La vieja fábrica se levantaba en una encrucijada de caminos. Cuando se construyó, muchos años atrás, se encontraba muy alejada de la población. Pero los tiempos de la vorágine urbanística habían acercado las fincas hasta el mismo linde de la nave. Desde fuera, destacaba un enorme muro de ladrillo rojo viejo, con pocas ventanas, pequeñas y recayentes a la carretera. Sobre la entrada principal, un sencillo letrero, “Industrias Medianas”. Y en el lateral, un muelle de carga y descarga, donde se sucedían los camiones ininterrumpidamente.
Casi todo el mundo sabía que de allí dentro salían los afamados “Kublets”. Un producto atemporal, prestigioso, inimitable. A quién no le gustaría tener un Kublet. O varios. Era tan perfecto, que admitía pocas variaciones. Tan conocido, que en cualquier idioma, en cualquier rincón de cualquier continente, la palabra “Kublet” invariablemente evocaba el mismo significado. Tan original, que ni los chinos, maestros de las copias más auténticas, habían podido reproducir nada que se le pareciera. Tan preciado, que a los clientes no les importaba pagar su justo precio ni esperar un tiempo estimable para recibir sus pedidos. Y tan necesario, que ni los periodos de crisis galopante, como el presente, habían frenado su demanda. En resumen: sublimes, los Kublets.
Y el austero despacho del Sr. Mediana se situaba en la atalaya, con un amplísimo mirador desde el que se podía contemplar, o mejor, vigilar todas las áreas de la factoría. Aquella tarde, el mismo Antonio Mediana repasaba en la pantalla los correos electrónicos. Encima de la mesa, varias propuestas de reunión solicitadas por importantes multinacionales. Le querían comprar la actividad. “¿Pero será posible el cafre éste?”, gritó dando un golpe en la mesa. Se levantó con aspavientos, y abrió el enorme ventanal. Se asomó más de medio cuerpo, como si estuviera en la tribuna de un campo de fútbol: “¡Oyeeee, tuuuuuú! ¡A ver si estás en lo que haces! ¡Que vas a tirar todos los palés por no fijarte!”. La voz atronadora del patrón se dejaba sentir en todo el espacio muy por encima del rugido de las máquinas. El aludido se encogió asustado y rápidamente corrigió la posición de las cajas embaladas. Enfurecido, Mediana, regresó al sillón, “¡la madre que lo parió!”, se dejó caer bruscamente, pero ya no consiguió centrarse de nuevo. No era hombre de ordenadores, no. Ni de pasar mucho tiempo sentado tampoco.
Mientras, debajo de la máquina 12, Héctor intentaba aflojar una rosca, pero no había manera. Tumbado boca arriba, sólo se veía de él, la cintura y las piernas y las botas de seguridad. “¡La otra llave!”, pidió. El sudor le empapaba la frente, las mejillas y corría por el cuello. Cuatro operarios en torno a él, esperaban. Con los brazos cruzados. Haciendo comentarios. Afortunadamente, con un esfuerzo más, la rosca cedió. ¡Por fin! Héctor se había hecho con la situación. Ajustó la pieza. Retiró unos cables cortados, los sustituyó por otros. Apretó de nuevo. Y salió, sacudiéndose las manos y los pantalones. Accionaron el interruptor. Y la máquina obedeció, se puso de nuevo en marcha. Casi aplausos. La gente a sus puestos. Estaba claro que Héctor era un elemento necesario en Industrias Medianas. Recogió las herramientas desparramadas por el suelo. Y, recuperando el resuello, y con la cabeza gacha, anduvo hacia el taller por el pasillo central. Se habían hecho ya casi las ocho de la tarde. En ésas, el gran jefe, le salía al encuentro.
Todos sabían cuándo Antonio Mediana pasaba por la planta con el látigo virtual a cuestas. Lo leían en sus ojos. Los empleados se ponían firmes y cruzaban los dedos para pasar inadvertidos. Pero el campo de visión del patrón era inmenso... Un cartón en el suelo, una papelera que no estaba en el sitio, un grifo que goteaba, una luz encendida indebidamente, un motor que hacía “puf-puf” en vez de “pof-pof”. Siempre encontraba a alguien a quien abroncar hasta hundirlo en la miseria. Y más de uno, cuando al día siguiente había acudido a trabajar creyendo que el temporal había amainado, se había encontrado con una carta de despido. Sin ninguna contemplación a los servicios anteriormente prestados. Por eso, más que respeto, al jefe le tenían pánico.
Dueño y encargado quedaron frente a frente. La diferencia de altura entre ellos era evidente. Héctor le explicó: “La máquina 12 ha estado tres horas parada”. El jefe determinó: “Que se quede la gente a recuperar la producción perdida”. “Pero…”. “¿Pero, pero es que tú no me has oído?”. Héctor no pestañeó. Zanjado el tema, Antonio Mediana, prosiguió andando. Y Héctor retomó el camino al taller. Sólo había dado cuatro pasos, cuando Mediana, se giró y lo llamó: “¡Héctor!”. El aludido se volvió. Ay madre, qué pasaba ahora. Fue hacia él. “Héctor… ¿qué tal le fue a tu hija en el selectivo?”. A Héctor se le iluminó el rostro. Su fibra sensible. “¡Le fue muy bien!”, contestó radiante, “sacó un 9,2 y tiene plaza segura en Medicina, que es lo que siempre ha querido estudiar”. “Me alegro”, le dijo Mediana. Y sin pronunciar ninguna otra palabra, el jefe siguió hacia el almacén. Y allí, quedó absorto unos segundos, un rudo padre feliz, con la piel de gallina en los brazos, rememorando con orgullo el éxito de su hija.
Era tarde. Antonio aparcó el Audi en el garaje de su residencia. Lo primero que hizo fue tocar con la mano el escape de la moto de su hijo Toni. Estaba aún muy caliente. Se le fueron los demonios. Lo había castigado la noche anterior. Le ordenó: “¡La moto, ni tocarla!”. Incluso para asegurarse, le había quitado las llaves. Y aquel mequetrefe, a las primeras de cambio, hacía lo que le salía de las narices y le ninguneaba. Entró en la vivienda por la puerta interior. Vio a su mujer. Hola. Hola. “¿Y Toni?”. “En su cuarto”. Hacia allí avanzó directo lleno de ira. Abrió bruscamente la puerta. La habitación era una leonera. Ropa limpia y sucia amontonada. Zapatillas desparejadas. Montones de revistas desparramadas. Carcasas de videojuegos por una punta y sus correspondientes discos por la otra. Valiosísimos Kublets por los suelos. Toni apenas apartó la mirada del portátil. “¿Tú no tendrías que estar estudiando para el examen de mañana?”, preguntó el padre. “Luego”, contestó el hijo. A Antonio Mediana le salió aquel gesto duro y taladrante que acojonaba a los doscientos empleados de su empresa. Pero Toni ni se percató. Siguió con los auriculares puestos, a lo suyo, sin hacerle ni puto caso.
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