domingo, 26 de abril de 2015

El año que vivimos a gatas


I
Venga, todos al suelo. Esta Ana, desde luego, vaya ojo flojo que tiene. Otra vez, y van cuatro desde que yo empecé en esta clase, ha pegado un grito: “¡Juliánnn, que se me ha caído la lentilla!”. Y, bufff, no es cuestión de que, con lo que me muevo, con el cuarenta y seis que calzo y lo patoso que soy, encima sea yo quien la pise y le haga “crash” como si fuera una cucaracha. A la palpa, con las manos rastreando el terrazo, a ver si aparece pronto, y podemos proseguir cuanto antes. Hay revuelo. Hay choques de cabezas. Hay olores a sobacos resudados. Amenazo: “…a la próxima, Ana, se siente, pero ya no me paro, hija…”. Ella está llorosa. No sé si por el ojo irritado o por el sentimiento que le entra con mi toque de atención. Es que es sensible. PLOOOOOM. Se abre la puerta. “¿Se puede saber aquí qué pasa?”. La vista de Ruano tiene que ser épica: Lomos, chepas, y alguna hucha sobresaliendo de algún pantalón ajustado. Todos a gatas. “¡YA LA TENGO!”, salta Ana. Por fin. Todos arriba. Me ajusto las gafas, arreglo los bajos de la camisa, “es que, hmmmm, se le había caído una lentilla”. Por los suelos ha quedado el poco prestigio que quedaba. El director hace una mueca, la misma que imita toda la chiquillería, y hace mutis por donde ha venido. Antes de proseguir con un “…como os estaba diciendo”, me pregunto por qué este tío tiene que aparecer siempre, siempre, siempre tan inoportunamente.

II
Que no, vive el cielo que yo no le deseo ningún mal a nadie. Y que sí, que sí, que yo ya sabía que aquí estaba provisionalmente. Que mi tiempo duraría lo que la baja de don Evaristo, el titular de Literatura. Por eso, mi sentido común y mi fuero interno habían entrado en una profunda contradicción. Por un lado, cruzaba los dedos y deseaba, por favor, por favor, que se asegure, que se tome su tiempo, que para cuando vaya a venir, esté muy, pero que muy fuerte, porque aquí, con esta tropa, se necesita mucha energía y mucha buena salud. Por otro lado, el paso de los días, de las semanas, sin noticias ni buenas ni malas suyas, ya me hacían creer, me daban seguridad… estamos en Abril… para lo que queda de curso… dejarán que yo lo termine, a mi manera… y él ya volverá el curso que viene. Con todo esto, hoy Miércoles, se me ha quedado cara de tonto, de aún más tonto de lo que soy, cuando Ruano me ha alcanzado en este pasillo del aulario y me ha dicho: “Evaristo ha vuelto. Está ya en clase. Pásate por Administración y arreglamos lo tuyo”. Así, de sopetón, de buenas a primeras. Yo he fingido una sonrisa, “huy, qué bien, cuánto me alegro”. Pero si me dan en todos los morros, no me hacen más daño.

III
Mi sentido común y mi fuero interno siguen sin llevarse bien. Qué hago yo entrando en el colegio, si ya no trabajo aquí, si sólo soy el “ex” de Literatura. Me paro con el conserje. Me saludan unos chavales al paso. “¡Ehhh…!”. Entro por el Hall. Algunos profesores, antiguos compañeros del claustro, me ven y se acercan para saludarme. Pero es que son malas horas. Trasiego entre clase y clase. No hay tiempo para pararse. No hay tiempo ni para un café. Evaristo viene de cara. Yo pensaba… me preguntará qué temario les he dado… por dónde me quedé y por dónde tenía previsto seguir. No. Ni una palabra. Ahora finge no verme. Y pasa por mi lado como si yo fuera el hombre invisible. Camino como un sonámbulo. ¿Lo ves, idiota, lo ves, como sí que estás pasando un mal rato, como ya no pintas nada? Me asomo a la clase. Miro la pizarra. Me hago cruces. Pero no seré yo quien cuestione lo que este tío está dando. A lo lejos, Ruano. Tampoco me dice. Voy hacia la salida. Me vuelvo a parar con el conserje. Cuando salgo hacia la calle, con las manos en los bolsillos, me grita: “Julián, a ver si tienes buena suerte y vas a un colegio de verdad, no como éste”.

