domingo, 25 de diciembre de 2011

Gominolas


I
“Abuelo, ¿puedo comer gominolas de las tuyas?” El anciano respira fatigosamente. “¡...claro!”. La casa huele a azúcar. A fresa y a limón. El niño corre disparado hacia la cocina. Se encarama a una silla. Abre los estantes. Uaaaauuuuh. Alineados, decenas de botes y botes transparentes con gominolas de mil colores. Estira el bracito. Alcanza uno. Lo baja. Lo abre. Se llena la manita. Menta. Naranja. El abuelo, que le ha seguido, le observa. “No entiendo, abuelo, no entiendo…”, dice el niño con la boca llena, “cómo teniendo tantas, no te las has ido comiendo ya tú… “. El viejo Leandro hace un gesto de resignación y no le explica que, de tantas que comió en su larga vida, acabó perdiendo el sentido del gusto, y prefiere salvaguardar su tesoro gominolero para que avezados gourmets como este renacuajo sigan viniendo a visitarle con frecuencia en el atardecer de sus días.


II
“Éste es mi hijo pequeño, señor Aguaviva”. “Y tan pequeño, no levanta un palmo del suelo… ¿cuántos años tienes?”. Silencio. “Leandro, el señor Aguaviva te pregunta que cuántos años tienes”. Con voz baja, fina, tímida, casi inaudible, el chico responde: “Catorce”. El señor Aguaviva, que es un hombre tremendo, se levanta. Impone. El niño, piernas enclenques asomando bajo su pantalón corto, tose. “…es muy obediente y trabajador”, tercia su padre. Aguaviva medita. Se estira los pelos del bigote. Segundos de tensión. Las moscas ni se mueven. “Bueno, me lo quedo a prueba”, decide finalmente. Buuuuf, qué peso se quita el padre de encima. “Verá, verá cómo no se arrepiente”. Se despide con reverencias, atolondradamente, gracias, gracias, mil gracias. “Leandro, ya nos vemos a la noche en casa… demuéstrale al señor Aguaviva que tú eres de lo bueno lo mejor…”. Fuera, ha dejado de llover y las calles embarradas lucen sus mejores charcos.


III
No hay ningún segundo más de pausa. El señor Aguaviva levanta con un brazo un saco como si fuera una almohada de plumas. Lo abre por un extremo y lo desparrama por el suelo. Luego otro. Y luego otro más. Un intenso aroma dulzón, afrutado, se esparce por la nave con las vigas de madera. El pequeño está espantado. “A ver, pulguita… recoge todas esas gominolas clasificándolas por sabores”. El señor Aguaviva desaparece hacia otras áreas de la pequeña fábrica, “SABORES ESPECIALES”. Glup. Leandro no sabe por dónde empezar. Pero se agacha. Toma una pequeña gominola. La prueba. No se distinguen por sus colores. Mil sensaciones gustativas. Ha entrado a trabajar directamente en el paraíso. Van pasando entonces los minutos. Fuera, el paso mustio de los carros que vuelven del campo señalan el final de la jornada. Aparece el señor Aguaviva y encuentra a Leandro, en posición firmes. Hacía unos minutos ya que esperaba examinando las gruesas vigas de madera. . Ocho montones. Ocho sabores. Ni un fallo. El señor Aguaviva no da crédito. “¡Qué nano petano, éste!”. Le da una palmada cariñosa en la espalda, que le retumba hasta el esternón. Por fin, parece que el mejor maestro gominolero ha encontrado al mejor alumno.


IV
Es casi un ritual. Una mesa de mobila vieja totalmente despejada. Dos sillas. Un bol de cristal repleto de gominolas y un vaso de agua a cada extremo. El señor Aguaviva y el joven Leandro entran y cierran tras de sí. En ayunas es cuando el sentido del gusto está más despierto. Prueban el prototipo de gominola. Despacio. Desenmarañan el origen de los sabores. Qué te parece, pulga. El chico piensa. Hay algo, hay algo que… “Mucha gelatina 3”, sentencia adelantándose el señor Aguaviva, “se diluye el sabor cítrico”. Ostras, es verdad. Cómo podría habérsele escapado. Leandro trata de buscar una excusa, “yo lo notaba, pero…”. Al señor Aguaviva no le vale. “A ver si a la próxima nos fijamos más”.


