domingo, 24 de octubre de 2010

Me caes bien

I
“Ismael, que es muy tarde, que yo ya me voy. Pero no hay ningún problema. Tú, como si estuvieras en tu casa, puedes quedarte el tiempo que quieras. Cuando salgas, apaga la luz desde allá, y cierra la puerta. Me caes bien, hombre. Ya sabes, que si puedo hacerte un favor, está hecho, enseguida. Lo que sea. Bueno, buenas noches, mañana nos vemos por aquí”.

Ismael se queda solo, entre las butacas del viejo Café el Teatro. Resuenan sus pasos. Está cansado. Se sienta en la fila central. Ahora es un espectador. Reprime un bostezo. Reina el silencio. No obstante, suena una música en su cabeza. No queda nadie. Y sin embargo, nota que está acompañado.

II
“¡Ostras, Ismael, qué casualidad y cuánto tiempo! ¡Buuufff, desde el colegio, cada uno ha ido por su lado, y hasta hoy! La alegría que se va a llevar Maria Emilia cuando le diga que te he visto…, que me he reencontrado con el tío que no tiene enemigos y le cae bien a todo el mundo. Oye, un día que no vayamos con prisas tenemos que quedar para contar batallitas… ¿te acuerdas de lo que nos amargaba el Medina? ¿Y de aquel examen que nos fundió a todos? A ti, con un 4’8. Y a mí, con un 4,9. Yo pensaba, esto me lo tiene que arreglar o me jode la media. Y el cabrón no quiso: “Un 4’9 es un 4’9 aquí y en la China”. Y en cambio tú, fuiste para su despacho, le caíste simpático, y sin mirar el examen, te subió tres décimas. ¡Qué morro…!”

Tino, es Tino. Tan cambiado, pero el mismo Tino. Ismael se aturde. Por dónde ha entrado. Por dónde ha salido, si no hay nadie, si todo el teatro sigue tan desierto.

III
No, no tan desierto. No, no puede ser. Son ellas. Ellas. Bajan las escaleritas del escenario.

“¡Ismaeeeeeeel!”. “¡Ismaaaa!”. Begoña y Beatriz. Juntas. Se le acercan. Una le toca un hombro. La otra le alborota el pelo, con la rabia que le da. Y le estampan dos besos en las mejillas que le dejan la impronta de sus perfumes. “Qué haces ahí tan solo”. “Eso, qué haces, si a ti lo que nunca te ha de faltar es compañía”. “Podríamos hacer como en los viejos tiempos, irnos a cenar ahora mismo los tres”. “Yendo contigo, no hay problema aunque no hayamos reservado con antelación”. “Eso seguro: primero el camarero te dirá que está todo completo, y luego, cuando te vea, le caerás bien, mirará a ver lo que pueden hacer y acabaremos sentados en la mejor mesa…”.

Ismael traga saliva. Las ve tan guapas. Tan cerca. Esto no le puede estar pasando.

“Nosotras lo teníamos muy claro, Isma”. “Más tarde o más temprano ibas a elegir a una”. “Así que para qué hacerse mala sangre”. “Nosotras, amigas siempre”. “Cuando te decidiste, que mira que te costó, pues enhorabuena a la agraciada”. “Luego pasó lo que pasó, pero eso ya no importa, ya no tiene vuelta de hoja”. “¡Venga, chavalín, que te esperamos arriba, no tardes!”.

Salen. A Ismael le brillan los ojos. Recuerda que sí. Que por aquel entonces estaba hecho un lío. Que un día se tiró la manta al cuello y tomó partido. Y que luego se arrepintió muchas veces de aquella decisión. Por eso a Ismael le brillan los ojos.

IV
El que faltaba. El señor Romero en persona. Ismael gira la cabeza. También él. Ha aparecido por la puerta basculante, la que da a la cafetería.

“¡La publicidad de ese desodorante que deja encantados a los que pasan por debajo del sobaco de quien se lo pone, sin duda, estaba inspirada en ti…! Vamos, que yo ya tenía decidido a quién contratar aquel día. Después de ver a más de cincuenta candidatos. Un licenciado con un currículum plagadito de matrículas. Un tío preparado. Con experiencia. Con idiomas. Avispado. Que ya le había dicho que firmaríamos por la tarde. Y en ésas, quedabas tú por entrevistar. Un pelagatos. Pero mira, fue verte y cambiar de opinión, quedarme contigo y acertar de pleno…”

A Ismael se le escapa una sonrisa. Su primer contrato. Su primer trabajo.

