I
PLAAAAM. He cerrado el libro con tanta fuerza, que si hubiera atrapado una
mosca entre sus hojas, la habría enviado directamente al mundo bidimensional. Bostezo.
Me desperezo. Miro el Mapamundi y compruebo el trecho que hay entre los
Apeninos y los Andes. Edmundo tuvo que haber
dejado escrito un último fragmento guardado en algún cajón para redondear esta
historia. Después de tanto sufrimiento, nos tenía que haber permitido disfrutar
un poco más de la compañía de Marco con su reencontrada mamá. “¡Basiiiiiiiii!”.
Ya está. Me llaman. “¡¡BASIIIIII!!!”. Segundo
toque. “¿BASIII….?”. Tercero. Sin esperar más, mi madre sube las escaleras.
Abre de golpe. “¿Estás sordo? ¿Por qué no contestas? ¿Sabes la hora que es?”.
Me encojo de hombros. “No te había oído”, me excuso. Ella prosigue: “¿Aún estás
así, en pijama? ¿Cuándo pensabas ordenar el cuarto?”. Ya estamos. “Escucha,
Basi, llevas mala marcha: Voy a entrar a saco y lo voy a tirar todo a la basura
si no haces tú antes un poco de limpieza en esta leonera…”. Me imagino ahora que
yo soy Marco y no Basi. Pienso: “¡Jopeta, mamá, que yo ya me afeito, que no me he
cruzado medio mundo sólo para que ahora vengas diciéndome lo que tengo que
hacer!”. Ella sigue en su línea: “…y no vengas después con que no te lo he
advertido”. PLAAAAM. Portazo. Si llega a pillar a una mosca entre marco y canto,
la bidimensiona. Desaparece. ¿Lo ves, Edmundo? A esto me refería. A que me
falta el capítulo perdido.
II
Estiro el cuello. Desde mi ático con el tejadillo abuhardillado, en el que ya
no sé cuántos coscorrones me he dado, hace ya un rato que me asomo. Intento ver
si por fin aparece o no el cartero por el final de la calle con su R8 granate. Eh,
ahí viene. Salgo en tromba. Crujen los peldaños de madera. Pulsaciones a mil. Dejadme
paso. Abro la puerta de la calle. El cartero ya ha parado justo al lado. “¡Buenos
días!”. Me envía una sonrisa amable. Me tiene fichado. Se adelanta a mi
expectación. “Hoy no ha llegado nada para ti”. Entonces, mi ansiedad se torna
decepción. Hoy tampoco. ¿Habrá mirado bien en todo ese montón de sobres que
tiene desparramados en el asiento de detrás? Mira que a mí me da que este
cartero es como yo, un poquito desastre. Cierro tras de mí. Y subo muy despacio
los escalones. Con las manos vacías. Por el camino, dirijo una mirada sostenida
de odio hacia mi madre, que guarda silencio. En qué mala hora nos tuvimos que
marchar de allí, dejando mis amigos, mis ilusiones, mi todo; para venirnos
aquí, donde no conozco ni conoceré a nadie, ni tengo ni tendré nunca nada de
nada.
III
Otra vez. Mi madre. “¡BASIIIIII!”. Abro la puerta de mi celda. “Qué pasa”. “Ven,
baja”. Me asomo con desgana. Hay visita. Su cara me suena. “¿Te acuerdas de
este señor?”. Vagamente. “Es Polti, de la Compañía Trans Polti, de Gorroperdido”.
Al instante lo ubico. Salida del pueblo, hacia Mardebé, a mano derecha. Un
vuelco en el corazón. Un tipo que viene de allí, que ha estado allí hace poco.
Y trae fotos. Se las quito de las manos. Las miro. Las remiro. Uf, esto está
igual. Pero ahí, vaya cambio. Le acribillo a preguntas. Me contesta. Vuelan los
minutos. No me he dado cuenta de lo rápido que han pasado. Reaparece mi madre
desde la cocina y ofrece a Polti, “si puedes, quédate a cenar con nosotros”. El
camionero se encoge de hombros. “Bien, vale”, accede. Que no se pare, que me
diga si se sabe ya a qué artistas han contratado para las fiestas del pueblo que,
como siempre, empiezan el 15 de Agosto.
IV
“Sal un poco, hijo. Que te dé el aire y el sol”. ¿Sol aquí? Ja, mi madre
está de broma. “Ve al polideportivo… al cine… Agradece la oportunidad que
tienes… muchos ya quisieran”. Le contesto que sí para que no siga dando la
tabarra. Cuando me recluyo en la buhardilla de nuevo, murmuro: “El jilguero no
aprecia su jaula de oro”, pongo a rodar el mapamundi, y de nuevo me dejo
invadir por la nostalgia de Gorroperdido.