V
Leandro se pregunta cómo es posible que una fábrica tan grande de gominolas pueda subsistir si nadie del contorno compra nunca ni siquiera una bolsita de diez céntimos. Todo se remonta, según le ha contado el Señor Aguaviva a Leandro de pasada, a muchos años atrás. La familia regentaba una confitería en el centro de Mardebé. Un buen día apareció de paso un viajante francés, Monsieur Pierre. En el escaparate, las gominolas apenas destacaban entre tanto bombón y dulce como había. Pero aquel señor, sin saber hablar nada de castellano, señaló con el dedo, quiero eso, debió decir, y le dieron a probar una. Y luego otra. Como si no hubiera comido nada en tres días. “C’est magnifique!”. El resultado: cargó con todas las de la tienda. Y al cabo de un mes, pensaron que era una broma, recibieron un encargo de trescientos kilos. Y luego otro más. Todas para el Monsieur Pierre. Hoy en día, dos camiones todas las semanas. Y el resto de las dulcerías marca de la casa habían caído en el olvido. Vuelta a la pregunta del principio, cómo es posible que la fábrica de SABORES ESPECIALES sólo suministre al exterior. “Cuestión de paladar”, sentencia el señor Aguaviva, “los franchutes tienen un paladar distinto al nuestro”. Ahondando en la cuestión, Leandro reflexiona, “a mí, si las gominolas no tuvieran aditivo quince, me gustarían más”. Impacto en la frase. El señor Aguaviva reacciona. Le da una palmada, que como siempre, le hunde el esternón y exclama: “¡Coño con la pulguita!”.


VI
De repente, el silencio. El pedido de gominolas que tendría que haber entrado no ha llegado. El camión no ha llegado tampoco y el almacén está repleto, que se sale. Leandro ha sido testigo de los intentos del señor Aguaviva por hacerse vía conferencia con su viejo amigo Pierre. Infructuosamente. A lo que parece las conexiones telefónicas no cruzan bien los Pirineos. La explicación de la parada en la demanda no tarda en llegar. La envidiosa familia Aguaclara, enemiga de toda la vida de los Aguavivas ha montado una modernísima fábrica, GOMINOLAS ESPECIALES, veinte kilómetros al norte de Mardebé. Con denominación de origen. Y ellos, los Aguavivas, encerrados en su mundo, sin enterarse. Al señor Aguaviva ahora no hay quien se le arrime. Porque quien se le arrime tiene ganada una bronca mayúscula. Por arrimársele. Anda como alma en pena pidiendo a gritos explicaciones a su gente: cómo es que no son capaces de colocar las gominolas (sin aditivo quince) expresamente preparadas para venderlas aquí. Excusas. Inútiles. Qué es eso de que la fama de gominoleros para franchutes nos precede. Pandilla de vagos. Cuando, finalmente, tras casi veinte días, un camión aparece para cargar en la zona del muelle, los empleados casi lo aplauden y le rinden honores. Pero Leandro sabe que los tiempos de dos y tres camiones a la semana han acabado. A partir de ahora vendrá uno al mes. Eso como mucho.


