domingo, 30 de junio de 2013

La fábrica de los recuerdos


I
Papá, ¿sabes que ayer estuvo la madre de Goli en clase? Sí,  Don Calixto le había pedido que viniera a darnos una charla sobre la cocina y los alimentos. Yo pensaba que iba a ser un poco rollo, y que nos íbamos a portar todos mal, pero no. Fue una clase magistral. Encima trajo cosas de comer y nos enseñó a preparar unas galletas de chocolate que luego nos merendamos. Me comí la mía y me comí la de Gustavo. Estaban de lujo. Y qué morro tiene el profe: se llevó en una caja las galletas que sobraron a su casa para él solo, en vez de repartirlas entre todos. Le hemos pedido a don Calixto que le pregunte a la madre de Goli si puede volver otro día. Él ha dicho que ya veremos. Pero ojalá venga. Goli no sabe la suerte morrocotuda que tiene… ¿Hacia dónde llevo el carro de la compra ahora, papá? ¿hacia los congelados? ¡Espera!, ¿podemos coger antes por favor, por favor, por favor un paquete de esas magdalenas, aunque no estén en la lista?

II
 Buenas noches, papá. Me voy ya a la cama. ¿Que qué tal hoy? Mmm... ¿Te acuerdas que te conté que también vendría el padre de Luismi a darnos una charla en clase? Pues le ha tocado esta tarde. Ha estado super-bien. Lo único un poco rollo es que ahora tenemos que escribir una redacción sobre lo que nos ha ido explicando. Ha venido con un lápiz de memoria y nos ha puesto en el ordenador de Don Calixto fotografías de su pueblo. Gorroperdido. ¿Tú sabes dónde está? Pequeñín, pequeñín, entre montañas. Verde, verde. Luismi me ha dicho que me invita cuando yo quiera. Los niños juegan en la calle, créetelo. Y van en bici sin peligro porque no circulan casi coches. En casi todas las casas, por la parte de detrás tienen animalitos vivos. Gallinas. Patos. Conejos…. Bueno, papá, ahora cuando tú puedas, ven y me cierras la ventana del cuarto. Se ve que ha cambiado el aire y está entrando otra vez ese olor a “puag” de la incineradora.

III
Ya se lo he dicho, papá. Que tú quieres venir también a hablarnos sobre tu trabajo un Viernes por la tarde. Don Calixto ha puesto cara de extrañado. Yo tampoco he sabido explicarle lo que nos quieres contar. Pero bueno, ha mirado y requetemirado el calendario. Dentro de dos semanas. Ha puesto un circulito en la fecha. Luego ha dado dos palmadas para que toda la clase lo escuchara. “Atendedme un segundo por favor…, el padre de Cayetano vendrá a darnos una charla”. Todos me han mirado. Y yo, no he podido evitarlo, me he puesto un poquito rojo.

IV
Don Calixto ha dicho que no me preocupe, que otra vez será. Que lo primero es lo primero y que lo entiende perfectamente. Algunos niños tont…, capullos,  han venido a mí burlándose: “ehhh… Cayetano cara de nano ¿no iba a venir tu padre hoy?”.  Les he dicho lo que les tenía que decir. Que no has podido. Que ya vendrás. Y que se fueran a la mierda.

V
Porque he insistido, papá, porque le  he asegurado que tú tienes mucho interés y que sí que vendrás. Don Calixto dice que nos ponemos casi en fechas de exámenes y que necesita todas las horas de clase que quedan para terminar el temario. Al final, ha marcado tu visita para este Viernes. Cuando me volvía hacia mi sitio, me ha dicho que si no puedes venir esta vez, tampoco pasa nada.