IV
…todos mis paseos me llevan hacia los alrededores del colegio. Por la calle de arriba. Por la de abajo. Como si no hubiera más recorrido en toda Mardebé. Me imagino que hoy puede llamarme Ruano. Y que me va a decir: “Evaristo recayó y… “. Bueno, puede ser Evaristo o cualquier otro. Repaso la lista mentalmente. Hay unos cuantos que están muy paliduchos. Hmmm. Me reconcomo. “¡Juliánnnn!”. Alguien me llama. Me saca de mi abstracción. Me giro. Es Ana. Glup. Se nota que lleva las lentillas puestas. Estoy a quinientos metros y me ha reconocido perfectamente.

V
Estoy nervosio, nervioso. Pasan de las seis. Quedamos en eso. Miré por encima encima sus apuntes, y me dije, qué desastre, vais directos al fracaso más absoluto. Y esta chica lo sabe. Me ofrecí gustosamente. Sin ninguna obligación. Sin compromiso. Podía venir a mi casa (glup, debí de haber pensado antes que mi casa está hecha una cuadra), y allí repasábamos el temario para el selectivo. Se le hizo de día. Cuándo, cuándo. “El Miércoles a las seis”. Es Miércoles. Son las seis y diez. RIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIINNNNNNG. Eso es el timbre de la puerta. Y hoy, ahora, vuelvo a sentirme profesor.

VI
“…espero que no te importe, Julián, no he venido sola”. “Qué cosas tienes, mujer, claro que no me importa”. Ahí es donde, glup, tierra trágame, es cuando he visto desfilar, suben por la escalera con la lengua fuera, uno, dos, “…hola, hola”, … diez, once, doce… no sé cómo nos vamos a apañar, “…huy, ¿tú también?…”, no cabremos ni sentados en el suelo… veintiuno y veintidós… Me embarga la emoción. Ufff. Esto no lo esperaba. Ostras, la vecina de abajo, lo que va a decir.

VII
Doy palmas para que bajen la voz y me escuchen: “Bienvenidos al camarote de los hermanos Marx. Por favor, por favor, que nadie pierda las lentillas porque si se caen aquí… cobran vida propia y se van por patas…”. Cabecitas apretujadas. Sardinas en lata. Abrimos el libro. Y empezamos la requeteclase.

VIII
Subo con el periódico bajo del brazo y dos cartas en la mano. En la contraportada, a toda página, publicidad del colegio. Excelencia en la enseñanza. Líneas más abajo: 85% Sobresalientes en Literatura en el Selectivo. Gracias a don Evaristo Carrión, por su entrega total en un año particularmente difícil. Descanso en el rellano. Rassss. Rasgo una carta. Me convocan a una entrevista en un colegio de Mediavilla para una plaza el curso que viene. Mmm… No sé. Dudo. Ruano aún me puede llamar. Sigo subiendo. Rassss. Rasgo la otra carta, más grande. Una foto. Esto, es… esto…  qué cabrones: la clase, huchas, lomos y chepas por los suelos buscando las lentillas de Ana. Y un epígrafe. “…en agradecimiento a Julián, en el año que vivimos a gatas”.

domingo, 19 de abril de 2015

El principio de mi último viaje


I
Parezco un crío. Tengo los nervios de un chiquillo. Ahí están en la puerta. Despidiéndome. Que no, que no pienso llamar si no pasa nada. Que ya nos veremos y hablaremos a mi vuelta dentro de dos semanas. Ufff, qué cansinos. Besos para todos. Me subo al Meganetrés. Arranco. Aún me preguntan que si lo llevo todo. Dos toques de claxon, pi-pí, y muevo. “¡CUIDADOOOOO!”. Venía una moto y al recular no la había visto. Ufff, por qué poquito. Casi le doy. Vaya comienzo. Se arremolinan en torno a mí. “Por favor, papá… no te despistes, y para si estás cansado, y no conduzcas de noche, y…”. Subo la ventanilla. Ya no la oigo. Ella sigue hablando. Vale. Vale. Esto era lo que quería hacer. Lo que venía planeando. Ahora que me han jubilado voy a recorrer la península con toda tranquilidad. Ahora que aún puedo, que todavía estoy bien, voy a volver a ver aquellos sitios que me traen buenos recuerdos, y voy a poder recorrer aquellos caminos que siempre dejé para más tarde. Por el retrovisor, antes de girar la esquina, advierto que aún levantan todos las manos. ”Adióssss, adioóssss”. Como si me alejara en el autobús que me lleva al viaje de fin de curso, sí, parezco un crío.