VII
Al señor Aguaviva le han caído veinte años encima de golpe. En una sola semana. Si antes hablaba poco, ahora nada. Su potente chorro de voz se ha secado. Arrastra una afonía crónica. Ha encanecido. Se ha encorvado. En poco tiempo, ha tenido que mirar a la cara a diez de sus mejores trabajadores para despedirlos. En poco tiempo, ha tenido que suplicar a sus proveedores que no dejen de suministrarle. Que él siempre fue pagador puntual y que no piensa dejar de serlo. Leandro y él siguen sentándose en torno a la vieja mesa de mobila. En ayunas. El bol de hoy contiene una gominola delicatesen. Apenas la saborea. “Pulguita”, le dice, “estoy cansado, ya he remado mucho”. A Leandro se le atraganta la gominola. “…es hora de dejar la empresa en manos jóvenes y preparadas”. El señor Aguaviva se refiere a su hijo. Un engreído que ha ido acumulando títulos y másteres. Un caprichoso sin espíritu de sacrificio. Leandro trata de convencerle, “patrón, no deje el barco ahora, que nos hundimos”. El señor Aguaviva arrastra pesadamente la silla, se acerca a su fiel contramaestre de tantos años, su catador de gominolas, y lo abraza. Como siempre, le desatasca el esternón. Con la lágrima fácil, le dice, “por cierto, esta gominola es dinamita pura”.


VIII
El hijo no es el padre. El hijo no es el padre. El hijo no es el padre. Leandro se lo repite mil veces al día. Hablando del rey de Roma, ahí viene, cara a él. “¡Leandro!”, le llama. Él se detiene. Frente a frente. “Leandro, ¿tú quién coño te crees que eres para modificar la planificación de la producción que yo había preparado?”. Cajas destempladas. “Pero es que…”. “QUE SEA LA ÚLTIMA VEZ, ¿ME OYES? LA ÚLTIMA VEZ…”. Leandro agacha la cabeza. Calla. Y sigue hacia delante. El hijo no es el padre. El hijo no es el padre. Por mucho que se lo repite, el concepto no se le queda.


IX
“Bah, son sólo rumores”, exclama Leandro. “¿Rumores? Todo el mundo lo sabe. Nos compran”. Leandro no sabe cómo calmar la ansiedad de los operarios. Pero él mismo los ha visto. A los de “Gumdrops de Qualité”, que han venido ya por aquí varias veces. Se dirige como cada mañana a su pequeño despacho. Qué raro. La llave no entra. No lo quiere pensar. Pero… ¿le han cambiado la cerradura? Corriendo por detrás, viene, le llama Rosario, la secretaria, “Leandro, Leandro, el señor Aguaviva que acudas a su despacho inmediatamente”. Leandro deja de pelear con la llave y la cerradura cambiada. La mañana es larga. Aturde. Leandro no digiere bien lo que está ocurriendo. No le han dejado recoger absolutamente nada de sus pertenencias. Cuando sale de SABORES ESPECIALES, “causando baja a todos los efectos”, tiene la sensación de que, después de toda una vida, después de que llegara allí con pantaloncito corto, lo están echando de su casa.


X
Al viejo Leandro le tiembla terriblemente el pulso. “Abuelo, ¿quieres que te ayude yo?”. “No, no, yo solo puedo”. Se ha subido él también a la silla. Vértigo con tan poca altura. Una caída desde esa altura sería fatal. Ha alcanzado un bote, el más grande. Con las dos manos. Apenas puede con él. Ahora viene lo más difícil. Tiene que bajarse. Duda. O tal vez no. Desde ahí arriba. El nieto lo mira. Expectante. Leandro destapa el bote. Desparrama a cámara lenta toooooooodas las gominolas por la cocina. Ruedan y ruedan. Un intenso y dulzón olor se esparce en el aire. El nano le grita. “Pero, ¿qué haces?”. “Ay, pulguita, se me han caído todas… ¿puedes recogerlas y clasificarlas por sabores?”. El pequeño vuela. Fiu, fiu, fiu. En segundos, ocho montoncitos, ocho sabores. El abuelo salta de la silla. “Nano petano”, exclama. No le duele nada. Abraza al nieto. Ojalá no sea demasiado tarde, el titular es que un viejo maestro gominolero ha encontrado por fin un buen alumno en su propia casa.