VI

¡¡Uaaaauuuuhhh, papá! Los dulces de la madre de Goli, el pueblo del padre de Luismi… una caca de vaca al lado de tu charla de hoy. Han venido a mí todos mis compañeros, uno detrás de otro, “jo macho, qué suerte tienes, Cayetano, con un padre así, tan guay”. Immmmmpresionante, papá. Qué envidia me tenían. Hasta Don Calixto me mira de otra manera. La verdad es que yo tampoco sabía que tú eres el Director Adjunto de la Fábrica de Recuerdos. Y que estás a cargo de la Sección de Recuerdos Positivos. No veas la cara que poníamos cuando nos explicabas que el ser humano es el único animal conocido que tiene memoria. Y que los recuerdos van unidos a nuestra existencia. No veas cuando ha sonado la sirena. Se nos han pasado las dos horas volando y allí, en la clase no se movía nadie. Al terminar, nos has asegurado que, de esta tarde, todos nosotros conservaríamos durante años y años un grato recuerdo. Yo, segurísimo que sí. Mientras miraba cómo te despedías de don Calixto, me ha entrado un sentimiento, un no sé qué. Y es que, cuando lleguemos a casa, te tengo que pedir perdón, papá. Por haber dudado. Por haber llegado a pensar que la dirección adjunta no cuadra con lo tarde que llegas todos los días, reventado, con tus manos deshechas y con una ropa de trabajo que por mucho que se lave, nunca nunca vuelve a ser blanca. 

domingo, 23 de junio de 2013

El barbudo


I
A lo mejor, dentro de treinta años, esto es lo más normal del mundo. Pero ahora, lo que más escucho es un: “¡Tristán, tú estás loco!”. ¿Loco yo? ¿Por aceptar un trabajo que me gusta? Quiá. Lo único es que vivo en Gorroperdido, que está a más de cien kilómetros de la fábrica. Cada mañana salgo de casa antes de las seis, y me paso al volante casi dos horas, curva a la derecha, curva a la izquierda. Y cada tarde, a eso de las seis también, vuelvo a la carretera a desandar el camino. Bueno y qué. Por eso tengo un “para-gente-encantadora”, que es un coche cómodo como no hay otro. Y para eso pongo la cinta del cassette a todo volumen. Suena ahora “Recorriendo voy las calles del viejo París”. Acabadita de sacar. Buena, buena. Vale que a veces el sueño me cierra los ojos. Como ahora, que llevo una media de cinco bostezos por minuto. La pequeñaja nos ha dado concierto esta noche. Es normal. Con tres meses que tiene la criatura no le vamos a pedir que no llore si tiene hambre. ¡Eeeeep! ¿Qué hace ese buen hombre andando por el arcén a estas horas? Me hace autoestop con el dedo pulgar. Aminoro la marcha. Le miro a los ojos. Cristalinos. Transparentes. Qué barbudo es el tío. Pero va aseado. Qué hago. ¿Le paro? ¿No le paro? Pobrecillo. Parece que anda despistado. Igual necesita algo. Intermitente. Me arrimo. Y le espero. Ahora falta que desde detrás de esas zarzas salgan diez tíos más para subirse también. Acelera su paso. Ya viene. Sí, está solo, por supuesto. Bajo la ventanilla, estirándome lo que puedo y dándole a la manivela de la puerta del copiloto. “Eh, señor, ¿hacia dónde iba usted?”. Me sonríe afablemente. Ya se ha subido. Hoy tendré compañía. Y me vendrá bien para despejarme.

II
Sábado por la mañana. Un ruido ensordecedor destripa el cielo haciendo vibrar las ventanas. Me asomo. Son varios helicópteros revoloteando alrededor de los tejados de Gorroperdido. Uno, dos, tres. Qué harán ahí. A quién buscarán. Me meto para dentro, que fuera hace un frío pelón. Para un día que puedo dormir un poco más, van y me lo fastidian. Pasan cuatro minutos. Estoy a punto de sacar la tostada, cuando suena el timbre de la puerta. Por cómo llaman, no son de casa. Voy a abrir. Glup. Me veo de frente una docena de policías, por lo menos. Algunos vecinos asomados en la esquina no pierden detalle. “¿Es usted Tristán?”, me pregunta el más bajito. No, no me sale un “sí”, porque siempre que estoy cagado de miedo me suelo quedar mudo.

III
Se lo he dicho cincuenta veces en esta sala blanca donde mi voz resuena. Que, de aquel barbudo a quien paré en la carretera, sólo me acuerdo dónde lo paré, y dónde lo dejé unos kilómetros más tarde. No les puedo dar más detalles. Por lo visto, no se lo creen, y ahora acaba de entrar otro tipo, que no habla muy bien el castellano y que me va a hacer la misma, misma, misma pregunta por quincuagésimo primera vez.

