domingo, 24 de abril de 2016

Alguien que te esté esperando



SEPTIEMBRE
Siempre llegan los Viernes. Con la sonrisa puesta, a las seis, tic tac, Fran, deja su lupa encima de la mesita de trabajo, apaga el flexo y cuelga la bata azul en la percha. Mientras se desentumece el cuello, suenan casi al unísono los relojes de carrillón que recubren las cuatro paredes de su Relojería. Todos sincronizados. Todos a la venta. Muchos tienen solera. Llevan con él toda la vida. Cuando abre la puerta para salir, Cu-cu, Cu-cu, Cu-cu, Cu-cu, Cu-cu. Es el cucú, que va por libre. Canta una menos y encima se retrasa. A Fran le sale un gesto de contrariedad. Pensaba que ya lo tenía ajustado. Pero ve que no. Da la vuelta a un cartel: “Vengo en cinco minutos”. Sabe que será más, pero bueno. Gira la llave, no baja la persiana. Relojería Palacios. Andando despacio por el piso mojado de la calle Mayor de Gorroperdido, el reloj del campanario da sus cuartos y sus horas. Para las revisiones, el párroco prefiere a cualquier relojero de Mardebé antes que a él. Lo de fuera es que es siempre mejor. Allá el párroco. Fran se sube a su Seat Terra con el asiento trasero bajado. Desengancha el cinturón y lo ajusta. Arranca a la tercera, el motor estaba frío. Y conduce, pueblo abajo, camino de la estación. Son seis kilómetros. Mira el reloj, su casio digital. El tren pasa a las seis cincuenta y siete. Aún falta bastante, pero él prefiere tomárselo con tiempo, y estar ahí, para que cuando su nieto Sergi se apee, vea que sí, que no está solo, que hay alguien que le está esperando.
OCTUBRE
Fran ya lo dijo. Con él, al chico no le faltaría trabajo. Le desentrañaría los misterios del tiempo. No para hacerse rico, sí para vivir dignamente. Pero, ah, amigo, eso son decisiones de los padres. Ahí el abuelo loco no podía meterse. Y los  padres, erre que erre, que el niño estudie en Mardebé. ¿No querían Mardebé? ¡Pues ahí lo tienes al pobrecito, de Lunes a Viernes interno en un colegio! A Fran se le revuelven las tripas. Qué manera de cargarse una infancia. Prefiere dar pasitos, mirar al fondo, donde se juntan los dos raíles de las vías. Prefiere contar las moscas, que todavía abundan y que, aún en Octubre, están más pegajosas que nunca. Prefiere no mirar al reloj parado de la vieja estación. Así está todo en este país. Roto, o parado. Si le dejaran… lo pondría como nuevo. El ruido de unos neumáticos en la grava le sacan de su ensimismamiento. Un R7. Una mujer baja del coche. Le suena su cara. Cree que de la Alquería de  la Cueva. Se cruzan dos “buenas tardes”. Luego, nada. Cada uno espera al mismo tren por su cuenta. Consulta de nuevo el “Casio”, que parece que no anda. Se acelera su corazón. Ya son y cincuenta y cinco. A partir de este momento es cuando su neurona cojonera empieza a martillearle con preguntas. “Y cincuenta y siete y aún no viene. ¿Le habrá pasado algo?”.
