con ansiedad. Lalo. “Estoy por coger el próximo avión, encontrarte en el Palacio de las Hadas y decirte allí lo mucho que te necesito”. Puri cierra los ojos fuertemente. Los abre. Sí, desgraciadamente sigue ahí, en su minipiso. Le contesta, con mayúsculas, con cuatro palabras: “¡NI SE TE OCURRA!”
  
XI
Todos los viajes acaban. Éste también. En un rato amanecerá el último día. Puri estira el asa de su maleta. Otra vez la puesta en escena. “Espero no olvidarme de nada”, murmura. Ahora pesa un poco más, claro, de los recuerdos que se supone ha comprado. Se alía con el silencio, aunque escucha unos ronquidos por detrás del tabique. “¡Caray, Mariló!”. Y sale a la escalera. “Lachata, bonita, nos vemos en un rato”. Acurrucada en el escalón, la gata, impertérrita, se deja acariciar. Puri ha pasado una semana sin pisar la calle. Llena sus pulmones de aire fresco. Todo sigue igual. Pero todo es asombrosamente distinto. Sobre todo en lo que, a partir de hoy, se refiere a sus padres.

XII
Según el panel, el avión tomará tierra a la hora prevista. Puri lo comprueba. Va de incógnito, con sombrero y gafas oscuras. Estos son segundos de mucho riesgo, porque aún no puede ser vista por nadie que la reconozca. Junto a la puerta de salida se amontona ya gente que, con impaciencia, mira el reloj. Van a recibir a los suyos. Estiran el cuello con ansiedad, a ver si por fin aparecen por detrás del cristal translúcido en la zona de recogida de equipajes. En unos minutos se producirán escenas emocionantes. Reencuentros. Abrazos efusivos. Gritos. Besos. Todo aderezado con un desfile de maletas rodantes vapuleadas. Ahora. Ya ha aterrizado, indica el luminoso. Ahora es el momento. Puri entra en el baño. Hace equilibrios, entre la puerta, retrete y maletón. Gorro y gafas fuera. Procede a cambiarse la camiseta. Es que aquí también las venden con dibujos del Parque de las Hadas. Todo está calculado. Ésa que sale del baño parece otra. Es Puri, transformada. Va directa. Se funde con el choque entre la oleada de gente que llega y el espigón de gente que recibe. Caras felices casi todas. Ahora sí. Ha regresado. Ya está aquí. Mmmm. No espera que la espere nadie. Avanza hacia la salida de la terminal, mezclada con pasajeros y familiares. Es cuando, toc, toc, alguien le toca la espalda, ella se gira y lo ve. A Lalo “El Pincho”. Es él. Está ahí. De normal y sin su traje de camarero parece otro. Nudo en la garganta. “Pero qué haces tú aquí…”. “¿Yo? Hacerte caso, Cocinillas”. Puri, al pronto no entiende. Qué me estás contando. Pincho le enseña con una mano una ramita de olivo y con la otra una postal. Es una postal del Palacio de las Hadas. Con matasellos del País de las Hadas. La letra, inconfundible. ¡Es de ella misma! Puri traga saliva. No entiende nada ¿Pero cómo? Lee: “Pincho, si quieres triunfar conmigo tendrás que venir a recogerme al aeropuerto con una varita mágica”. Se queda desconcertada, roja como un tomate. Lalo se justifica: “Disculpa, no encontré otra varita: espero que sirva lo mismo”. La agita al aire. Hale hop. Aparentemente todo sigue igual, “ding dong ding, por su seguridad rogamos permanezcan atentos a su equipaje en todo momento”, pero para ellos es como si alrededor no existiera nadie más. Encantamiento total. Se alejan juntos, abrazados, hacia la boca del metro, y sus voces van difuminándose con el ruido de fondo. “Por cierto… qué tal el viaje”. “…no, yo no tengo la sensación de haberme ido”. “Ah, ¿No…? Pues tendremos que volver…”. “Los dos”. Desde la escalera mecánica que baja al andén aún se les ve, pero ya no se les escucha. Para que no queden dudas, sí, están diciéndose que a la primera que puedan volarán, juntos, al Palacio de las Hadas.