IV
Quiero añadir a mis declaraciones que sí, que paré a desayunar como todas las mañanas en el Bar Porvenir. Yo me tomé un café con leche y dos napolitanas. Y el barbudo un bocadillo de pan crujiente con tortilla de patata y dos longanizas. Invité yo. Se notaba que aquél tenía hambre canina porque se lo comió en un pispás. Hasta las migas.

V
Estoy mareado, aturdido. Salgo a la calle. Después de no sé cuántos días. Mi mujer, con la peque en brazos espera mi salida. Qué mayor se ha hecho en estos días la niña de mis ojos. Qué guapísimas están las mujeres de mi vida. Las estrujo. Me las como a besos. Nos vamos a casa. Me tengo que olvidar de esta pesadilla. Si es que puedo.

VI
No me está permitido contar que la policía secreta me trató en todo momento correctamente. Ni siquiera que me trató. No puedo contar que me dijeron que al barbudo no le había pasado nada y que seguramente tenía intactos todos los pelos de su papanoélica barba. Uf, la llorera que yo  cogí en ese momento. Ya me había llegado a imaginar yo que a ese señor se lo habían encontrado finiquitado y que a mí me tenían detenido por sospechoso. He jurado silencio sobre todo lo que me ha sido revelado. O sea, que no sé que el barbudo no es de este mundo. Y tampoco que, porque le dio por ahí o porque le fui a caer yo bien, declaró que yo, Tristán, sería el elegido como interlocutor entre su civilización y la nuestra. Menos mal que no puedo contar nada de esto, porque yo quiero seguir viviendo tranquilo en Gorroperdido sin que me tomen por un chiflado peligroso.

II

Bufff. Treinta años. Los treinta en la misma empresa. Soy el abuelo, el más veterano de todos. Lo que más escucho es un: “¡Tristán, tú estás loco!”. ¿Loco yo? ¿Por hacer un trabajo que me gusta? ¿Por seguir yendo y viniendo por mi carreterita de toda la vida? Quiá. La autopista de peaje no me sale a cuenta. Con mi “te-gusta-conducir”, a mi velocidad tranquila, no me pesan los kilómetros. Acabo de conectar el “emepetrés”. Vaya, vaya. A todo volumen suena “Recorriendo voy las calles del viejo París”. Limpia. Nítida. Ja, ja, ja, acabadita de sacar. Hoy se me disparan los bostezos. La pequeña empezaba con su primer empleo. A sus treinta recién cumplidos. Así están las cosas. Teníamos que despertarla a las cuatro y media de la madrugada. Tendrá que coger el coche e ir ciento cincuenta kilómetros en dirección sur. A mí no me cabe la camisa en el cuello por eso. Eeeep. ¿Qué hace ese hombre andando por el arcén a estas horas? Huy, huy. No me veo muy bien. Me ajusto las gafas. Hm Hm. Es… Sí. Sí que es. El barbudo. Aminoro la marcha. No tengo ninguna duda. Es él. Cuando me quedo a su altura, me mira con sus ojos cristalinos. Transparentes. Yo respiro profundamente. Y piso el acelerador a fondo. Ahí se queda, plantado. Con la que me lió la otra vez, que lo pare y lo suba su santa madre. 

domingo, 16 de junio de 2013

Llevadme con vosotros


I
Es Domingo, Domingo, Domingo. Por fin. Todo llega. Chimo lleva despierto un buen rato. Boca arriba, con las manos debajo de la cabeza. En la camita superior de la litera. Por la luz que se cuela a través de la persiana ya es muy de día. Pero todos duermen. Y, Oscarillo, el compañero de abajo hasta ronca y todo. Pero…  ¿qué hacen los monitores que no ponen aún la música despertador? Mira hacia el techo. Hacia las grietas de la talla. Y se imagina que son carreteras en un mapa. Ahora tiene mocos. No sabe qué hacer con ellos. Le taponan casi casi la nariz. Vale, se lo dirá a su mami cuando la vea. Que está malito. Así tiene otra razón más para que se lo lleven a casa sin tener que aguantar la segunda semana en la colonia de verano. Es Domingo, Domingo, Domingo. Por favor, que suene de una vez ya la quinta de Beethoven, que Chimo quiere levantarse, vestirse rápido. Hoy toca la camiseta nueva, la de Wimblendon. Que suene la música, que Chimo quiere desayunar a reacción, y salir corriendo hacia el mirador donde termina la escalera central. Desde allí, se divisa el camino, y podrá atisbar la llegada del coche blanco de sus padres. Porque vendrán temprano, eso seguro. Buena es su mami para eso.

