domingo, 26 de julio de 2015

Maía

I
“No sabe cuánto se lo agradecemos, señora María… ¿de verdad no le importa?”. Aquí es cuando se me pone esa boca pequeña que me delata ante quien me conoce. “¿Importarme? ¡Para nada! Id, id tranquilos que yo me quedo con la pequeña el tiempo que haga falta”. Entre sonrisas de cumplidos,  “éste es un favor grandísimo”, “para eso estamos”, Cesáreo e Ivana van saliendo hacia el recibidor. Él mira el reloj, con un gesto de “espabila, nena, que llegamos tarde”. No se esperan ni al ascensor. En el medio rellano, antes de desaparecer del todo hacia el piso de abajo, ella estira el cuello, “no creo que tardemos… y, de verdad, cualquier cosa, llámenos al móvil, señora María”. “No os preocupéis…”. Ya no me oyen. Me sale un tremendo suspiro. Me sube la sangre a la cabeza. Desahogados, que son unos desahogados. Apenas nos conocemos. Vinieron hace seis meses a la puerta siete. Hace cuatro nació esta criatura. Y hoy, llama a la puerta y, así como quien pide azúcar o sal, “señora Maria… como no somos de aquí y no tenemos con quién… ¿puede usted por favor cuidar de Verónica un ratito?”. Me ha dejado descolocada del todo. “…si no fuera preciso no se lo pediríamos”. Por como iban, iban de fiesta. Seguro. ¿Y si debajo de esta apariencia mía monjil, yo escondiera una bruja piruja? ¡Ahora mismo estaría frotándome las manos con unas uñas larguísimas, con la escoba danzando al ritmo de los borbotones del agua hirviendo dentro del perol con el que me dispondría a cocinarla a fuego lento! ¡Qué frescos! ¡Qué imprudentes! Pero no, creo que no soy una bruja. Soy una tonta que no sabe decir que no. Mmm… mmm… ¡Qué silencio! ¡No se oye nada! Ay,  que dentro de la cesta no se oye nada. Qué quieta está esta cosita… Le muevo un poco el hombro y nada. Ay que me da algo. “Chiquita… ¿RESPIRAS?”.
II
Me niego a que esto se parezca siquiera un poco a la película de los solteros y el biberón, que por cierto, no he visto. Aunque yo no haya tenido niños… sé muy bien cómo manejar estas situaciones. Llora, llora, pequeña tirana. Jopeta, menudo pulmón. Tú y yo frente a frente. Ya, ya sé que no me conoces, ojitos preciosos Pues vamos a presentarnos entonces. Tú, Vero. Yo soy María. Te dejo que me llames Maía. Es más fácil. Ma-í-a. MA-ÍIIII-AAAA. Coge mi dedo menique entre tu manita. Tanto gusto. Bueno, ya sabes quién soy. Soy Maía. Ahora para un poco, ea, ea, ea. Hmmmm. Ese olor… A ver qué te has hecho. Puaggggggg. Aguanta un segundo, ya vengo, antes que nada, Maía tiene que abrir la ventana.
III
Ahora que ya estás limpita, Vero, ahora qué narices te pasa.  ¿Sólo ha pasado una hora? ¡Si llevo una eternidad contigo! Venga, ¿Te canto? ¿Sí? Mira que hace tiempo que no practico. “En un país multicolorrrrrrrrrrr, nació una abeja bajo el solllllllll”. Vale, vale, comprendido. Ya te había avisado. Hace mucho, hice un pacto con la música. La escucharía calladita para no romperla. ¿Y si? Mira qué llaves. Clinc, clinc, clinc. Esto sí que te gusta. Clinc, clinc (….)  Clinc, clinc… Más de cinco minutos haciendo las maracas, clinc, clinc, tú no quieres que pare, y a Maía se le duerme la mano. No, por favor, no empieces otra vez. Tú lo que buscas es que te coja al bracito, bandida. Sí que sabes tú. Bueno, venga. Pero un poco solo. Ven, ven…uffff,  mecagüen, las que me faltaban: las puñeteras cervicales.
