domingo, 25 de enero de 2015

Jugar, jugar y jugar

I
Hoy hemos vuelto a casa por otro camino.  Han venido papá y mamá a recogerme al cole. “Papi, ¿no trabajas?”. Ha contestado mami por él: “Ya no”. Bien, bien. Yo me alegro de que vengan los dos. De ir al medio, de la manita de cada uno. De dejarme caer de golpe para que me columpien. “¡Ander! Que me descoyuntas… Venga, camina derecho, que vamos a llegar tarde”. ¿Tarde? ¿Dónde? ¿Dónde? Lo he preguntado cien, mil veces. Sin respuesta. Hasta la puerta de una casa enorme. Mi madre se ha agachado para ponerse a mi altura. Ojos con ojos. “Nene, ¿quieres quedarte un rato a jugar con un niño muy majo que vive aquí”. Mmmm. Yo he desconfiado. ¿A jugar? ¿Aquí? ¿Con quién?.  “Tiene un montón de juguetes, los tiene todos”. Mmmm. “¿Y vosotros?” . “Nosotros venimos luego”. Mmmm. No ha habido opción. A la que han abierto la puerta, me han empujado hacia dentro. Qué mosqueo. He estirado el cuello. Les he llamado. “EH, EH… ¡NO OS VAYÁIS, QUE PREFIERO IR CON VOSOTROS…!”. Pero se ve que tenían tanta prisa que ya no me han oído. 

II
Sopa. Otra vez. Mi padre no habla. Mi madre me pregunta. “Qué, qué tal te lo has pasado en casa de tu nuevo amiguito…”. “Valerio, se llama Valerio”, le recuerdo. “Eso, Valerio… ¿a que te lo has pasado bien?”. No contesto. Muevo la cuchara en el caldo. Mi padre interviene. “¿No has jugado?”. Afirmo con la cabeza. “¿Entonces?”. Respiro. Lo digo o no lo digo. “¿Entonces, Ander?”. Me salen las lágrimas sin querer. Al final, lo suelto: “Yo, yo quiero tener también una tele como la de ellos”. 

III
Valerio tiene una habitación grandísima sólo con juguetes. “¡Mira!”. Me quedé en estado de shock cuando me abrió la puerta por primera vez. Un tren que da la vuelta por las cuatro paredes. Unas pistas de escalextric con dos puentes y tres chicanes. Y madelmanes… madelmanes tiene por lo menos quince metidos en una caja. Con todos los complementos. Hay que andar a saltos por ahí dentro para no tropezar con los coches que hay desparramados…. Aunque también hay que decir que a alguno le falta alguna rueda o tiene las puertas rotas. “¿Hace una carrera?”. Me encojo de hombros. “Bueno”. “Tú el Cuatrocientos cinco, yo el Atlantic”. Me ha ganado. He apretado a fondo el mando. Pero su Atlantic me ha doblado tropecientas veces. “¡Uooo, uooo, uooo!”. Bueno. Yo creo que es porque el Cuatrocientos cinco tiene el motor reventado. Así, así ya podría. 

IV
Lunes, Miércoles, Viernes me llevan a casa de Valerio. Hoy es Martes. Estoy en la calle. En la puerta de casa. Miro el montón de arena. Miro la carretera y el túnel que hice el mes pasado. Están medio borrados. Necesitan una restauración. Me remango el jersey. Me pongo con ello ¿Ves? Eso, eso, no lo puedo hacer en la habitación grande que tiene Valerio en su casa. No veo yo que sus padres le dejen meter un montón de tierra encima de ese parquet tan lujoso.

V
Era cuestión de pelusilla. He soplado. He limpiado los rodamientos del Cuatrocientos cinco. Y en la siguiente carrera el que ha gritado “¡UOO, UOOO, UOOO!” he sido yo. Le ha dado un rebote que las pistas del escalextric han volado por los aires. En la segunda cucharada, he contado mi hazaña en casa y, contrario a lo que esperaba, mamá se ha levantado, ha bajado el volumen de la tele nueva y ha torcido el gesto: “Ander, tú no le des importancia a eso, deja que te gane y que se quede contento”. No lo entiendo. 