II
En el asiento de copiloto, el mapa sabanero desplegado, con el rotulador verde marcando mi ruta. No soy yo muy de “gps” porque tienen una pantalla minúscula y distraen un montón. He escogido carreteras generales. Nada de autovías aburridas. Si cincuenta, cincuenta. Si noventa, noventa. Ahí vamos. Al son en el cedé de “amigos para siempre, means you always be my friend, amics per sempre…”, entro en Gorroperdido, primera etapa de mi viaje. Jopéeee. Sí que ha cambiado esto. Cómo ha crecido el pueblo desde que yo venía aquí en verano…. También tienen rotondas. BROOOOM, BROOOM. Aparco en la plaza. Fonda Abril. Aquí pernocto. Ufff, mis huesos. Mi espalda. Me desentumezco. La misma sensación, frío en la piel. La misma sensación, el aire limpio en mis pulmones. Pero lo primero es lo primero. Aliviar la vejiga. Ya descargaré luego. Aparto la cortina de canutillos, a los que las moscas nunca tuvieron respeto, y me cuelo directo en el Bar Polis, el Polis de toda la vida.

III
Mientras me mojo el bigote con la espuma de la caña, miro hacia la calle. Las casas. El campanario. Mi retina lo recordaba prácticamente como lo ve ahora. Lo del “tenemos wifi” es nuevo. Mismo escenario. Distintos personajes. Ahí, en esa mesa, jugaba mis buenas partidas de dominó. Se me escapa un suspiro nostálgico. A mí me llamaban “el guiri”, je, je. Más de cincuenta años hace de eso. Me levanto. Pregunto cuánto es. Pago. Cuando  de nuevo agito la cortina de canutillos para salir, alguien a quien no recuerdo de nada, me suelta un: “hasta luego, GUIRI”.

IV
No es que madrugue. Es que duermo poco. Por eso, viene bien, eso de: “al alba y con fuerte viento de levante… inicio mi segunda etapa”. Tocotocotó. Oh, oh. No quiere arrancar el Meganetrés. Tocotocotó. Oh, oh, oh. La primera en la frente. Este coche nunca, nunca ha dado la talla. Tocotocotó. Siempre, siempre, en los momentos clave ha tenido alguna tecla. ¿Cómo va a merecerse así ser mi Babieca o mi Rocinante? Salgo fuera echando chispas. Esta sí que no se la perdono. Dejarme tirado tan pronto a las primeras de cambio. Con todas las revisiones pasadas. Eso, eso… tiene un nombre. Se llama putada.

V
Ahí están las cuatro almas caritativas. A la que yo diga “¡YA!”, a empujar todos a la vez. ¡YAAAAAAAA! Hale, hale, más rápido, más. Tienen poco fuelle. Pierden el higadillo. Sudan por la patilla. El Meganetrés pesa como un tanque. Se embala. Y yo dentro. Meto la segunda y suelto embrague. Plof, plof, plof. Se acaba la bajada. Los vecinos, brazos en jarras, se desmoralizan. “…lo que tiene ese coche es algo más serio. Habrá que llamar a la grúa. Y de ahí, al taller de Quico”. Se despiden. Desaparecen. Me quedo custodiando al Meganetrés. No lo puedo dejar abandonado ahí, en la cuneta de la salida de Gorroperdido. Por si sí, por si no, cada diez minutos lo intento. Tocotocotó. Este coche es tan puñetero que es muy capaz de arrancar cuando vea aparecer la grúa por detrás de esta cuesta.

VI
Quico, el del taller, ha mirado con la linterna. Ha metido la mano por los huecos del motor. Y ha estado hurgando. Ha hecho un gesto de resignación. “Hay que cambiar una pieza. Y aquí no tengo recambio. Me llegará mañana de Mardebé”. Ufffff. Resoplo. Abro portón. Extraigo la maleta. Abro la puerta de atrás. Saco mi minibotiquín. Un paracetamol de un gramo me va a caer. Al coche le amenazo con el dedo. “Esta no te la perdono”. Quico me mira como si yo estuviera loco. Me da igual. Arrastrando las ruedas del maletón por la grava, me dirijo de nuevo a la Fonda Abril, para ver si tienen habitación también para esta noche.