IV
Pero qué morro tienen tus papis. Yo, aquí, a dos velas. Esta voz ronca de carajillera con la que te hablo sigue siendo la mía. Y tú, tan despierta. Dos ojos como dos espejos. Ya deberían estar aquí. Y cuando los tenga enfrente, no me voy a callar. Tú eres una bendita, Vero. Pero ellos… se están pasando. Una cosa es una cosa y otra es otra. Te toca bibe. No te muevas, no te vayas por ahí de juerga, que Maía ahora viene. Chisss, mujer, que yo no me voy a ningún sitio. Sólo a prepararte el bibe. Bueno, entendido, captado, ya te cojo, para que me acompañes, no sea que me pierda.
V
Vaya, peque, tiene bemoles. Ahora que sale el sol, ahora que Maía iba a acercarte al cristal de la ventana, y te iba a enseñar cómo esa bola naranja se levanta en el cielo y hace que se haga de día para todos… ahora, vas y te duermes. Mundo al revés. Duermes de día y lloras de noche.
VI
Otra vez. Buzón de voz. Lo de estos tíos que son tus padres no tiene nombre. Me los como cuando los vea. Glup. Me ha salido otra vez mi vena de bruja comepersonas.
VII
Entreabro los ojos. Yo también he dormido. He soñado… y en mis sueños,  Vero,  te quedabas conmigo. Se me ha puesto el vello de punta. Me seco el lagrimal. Miro el reloj. ¡Las doce y pico! Mi preocupación se vuelve alarma. Deambulo por el comedor, alrededor de la canastilla. Se habrán quedado sin batería, digo yo. No me dijeron dónde iban, digo también. Del “qué morro tienen” he pasado al “les habrá ocurrido algo”. Y ahora qué se supone que tengo que hacer. Te despiertas. No esperabas ver a Maía, y te pegas un susto morrocotudo. Y bramas. Me miro en el espejo de la vitrina. Te entiendo. Yo si viera algo así, también me asustaría.
VIII
Con la fuerza justa. Esa que te coge firmemente, pero no te estrangula. Así salimos a la calle, desierta, como cada domingo. Tienes la cabecita tiesa pegada a mi hombro. Ea, ea, ea. La farmacia está cerca. Llamo a la ventanilla de guardia. Un bote de leche infantil. Un paquete de pañales que no cabrá por el cajetín blindado. Y….  unas aspirinas. “Apúntalo en mi cuenta, Nico”. Regreso a casa. Qué susto. No me he dejado las llaves dentro porque no me he dejado el sonajero mágico. Clinc, clinc, clinc. Vero sonríe. Se ríe de mi susto. Vero se ríe de Maía.
IX
Tenía que hacerlo. He llamado a la policía. Qué cansino el que me ha atendido al teléfono. Cuántas preguntas repetidas. ¿se habrá enterado bien? Uffff. Si aparecen ahora Cesáreo e Ivana, les va a caer el pelo. Del todo. Ya me da igual la excusa que me pongan. Tú, mi pequeña, tú no. Tú no tienes culpa de nada. 
X
Cuando han llamado al timbre, he tenido un segundo de, “menos mal, ya están aquí”. Pero cuando he abierto la puerta y he visto dos policías de uniforme, grandes como dos armarios roperos… me ha entrado un temblor de piernas que me han tenido que sostener. Qué habré hecho. Me han pedido pasar. Lo que me tenían que decir no me lo iban a decir en el rellano. Después, después me ha caído el mundo encima, con todo lo que lleva dentro.
XI
Ya se han ido. Con un mil veces repetido: “gracias a Dios, la chiquilla está bien”. A veces uno no se imagina lo fuerte que es. Aún temblando como un flan, vuelvo a ti, Vero. Te miro y me saltan las lágrimas. Tú no te mereces este drama, mi niña. Te levanto, a mis cervicales que les den. Te abrazo fuertemente. Y entre estremecimientos, lloro, y te prometo: “mientras Maía esté aquí, a ti no te ha de faltar de nada”.