NOVIEMBRE
Fran se sube la cremallera de la chaqueta hasta el cuello. Está arrimado a la pared de la estación para guarecerse del cierzo que sopla inmisericorde. Ya es noche oscura. Ya están ahí las luces del R7 que aparca junto a su Terra. Ya está ahí Davinia. La señora de la Alquería. Su hijo: otro chaval que estudia fuera. Ahora sí, se saludan. Con la sonrisa de Viernes. De, “ya vienen los chicos otra vez”. Ella trae una bolsita. “Pasteles de boniato, a Félix le encantan”. Son para que, nada más baje, arramble con ellos. Sí claro, a saber qué comen durante la semana. “Prueba uno”. Él agradece con una sonrisa el ofrecimiento, pero rehúsa. Si son para su niño, son para su niño. Eh, eh, ya escuchan el silbido a lo lejos. Ahí vienen. Arrebujados, acceden al andén. A los pocos segundos, un punto deslumbrante crece con la distancia. A la neurona masoca de Fran aún le da tiempo de enviar un angustiante mensaje: ¿Y si el chico hoy se hubiera despistado y hubiera perdido el tren?  Entre crujidos, el tren para. La estación queda en silencio.  Una puerta en cada vagón se abre. Sergi delante. El otro chico, Félix, ha dicho que se llamaba, detrás. El revisor se asoma y comprueba. Nadie sube. Nadie más baja. Sopla un silbato. El tren responde. Lentamente, chacachá chacachá,  reemprende la marcha. Se aleja un punto rojo hacia el horizonte. De repente para Fran, Davinia ha quedado en un segundo plano. Cuando se van a subir a la Terra, levanta el brazo y les desea un buen fin de semana. Ella responde con una sonrisa. Ya dentro de la Terra, Sergi no puede callarse: “…abuelo… ese tío, ese Félix, créeme, es un auténtico engreído… un capullo de los de verdad”.
DICIEMBRE
Como cada tarde, a las cinco en punto, Fran ha ido a la Relojería Palacios. Los relojes de carrillón le han dado la bienvenida cinco veces. Ha mirado inquisitoriamente también al cucú y… finalmente también, el pajarito puñetero se ha asomado sólo cuatro, una menos que su hora. Pero hoy, de nuevo Viernes, ha abierto sólo para poner el letrero “vuelvo en cinco minutos”. Una hora antes. Después, sin desanudarse la bufanda, ha subido a la Terra. Ha puesto el “estarter”. Ha arrancado a la primera. Y ha enfilado camino de la estación.  Al poco de llegar, por el retrovisor, ha avistado el R7 de Davinia. En el cassette, Luis Aguilé, uh, qué calor, sentado en la playa se está mucho mejor. Todo sugestión, porque fuera hace un frío que pela. Ella sube a la Terra. Trae tres bolsas. Una, la de siempre, para Félix. Otra, para Sergi, si quiere. Y la tercera, tal y como prometió el viernes pasado, es para ellos, para merendar. Con empanadillas de dos clases. Y además, destapa un termo con café bien caliente. Uauhh. Comen en silencio. “no quería decirlo…pero esa música es horrible”, se sincera ella. Al punto la quita, el Aguilé más melancólico empezaba a salir de Cuba. Qué deprisa pasa el tiempo cuando se está bien. En un pispás los chicos están ahí, para pasar las Navidades en casa. Reaparece entonces la neurona cojonera y suelta en el cerebro de Fran que “no es que no tenga ganas de ver a Sergi, pero qué bueno habría sido que hoy, el tren, hubiera tardado un poco más...”. 
ENERO
Cuestión de orgullo. Lo destripó, esparció su mecanismo encima de la mesa y empezó a buscar el motivo del cucú rebelde. Después, con pulso firme volvió a poner cada muelle, cada tornillo en su sitio. Engrasó los resortes. Ahora sí. Funciona al unísono con los relojes de carrillón. Lo ha tenido en pruebas hasta hoy, de nuevo Viernes, primero después de Reyes. Sigue funcionando. Ahora sí. BIEN. A las cuatro, ya ni las cinco siquiera, lo ha envuelto en papel de burbujitas y lo ha metido en una pequeña caja de cartón. Qué desierta la estación de Gorroperdidó. Cómo golpean las contraventanas mal cerradas. El R7 no ha tardado en llegar. Cuando Davinia ha abierto la caja, “Baltasar pasó por mi casa y dejó esto para ti”, no ha podido reprimir un “cielos qué cosa más bonita, muchas gracias”. Él, enrojecido por su timidez, le ha dado cuerda, lo ha puesto en hora, ha contenido el aliento y… Cucú, Cucú, Cucú, Cucú, Cucú: A sus seis de la tarde, el Cucú ha salido sólo cinco veces. 