II
Poco a poco, la rotonda de la entrada se va llenando de coches. Tiempo de reencuentros. Papás y mamás que bajan, sofocados, y levantando los brazos gritan el nombre de sus pequeños. Tiempo de abrazos, de cómo está mi chico y qué tal se lo está pasando. Sentadito en un banco, sin pestañear, con las manos sujetándose la barbilla, Chimo sigue aguardando. Aquel, aquel coche blanco sí que parecía, sí. Estira el cuellecito. Se levanta y se pone de puntillas. Pero según se acerca, ya se nota que no. Por la matrícula que no suma veinte. Vuelve a posición descanso. Mira el reloj. Calienta el sol. Molestan las moscas. Ya falta menos para que lleguen. Seguro.

III
Escucha un chillido. “¡Chimoooooooo!”. ¿Eh, eh? ¿Quién le llama? Repiten la llamada: “¡Chimooooo!”. Parpadea para afinar la vista, ¿son ellos que vienen en otro vehículo? Le cae medio mundo a los pies. Son los padres de Oscarillo. Hasta ellos, que no tienen ni carné de conducir, se han acercado aquí hoy. Hasta ellos. Devuelve el saludo con desgana mientras ve que su amigo baja las escaleras de tres en tres. No se cae rodando porque debe tener un ángel de la guarda hiperactivo. Seguro que es por eso.

IV
Casi las doce. Alguien le pone la mano en el hombro. Se gira. Es Lázaro, el monitor. “Chimo, anda, vente conmigo”. El chaval, sin moverse del banco de piedra, niega con la cabeza. “No, yo espero un poco más”. “Venga, en cuanto tus padres lleguen, que te encuentren jugando conmigo al pingpong. Me debes la revancha”. A regañadientes, Chimo se incorpora. Y le sigue dócilmente. “¿Les habrá pasado algo?”. “Claro que no. No te preocupes”. Una cosa que no entiende es por qué Lázaro le tiene tanto aprecio. Sobre todo teniendo en cuenta que, en su primer encuentro, Chimo no quería subirse al autobús que les traía a este sitio por nada del mundo, y cuando el monitor lo cogió, suave pero firmemente, del antebrazo recibió un rodillazo en salva sea la parte. Ufff, con lo que eso duele.

V
Hoy, por ser Domingo, paella. A Chimo se le escapa un: “¡Puag!”. El comedor está medio vacío. Muchos niños se han ido a comer fuera con sus padres. Él pedirá que le pongan poco, después removerá el plato, dirá cinco veces que no tiene más hambre, negociará con Lázaro dos cucharaditas (el monitor siempre empieza con diez) y finalmente saldrá corriendo no sea que se arrepientan, le llamen de nuevo y le obliguen a comerse también algo de verdura. Eso sería lo peor.

VI
Chimo deambula por la sombra de los jardines de la colonia. Baja los brazos. Baja la guardia. Ya no mira al camino. No vendrán. Es verdad que ellos nunca dijeron que vendrían. Pero él siempre pensó que sí. Esquiva a Lázaro. No más pingpong. Ahora le parece como que tiene agüilla en los ojos. Pero eso no es de llorar. Claro que no.

VII
“¿Quién soy?”. Esas manos tan suaves que le cubren la cara. Ese olor a lavanda. Sí, sí, sí. Él se gira, se da la vuelta. Es su mami. La abraza, todo cuanto Chimo abarca, la abraza. “Mecagüenla, dónde estabas”. Su risa. Sus mejillas. “Mami, mami, mami”. Está así mucho rato, todo el tiempo del mundo. Cuando levanta la cabeza lo ve. Sí, bueno, es que su papi también estaba ahí, había llegado con ella. Y Chimo, de eso, no se había dado ni cuenta.

VIII
Chimo exhibe todo su repertorio de toses. “Estoy muy malito”. Mami le toca la frente con los labios. “Diremos a los monitores que te tomes el jarabe por las noches”.

IX
“La comida es requetemala aquí”, se queja él. Papi le contesta: “…así te acostumbrarás a comer hasta las piedras, Chimo”. Mami le susurra al oído: “…shhhh, te he puesto munición de galletas oreo en la bolsa verde”. Y le guiña el ojo. Algo es algo. Por lo menos, comida de subsistencia.