VII
Yo, al Meganetrés éste no lo quiero ver más ni en fotografía. Ya está bien, hombre, ya está bien. Que llevo gastado en reparaciones más que me costó. Ya está bien. Tecleo en el ordenador de la casa de la cultura (esto no estaba hace cincuenta años en Gorroperdido, vaya que no) en el buscador. Sólo por ver. Sólo por saber. Megane del noventa y cuatro. Es que el asiento de este coche es el que se acopla perfectamente a mi espalda. Es que sé cómo va. Es que es el que me cabe como un guante en el garaje. Tengo cien “es ques” más. Estaría bien. Comprar otro. Otro igual. Menuda cara iba a poner éste. A éste… si yo encontrara otro igual, que le den.

VIII
Apuro otra cervecita en el Bar Polis. Pregunto: “¿Alguien se anima a jugar una partida de dominó?”. Cri-cri-cri. El ruido de los grillos. Dejo el vaso en la barra. Con las partidas memorables que aquí se han jugado antaño, ahora nadie sabe ni lo que es.

IX
Quico me mira con cara de circunstancias. “No, no me han traído la pieza”. Cagüen todo lo que se menea en pleno siglo veintiuno. Me vuelvo hacia la Fonda. Lo primero que escucho es un: “Ya, ya nos rumiábamos que usted, hoy tampoco se marchaba”.

X
Es tentador. Aparecen ofertas a tutiplén por Meganes del noventa y cuatro con garantía incluida. Agito mi cabeza. Yo, este viaje no me lo amargo. Ti-ti-ti-ti-ti-ti-ti. Marco el número. Da línea. Da tono. “¿De verdad tienen un Megane del noventa y cuatro nuevecito?”. Me contestan: “Un momento, por favor”. Me ponen en espera. Ya me extrañaba a mí.

XI
“Qué, Quico, a ver si adivino: Tampoco han traído la pieza hoy”.  Quico sale de debajo de la furgona que está destripando. “Sí, sí que la han traído… pero tu coche sigue sin ir… no era eso”. Cuento hasta tres. Un, dos, meganetrés. “¿Dijiste en serio que te quedarías este trasto si te lo vendiera?”. Afirmativo. “Por quinientos pavos”. “En un rato te digo algo”. Voy de parte a parte de Gorroperdido, primero, pasando por la Fonda Abril, “eh, que hoy tambiénme quedo”, después por la casa de la cultura, desde donde llamo de nuevo y pregunto: “¿Y no me harían ustedes una rebajita si lo pago al contado?”. Los cabrones me piden cuatro mil.

XII
“La Paciencia” sigue siendo la línea de autobuses que hace el trayecto Gorroperdido-Mardebé, Mardebé-Gorroperdido. Por lo menos, los autobuses se han modernizado. Los asientos son cómodos. Y hay aire acondicionado. Quico me ayudó a llevar el maletón y casi todo lo demás. Tengo un no sé qué en la boca del estómago. Es un poco de desazón por haber dejado aquí al Meganetrés, como si fuera sólo un trozo de chatarra. Pero en fin. Así son las cosas. Allá que subo los escaloncitos. A las tres en punto sale. Traquetea el bus. Estoy desandando mi último viaje. Sí. Pero es sólo para coger impulso.

XIII
Autos Torcuato. Como mis hijos se enteren de que he pasado por Mardebé y no he pasado por casa, me van a decir de todo, menos bonito. Empujo la puerta cristalera. Suenan campanillas. Arrastro el maletón. Me dijeron que tendrían, papeleo incluido, el coche preparado para las doce en punto. Me presento. La vendedora cae en la cuenta: "Ah, sí: ¡Aquí está el del Megane del 94!”. El Guiri del Megane del noventa y cuatro. Les sigo hacia un garaje en la zona posterior. “¡Voilá: ahí está!”. Me quedo mudo. De una pieza. Como quiera que a la chica no le parece que yo esté muy emocionado, abre la puerta, y exclama: “¡y escuche qué pedazo de equipo de audio tiene!”. Le da al click, y ahí sí, tiene que muy estar ágil y agarrarme rápido para que yo no me caiga de culo cuando suena el “¡Amigos para siempre, means you always be my friend, amics per sempre, means a love that can not end…!”.