VI
Los Martes y los Jueves, ahora, me llevan a otro sitio. A casa de Fabri. Fabri tiene jardín. Y una cabaña. Y si no llueve jugamos fuera. También tiene una mesa de ping pong. Me duelen los riñones de agacharme a recoger pelotas. Ahora cuando me acueste me ha dicho mi padre que me dará unos masajes con réflex para que se me pase. 

VII
“¿Y mi tebeo? Te lo dejé hace dos semanas… ¿Por qué no me lo devuelves?”. Me lo pregunta con los brazos en jarras y voz de enfadado. “…te lo traeré pasado mañana, Valerio… es que aún no me ha dado tiempo a leerlo”. 

VIII
…a las ocho me espera mi madre en la puerta. Habla con la madre de Valerio. Hablan de mí. “¡…Ander es tan gracioso, tan buen chico!”. Me dan un poco de vergüenza esos piropos. Noto que me suben los colores. Cuando vamos por la acera, ella me dice, “sí, ya sé que es un poco tarde… pero.. ¿te apetece jugar un ratito más con otro niño que ya verás lo bien que te va a caer?”. Bueno, vale… yo tenía ganas de llegar ya a casa… pero si es un ratito sólo… 

IX
De la manita, con los dos. No sé cómo decírselo. No sé. Me lo notan enseguida. “Qué te pasa, Ander… ¿no has tenido un buen día?”. Trago saliva. Respiro hondo. “La seño escribió en la agenda algo para vosotros”. Busco en la cartera. Mi madre abre por la página de hoy. Lee. Ahora es cuando me reñirá. Ahora. Se la pasa a mi padre. Lee moviendo los labios. No hago los deberes. No atiendo en clase. Sólo pienso en jugar y jugar. Quiere hablar con ellos. Ahora es cuando me riñen los dos. Ahora. Mi padre me mira. “Ander… ¿y si no juegas ahora, cuándo vas a jugar? Lo más importante, lo primero de todo… es JUGAR, JUGAR y JUGAR… para lo demás ya tendrás tiempo… ya vendrá todo por añadidura…”. Me meto el dedo en el oído. Por si no he escuchado bien. Así se habla. Qué padres más guais. Hoy, Viernes, me toca jugar con Valeriano. 

X
Me estaba hinchando ya las narices. Así que hoy no me he dejado. Entonces Valeriano se ha puesto hecho una fiera. Cómo gritaba el tío. Ni que lo estuviera yo matando. “Tu obligación en esta casa es hacer lo que yo te diga… y yo te digo que te dejes ganar”. “Ja, ja”, le replico. Valeriano, fuera de sí,  continúa: “…porque para eso mis padres pagan a los tuyos… para que hagas lo que a mí me dé la gana”. FLASSSSSS. Qué dice el tío éste. “Repite eso”. Lo repite, lo subraya. “Pues tú qué te creías…”. Peor que un mazazo. Siento mareo. Miro alrededor. No, no me lo pienso. Pies, para qué os quiero. Salgo a escape. Dejo la puerta abierta. Con todo mi fuelle, con todas mis piernas. Un coche frena. Por poco me pilla. Lo esquivo. Sigo corriendo. Corriendo. Y ya, ya no me paro hasta que llego al portal de mi casa y fundo el timbre. Por cierto, la puerta aún se atranca. 

XI
Así que sí. Que es verdad. Que papá y mamá se miran y balbucean explicaciones. “…Tú jugabas, lo pasabas bien, y de paso contribuías a la economía familiar…”. “…pero bueno, ¿tú quién eres para pedirnos cuentas a nosotros…?”.  No, no sé quién soy. Pero, en adelante… no iré a jugar nunca más a casa de nadie. Nunca más. Nunca más. Sí: NUN-CA MÁS. 