FEBRERO
Este Viernes atardece tibio para lo crudo que ha sido el invierno. Algunas flores atrevidas brotan en los almendros. Ellos pasean por el andén. Hoy juegan al futuro. Cómo te imaginas tú el año dos mil. Ufff… con lo que queda aún. Quién sabe. Tiene que llegar que los chicos nos avisen con mensajes de si salen en hora. Davinia concede. Tiene que llegar que los chicos lleven un teléfono en el bolsillo y nos llamen. Fran asiente. Tiene que llegar que hasta nos envíen fotografías en tiempo real. Ahí es cuando de nuevo aparece la neurona cojonera de Fran. Los chicos ya no vendrán al pueblo. Yo seré un viejo. Estaré achacoso. Y esta vía de tren la habrán quitado por deficitaria. Davinia le frena en seco. “Vamos a hablar de otra cosa”. Dan media vuelta, dirección sur, por donde tiene que llegar el tren de Mardebé. Y ya no sueltan ni media en lo que queda de tarde.  
MARZO
Fran mira, mira y mira más. No viene. Da vueltas en círculo alrededor de la Seat Terra. Hasta parece que se mueve el reloj parado de la estación. Llega a su hora, silbando, el tren. Como cada día. Pero Fran sigue mirando la carretera. No ha venido. Es verdad, ahora recuerda, que la semana pasada ella no se encontraba bien. Será… habrá pasado algo. Resopla la locomotora. Bajan. Del principio del convoy, Sergi. Del final, Félix. Como siempre, viajan juntos pero sólo se encuentran al final. Un abrazo a Sergi. Mientras, Fran ve cómo Félix se queda aturdido. No la ve. No está. No ha venido. Lo siguiente, es echar a andar. Fran lo llama: “¡Félix!”. Aquel se detiene. Se gira. “Ven con nosotros”. Entre dientes, Sergi le espeta, pero qué haces abuelo, dónde vamos nosotros con ese capullo. Aquél duda. Se decide. Y lo agradece. Por primera vez, y mira que está avanzado ya el curso, los dos viajeros que siempre se dan la espalda, comparten asiento. El de la furgoneta del relojero.
ABRIL
No se lo habían dicho hasta el último momento porque pensaban que se lo tomaría a mal. Joder, pues claro que se lo tomaba a mal. Por tres motivos. Por haber decidido abandonar Gorroperdido para probar suerte en Mardebé. Por habérselo dicho en el último momento. Y porque se llevaban del todo a Sergi. Se le hincharon las venas de la ira. Pero se contuvo aún a riesgo de que le reventaran. Contó hasta cien con uno de sus relojes digitales. Luego, imploró. Por dinero no iba a ser. Ahí estaba él para ayudarles en lo que fuera menester. “Quedaos, quedaos…”. Ha sido en vano. Esta tarde, su hija y su yerno se han marchado. Él no ha salido a la puerta a despedirles. Ha colgado el letrero en la Relojería Palacios “vuelvo en cinco minutos”. Y aún ahora está ahí dentro, ahogándose en sus lágrimas y en un mar de tic tac de cientos de relojes.