domingo, 12 de abril de 2015

La prescripción del Doctor Coba



I
Porque les he montado un cirio, que si no… me vuelvo a casa por donde he venido sin que me vea. “…es que el Dr. Coba tiene la consulta de hoy completa…”. “Pues de aquí no me voy. Vengo de Gorroperdido. He hecho adrede más de doscientos kilómetros.  Como usted comprenderá…”. Nada: ésta no me escucha, se cierra en banda. “…le puede atender otro médico”. ¿Otro? Quiá. Yo quiero al Coba, que es una eminencia en lo mío. Ahí me he plantado, frente al mostrador. Y la enfermera ésa o lo que sea, como si oyera llover. Al final me ha señalado. “Mire, pase a la consulta cinco, sin número y sin nada y, cuando le toque al último, detrás, usted”. He respirado hondo. Avanzo. Esto parece un mercado. Por el guirigay. Gente en los bancos esperando. Gente apoyada en las paredes, atenta a que se abra la puerta y les llamen por su nombre. De momento, primer obstáculo superado.  Ahora, a por el segundo, el más importante. Yo no vengo a ninguna fiesta. Yo he venido a que el Doctor Coba me vea.

II
Tres horas. Tres. No avanzaban las manecillas del reloj. Es de noche fuera. Poco a poco se ha ido despejando la sala. Me ausculto yo mismo. Me examino. Repaso lo que le tengo que decir, palabra por palabra, no sea que cuando llegue mi momento me quede en blanco. Me levanto. Doy paseítos. Tengo pis. El pis de los nerviosos. Aprovecho. Psssssss. Rápido, rápido. Más pssssss. Enjuague de manos. Salgo. Aliviado. Ya no hay nadie. Ha entrado por fin el último. Detrás, pues,  yo.

III
Conduzco absorto camino de vuelta. Parpadeo a mil por hora, para ver más claro lo que las pocas luces de mi cuatro latas dejan oscuro. Y pienso. Cosas de la medicina de ahora. Ni me ha mirado casi. Ni me ha escuchado casi. Pero inmediatamente ha hecho el diagnóstico. Muy seguro. “Tómeselo muy en serio. Usted verá”, me ha advertido. Catorce curvas me faltan para llegar a la rotonda de la entrada. Me las conozco. Y sigo pensando en lo que me ha dicho. No sé cómo voy a hacer lo que me ha pedido. Al final, me pongo trágico, me pongo en lo peor. Todos nos tenemos que morir alguna vez por lo menos.

IV
Juan Ra me para en la entrada del bar. “¿Qué tal en Mardebé? ¿Qué te ha dicho el médico?”. No entro en detalles. “…tengo que volver en unas semanas”. Luego, él a lo suyo. “…que, ahora que ha llovido, pensaba yo que si me dejas la mulilla… pues le daría una pasada a mi campito… y…”. Éste siempre se acerca a mí para lo mismo. Para pedir. Luego me la devuelve sucia, cascada y, no se molesta ni en reponerle la gasolina. Mmmm. Concedo: “Pásate por casa cuando quieras y te la llevas”. Lo que me llevo yo es una palmada en el hombro. “¡Gracias, Gañete, esta tarde voy a por ella”. Me da lo mismo su agradecimiento. Lo que me calienta la cabeza ahora es cómo narices hago yo lo que me ha pedido el médico.

V
Hace días que no veía salir humo por la chimenea de la señora Queta. Me lo imaginaba. Me he acercado con el carro lleno hasta arriba de leña de olivo. He llamado a su puerta. He esperado. Ha tardado lo suyo en abrir. Venía abrigada con un chal que le cubría la nariz y las orejas. Se le ha abierto el cielo. Efectivamente, no le quedaba ni una ramita seca para quemar. Y ella no está para salir a buscar nada. Un témpano parecía su hogar. Al crepitar del fuego, la casa entera ha recuperado el color y el calor. He enderezado mi espalda y me he frotado las manos después de dejar ordenados los troncos junto a la pared. “Gañete… eres un cielo”. Me anudo la bufanda, me quedo con el cumplido. Y al aire gélido de Gorroperdido le sigo preguntando que qué tengo que hacer para seguir lo que me ha recetado el prestigioso Doctor Coba.