X
“Llevadme con vosotros”, suplica Chimo, “ya he estado una semana… por favor, por favor, esto ya sé lo que es, y aquí lo paso muy mal,  llevadme con vosotros”. El papi respira de forma sonora, como si con el aire viniera una dosis extra de paciencia. La mami le habla con un tono muy dulce: “…te lo hemos explicado ya, Chimo. Aquí aprendes. Nosotros entre semana estamos trabajando… y en casa no hay nadie... tú allí solo no puedes estar”. Son razones sin peso. Excusas. Las de siempre.

XI
Vuela la tarde. La rotonda de la entrada va quedando vacía de coches. En un recodo, el blanco de los papis, con las puertas abiertas. “…no queremos que se nos haga de noche, y tu padre mañana tiene que madrugar”, dice ella. “Venga, sal de ahí, campeón”. Chimo está al volante. Hace un último intento: “… ¿de verdad no me voy con vosotros?”. “…Mira: no hagas que me enfade de veras”. Entonces Chimo se apea. Da un beso a su padre. Un abrazo largo a su madre. Sin darse la vuelta, poco a poco se aleja, va ascendiendo los peldaños de la escalinata principal. Ellos lo siguen con la vista. Ella, con un nudo en la garganta. Él, impasible, exclama: “¿Ves? Esto le va a venir muy bien. El niño es cabezota, pero está madurando a la carrera”.

XII

El Domingo casi ha pasado. Es muy de noche. Revuelo en el corredor de las habitaciones. Los monitores están a punto de pasar revista a los pijamas bien puestos. Chimo aún no se ha cambiado. Mira por la ventana. Con la vista fija. Hacia la rotonda. Iluminado por una farola queda un solo coche con el capó abierto. Él parece que despotrica. A ella no se la ve. Estará dentro. Una grúa, blandiendo una sirena silenciosa anaranjada, se acerca. Chimo aprieta con fuerza un pequeño objeto metálico en el bolsillo de su pantalón. Es un tornillo.  Su padre ya le explicó una vez que: “…si no está, ya puedes hacer lo que quieras, que el coche no arranca”. 

domingo, 9 de junio de 2013

Primos



I
Hasta que los novios no lleguen no dejan pasar al comedor del restaurante. Los invitados esperan de plantón en el jardincillo de la entrada con los pies al infiernillo, y con una copa en la mano. Yo monto guardia en la puerta principal. Con la corbata doblada y guardada en el bolsillo de la chaqueta. No puede hacer más calor. En estos eventos, ya se sabe. Lo extraño es que haya puntualidad. Ceremonia larga. Felicitaciones que no terminan. Fotos que no se acaban. Miro el reloj. Las tres. Día de reencuentros familiares. He perdido la cuenta de las veces que me han dicho: “¡Canito, el próximo eres tú!”. Uf, la de tiempo que no oía a nadie llamarme “Canito”. “¡Eh, Canito, ahora eres el último primo soltero!”. “¡Canitooo, qué mayor te has hecho, guapetón!”. Es lo que tiene ser el más pequeñajo de los ocho primos. Por fin, por ahí se acerca el descapotable clásico, mooooc, moooc, a golpe de bocina. ¡Ya vienen, ya vienen! Cuando parece que la gente va a arremolinarse para hacer el pasillo de honor, todos se echan atrás. Es porque han visto que yo, que soy el responsable de los asuntos pirotécnicos, ya tengo preparada la mecha. Y la traca que, en honor a los recién casados, da la vuelta a la manzana no dejará indiferentes los tímpanos de nadie.

II
En el plano de situación he comprobado que han dispuesto una mesa redonda para todos los primos. Mmm. No sé si eso me gusta. Según vamos llegando, ocupamos las sillas tapizadas. Me da igual quien se ponga a mi lado. Me da igual siempre que no sea… estiro el cuello… siempre que aquí no se siente… “Hola, Ofelia”. Me estampa dos besos. Si antes lo pienso, antes viene. Glup, aquí la tengo, a mi prima Ofelia, pegadita a mí, a mi derecha.