CI
Qué vacío. Qué gran silencio. En esta casa me falta algo, me falta alguien. Verónica. Joer, has estado aquí dos días, y es como si hubieras estado toda la vida. Cómo te puedo querer tanto, tanto… Sólo hago dos cosas. Una es llorar. La otra, hacer clinc clinc con el llavero.
CCII
Saco un pañuelo del bolso y seco el sudor que corre por mi cuello. Qué calor hace en Gorroperdido. Las golondrinas cruzan en zigzag  por la calle estrecha. He llamado a la puerta y sigo sin saber si he hecho bien. Un año para decidirme a venir. El corazón a mil. Una chica joven me abre. Guarda cierto parecido a Ivana. “Entre, no se quede ahí, señora María”. Avanzo. Dentro, se está fresco. Formalidades como que qué tal el viaje y todo eso. Mientras, a voces, llama: “¡Veroooooo! ¡Mira quién ha venido a verte!”. “¡Vooooy, tíaaaa!”. Se escuchan pasos. Se asoma por la puerta. Sostiene  un osito de peluche por la pata izquierda. Ojitos preciosos. Cómo ha crecido. Tímida. Guapísima con esa coleta.  “¿Sabes quién es…?”. Silencio. Me examina. “…no te acordarás: eras muy pequeña”. Más silencio. Me sigue examinando. Bueno. Yo ya la he visto. Era lo que quería. Me doy la vuelta. “…tengo que hacer… gracias por todo”. La hermana de Ivana me franquea el paso, “¿no quiere tomar nada, un poco de agua aunque sea?”. “No, no, de verdad”. He puesto un pie en la calle. Uno solo. El otro se paraliza, y el mundo se detiene cuando mis oídos escuchan una voz infantil que me llama: “¡MAAAA-ÍIIII-AAAAA!!!!”.


domingo, 12 de julio de 2015

El pringadillo de las jaquecas




I
Que griten si quieren. Yo estoy con que el balón es mío y, si yo no quiero, aquí no juega nadie. Por el rabillo del ojo, veo que mi padre se ha levantado de la tumbona, donde hacía la siesta, y viene hacia mí poniendo morro. Oh, oh. Señal de que me va a reñir o algo parecido. Me llama. “Jairo: ven aquí”. Acudo. Con la pelota fuertemente cogida a mis brazos. Se agacha. Ojos con ojos. Cuenta hasta tres. Apunta con el dedo índice. “…mira…: has de compartir con los demás lo bueno que tienes”. No me convence. Luego los demás no comparten nada conmigo. Él, entre dientes, “no me montes aquí una escena, o te acuerdas”, me pide el balón. Cedo. Se lo doy. Para ellos todo. Cuando voy a girarme, le pregunto: “¿Lo malo también, papá?”. Sí, que si lo malo también lo he de compartir. Él ya va de vuelta a la siesta. “Lo malo también, claro”. Tomo buena nota. Yo sé por qué me lo digo.
II
Por Esperanza, todo. Me ha retado Cristian a una carrera de bicis delante de ella.   No era cosa de decir que no. Su bici pesa menos. Yo compenso eso con mejor pedalada. Viene a un palmo de mí. Va a mi rueda. No consigo despegarme de este plasta. Me lloran los ojos del aire. Más, más, más. Me emborracho de velocidad. Cuando llegue a la bajada, con lo que pesa mi corcel aceleraré más, a él le entrará cague, aflojará, y la victoria por Esperanza será mía, mía, míaaaaaaaaaaa. UFFFFFFFF. Osti, qué leche. Osti, las ruedas por allí, yo por allá. Osti, que me he roto algo. No había visto esa piedra. Cristian frena unos metros más hacia delante y recula. Ay, ay, ay. Uf, uf, uf, qué daño, qué daño. Me muerdo los labios. Él se interesa: “¿Te ha pasado algo, Jairo?”. Me incorporo trabajosamente. Lo miro. Al instante ya estoy bien. Al instante también escucho cómo Cristian cae al suelo, ay, ay, ay; mientras todos los que venían corriendo hacia nosotros claman, “venga, Cristian, no hagas teatro, que no es para tanto”. Yo me desentiendo del rival y me acerco a mi retorcida bici, a ver qué puedo hacer por el manillar y por la cadena suelta. Mi hermana Clara, que va en el grupo, me pregunta: “¿estás bien, Jairo?”. Muestro las palmas de mis manos. “Perfectamente”. Por detrás, gime Cristian, socorrido por Esperanza: “ay, ay, ay, mi clavícula”. Esperanza con Cristian. No es buen momento entonces para decir que la carrera aún no ha acabado, que gana quien llega primero a la meta. “Mmm… tú y yo tenemos que hablar, hermano”. Me suben los colores a la mejilla. Me parece que mi hermana mayor sabe lo mío.