VI
A la hora del telediario, me arrebujo hasta el cuello, y salgo con tres bolsas. El vidrio al cubo del vidrio. Lo orgánico a lo orgánico. Y el plástico al plástico. Me saluda Eladio. Él, a granel, todo en bloque, brooom, al contenedor. Y lo que salpica por fuera, por fuera queda. No rechisto. Allá cada uno. Pero él se justifica. “…yo ya pago mis impuestos… que lo separen ellos, cojones”. Me encojo de hombros. Luego, mirándome, añade: “…hoy haces mala cara, Gañete…”. Ufffff. Eso es que empeoro por momentos. Cualquiera ya nota lo mal que me encuentro.

VII
Aquí estoy de nuevo. Aquí me ha traído mi cuatro ele. Veinte grados aquí y sólo dos esta mañana en Gorroperdido. Y ahora, a la sala de espera del doctor Coba. Tan masificada como la otra vez. Hoy ya no soy el que va detrás del último. Pero sigo nervioso. Desde los pelos de la cocorota, pasando por el estómago,  hasta la punta del dedo gordo del pie derecho. Finalmente no he seguido sus recomendaciones. Y se lo voy a decir. Que no le he hecho caso. Saco la receta. Está arrugada. Manoseada. La desdoblo. La releo en voz baja. “Usted tiene que ser mejor persona”. Sonrío desesperado. Eso, para alguien que sea un cabronazo, es fácil. Con un poquito que cambie, mejora seguro. Eso está chupado. Pero para mí… que creo que soy buena gente, ya me dirás cómo. Sí, sí, siempre se puede ser mejor… pero llega un punto en que… Lo leo por enésima vez: “Us-ted tie-ne que ser me-jor per-so-na”. Eso me dijo. Y luego subrayó: “Tómeselo muy en serio. Usted verá”. Es mi turno. Me levanto. Allá voy. A preguntarle y eso cómo se hace.

VIII
Carraspeo. Ejem, ejem. Me sale voz de flauta. “Disculpe, pero yo tenía cita con el doctor Coba”. Me quedo ojiplático, mudo, cuando este tío, al que es la primera vez que veo en mi puñetera vida, me responde: “Yo soy el doctor Coba”.

domingo, 5 de abril de 2015

El camino del cole


I
Tengo que estar siempre pendiente, siempre arengándoles, siempre repitiéndoles: “¡En fila india!, ¡Venga, vamos, vamos,  que no llegamos!”. Es lo que tiene ser el mayor de los cuatro, que madre dice: “Maxi, tú vigila, sobre todo a Shaila… es la más pequeña y siempre va pensando en las musarañas”. Y a mí se me ponen de corbata cada vez que oigo venir un coche.”¡COCHEEEEEE, ARRRIMAOS!”. Arrimarnos no, nos tenemos que salir a la cuneta del todo. Aquí no hay arcén. BROOOOOOOOM. Pasa zumbando. Ahí es cuando me entran ganas de ser, sólo para un rato, guardia civil, y tener un radar en la mano, para parar a esos energúmenos que por estas carreteritas cogen esas velocidades y meterles un buen multazo. “¡Capulloooooo, ojalá te estampes!”, grita Eusebio. Yo le llamo la atención. “¡Eusebio, ay si te oye y para!”. Él me replica: “…pues es lo que tú siempre estás diciendo”. Otra vez, arrimaditos, y alineados. Primero, la pequeña, Shaila, que ya va para siete. Después, Arturo, que cumplió los diez. Detrás, Eusebio, que tiene doce aunque aparenta catorce. Y cierro la comitiva yo, que sí tengo catorce, aunque me he quedado chiquitín y aparento doce. Arturo marca el paso, “un-dos, qué guapo que soy, qué tipo que tengo, qué bueno que estoy”. Shaila le frena, “Ja, ja… ¿guapo tú? Tus ganas…”. A veces, no me levantaría. Me duelen los pies. Y de pensar que el cole está a siete kilómetros, cuatrocientos metros… a diez mil quinientos pasos, que los he contado yo varias veces… De pensar lo que tenemos que andar a la ida, y después a la vuelta… me entran ganas de no moverme… Uffff, por lo menos, hoy ya no llueve… Llevábamos una racha de siete días sin parar. Eso sí, sopla un viento que corta los labios. La bufanda nos tapa la cara hasta la altura de casi los ojos. Shaila se frena. “¡Shaila! ¿Qué te pasa? ¿Por qué te paras?”. “Tengo pipi no: lo otro”. Los del medio se quitan. “Je, je, je: esto es cosa tuya”. Resoplo. Venga, vamos. Me remango. Suerte que andamos rodeados de naranjos. Nos metemos en un campo, y en la segunda fila de árboles ya no nos ve nadie. Nadie. “¡JOOOO!”, protesta Shaila agachada, “¡que no miren!”. “¡Ehhh! ¿Queréis hacer el favor de mirar a otra parte?”. Se dan la vuelta. Arturo grita: “¡Cocheeeeee!”. Todos a la cuneta. Shaila desiste. “Era un pedete”. “Pues hale, todos en marcha otra vez”. Miro el reloj. Pasan de y media. Otro día que llegamos tarde.