III
Estoy rígido. Tenso. A Ofelia no le perdono ni las trolas que me colaba, ni la mofa que de ello hacía. “¡Ayyyyy, mi Canito-Canito, qué pardillo eres… te lo crees todo!”. De momento, yo miro hacia mi izquierda, como si tuviera tortícolis. Y no disparo una. Bueno, la verdad es que han pasado unos cuantos años desde la última. Fue cuando me explicó muy puesta y muy seria que los Costero de nuestra familia somos descendientes directos del general Custer, el de las botas puestas. Aún me duele recordar los ojos que puso  desmesuradamente abiertos el profe de historia, cuando yo se lo repetí a él cargado de seguridad. Eso yo no lo olvido. Y tampoco perdono que ella lo haya seguido contando, jijijí, jajajá, al mundo mundial. Por eso, a pesar del tiempo transcurrido estoy tan en guardia. Aunque la vea ahora tan tremendamente guapa, tan maravillosamente cambiada.

IV
Ofelia me pregunta: “Canito… ¿y qué estudias tú ahora?”. Vaya. Voy a tener que entrar en conversación. Aclaro mi carraspera. Hm, hm. Bebo un sorbito de agua. “Estudio un doble grado”, contesto. Me hincho de orgullo al decirlo. “Estoy en segundo de Administración de Empresas y Química Artesanal”. Hago una pausa. Para que capte. Que esto no lo puede hacer cualquiera. Que yo sí porque yo valgo. Ella se queda con la boca abierta. “Caramba…”, exclama. El camarero reparte el marisco en el plato. Vienen los langostinos a ritmo de pasodoble. “Aquí, en Mardebé, lo de las titulaciones dobles, es relativamente nuevo… pero donde yo vivo ahora, en Twotown, eso está totalmente asimilado desde hace mucho tiempo… “. Ella, con sus cubiertos, desmenuza delicadamente el marisco. Yo, con mis dedos, le parto la cabeza, procurando que la salsa proyectada no me ponga la camisa perdida. Ofelia prosigue: “…está científicamente demostrado que la máxima capacidad del ser humano se alcanza alternando dos actividades… por lo que allí, por ley, los contratos son intermitentes: meses pares o impares, sin que te permitan trabajar en lo mismo todo el tiempo”. Pausa en la conversación. Los primos se han puesto de pie. Hay que levantarse. Alzando la copa, gritamos a una: “¡que se besen, que se besen!”.

V
Salimos del salón de banquetes con el detallito en la mano, una botellita de vino chino gran reserva, mientras los camareros retiran la mantelería. Al final, ha sido muy agradable el reencuentro con mi prima Ofelia. Sin duda, hemos madurado. Por mi parte, cuando me despido de ella, compruebo que no me queda rastro de ningún rencor y le digo muy en serio eso de: “que no tardemos en volver a vernos”.

VI
Los días, meses, años vuelan. Si mis primos centraban sus expectativas en mi modesta persona como motivo para un próximo encuentro familiar, ya pueden esperar sentados. No hay evento a la vista ni en proyecto. Ya tienen que cambiar mucho las cosas.

VII
Con el doble título en el bolsillo, o más propiamente enmarcado en la pared, ha llegado la hora de los currículum. Como lo que quiero es empezar, y aquí en Mardebé el asunto está imposible, y como me da igual irme fuera, he enviado solicitudes a todo el planeta. ¿Hay inteligencia humana interesada en mis servicios? Sí, me he acordado mucho de Ofelia y también he entregado instancias en Twotown. Mira que si por una de aquellas me llamasen de allí…

VIII
Al pronto no he reconocido su voz. “¿Dígame?”.  Tampoco ella se esperaba mi llamada. “¿Ofelia? Que soy Lexcano…”. Silencio. Uno, dos, tres. Cuando voy a explicar al cuarto segundo que: “sí: soy tu primo”, ella exclama con un grito: “¡Canitooooo!”. Sí, bueno, así me llamaban ellos de pequeñín. Le he contado, lo que son las cosas, que me han citado para una entrevista de trabajo en Twotown. Y que iré hacia allí, si no pasa nada, el 10 de Junio. Otro silencio. Iba a preguntarle si podía estar en su casa durante esos dos días. “… Me temo que no será fácil. Junio es un mes par. Y en los meses pares no trabajo en el Banco ni vivo en este piso”. Ufffff, es verdad. Ya me contó que allí la gente tiene siempre dos dedicaciones. “¿Y qué haces ahora, en los meses pares”. Medita su respuesta: “Canito: de momento, en los meses pares soy ni-ni”.