MAYO
Ni la Relojería, ni sus relojes, ni él mismo se paran. Fran sigue mirando con su vieja lupa, manteniendo su pulso firme, mientras aprieta tornillos micrométricos. Incluso esta mañana ha entrado el cura para preguntarle si no le echaría él un vistazo al reloj del campanario. Se ha sentido entonces como el último relojero vivo en el planeta. Ahora no hay manera. Es Viernes y su neurona cojonera está disparada, “vete, vete, vete”. Es Viernes y se acercan las seis. Qué va a hacer. Qué. Resuenan los relojes de carrillón en la Relojería. Hasta cree escuchar al viejo cucú que sólo se asoma cinco veces en el hueco que dejó en la pared. Eso es la puntilla. Ahí sí que sí. Se levanta, deja caer su bata azul encima de la silla, cuelga el letrero “vuelvo en cinco minutos”, y sale en tropel, a lo que dan sus rodillas. La Terra arranca a la primera. Derrapa en la segunda curva, lo que le recuerda que no está en un rally, sino en llegar a la estación, seis kilómetros abajo. Luis Aguilé en el cassette, cielo santo, es una lata el trabajar. Frena en la grava. La estación, como siempre a estas horas, es un desierto. Ha llegado antes. Mira por el retrovisor. Mira al frente. No tarda en escuchar el ruido del R7. Fran se queda paralizado. “¿Qué haces tú aquí?”, pregunta con asombro Davinia. Hay una emoción disparada en el ambiente. Lo siguiente, mientras se acerca el tren en el que vendrá sólo Félix, es un abrazo. Y en los segundos que dura el abrazo, su neurona cojonera no para: “que lo sepa, que lo sienta, que no está sola, que en ti tiene a alguien que la está esperando”.



domingo, 3 de abril de 2016

A la luna contigo

I
No me lo puedo creer. No puede ser. Me lo ha dicho mi tío Antonio. Él lo sabe porque estuvo en la reunión donde programaban las Fiestas de San Roque. Viene a Gorroperdido Peter Winter. Al principio he pensado: “será otro con el mismo nombre”. Pero no, me ha aclarado que es “el Piter Güinter ése que canta  quiero ir a la luna contigo”. Esto es un notición. Cómo puede venir a un pueblo tan pequeño como éste una estrella tan grande como ésa. Mi tío lo dice con gesto más que preocupado. “…este alcalde que tenemos es un fantasma… con tal de figurar, es capaz de organizar aquí en Agosto unos Juegos Olímpicos de Invierno y traerse la nieve de fuera…”. Me contengo para no salir a escape a contar la primicia. “…luego, créeme Chimo, estos dispendios y boatos los van a estar pagando hasta los hijos de tus hijos: lo que yo te diga”. Eso ahora da igual. Ya no me resisto. Me cuelgo de la persiana de madera como Tarzán se colgaría de una liana. Salto. Vuelo calle abajo. Aporreo la puerta de Asun. Se asoma su abuela protestando desde el balcón. Pero me abre ella. Se me sale el corazón del sitio. Se lo digo bajito. Aún me está pitando el oído de los chillidos que ha dado. “¡MI PETER WINTER! ¡AHHHH, AAAAHHHHHH, ME CAIGO MUERTA AQUÍ MISMO! ¡AHHHH, AHHHHH!”.
II
Paso por la peluquería donde trabaja mi madre. Saludo. El aire huele a laca y tinte. Me siento. Repaso el revistero. Página por página. Separo las revistas en dos grupos, según aparezca Peter Winter o no. De cada diez, en una no sale. Peter Winter desayunó. Peter Winter en la playa. Peter Winter almorzó. Peter Winter en su moto. Peter Winter merendó. Peter Winter de compras. Por un momento, no me da envidia Peter Winter que, seguramente, también cenó. Cojo pesadamente el montón de prensa rosada. Con voz inocente, le digo a la peluquera: “Mari, me llevo éstas y luego te las traigo”.  Sé que no pone buena cara precisamente, pero ella está a sus rulos y yo no le doy opción. Antes de que proteste, ya corro calle Mayor abajo. Y ya me está esperando en el portal de su casa Asun.
III
Le voy pasando. “Aquí sale más”. Asun la coge, la mira, la devora, “ay, qué guapo”, suspira. Me lo dice a mí para que lo corrobore. A mí me sólo sale un encogimiento de hombros. Mientras dura el repaso, el comediscos se agota. “…a la luna contigooooooo, ooo, oo”.  Llega a una, un primer plano. “Ohhhhh, ésta la quiero, para pegarla en mi habitación…. Mira qué pelo, qué ojazos”. Pongo cara. Mi madre se va a mosquear si no devuelvo las revistas intactas. Asun insiste:“…ésta me la quedo”. Bueno, va. Total por una página que falte, no se va a notar mucho. Las señoras que van a hacerse la permanente tampoco creo encuentren a faltar unos pelos y dos ojazos de menos.