V
Es la primera alegría que me llevo desde que estoy aquí. En el porche de la
entrada, me encuentro una vespino rojita de segunda mano, para que me mueva por
los alrededores con soltura, aquí que las distancias son tremendas. Mi madre
apela a mi responsabilidad y me hincha a advertencias. “Nunca hubiera querido
que vayas en moto, pero entiendo que te hace falta…”. Yo, afirmo: “tranquila, mamá,
que tendré mucho cuidado, seré cuidadoso y prudente”. Y en mi pensamiento, luce
ya una sola pregunta: ¿Hasta dónde podría llevarme este cacharro?
VI
Plan A. He entrado en el pub para buscar a Polti. Lo pone claramente, aquí no
se admite la entrada a menores. Pero es sólo un minuto. En la barra está él
dando cuenta de una cerveza. Mañana
vuelve hacia el sur y pasado estará en Gorroperdido. Tengo la intención de
pedirle que me lleve con él. Que le pago gasoil si hace falta. Que yo me escondo
en la cabecera de su camión. Me mira con cara de lástima. “Me cae el pelo si
hago eso”, contesta lacónicamente. Eso es un “no”. Siento mi orgullo herido. Me
doy la vuelta, no le digo ni “buen viaje” ni “adiós”. Qué habrá querido decir
el muy capullo. ¡Si ya está completamente calvo…!
VII
Plan B. Envuelvo el cerdito de barro en mi jersey y le pido perdón. Luego
lo estampo contra la tarima y se parte en cien trocitos, pero sin estrépito.
Recojo las monedas que dormían en su panza. Pensaba que había más. Pero buenas
son. Pliego el mapa lo mejor que sé. Nunca se queda como cuando era nuevo. Y en
la bolsa pongo lo justito. Un par de camisetas. Un par de mudas. ¡Jooooo…. peta! Me acabo de arrear un coscorrón en la
coronilla. Éste ha sonado. Bajo de puntillas la escalera. Los peldaños me
quieren delatar. Crujen como si fueran a partirse. Contengo la respiración. Dejo el sobre
encima de la mesita de la entrada, para que no se preocupen, para que me
entiendan y me dejen ir. Cierro con sigilo. Infinitas estrellas en un cielo
despejado. Frío de narices. Quito el caballete a la vespinito. La arrastro
calle abajo. Trescientos metros. Ahora respiro hondo. Ya no hay vuelta atrás.
Arranco. Me pongo el casco. Acelero. Siento hielo en las mejillas. Deben ser
mis lágrimas, congeladas por el viento.
VIII
Sí. En esta Estación de Servicio la Vespino ha hecho “pof-pof”. El gasolinero,
ante mi insistencia, la ha mirado un
poco por encima y ha concluido que se ha quemado no sé qué. “¿Y eso se arregla?”.
Malo: ha puesto gesto serio. O sea, que la brava motillo ha dicho: “hasta aquí
hemos llegado”. La llevo dócilmente por
el manillar hacia el aparcamiento. Le pongo el candado. He reventado a mi fiel
corcel después de días y días de galope sin descanso. Cargo al hombro la bolsa.
De repente, la silueta del majestuosos tráiler de Trans Polti irrumpe en el
área de servicio. Yo tengo tiempo justo para esconderme detrás de unos coches. Por
unos carteles que he visto en la cristalera sé que me buscan. El camión no se
detiene. He distinguido la distraída cara del calvo Polti. Ha pasado el
peligro. Se aleja. Se pierde en la línea del horizonte. Reemprendo mi marcha,
ahora andando, por el arcén y con paso firme. Este sol es benévolo: se oculta
detrás de unas nubecillas. Cabizbajo, pienso. A Gorroperdido, un avión, dos
horas. Un camión, dos días. ¿Y yo? ¿Cuánto? ¿Y qué haré cuando llegue allí?
¿Dónde iré? PLAAAAMMM. Con mis manos, acabo
de bidimensionar una mosca. Ahora es cuando empiezo a creer que lo
verdaderamente importante no es llegar a los sitios que más deseas, sino
caminar por el trayecto que nos conduce a ellos… Ahora, ahora es cuando empiezo
a entender, Edmundo, por qué dejaste guardado en el cajón aquel capítulo
perdido.