II
“¡CUIDADO, AUTOBUUUUUUUSSSSS!”, advierto. Nos ha pillado en mal sitio. Aquí no hay cuneta donde arrimarse. Hay acequia. Nos ponemos de lado. Esperamos su paso. Es del colegio Olimpo, el de lujo de pago que hay en la Urbanización, que para atajar, pasa por esta carreterita. Sus luces nos deslumbran. Es que aún no se quiere hacer de día. Nos tapamos los ojos con el antebrazo. Nos ensorda. El rebufo nos tira hacia delante. Sujeto a Shaila, por poco se la engulle y se va detrás. ¡Se caía! Grito con rabia: “¡ME CAGO EN TUS MUERTOOOOOS!”. Al segundo, chirria. Frena. Frena del todo. Y pone los intermitentes. Glup. “Je, je”, se ríe Eusebio, “¡…te ha oído y ahora te vas a enterar!”. Me quedo quieto, clavado, mudo como una estatua, cagado como un cobarde. Una señora desciende del bus, como quien desciende de un ovni. Nos hace señales para que nos acerquemos. Los cuatro hermanos lo tenemos claro. Aquí se hace lo que manda el mayor. Me preguntan: “Maxi… ¿qué hacemos?”. Se me pasa el susto. El conductor no me puede haber oído. “Vamos”, ordeno, “creo que nos dejan subir”. 


III
Ella nos ha dado los buenos días. “Soy Consuelo… os veo cada mañana en el camino del cole… si queréis subir… os acercamos por lo menos cinco kilómetros…”. Glup. Se nos ha aparecido un ángel. Hago gestos. Arriba, arriba. Por mis pies. Por el día de perros que hace. Subo el último. Noto un calorcito agradable pero cargado. El autobús va completo ya. Todos nos miran. Si iban durmiendo, se han despertado. Si iban hablando, se han callado. Cierra la puerta automática tras de mi. PSSSSSSSSSS. Nos tenemos que quedar de pie, en el pasillo. Nos agarramos a los respaldos. Miro a Shaila. Temo por un segundo que se chive y le diga al chófer: “¿Sabe que mi hermano ha dicho que se caga en sus muertos?”. Pero no. Va como todos. Impactada. Suena la radio. Mari Trini. Se queja. Le ha caído una estrella en jardín. Toma, peor hubiera sido que le hubiera caído en la cabeza. 

IV
Consuelo es un pedazo de pan. “¡AUTOBUÚSSSSS!”. Nos arrimamos al bancal. No teniendo ninguna obligación da instrucciones al conductor, éste frena, pone los intermitentes, y allá que vamos corriendo… como para no aceptar que nos acerquen. Subimos, nos agarramos con las manos amoratadas del frío a los respaldos. Son sólo cinco kilómetros en seis, siete minutos. Con cuidado. El traqueteo nos hace irnos de lado a lado. Reparé en ella el primer día que subí. El primer minuto. Y la observo. Qué ojos. Cautivadores. Me devuelve la mirada. Me ruborizo. Espero que me mire a mí y no a mi abrigo descosido ni a mis zapatillas gastadas. Así estamos, hasta que nos toca bajar a los cuatro hermanos, hasta que le doy mil gracias a Consuelo por hacer el favor de acercarnos. Broom, brooom. El autobús del Olimpo reemprende su marcha. Así, desde hace unos días somos los primeros en entrar en nuestro cole. 