III
“Sí, vale, Clara, lo confieso. No sé por qué puedo hacerlo. Cuando me duele algo, soy capaz de pasar el dolor al primero que se me ponga por delante. Eso lo sé desde muy pequeño. El dolor debe ser algo parecido a la energía: ni se crea ni se destruye. Se transforma, se transporta, se transfiere. Papá me dijo que, igual que lo bueno, lo malo también se debe compartir: Yo lo regalo todo”. Clara no se espanta al escucharme. “¿Y tú cómo te habías dado cuenta?”, le pregunto. Contesta rebotada: “Por los dolores de cabeza que me has dado, cabroncete”. 
IV
Me comprometo. Nunca más le pasaré un dolor a nadie. Ni de muelas ni de nada. Los dolores son y han de ser personales e intransferibles. Clara recalca: “Lo contrario puede traerte consecuencias muy gordas, ¿queda claro, Jairo?”. Yo no veo la cosa tan trágica, pero bueno. Me da un abrazo. Me quedo un poco cariacontecido. Cachis, es que es una pena tener un poder y no poder hacer uso del mismo.  
CV
Mmm… Bueno, con el tiempo transcurrido, uno madura y la memoria se vuelve frágil… A veces se me olvida aquel compromiso… Cuando me viene una jaqueca, dejo las aspirinas encima del banco de la cocina y salgo a la calle. Me voy por la plaza del Ayuntamiento de Mardebé que está llena de guiris a todas horas. Me cuesta poco decidirme. “Ése”. Al instante me encuentro fenomenal. Al instante, noto cómo cambia el semblante de mi receptor doloroso. Mientras vuelvo a casa, despejado como un cielo sin nubes, me asaltan las neuras. Primero me prometo que no lo volveré a hacer. Después, me digo: “…si no conoces a quien haces daño, no he de tener cargo de conciencia”. Me digo también: “..esto no lo hago todos los días… sólo si me encuentro muy apurado”. Y para acabar de autoconvencerme, me pregunto en voz alta: “¿y quién será el hijo de su madre que me transfiere a mí sus dolores de cabeza?”.
CLVI
Es que me tocó las narices. Mi jefe, digo. Que si para cuándo el informe, que a ver si era más puntual, que me iba a poner una sanción y que lo próximo sería un despido procedente. Ahí me dije: basta ya. Me fui a la frutería de abajo. Compré un kilo de albaricoques. Volví a la oficina. Me los arreé sin masticarlos apenas. Con cuidado de no tragarme los huesos, eso sí. Los escupía con puntería en el agujero del water. Y después me estaqué dos vasos de agua fría. Arrggg qué dolorrrrrrr. Retorciéndome, he abierto el despacho del jefe, “¿Señor Iniesta? ¿Señor Iniesta?”. Ya me imaginaba que iba a replicar con mala leche, “qué coño te pasa ahora, Jairo”. Ya me imaginaba pasándole mi malestar. “¿Señor Iniestaaaaa?”. Nada. Tenía que estar ahí. Tenía que estar. Caty, la secretaria de dirección, se ha asomado y me ha dicho: “ha marchado: tenía partida de paddel, hasta mañana ya, nada”.  Te pido perdón, Caty, por el dolor que te he causado. Pero es que no había nadie más que tú para repartirlo, y ese revolutum agudo en el estómago estaba ya acabando conmigo.