XII
Ese túnel excavado en la montaña de tierra es mi obra más arriesgada. Ay, como se hunda... Ahora miro cómo me he puesto el jersey. Eso no sé si se lava. “¿Ander…?”. UFFF, qué susto. Doy un salto. Me vuelvo. Es Valeriano. “Jo, tío, avisa: casi me da algo”.  Sí, es Valeriano. Hacía meses que no lo veía. Desde la espantada. Cómo me ha encontrado aquí. Lo mismo lleva un buen rato mirándome y yo sin enterarme. Lo mismo. “Mmmm… Esto… yo… ¿puedo jugar contigo?”. Sacudo la arena de las palmas de mi mano. Mmmm. Qué le digo. Qué. Me lo pide tímidamente. Con cara de lástima. Me muerdo los labios. Venga, sí. Al instante, se tira en plancha. Se pone perdido. Me hunde el túnel. “Ostras, lo siento, lo siento…”. “No pasa nada… Vamos a tener que volverlo a excavar”. Nos ponemos manos a la obra. No sé, espero que nos dé tiempo. Me da una palmada. Menudas manazas tiene. Espero que el nuevo nos quede mejor y, sacando tierra cada uno desde su extremo, lo acabemos antes de que se nos haga de noche…

domingo, 18 de enero de 2015

Conciencia de virus



I
Cada uno es lo que es y le toca lo que le toca. No tiene sentido que me siga preguntando por qué soy quien soy y sobre todo por qué soy como soy. No hay tu tía ni vuelta de hoja. Me guste más, me guste menos, éste es mi espacio y éste es mi tiempo. Y con las batallas que llevo peleadas, a estas alturas, ya debería tenerlo asumido. Pues no. Se me suele olvidar y sólo cuando choco con la realidad, para poder seguir vivo, lo recuerdo y me espabilo de repente. 

II
Este individuo no nos ha parecido mal. Por sus mofletes sonrosados y su andar desgarbado. Deambulaba por el centro comercial. Con las manos cargadas con bolsas. Allá que hemos ido. Desde la soplante del circuito de ventilación. Camuflados entre millares de partículas en suspensión. Ni se ha enterado el muy pardillo. No ha notado nada. Un poquillo de carraspera si acaso. Caramba, caramba, ecooooo ecooooo en su interior. Qué grande y espacioso resulta todo aquí dentro. Cuando por la noche ha llegado a su casa, nosotros ya teníamos ocupados sus centros neurálgicos. Y él, que sólo unas horas antes era pura fuerza bruta, se ha derrumbado y se ha venido abajo como un pelele. 

III
Con tanto inquilino nuevo, es normal que nuestro nuevo gigante sienta esa fatiga extrema, que su corazón lata más rápido para intentar repartir mejor a todas partes. Aquí estamos a nuestras anchas. Crecemos en número sin encontrar resistencia a nuestro paso. Es uno de los asentamientos más plácidos que recuerdo desde que tengo conciencia de virus. 

IV
Ahí sí me sale todo el orgullo que llevo dentro. Qué se habrá creído. Nuestro anfitrión no es más que nadie. Todo es cuestión de relatividades. Seguro que él, a su vez, está también viviendo a costa de y dentro de alguien más grande…  Entonces, ¿por qué criticar y denostarnos tanto? ¿Por qué? Que nos tire la primera piedra entonces si puede. Que se atreva. A ver si nos da. 

V
…normalmente no escucho a quien no tiene nada que decirme. Por eso me he sorprendido. Debía de ser una neurona o varias. Me llamaban. A mí. Y repetían una y otra vez una palabra: “parlamentar, parlamentar”. Ufff. He pedido un poco de silencio y orden a mis exaltados colegas. “Veamos qué es lo que nos quieren ofrecer”. 

VI
Antes de caer del todo en picado, nos han pedido moderación. Que les dejemos  respirar un poco. Que levantemos el pie del acelerador. Que tiene que haber para todos en este pastel. Detrás de mí, risotadas. Mis compañeros nunca han tenido ningún tipo de consideración. Pero un poco de razón no les falta a estas apuradas neuronas. Si seguimos a saco, en cuatro días nos vamos todos, ellas y nosotros, al garete. Plim, plam. He dado dos palmadas. “Señores, dos dedos de frente”, he pedido. He escuchado entre murmullos alguna protesta, “¿desde cuándo?”, “eso.. ¿dónde se ha visto?”. Pero la cordura, mi cordura, se ha impuesto. La fiebre, su fiebre, ha remitido. Y esta noche el hombrecillo en el que estamos todos ha podido conciliar medianamente bien el sueño. 