V
Andamos despacio, girándonos hacia atrás, con la confianza de que, de un momento a otro, avistaremos al autobús, y nos recogerá como hace cada día desde hace meses. El cansino de Arturo vuelve a marcar el ritmo: “un-dos, qué guapo que soy…”. Shaila protesta: “¡calla ya, pesao!”. Y Eusebio, como el Pinzón que avistó tierra, grita: “¡AUTOBÚSSSS!”. Nos arrimamos. Viene fuerte. Viene. No parece que hoy frene. No frena. Se nos queda la misma cara que a los del pueblo que ven pasar al plan Marshall. La misma. No ha parado. “¡Me cago en tus muertos!”, vocifera Eusebio. Todos me miran. Me preguntan por qué hoy no. No lo sé. No lo sé. No lo entiendo. Pero como responsable del grupo me rehago y arengo: “¡Venga, venga, vamos, que es para hoy!”. 

VI
“¡AUTOBÚSSSSSSS”. Hoy tampoco ha parado. He tratado de ver si ella, a través de la ventana de socorro nos miraba. No lo sé. Repaso mentalmente nuestras últimas subidas en el bus. Por si hicimos o dijimos algo no procedente. No saco nada en claro. “¡No os quedéis ahí pasmados, venga, venga, tirad para adelante, leche!”.

VII
A la última persona que esperaba ver en la puerta de nuestra casa es a ella, a Consuelo. No sé si saludarla. No sé si estoy enfadado con ella. Se me acerca. “Hola, Maxi…”. Me pide disculpas, a mí, como hermano mayor. Me explica que la Dirección del Colegio le prohibió taxativamente recogernos para acercarnos esos kilómetros. Por seguridad no se puede viajar de pie, apoyado en los respaldos de los asientos. Un frenazo brusco y podría pasar una desgracia. Me hago cargo. “Nosotros no pedimos que nos llevaras… fue cosa tuya”. Ella afirma, cabizbaja. Entro para dentro de casa. Se queda hablando con madre. No sé de qué. O a lo mejor sí. Oigo que mi mi madre, seca, rotunda, firme, le responde: “O todos, o ninguno”. 

VIII
…luego mi madre me lo ha contado. Quería que yo, solo yo, fuera al colegio Olimpo. Ella se hacía cargo de los gastos. Se ve que le caigo en gracia. Vaya. “Tienes razón, mamá: o todos, o ninguno”. Yo se lo he dicho, pero no debo de ser buena persona, porque en mis adentros, he pensado que qué rabia perderme una oportunidad como ésta…

IX
No puedo, no puedo seguirles el paso. Eusebio se gira: “¡Maxi! ¿Te pasa algo?”. Ufff, que si me pasa… Ayer pisé en falso, la rodilla me hizo “croc”… y hoy estoy de un rabioso subido… tengo un hinchazón más grande que una pelota de tenis… “¡AUTOBÚSSSSSS!”. Nos arrimamos. Pasa de largo. Humo. Polvareda. El grupo se para. Yo no puedo más. Arturo y Eusebio vienen en mi ayuda. “Apóyate en nosotros”. No, de eso nada. Soy el mayor. El que da las órdenes. “Eusebio, seguid sin mí… ocúpate de ir con cuidado”. Me miran. Me siento sobre una piedra. “¡Que os vayáis, coño!”. Eso sí es contundente. Eusebio reagrupa a Arturo y a Shaila. “Yo pierdo mi batalla, pero vosotros ganáis la guerra”. Se van. Aún oigo eso de “…qué tipo que tengo, que bueno que estoy”. Se me saltan las lágrimas. La vida tiene que seguir, aunque yo no pueda seguirlos. 

X
El médico se lo ha dicho a mi madre en un aparte, creyendo que yo no escuchaba. “Señora: si el niño sigue dándose las caminatas que se pega, se va quedar cojo para toda la vida, así que usted verá”. 

XI
No sé qué hace Consuelo otra vez en la puerta de mi casa. Debe ser cabezota, porque mi madre se lo dijo bien clarito. O todos o ninguno. 

XII
Le pregunto tímidamente si el asiento está ocupado. Ella, la de los ojos cautivadores, me dice que no. Y yo paso. Con mi abrigo descosido. Mis zapatillas gastadas. Me siento. Con el corazón a mil. Mi primer día. Pego la cabeza a la ventanilla de socorro. Me voy dando coscorrones con el traqueteo. Atento. Ahí. Por ahí van. Los tres. Los tres mosqueteros. Aprieto las palmas de mis manos en la luna. Shaila, Arturo, y detrás, controlando, un crecidísimo Eusebio. Me da sentimiento cuando le leo los labios. Se le ha entendido muy clarito. “¡Me cago en tus muertoooosssss!”.