CCLVII
Cadena perpetua incomunicada. He escuchado la sentencia del juez y me he venido abajo. He gritado entre sollozos, “¡SOY CASI INOCENTEEEE!¡SOY CASI INOCENTEEEEEE!”.  Surrealismo en estado puro. No sé cómo me pillaron. Ni qué hago yo aquí. He golpeado en la mampara de cristal blindado. Hasta hacerme daño en los nudillos. Y he mirado alrededor. La soledad más absoluta. No hay nadie a quien pasarle este dolor. Éste me lo he de comer con patatas. Lo más humillante, es escuchar la declaración de Cristian, escoltado por Esperanza: “…siendo niños, este individuo me pasó un dolor de clavícula”. Ese caso no lo he podido ni querido negar,  (Esperanza, por ti todo…) pero casi todos los demás, como pretenden… “¡YO SÓLO SOY UN PRINGADILLO! ¿POR QUÉ NO BUSCÁIS A LOS QUE DE VERDAD ESPARCEN DOLOR ENTRE LA GENTE…?”. Entran ahora en mi celda un par de drones para esposarme y conducirme a una prisión de máxima seguridad. Me dejo conducir mansamente. No hay público que me abucheee. Temen seguramente ser blanco de mi dolor. Intuyo que hay micrófonos por doquier. Es cuando me acuerdo de ella y exclamo: “¡Clara, hermana, a la próxima cumpliré lo prometido!”.


lunes, 6 de julio de 2015

El final de todos modos



I
No hago más que mirar el reloj. Georgina también. No es porque queramos que pase el tiempo, es por todo lo contrario. Desde que llegué esta mañana a la estación, ha sido un Sábado intenso, trepidante. Lleno de momentos. Lleno de incógnitas despejadas. Y después de sumergirme en una euforia sostenida, ahora me hundo en una tristeza indisimulable. Me tiemblan los labios de no saber el “…y ahora hasta cuándo”. Un chasquido de dedos me saca de mi ensimismamiento: “…o nos movemos ya, Enric, o vas a perder el tren”. Qué dilema. Una cosa u otra. Imagina cuál sería mi opción con los ojos cerrados.
II
Es como el final de la película. Le he devuelto el casco tamaño “L” de su hermano. El que entra en mi cabezota con calzador y me sale a presión, arrgggg,  arrancándome casi el cuello. Ella lo ha atado al manillar de su vespa rosa con el candado. Andamos a la par. Yo tengo que simular que voy deprisa. “Se ha hecho tarde, nos hemos encantado”,  reconozco sin un atisbo de arrepentimiento. Nos paramos aquí. Un beso. Un nudo en la garganta. No hay vuelta atrás. “…tren con destino a Larna, está situado en vía número once. Sector dos. En breves momentos efectuará su salida”. Glup, eso está a la otra punta. Acelero el paso. Emprendo el trote. Ahí diviso los vagones. Las piernas no me van. No me obedecen. No corren con convicción. Un silbato. Las puertas cierran al unísono. Ploooom. Me faltaban unos veinte metros. Corre el sudor por mis mejillas rojas. Las ruedas metálicas empiezan a moverse. Oooh, pero qué pena. Paro derrengado. Me giro. ¡Sí! Ella sigue ahí. Musito: “Qué rabia. Cagüen”. Hago gestos con las manos. El corazón me sigue yendo a mil. Me acerco de nuevo a Georgina. “Y ahora qué, Enric”. Pienso. Pienso. Mmmm. “Queda la opción del autobús”. Mira el reloj. “Venga, vamos hacia allá”. Trato de contener la sonrisa que se me dibuja en el rostro. Acabo de obtener, y de verdad de la buena que no era mi intención, unos minutos “bonus extra”.