IX
Yo no me imaginaba una ciudad tan populosa. Hemos quedado en la cafetería, en la planta baja del edificio de oficinas. El señor Babel me ha tendido la mano afablemente. Café para él. Para mí un agua mineral sin gas. Todas sus preguntas, desde la primera, llevan su intención. Rompe el hielo interesándose por el trabajo de mi proyecto de fin de carrera. Le explico: “…temíamos que aún empleando una atmósfera de Argón, éste reaccionara con el explosivo”. El camarero, dejando los posavasos encima de la mesa, interviene: “disculpe señor, el Argón es un gas noble, lo que quiere decir que es inerte, y no reaccionará con nada”. Al principio, la interrupción me sorprende. Pero caigo en que esto es Twotown. Ah, ya comprendo. Este señor es un camarero durante los meses pares, y sin duda, trabaja como profesor de Química en los meses impares. Sonrío y le guiño el ojo. Pero por la cara que pone y por cómo se evapora (sin tener para nada en cuenta el coeficiente de evaporación), para mí que me ha malinterpretado.

X

Con los detalles que ya me está dando, entiendo que el señor Babel me va a contratar. BIEN. BRAVO. Apenas puedo disimular mi entusiasmo. Me tengo que contener. Va a explicarme las condiciones. Se me escapa una pregunta: “¿Voy a empezar los meses pares o los impares?”. El señor Babel frunce el ceño entonces. “¿Cómo?”. Voy a repetirlo, por si no me ha entendido. Me interesa saber si ahí trabajaré los meses pares, para organizarme los impares haciendo otra cosa. Escribiendo cuentos, por ejemplo. Pero cuando se lo voy a repetir, me entra un mensaje en el móvil. Pido disculpas. Puede ser algo importante. Lo abro. Miro por el rabillo del ojo. Lo leo. “Jajajá, primo Canito, qué pardillo eres! ¡Te lo crees todo! Jijijí”.  Me sonrojo en una décima de segundo. “¿Qué preguntabas de los meses pares o impares?”. Intento recomponerme. “Nada, señor, no preguntaba nada”. Luego apago el móvil. Y el señor Babel escucha cómo mascullo: “¡la Ofelia ésta de los cojones!”

domingo, 2 de junio de 2013

Metáfora de la torre más alta



I
Ya son y media. Será cosa de ir salvando ficheros, guardar papeles en los cajones, ordenar un poco la mesa y casi casi apagar el ordenador. Será cosa de ir recogiendo la chaqueta de la percha, y encaminarme pasillo abajo hacia la salida, para previo paso por el aseo, estar fichando a las tres en punto y ni un segundo más. Ya son y media. Mañana más.

II
La voz aguda de Amadeo se escucha a través de la cristalera. Me puedo hacer una idea. Está abroncando a Macu. De muy mala manera. Parecía que ya había terminado el chorreo, pero sólo estaba tomando aire. Ahora vuelve con más fuerza todavía. Con muy mala leche. Siento lástima de Macu. En esta empresa nos dedicamos a hacer oes con un canuto, y seguramente a ella le habrá salido alguna “o” menos redonda o más alta. Y este rebote de Amadeo, que aún no ha parado, vendrá por eso. Pero ni que él hubiera nacido sabiendo. Que cuando los dos entramos juntos aquí él no tenía ni idea. Cómo grita. No son modos. Qué se habrá creído el capullo éste. No me imaginaba que sería así el día que lo nombraron jefe. Vaya decepción. A mí no me dirá nada, seguro. Porque sé que es un poco cobarde y no se atreve. Si lo intentara, no me voy a quedar callado. Le tengo ganas. Bueno, voy levantándome, que son menos veinte.