domingo, 18 de diciembre de 2011

Nunca es nunca

I
La cola llega casi hasta la puerta. Lázaro ha preguntado quién es el último. Las manos en los bolsillos. No se esperaría. Pero le han dicho en casa que no vuelva sin el décimo. Y el sorteo es pasado mañana. Ya no puede pasar de largo. Tiene que ser hoy sí o sí. Se fija en los carteles de las paredes. Te puede tocar a ti. Sueña loterías. Un querubín con una bola. Él es de los clásicos: echa de menos al calvo. La ventanilla está empapelada con números. Dentro, un señor desganado atiende. “Deme dos de ése”. La sensación cuando uno está detrás en una fila es que los de delante van lentísimos. En éstas, le tocan el hombro. “Hey, Lázaro, qué es de tu vida”. Su viejo amigo Gregorio. “¡Hombre, Gregorio, pues ya ves, siempre me atiborran a lotería por todas partes, de todos los sitios, en cambio, éste es el año que menos tengo… y digo, voy a comprar por lo menos algo, no sea que toque, aunque a mí, lo que es a mí, nunca me ha tocado nada, vamos, ni el reintegro, y eso que voy teniendo una edad, sólo por pura probabilidad, después de todo este tiempo, pues ésta será la mía, digo yo… que me hace una falta que no veas…”. “Pues a mí una vez, hace ya mucho, me tocó duro por peseta”. “Huy, si todavía eran pesetas, tiene que hacer un montón”. “Ya te digo: aún iba en pantalón corto”. La cola avanza lentamente. Va llegando gente nueva y se espesa. Se oye todo. El tópico de la salud que no falte. A ellos los miran como a dos bichos raros. Estos jubilados no son habituales de la administración y eso se nota.


II
“Dame un décimo para Navidad”. El lotero hace un gesto casi como de “tú estás loco o qué”. Lázaro arrima la nariz al cristal separador para oír mejor. Le explica a través del interfono: “…se nos terminaron hace dos semanas… no nos queda ni uno”. Lázaro se aturde. Señala los billetes que cuelgan de los hilos. “¿Y todos éstos?”. “…son para el niño”. Gregorio se percata y estira el cuello, “Qué pasa, qué pasa”. “…que dice el tío que no quedan…”. “¿Cómo que no quedan?”. “…es que hay que venir antes, no se pueden dejar estas cosas para última hora…”. Lázaro se muerde el labio, y ahora qué hago. Gregorio le dice: “…pues yo quería uno también…”. La cola está estancada. Los de detrás se impacientan. El lotero les pide: “…mientras se deciden, dejen pasar a la gente que está esperando….”. “No, no, un momento… mira bien, hombre, mira bien, ¿no te queda nada por ahí?”. No se hizo la paciencia para este lotero. Abre de una sacudida un cajón. Papeles. Sobres. “Ya he dicho que no, que no me queda nada”. Ostras, y ahora qué hago. Lázaro y Gregorio buscan la salida. Lentamente. Con la cabeza agachada y la espalda encorvada. El que iba detrás de ellos va a tiro fijo, “ya era hora, ya me toca…”. Lleva resguardos de primitivas, bonolotos, quinielas… Es un especialista. Cuando están a punto de salir a la calle es cuando les avisan, “eh, eh, esperen”. Ha habido un efecto dominó entre la gente que está alineada, aguardando su turno, que ha ido corriendo la voz del primer aviso del lotero, “eh, eh, esperen”. Y ellos se paran. “¿Es a nosotros?”. Y se giran. Y se vuelven. El lotero esgrime dos sobres cerrados en la mano. Se los muestra a través de la ventanilla. Lázaro y Gregorio se miran. “…aquí tengo un décimo en cada sobre… de un encargo que no han venido a recoger… si lo quieren, para ustedes….”. Lázaro saca de la cartera dos billetes arrugados de diez. Su tabla de salvación. “Trae acá…”. Gregorio le sigue. “Biennnnn”. Con un sobre que contiene un décimo en una mano, apretando el puño de la otra, y con un gesto de victoria, “lo hemos conseguido”, alcanzan la calle. La sensación es triunfante, casi como la del que acaba de ser premiado con el gordo. Y eso que lo único que tienen es un numerito. Falta todavía que salga en el momento justo y en el bombo hay otros ochenta y cuatro mil novecientos noventa y nueve más. Nada menos.