“…y el caso es que no tenías ni idea del negocio. Yo no sé cómo lo hacías, el asunto es que te metías a todo el mundo en el bote. A todos. Y eso, amigo, es matemáticamente imposible. Llegabas a un cliente, y medio en broma, medio en serio, le anunciabas que tenías que subirle el precio. Y, en vez de enviarte directamente a tomar por saco, que es lo que haría con cualquier otro, ¡te aceptaba el aumento! Luego te pasabas por una empresa que nunca nos había comprado ni pipas, y salías de allí con un pedido bajo el brazo. ¡Un mago comercial, Ismael! ¡Qué tío más grande! Con lo que me diste a ganar en aquella época, yo te pagué generosamente. Y no pude enfadarme contigo cuando me dijiste que te marchabas. De la compañía, saliste por la puerta principal, como un señor y ya te dije muy en serio que ésta sería siempre tu casa…”

Ismael se sonroja. Las cosas del Señor Romero.

V
De repente, todo queda oscuro. La boca del lobo. Crepitan los altavoces y suena la megafonía. Ismael contiene el aliento.

“Ismael Merino, le habla el servicio de voz del ordenador instalado en Xenac para el control de la productividad. Sepa usted que esta conversación está siendo grabada por si hubiera lugar a posteriores reclamaciones. Ismael Merino, le comunico que, desde este momento, cesa usted en sus funciones en la Compañía”.

Ismael siente un zumbido en sus oídos, como si fuera a perder el conocimiento. Respira agitadamente.

“¡Qué cabrones!”, explota, “…han utilizado una máquina porque no han tenido cojones para decírmelo a la cara…”.

VI
El vuelo estaba completo. Él se quedó allí plantado, cara a la ventanilla. Hasta entonces, la empleada de la aerolínea casi ni le había mirado a la cara. Como era de esperar, cuando aquella lo vio, le cayó bien, y entró de nuevo en las pantallas del ordenador. Y tecleó con redoblada insistencia. Consiguió un billete clase preferente a precio turista. “Ha habido suerte, aquí tiene”, le dijo con su mejor sonrisa. Así iniciaba Ismael el regreso a Mediavilla la misma tarde del día que perdió el empleo.

Aterrizó el avión puntual. Todos los pasajeros iban con prisa. A casi todo el mundo le esperaba alguien. Abrazos y besos de reencuentros. Para él no. En la terminal del aeropuerto, Ismael arrastró la pequeña maleta con ruedas hacia la entrada del metro.
Era el último de la noche. Sonó el silbido. Se cerraron puertas. El tren hizo ademán de empezar a moverse. Debió de ser cuando el maquinista lo vio llegar. Por supuesto, le cayó bien. Y le esperó. Ismael entró en un vagón completamente vacío. Sonó de nuevo el silbido. Cerraron otra vez las puertas. Y con un suave
acelerón, el metro inició la marcha.

Había cierta animación en aquella noche de Sábado en Mediavilla. Decidió tomar la calle de la antigua estación, por donde el Café el Teatro. Casualidad. Estaba abierto. Pero la función ya había terminado. Por el cartel de la puerta, supo que acababa de actuar Carlos Tejeda. Accedió a la cafetería anexa. No quedaba ya nadie. Recogían sillas y barrían el suelo. “¡Está cerrado, señor!”. Ismael se quedó quieto. El camarero le miró mejor. Y lo reconoció. Al instante cambió el tono: “¡Hombre, Ismael! ¿Qué te pongo?”. Una manzanilla iba bien. “¿Qué? ¿A pasar unos días?”. Ismael afirmó con la cabeza. Se acercó la taza a los labios y se pegó un quemazo importante. Luego vio la puerta de acceso al teatro, ya completamente vacío. Preguntó: “¿Puedo dar un vistazo?”. “Claro, no hace falta ni que preguntes…”.

Ismael dejó la infusión hirviendo encima de la barra, y se encaminó al teatrito. Al asomarse, ya presintió que le preparaban la bienvenida todos los fantasmas de su pasado.

I
Ismael, que es muy tarde, que yo ya me voy. Pero no hay ningún problema. Tú, como si estuvieras en tu casa, puedes quedarte el tiempo que quieras. Cuando salgas, apaga la luz desde allá y cierra la puerta. Me caes bien, hombre . Ya sabes, que si puedo hacerte un favor (…) (...)

No hay comentarios:

Publicar un comentario