III
Al cruzar por delante de ellos, he visto el rictus serio de Macu, sus ojos rojos, al borde del llanto. Simplemente he comentado: “… Amadeo, me parece que te estás excediendo”. Bufff, qué he dicho. La ha tomado conmigo. “Oye, Melchor, ¿y tú quién eres para decirme a mí lo que debo hacer?”. “Eh, eh, eh. Lo primero, a mí no me levantes la voz. Un respeto”. “¡Levanto lo que me da la gana!”.  Nos hemos enzarzado. No pensaba que este choque fuera a producirse tan pronto. Con Macu delante, y un montón de orejas pegadas detrás de las cristaleras. La tensión se cortaba con cuchillo jamonero. Le he recordado que: “…en este negocio todavía te puedo dar muchas lecciones…”. “Ah, ¿sí?”. Me ha sostenido la mirada con aire retador. “…puedo demostrarte que levanto torres más altas que tú cuando quieras”. Es una de las principales actividades de la empresa. Además de hacer oes con un canuto, también nos dedicamos a construir castillos en el aire. Amadeo tiene que levantar su cabeza, porque le saco dos palmos. “Ja, ja”, se ríe. Resuena su carcajada. Mantengo mi reto mirándole fijamente. Ya tenía ganas de bajarle los humos a este engreído.  Lanza el guante: “Mañana, a las ocho, en la vía etrusca. Con bloques de treinta”. Inspiro aire profundamente. “Allí estaré”.  Sigo pasillo abajo. Él se va en dirección contraria. Macu se queda como una estatua. Un murmullo se escucha de fondo. Y son menos cinco.

IV
Es lo que me pierde a veces. Que soy muy impulsivo. Pero en este caso, lo tengo claro. Soy infinitamente mejor que el negrero éste levantando torres. Sé que nunca se le terminó de dar bien. Amadeo necesita este revolcón, esta cura de humildad. Se dará cuenta de que tiene que tratar a la gente de otra manera. Y los demás también van a saber quién es quién.  Mientras pienso esto, ya he montado y desmontado tres veces los ocho pisos con su planta baja que se pueden formar con las veintiocho fichas de mi dominó. Con pulso firme. Con maestría. Y sin despeinarme.

V
Aún no es de día. Duermo. Por lo menos lo intento. Estamos en una calle desierta en medio de un poblado del salvaje oeste. Sopla y silba el viento, arrastrando polvo y rastrojos.  Impertérritos, nos miramos. La mirada de un Amadeo con barba de tres días rezuma odio. Tenso mi mano izquierda. En mis sueños, disparo yo primero y él cae. Pero en mis pesadillas, no me da ni tiempo a desenfundar.

VI
Saldrá un buen día, en los que el calor apretará. Al principio de la vía etrusca, cuando falta poco para las ocho, hay dos montones de ladrillos macizos. He estudiado la planitud del terreno. La simetría de cada uno de los bloques. Me he aplicado crema antideslizante en las manos. Estoy preparado. Por la esquina aparece Amadeo. Rapidez y robustez. Gana quien más alto llegue en cinco minutos. Pulsaciones a mil. Neuronas concentradas. El tiempo empieza… ¡YAAAAAAA!

VII

Ya son y media. Será cosa de ir salvando ficheros, guardar papeles en los cajones, ordenar un poco la mesa y casi casi apagar el ordenador. Nadie, nadie ha osado hacer un comentario sobre lo ocurrido esta mañana en la vía etrusca. Los ladrillos iban subiendo, colocados de dos en dos, longitudinal y transversalmente de forma alternativa. Se levantaban ya por encima de mi cabeza. Los bloques de Amadeo apenas alcanzaban la altura de su cintura. Entonces, a cámara lenta, vino el insoportable picor de nariz. Traté de ladear la cara y de poner las manos delante cuando sobrevino el estornudo. El huracán que provoqué impactó de lleno sobre las piezas superiores. Ay, ay, ay. Se tambalearon. Ay, ay, ay. Qué carita debió de quedárseme cuando, aún no me lo creo, en el minuto cuatro y cuarenta segundos, broooooom, se vinieron todas abajo con gran estruendo. Sí, me derrumbé con mi torre mientras Amadeo levantaba su puño con júbilo. Mmmm… Será cosa de ir recogiendo la chaqueta de la percha, y encaminarme pasillo abajo hacia la salida, para previo paso por el aseo, estar fichando a las tres en punto y ni un segundo más. Intentaré, eso sí,  no cruzarme con Amadeo. Para que no se regodee. Le tengo todavía más ganas. Ya no seré yo quien le pare los pies. Por eso espero ansiosamente la llegada de alguien que lo haga. Ya son y media. Mañana, como siempre, más.