III
Ahora, cada uno a su casa. Viene un viento gélido que no se puede aguantar. “…que me alegro de verte, Lázaro”. “Lo mismo digo, Gregorio, a seguir bien”. Se despiden. Cuidado al bajar de la acera. Los coches zumban. Lázaro respira aliviado. Se ha librado por los pelos. Aunque bueno. Total, nunca, nunca, le ha tocado nada. Nunca. Nunca es nunca. Piensa. ¿Y si…? Se para. Mira al cielo. Las nubes vuelan. Se mueven deprisa. Se vuelve. Aún se ve a Gregorio, no muy lejos, que camina despacio el pobre. Le grita. “¡Gregorioooooo!”. No le oye. Le tendrá que alcanzar. Retrocede deprisa. Le toca por detrás. Le da un susto. Qué pasa, Lázaro. “Gregorio, que así, sin ver el número ni nada, te lo cambio”. Le tiende el sobre. Ah, era eso. Busca en el bolsillo. Había doblado el sobre para que le cupiera. Está un poco arrugadillo. “Bien, vale, toma”. Lázaro lo coge. Con fuerza. No se le escapa, no. Le da una palmada al amigo y se despide de nuevo. “…a cuidarse, señor”. Ahora sí, rumbo a casa, ahora ya todo está bien.


IV
Es el sonido de la Navidad. La banda sonora, que empieza con los niños cantando, mil euuuuuuuuuuuuros. El bombo girando al terminar una serie. SSSSSSSSSSSSSSSS. Los comercios abiertos. El Mercado bulle. Las paradas tienen sus radios en marcha con este monótono soniquete. Frío. Las manos congeladas. Lázaro ultima las compras. De repente, el mundo se para. Cantan un número. Cuatro millones de euuuuuuuuuuuuuuros. Eh, eh, el gordo. El gordo. La gente grita.”¡Acaba en….!”. Dónde habrá caído. Dónde. Confusión. La informática va rápido. Enseguida se sabe. Ha caído en… ¡Íntegramente en Mediavilla! Uffff. La pólvora no corre tan rápido. El mercado se viene abajo. El carnicero se despoja del delantal. La del fiambre mira si sus números coinciden. Revuelo. Revuelo. A Lázaro le sobrevienen todos los males. Toma, toma, toma, yo tenía ese pálpito. Después de todos estos años, ya tocaba. Sale a toda la velocidad que sus pies le permiten. A la Administración de loterías empieza a acudir gente. Es la escena que ya ha visto tantas otras veces en la tele. El lotero, que resulta que es un tío simpático y todo, pega una cartulina en la pared, “EL GORDO VENDIDO AQUÍ”. Encima de la acera, ya hay dos furgonetas unidades móviles, como si supieran ya que ahí caía el premio y hubieran estado esperando en el bar de la esquina. Policía. Risas. Chillidos. Abrazos. Ya ves. Lázaro, que encuentra todo ese tumulto, da un rodeo y se escabulle. Le han entrado todos los temblores y ya no le han parado. Urge, antes que nada llegar a casa. Y comprobar. Por encima de todos los sonidos, percibe uno, POOOF. Es un tapón de corcho que sale disparado por los aires.


V
RIIINNNNNGGGG. RIIIIIINNNNGGGG. Por qué tarda tanto en abrir. Hoy es el día de las pulsaciones a mil. Lázaro mira al cielo. Sin nubes. Sin respuestas. Por fin, Gregorio abre la puerta. Falsa cara de sorpresa. Se miran. “¿Tienes el gordo?”. Gregorio asiente. Su rostro tampoco lo puede disimular. Hoy es hoy y está feliz. Lázaro aprieta el mentón. Espera. Con ansiedad. Un gesto. Una palabra. “Compartiremos”. O tres. “No te preocupes”. O algo. Pero sólo encuentra un encogimiento de hombros, y un “vaya, tú sigues sin tener suerte…”, que pesa como una losa. Y él entonces responde con una mirada fulminadora. Y con un darse la vuelta. Con orgullo. Espalda recta. La dignidad, que no se pierda en estos momentos. Con odio. Que te den. Joder, la de tiempo que tiene que pasar a veces para darse uno cuenta de que lo que creía era un amigo es en realidad un mamarracho.