III
Ahora no es como esta mañana. Con mi peso, se chafa la rueda y se hunde el pequeño amortiguador trasero de la vespa primavera. Pensaba que la moto padecería y no tendría fuerza para cargarme a mí también. ¡Uffff….! BROOOMMMM, es puro nervio. Cómo ruge el tubarro. A las primeras arrancadas, los siguientes virajes, iba yo sin color en el rostro. Con los cataplines de corbata. Sin atreverme a rozarla siquiera, con los brazos tensos, y las manos apretadas, estrujando la barra cromada del portaequipajes. Ese pánico, ese vértigo, se ha apoderado de mí hasta que hemos llegado al paseo de la playa. Coche esquivado a derecha, quiebro a la izquierda. A la vuelta del chiringuito, mi confianza en tan avezada piloto era ya total. Sí, mi confianza me daba, para sujetarme levemente de su hombro. Ahora no es como esta mañana. Más que agarrarme a su cintura, me aferro y me abrazo a ella. Siento los latidos de su corazón. Y no me importaría que, con esta vespa, en vez de llevarme a la Terminal de autobuses, me condujera al fin del mundo.
IV
Ni un alma en el andén. Falta que un rastrojo atraviese la calzada de parte a parte para ilustrar una escena de la Ciudad Fantasma. Miro el reloj. Qué raro. El último de cada día siempre salía a las nueve. Las sombras se alargan en el recinto. Me quito las gafas de cristal de espejo. Georgina exclama: “¡Enric, mira…!”. Es un cartel sobre un poste. Con los Horarios de Autobuses La Milagrosa. “¿Ves? Salidas de Mardebé, hasta las nueve”. Ella me replica: “¿Ves? Salidas de Mardebé, hasta las nueve, de Lunes a Viernes”. Me caigo del guindo. Hoy es Sábado. Ya no habrá más autocares a Larna hoy. Resoplo. Me rasco la cabeza. No, no quiero pensar en el “después”. Estoy en el “ahora”. Y ahora tengo unos minutos más para estar con ella que no quiero que terminen. Hace un calor sofocante. Propongo tomar un algo. Mientras, el sol en su marcha imparable, se esconde por detrás de los árboles del jardín del río.
V
Pongamos que llamaré a casa. No sabían que me venía a Mardebé. No por nada, eso fue pensado y hecho. Pensado hace mucho y hecho hoy, pero pensado y hecho al fin y al cabo. Pongamos también que el hermano de Georgina, el que tiene una cabeza tamaño “L”, acorde a su casco, me deja dormir encima de una colchoneta en su habitación. Y pongamos que ella me presenta a sus padres como “Enric de Larna”, que suena a caballero de la Edad Media. De nuevo nos dirigimos a su Vespa Primavera Rosa con la que, de punta a punta, de arriba abajo, de cabo a rabo, hemos recorrido Mardebé entera. Pasamos por una parada de taxis. “Para un momento, Georgina… por intentarlo que no quede”, digo en un alarde de osadía. Me arrimo al primer vehículo de la fila. Me asomo a la ventanilla. Titubeo. Ejem, ejem. El taxista me mira. “Oiga, señor… me quedan quinientas pelas… ¿con eso me podría llevar a Larna?”. Quinientas. El remanente de mi fortuna. Entre el billete de tren, la comida, los refrescos… Me he quedado pelado. Ahora intento poner cara de jeta. Para que el taxista me diga, “pero tú que te has creído, con eso no pago ni la mitad del peaje de la ida… menudo morro… arrea, niñato, anda para allá”. Transcurren unos segundos. El hombre resuelve: “…es tu día de suerte, chaval. Se te ha aparecido la Virgen. Anda, sube”. El corazón me da un vuelco. Esto no formaba parte del guión. Se suponía que… Me quedo bloqueado. Levanto el pulgar hacia Georgina. “Me ha dicho que…, je, je”. Con la boca pequeña, improviso una sonrisa. A ella le sale otra. “Jo, qué suerte”. Me sobreviene un nudo en la garganta. Y un temblor como nunca antes. Un beso etereo. Arranca el coche. Subo. Miro por el cristal del portón. Ella se ha puesto ya el casco. Se enciende el semáforo. Gira la moto por la primera a la derecha. La veo alejarse hasta que… la pierdo de vista. Georgina. Ahí me saltan dos lágrimas imparables. Fin del bonus extra. Fin. Tenía que llegar. Tenía que llegar el final de todos modos.