IV
Le di mi palabra a Asun. Que no se preocupe, que a ese concierto histórico la invito yo. ¿Su reacción? Se colgó de mi cuello y me soltó un beso en la mejilla. Me he quedado aturdido. Aún me dura la sensación. El beso. El primer beso de Asun. Ya quiero otro. 
V
Me he puesto de todos los colores. Dos mil pelas la entrada. ¿Están locos o qué? ¿Hay que recordarles que esto es Go-rro-per-di-do? Eh, eh, que estamos hablando de una plaza de toros portátil con las gradas de madera ¿Se piensan que los billetes los tenemos escondidos debajo de las piedras? ¿No saben que eso no lo ganan muchos en un mes? He preguntado al alguacil si a los que vivimos aquí desde siempre no nos hacen un descuento, no nos regalan alguna entrada. Le he propuesto que repartan algunas en los colegio para hacer alguna rifa. Poco le ha faltado para mofarse de mí en mi propia cara. Que le den. Me saltan las lágrimas de la rabia. Pero una palabra es una palabra. Y yo, a Asun, lo último que le quito es la ilusión.
VI
Con éste, cinco coches lavados. A veinticinco pesetas cada uno…. (música del un-dos-trés)… ¡ciento veinticinco pesetas! Brrrrrr. Me he pelado la clase de Música, pero ha valido la pena. Anochece. No hay más coches que quieran ser lavados y puedan pagármelo en todo Gorroperdido. Rastreo por las calles de abajo. Mis manos, agrietadas, del agua, del champú, de la gamuza,  del frío. Para postre, las nubes ésas que amenazan con descargar. Nadie quiere lavar un coche cuando está a punto de llover. De fondo suena en el Bar de Quisque ésa canción, ésa: “… quiero ir a la luna contigoo, ooo, oo”. A Asun no se lo reconoceré nunca, pero en mi fuero interno empiezo a odiar y mucho esta puñetera canción.
VII
Sueño. En mi sueño estoy muy cansado. He entrado en el Bar de Quisque y he pedido un zumo de piña. Miro a un lado. Miro a otro. Casualidad, ahí sentado, está Peter Winter. Nadie le hace mucho caso. Es un tipo como cualquier otro. De carne y hueso. Seguro que tiene hambre y come. Seguro que tiene sed y bebe. Seguro que le duele algo y se toma una aspirina. Y seguro que tiene un apretón y va al baño corriendo. Le doy conversación. En mi sueño no hay problema con el idioma. Mi inglés es tan perfecto que parece castellano. “…tengo una amiga a la que le gustaría mucho conocerte”. Concede. “Vamos pues, preséntame a tu amiga”. Bajamos por la calle Mayor y ya tengo confianza para decirle… “he acabado hasta el gorro de tu canción de la luna, que lo sepas”. Ha soltado una carcajada. Los ojos de Asun al verme con Peter Winter no tienen precio. No se cae muerta. Ahí, ahí es cuando espero mi segundo beso. Ahí, ahí es cuando en medio de la noche y con el ruido del camión de la basura de fondo, me despierto.
VIII
Franqueo la puerta del ayuntamiento. Con orgullo. Con determinación. Resuelto. Busco a la secretaria del alcalde. Levanta sus ojos de la Olivetti. “Qué quieres, Chimo”. De mi cazadora, una bolsa que ha costado sangre, sudor y un potente catarro. “Vengo a por dos entradas para el concierto de Peter Winter”. La mujer pone cara de “pobre infeliz, tú no sabes lo que pides”. Y suelta:  “ufffff…. Se acabaron a las dos horas de ponerlas a la venta… no hay ninguna”. Si me pinchan, no me sacan sangre. “¿Cómo que no hay ninguna?”, exploto, “¡alguna tiene que quedar, mire, mire por favor, mire usted bien!”. La señora me mira con lástima, pero no se apiada. Niega. “Casi todas las acapararon gente de Mardebé…”. Me quedo en shock. Con la cabeza agachada. Pienso en Asun. Maldigo. La secretaria aún me mira. Soy el fracaso hecho persona. Me llevo las manos en los bolsillos. Para qué coño sirve el dinero si lo que quieres comprar no te lo venden.