domingo, 11 de diciembre de 2011

Tiempo de Superhéroes



I
Será una broma. He recibido un correo electrónico. Como copia oculta. “Distinguido asociado”, dice, “es un placer anunciarte que el próximo cinco de Enero tendrán lugar las XLI Jornadas de Superhéroes”. De qué van. Ya no saben qué inventar. “…en breve te remitiremos el programa con las sesiones que se celebrarán”. A mí me ha entrado una risa floja. “Rogamos su asistencia. Hoy, más que nunca, es tiempo de Superhéroes”. He ido a darle directamente a la tecla “Supr”. Pero no sé por qué en la última décima de segundo me he detenido. Y lo he releído varias veces. Buscándole las vueltas. Dónde dirá eso de “le recordamos que para votar será necesario que se encuentre al día en sus cuotas”. Porque me imagino que querrán hacer caja. Será una broma mala. Desde luego, a mí no me hace ni pizca de gracia.

II
Cumplió su amenaza. Mi madre se atrevió. Me lo había advertido ya varias veces. Se había puesto pesada, “Cayetano, ordena tu cuarto, o entro a saco”. Y yo, “mañana, mami, mañana”. Estaba acostumbrado a andar a saltos en mi habitación, a saber dónde tengo mis cosas, cada una por un sitio… Para mí así todo estaba más que bien. Por eso, cuando esa tarde llegué del colegio, entré en la habitación, encendí la luz… ¡AAAAAAHHHHHHHHH! ¿Aquí qué ha pasado? Pánico, terror, catástrofe. “Te lo dije”, me señaló ella con el dedo. Estaba todo diáfano. Todo despejado. ¿Y mis tebeos? ¿Y mis revistas?“. “Lo más viejo, al contenedor de los papeles”. Otra vez AAAAAAAHHHHH, pero cómo has podido tirar lo mejor que yo tenía. Salí disparado, de rebote, dando traspiés, hacia abajo, para ver si podía aún salvar algo de la masacre. Me planté delante de los tres contenedores, basura, plástico y cartones, alineados. Uuuuuaaaaa, qué rabia, qué rabia. Cómo se había atrevido esta mujer. Si no molestaban a nadie. Mis Supermanes. Mis Superhéroes. Qué expolio. Irrecuperable. Apreté con fuerza mi puño derecho. No pude contener una lágrima. Snifff. Aquello para mí era todo. Justo en ese momento de ofuscación e ira, concentré toda mi fuerza, y solté un puñetazo contra el armazón metálico del contenedor de cartón. Tendría para haberme roto los nudillos en mil astillitas con aquel arrebato. Pero sorprendentemente, lo atravesé como si fuera papel de fumar. Atiza. Caracoles. Ni inmutarse mis dedos. ¿A ver? Repetí golpe. Taladré la chapa, que aunque estaba algo oxidada, no dejaba de tener un espesor de dos milímetros. Vaya. Y entonces la mayoría de mis tebeos quedaron a mi vista. Entre cartones, arrugados y descosidos. Un par de puñetazos más y quedó abierto un boquete en el que me cabían los dos brazos. Aún recuerdo la cara alucinada de mi madre cuando me vio entrar en casa de regreso con la mayor parte de mi tesoro de papel recuperado. No dijo ni mu.

III
Otra vez. Otro correo electrónico como copia oculta. Esta vez, el encabezamiento, pone: “Estimado Super Percutor, adjuntamos el programa de las LXI Jornadas”. No hay duda. Saben quién soy. Me pregunto cómo se habrán enterado de que existo, si hasta ahora he permanecido en el más silencioso de los anonimatos. Vaya pregunta más chorra. A los Super héroes no les cuesta nada reconocerse entre sí. Lo debemos llevar escrito en nuestro código. Vamos, digo yo.