VII
El placer de hablar. De entenderse. De entrever cuánta sensibilidad esconde el de los mofletes. Mientras, a mis espaldas me están poniendo verde como un moco. Dicen que me están volviendo blandengue el ARN. Que a la primera que puedan me darán en los morros. Eso me irrita profundamente. Me revienta que estén tan ciegos, que no vean que velo por ellos. Les repito que, si lo hacemos bien, ha acabado nuestro nomadeo. Y lo subrayo: “Hemos venido aquí para quedarnos”. 

VIII
La he visto por sus ojos. Y he sentido la misma atracción. El mismo cariño. Irresistible. Qué desasosiego por tanta dulzura. Me ha hipnotizado. PLASHHH. Ha sido unánime e inmediata la reacción neuronal entre la que me encuentro: “A ella, por favor, ni le tosas, ni la toques, ni la mentes siquiera”. 

IX
No sé por qué no me terminan de creer. Que sí. Que es verdad. Que algunos de nosotros contagian optimismo, contagian buenhumor, contagian ganas de ayudar a los demás. “¡Anda ya!”, parece que rumian. Descreídos. Por qué no va a ser verdad. Si existe la noche es porque hay un día. Me piden que les dé detalles. Hmmmm. Vuelvo a empezar. “…basta un estornudo, y nada más entrar, se remangan y se ponen a construir codo con codo, hombro con hombro…”. Jolines. Les entra una risa de guasa. Que sí. Que son los menos. Que son raros. Pero que por ahí pululan en el aire virus positivos que son de lo bueno lo mejor. 

X
…de repente, gritos de alarma. En el fluido, un veneno. Lo chocante, lo antinatura, es que el tóxico no distingue entre los nuestros y los suyos propios. Hace estragos. Arrasa por donde pasa a propios y extraños. “¿ESTAMOS LOCOS O QUÉ?”, he recriminado desesperadamente a las voces neuronales. El mundo, ese mundo, mi mundo se acaba. Me he visto correr despavorido entre alaridos, llantos y llamadas desesperadas de auxilio. Sálvese quien pueda. He sentido el reproche entre mi gente, “tú y tus puñeteras consideraciones”. Sin tiempo para pensar, sin tiempo para nada, me he subido a las primeras cápsulas, las que saldrán a escape con las primeras toses del alba. Esto es un acabose. Un fin del mundo. En situaciones como ésta, es cuando recupero mi conciencia de virus, recordando que cada uno es lo que es y le toca lo que le toca.

domingo, 4 de enero de 2015

Dibuja para mí


I

A mí no me cuadra. Éste era de los torpes en los estudios. De los que llenaban los márgenes de los libros de garabatos. De los que nunca aprobaban a la primera. Era de los torpes en el patio. De los que, a portería vacía, encalaban la pelota por encima de la valla. De los que se quedaban solos porque nadie quería ser su amigo por ser tan torpe en todo. Goyo era así. Por eso mismo, porque lo conozco bien, y lo conozco de toda la vida, no me cuadra. Nadie hubiera dicho que, con los años, a él le iba a ir de cine, y a mí con mi carrera de medicina terminada me iba a ir de pena y me iba a estar muriendo de asco. Qué injusto y desigual es este mundo. Acaba de pasar justo a mi lado, de la mano de una tía impresionante, con un traje Llamani impecable. Me ha saludado con su voz de pito de siempre, “¡Hola, Cándido!”. Y sí, se ha subido a un superdeportivo de lujo. Me froto los ojos. Brooom, brooom; dos acelerones. Me lo ha refregado. La semana pasada también me crucé con él. E iba con otra chica igual de llamativa. Y, después de saludarme, se fue con otro coche no menos espectacular. Hace ostentación. Me lo refriega. Arrugo mi bonobús en el bolsillo. Qué asco de nuevo rico. Por supuesto, yo, que le iba a decir que de mayor quiero ser como él, hoy ni le he dirigido la palabra. 


II
Me puede la curiosidad. Qué hará, a qué se dedicará para llevar ese tren de vida. Aparto la cortina. Me asomo. Vigilo sus entradas, sus salidas. Por qué seguirá viviendo en este barrio si podría haberse marchado ya a cualquier zona residencial de Mardebé. Ya está ahí otra vez. Mira hacia aquí. Me retiro. Ufff. Por poco me pilla. Se mete de nuevo en su casa, su bajo, su cueva. Este tío… no me huele bien lo que hace… Seguro, seguro que Goyo tiene una tapadera. 