IX
Al salir del Consistorio, Fredo me ve y me lo nota. Que qué me pasa. En otro momento no, pero hoy tengo ganas de contarle. Me escucha. Buen amigo de mi tío Antonio. Funcionario del Ayuntamiento. “Estaré de voluntario colaborador en la Organización del concierto”. Se me encienden las antenas. ¿Voluntario? “… con la marabunta que esperan y tiene que venir… como no esté un poco planificada la cosa…”. Abrazo a Fredo. Lo que yo digo: un buen amigo de mi tío Antonio, pero también buen amigo mío. 
X
Llevaba una semana sin ver a Asun. La esquivaba. Al final le he tenido que contar que, pese a mis esfuerzos, pese a que lo he intentado todo (también la reventa)… no tengo las entradas para ir juntos al concierto. Ella dice que lo presentía. Me mira con resentimiento. “…confiaba en ti, Chimo, me has defraudado”. Me atolondro. “…aún me queda un plan, Asun, no está todo perdido… nos va a salir bien, ya lo verás”. Confío en Fredo. Me lo dio a entender. Le dejo las revistas que han salido esta semana. En una, a toda plana, resalta, “Peter Winter viene a España…. dará un único concierto en una pequeña población llamada Gorroperdido”.
(...)
XX
Hoy es el Día. Todo a punto. En toda su historia, ni cuando nos invadieron los romanos, los árabes y toda la caterva humana que por aquí ha ido dejando su huella, ha habido tanto personal en Gorroperdido. Se han desbordado todas las previsiones. No ha bastado el campo de fútbol como parking. Han quedado decenas de coches, ladeados en la cuneta, aparcados a ambos lados de la carretera hasta la bajada del Blas, o sea, cinco kilómetros. Una oleada de gente. Oliendo negocio han venido chiringuitos portátiles. Churrerías. Bocaterías. Los comerciantes de toda la vida están que trinan. También es verdad que el Bar de Quisque y los demás del pueblo han doblado los precios. Y que los “servicios son sólo para clientes”. Tenderetes. Banderitas con el careto de Peter Winter. Camisetas con la Luna. Gorros. Bufanda. Efeméride: el día que aquí cantó Peter Winter. Y frikis. Frikis disfrazados a coro de Peter Winter, lo que más. Después de empaparme de todo el ambiente, cojo a Asun de la mano. “Sígueme”, le digo. Mano firme. Mano templada. Siento su pulso. Siente el mío. Me abro paso. Una barrera de seguridad bloquea la entrada de la plaza portátil. Se escucha a los músicos afinar sus instrumentos. UNO, DOS, SÍ. UNO, DOS, SÍ. La batería. RO-TOTOTOTOTÓ. Dónde se habrá escondido el auténtico Peter. Dónde. Un tío como un armario de dos puertas me cierra el paso. “Voy donde Fredo”, digo con cara de bueno. Nos deja entrar. Un sudor recorre mis axilas. Ya estamos dentro. “Asun, contrólate”. Está al borde del ataque de nervios. Subimos los escalones. Hasta la grada alta, junto a las banderas. Uffff. Qué perspectiva. Qué torres acústicas. Hoy somos el centro del mundo. Gorroperdido está en el mapa. Todos nos miran. Sonrío. Ella me sonríe. Caerá el segundo beso. El primer abrazo. Nos sentamos. Ahora tenemos que esperar, camuflarnos, no llamar la atención y disfrutar el momento.