III

Clic, clic, clic, clic. Uno a uno con todos los nudillos de la mano. Me decido. Le llamo al timbre. En base a nuestro viejo compañerismo. Me colaré en su casa. Miraré ojo avizor. Algo me dará una pista. Cualquier cosa. Subo el cuello de mi chaqueta. Vigilo a derecha, a izquierda. No quiero que me vean entrar. No por nada, no porque él fuera torpe y yo no. Pero no quiero que me vean. “¡Hola, Cándido!”. Raassss, raassss, muchas persianas arriba. Lo han oído en toda la finca. Anda que no tiene pito ni nada este Goyo. Se alegra de verme. Me invita a pasar. De puntillas, me cuelo dentro. Ya estoy. Uffff. Hace frío aquí dentro. Se está en penumbra. La casa está casi vacía, pelada. Ya decía yo, mucha fachada y poco fondo es lo que tiene este tío. Avanzo. Me siento en el salón. Una mesa. Cuatro sillas. Dónde está. La última chica que entró con él en esta casa. No salió. Se habrá escondido en alguna parte. Me pregunta si me apetece algo. Digo que no, pero he visto que estaba exprimiendo naranjas y me corrijo. Me apunto a su zumo. Me dice que espere un momento. Entra en la cocina. Mientras, curioseo. A ver qué puedo pillar. Qué estará haciendo. Entre las bisagras me asomo. Parece que… ¿dibuja? ¿No tendría que estar cogiendo más naranjas y punto? Silbo. “Ya voooy”, dice. Sí. Sale con dos naranjas partidas por la mitad, grandes como melones. Madre mía. Medio litro de zumo de cada una. Enciende el exprimidor. Me ofrece el vaso. Lo tomo. Pruebo. Era muy aparente, muy anaranjado. Pero totalmente insípido. No me lo puedo acabar. Espera que le diga que qué me trae por aquí. Mmmm. No sé cómo empezar. Cojo impulso y sin rodeos. “…oye, Goyo… ¿cuál es el secreto de tu éxito, de lo bien que te va?”. Encaja la pregunta. Retira el vaso de la mesa. “Así que querías saber eso… A ti te lo puedo contar, Cándido”. A partir de ahí se me abren los ojos y las orejas como platos. 


IV

Pero qué se habrá creído el cretino éste… ¡Se ha quedado conmigo! ¿No me ha dicho el tío que materializa todo lo que dibuja? Anda ya con ese cuento a otra parte… Miro por la rendija. Ya, ya sale con otra. Ésta es nueva. No la había visto antes. Ni que yo me chupara el dedo, caramba. 


V

La del kiosko donde compro el periódico está consternada. Esta mañana la policía de delitos económicos se ha presentado en la planta baja de Goyo, y después de registrar palmo a palmo toda la casa, lo han esposado y se lo han llevado en un coche patrulla. Me lo cuenta a mí, que lo he visto desde el palco del mirador. “...algo habrá hecho”, le digo yo. “¿Goyo? ¡Si Goyo es un bendito!”. “Sí, sí… un bendito… pero de dónde habrá sacado todo lo que tiene… ¡que demuestre que es suyo! A mí me han dicho que ni trabaja, ni está dado de alta como autónomo, ni paga impuestos,  ni nada”. Ni con ésas. “Me gustaría darme de frente con el tiparraco que le ha debido de denunciar… ¡me iba a oír hasta que yo dijera basta!”. Me achanto. No, no me descubro. Dejo las monedas encima del mostrador y me despido con un “Cada uno tiene lo que se merece”. Según me da el aire en la cara, mis palabras me rebotan y me doy cuenta de que yo mismo, mecagüen, tengo más que poco, casi nada… ¿será lo que me merezco?


VI

Querría olvidarme, pero no puedo. Sin noticias de Goyo. Mañana se cumplen tres meses desde que se lo llevaran y su planta baja sigue cerrada a cal y canto. 