XXI
“Los Auténticos” están tocando ahora. Son los teloneros. Caldean el ambiente. Quedan quince minutos para que empiece lo bueno. Fredo nos ha visto. Lleva un chaleco naranja de la organización. Sube hacia nosotros. Le saludamos tímidamente. Sonríe con gesto de circunstancias. Con buenas palabras, con buenos modos, “Chimo, no tenéis entrada… os tenéis que ir”. Trago saliva. Suplico: “Tío… déjanos estar… por favor, no nos vendas, déjanos estar”. Fredo se muerde los labios, cambia el gesto: “…Chimo, no me pidas esto”. Lo miro con odio. Con mucho odio. Me acaba de jod… vivo. Nos ponemos en pie. Fredo tiembla. “Espera un momento”. Respiro hondo. Parece que cede. Busca, rebusca en su macuto. Masculla palabrotas entretanto. Saca un chaleco. “Sólo tengo uno, y si me pillan, me la cargo”. Todo pasa en un segundo. No hay discusión. Asun le arrebata el chaleco y lanza un chillido, AHHHH, AHHHHH. Al mismo tiempo noto cómo se desase de mí su mano cálida y entiendo que tengo que tomar solo el camino de la salida.
XXII
Fuera del recinto el aire es diferente. Absorto, escucho los primeros acordes. La ovación interminable. Se cae la plaza. ¡¡BUENAS NOCHESSSSSS, GORROPERDIDO!!! Me siento como se sentirían los expulsados del paraíso. Levanto la cabeza. Uffff. Hay mucha más gente aquí que ahí dentro. Me abro paso. Los tenderentes. Las churrerías. Las farolas agrandan mi silueta con las manos en los bolsillos. Voy hacia las afueras, al parque desierto. Me siento en un banco. Desde aquí me llega distorsionado el fragor, el eco de los decibelios. Me levanto. Voy hacia casa. Ya sé. En cuanto llegue, buscaré unos tapones en mi mesita y trataré de dormir. Mañana ya será otro día.
XXIII
Insomnio. No he podido dormirme. Estoy muy cansado. Para dar vueltas en la cama, mejor me lanzo a la calle. Frío. Relente en la madrugada. Un gran vacío. Un gran silencio. Montones de latas de cerveza, vasos estrujados de plástico, botellas vacías. Eso es lo que queda de la batalla. Luz en el Bar de Quisque. Son las seis y media de la mañana.  He entrado y he pedido un zumo de piña. Miro a un lado. Miro a otro. Casualidad, ahí sentado, ¿ése no es? Sí ahí está Peter Winter. En chándal. Sorbe un café. Es un tipo como cualquier otro. De carne y hueso. Seguro que tiene hambre y come. Seguro que tiene sed y bebe. Seguro que le duele algo y se toma una aspirina. Y seguro que tiene un apretón y va al baño corriendo. Le doy conversación. Le saludo: “Buenos días”. Resulta que habla castellano. Resulta que sus abuelos eran de Mardebé.  Por un momento pienso que le comentaré: “…tengo una amiga a la que le gustaría mucho conocerte”. Pero me callo. Me pregunta si para ir a correr un rato es mejor hacia la derecha o hacia la izquierda. “Si no te importa, yo te acompaño”, me ofrezco. Bajamos por la calle Mayor y ya tengo confianza para decirle… “he acabado hasta el gorro de tu canción de la luna, que lo sepas”. Ha soltado una carcajada. Pasamos por la puerta de Asun. Miro hacia su balcón. Espero que me va a entrar ahora un no sé qué de tristeza. Pero no. No noto nada. Ahí, ahí es cuando nosotros nos alejamos a trote ligero mientras despunta la mañana y se acerca el camión de la brigada de la limpieza que empieza a baldear las calles, al tiempo que se expanden las campanadas que dan las siete en el reloj del Ayuntamiento.
(...)
CC
Acabo de contestar al correo electrónico de Peter. Me anuncia, que vuelven en Mayo con Helga y los dos críos. Les encanta Gorroperdido. Le he dicho lo que él ya sabe, que Miriam y yo nos alegramos enormemente cada vez que viene. Que estamos encantados. De sobra y de tiempo sabe que mi casa, es también la suya.