VII

Tengo contactos. Indago. Pregunto por él. La cosa es seria. ¿Dónde están sus misteriosas acompañantes? Nadie lo sabe. ¿Dónde sus extraordinarios coches deportivos, que por otro lado tenían matrículas falsas y no estaban asegurados? Nadie lo sabe tampoco. Por eso sigue y se prorroga casi indefinidamente su encierro preventido. Empieza a martillearme en la cabeza… eso de que “materializaba todo lo que dibujaba”. 


XXXVIII

Mientras le receto antibiótico a la kioskera, que tiene un trancazo terrible, me dice eufórica: “¿Sabe doctor Cándido, que ha vuelto Goyo?”. Me da un vuelco el corazón. “¿Sí? ¿Cuándo?”. “¡Esta mañana… lo he visto!… Está arruinadito el pobre… tiene las manos atrofiadas… lo han absuelto por falta de pruebas, de denuncias… aunque debe presentarse en el juzgado todas las semanas…”. Era mi última paciente de hoy. Me quito la bata. Respiro aliviado mientras cierro la consulta. Tres años. Se dice pronto. Treinta y seis meses. Camino hacia casa. Hay luz detrás del portalón de su planta baja. Menos mal. Por fin ha vuelto Goyo. 


XXXIX

GLUP. ¿Dijo manos atrofiadas? Entonces… ¿Cómo se valdrá? ¿Cómo podrá dibujar para materializar lo que necesita? Salto de la cama. Cruzo la calle a todo correr. Aporreo la puerta. Rassss, rassss, persianas arriba de los vecinos cotillas. Me da igual. No me abre. Le doy más fuerte. Le llamo: “¡ABRE, GOYO, QUE SOY YO!”. Son unos minutos interminables. Al final, escucho el cerrojo. Escucho las bisagras. Lo veo. Ojos de vidrio. Me asusto de lo demacrado que está. De su estado lamentable. No le doy opción. “…nos vamos, Goyo, vengo a cuidarte, vas a ponerte bien de nuevo”. 


L

Goyo recupera peso, recupera salud. Todavía le tiembla mucho el pulso. La gente del barrio comenta mi buena acción. “Este doctorcito no aparentaba lo buen tipo que es”, es lo que he podido escuchar de mí. Claro: No saben de mis remordimientos. Mientras,  he podido ver las carpetas y carpetas de donde salieron los manjares que, después de ser dibujados,  le alimentaron, los lienzos donde se esbozaron las chicas que le acompañaron, los prototipos de coches con los que paseaba. Uno a uno todo su atrezzo. No cabe un mundo tan mágico en este mundo tan materialista. Toc, toc. Llamo a la puerta de su habitación. “Te traigo lápices y láminas, por si te apetece volver a dibujar como tú sabes”. Me sonríe enseñando las palmas temblorosas de sus manos. Aún es pronto. No le quiero presionar cuando le pido: “…es cuestión de tiempo, y de paciencia. Cuando puedas, Goyo, dibuja algo para mí”. 


LXVI

 Hoy tenía pacientes en la consulta hasta en la puerta. Es uno de esos días en los que mi hipocondría hace que padezca todos los males que he diagnosticado. Vuelvo a casa con temblores. “¡Goyo, ya estoy aquí!”. Espero encontrarlo frente a la tele. O preparando la mesa. O quizá ya, haciendo algún dibujo. “¡Goyo! ¿Goyoooo?¿ GOYOOOOO?”. Busco por la casa. Nada. Nada de nada. La luz del pasillo está encendida. Hay… ¡hay una ventana dibujada en la pared! Con una vista a una playa… con dunas… un mar azul intenso… un cielo claro y raso. Trago saliva. Entiendo. Respiro hondo. Entiendo. Llaman al timbre. Insisten. Voy. Voy. Qué casualidad. La policía. Qué hace aquí. Preguntan por Goyo, que no se presentó esta semana en el juzgado. Entran. Registran. Lo ponen todo patas arriba. Me preguntan si sé dónde está. Me encojo de hombros. Hasta que no les digo que se coló por la ventana pintada del pasillo, no me han puesto las esposas en las muñecas, ni me han leído mis derechos ni me han dicho que me iba a ir con ellos a la comisaría.