IV
Una de las fases más complicadas para cualquier persona es la de aprender a conocerse bien a sí mismo. Por simple que uno sea, hay quien incluso ni lo consigue. Pues no te quiero contar lo difícil que es para un Superhéroe. Lo digo por experiencia. Cuando descubrí lo que era capaz de hacer con mi derecha, tuve que comprobar si mis superpoderes se extendían también a mis otras extremidades. Resultado, mano izquierda rota. Empeines machacados ¿Y a mi cabecita dura? A la de una, a la de dos, a la de… Resultado, traumatismo craneoencefálico. “¡Hijo mío, pareces el pupas!”. No más probaturas. Con mi puño derecho sí. Lo que se pusiera por delante. Agujeros en ladrillos. Agujeros en hormigón. Agujeros en granito. Agujeros en acero. Super, super Percutor. Ésos son mis poderes. La gente de Mediavilla tenía que andar con cuidado, porque el pueblo empezaba a parecerse a un pueblo “gruyer”.

V
¡Me han enviado la credencial para el Congreso! Lo que no sé es cómo haré para llegar. Muchos lo tendrán superfácil. Vuelo directo con capa, con supernaves, teletransporte, a saber. Yo tendré que mirar ya por internet a ver si hay un avioncillo de bajo coste. Y que mis padres me dejen la pasta. Esto no me lo quiero perder por nada del mundo. Apareceremos por la puerta principal, vestidos de normalitos, porque claro, las Jornadas, a los ojos de todo el mundo, son para tratar “El signo de los tiempos”. Entraré de incógnito, ya digo, para después, una vez traspasada la puerta, en el salón de actos, encontrarme con Super Guay-guay, con el Super Hombre Fuego, con la Super Mujer Fardástica… con todos… eso tiene que ser para que me tiemblen las piernas sin parar… para que me tengan que dar masajes al corazón de la immmpresión. Menudo nervio que me va a entrar al codearme con tanto Superhéroe grande. Saludaré a todo el mundo, “hola, que yo soy Super Percutor”. Espero que me venga bien el traje… De las Jornadas, me interesa particularmente la charla-coloquio: “No hay Superhéroes de primera ni de segunda: todos vamos a una”. Ésta promete.

VI
Autoaprendizaje y disciplina, dos conceptos vitales en la vida que llevo. Me cuesta relativamente poco adaptarme al papel de simple que interpreto cuando voy de incógnito. Sólo sé hablar de tebeos y cómics. Y mi aspecto tampoco levanta ninguna sospecha: Gafas gruesas, bajito, calvito y un poco panzudete. Eso sí, no veas, la fuerza de voluntad que necesito para no soltar un derechazo a algún capullo y reventarlo cuando me está tocando las narices. Eso sería de unas consecuencias inimaginables. Así que me resigno y me dejo avasallar. En momentos de debilidad, me vengo abajo. Vaya una mierrrrrrrda de superpoder que me ha tocado. Para qué sirve agujerear paredes, si ya están las ¨Black Decker”. Todos los Superhéroes necesitamos un psicólogo cerca, me parece a mí, porque nos mortificamos continuamente. Nunca le voy a poder descubrir a Noelia mi identidad percutora… Nunca llevaré bien que “sólo me quiera como amigo” y que suspire por aquel “desconocido” que grabó su nombre en la pared. Y ahora, aprendo billar y a hacer carambolas, mientras espero mi momento, ese momento que me coloque cerca de una farola, para tumbarla con mi puño derecho, de manera que caiga justo encima del coche del malo cuando trata de escaparse.

VII
Cinco de Enero. Cuatro significativas ausencias a las puñeteras Jornadas que deben estar celebrándose en estos momentos. La mía es evidente. Ando paseando por las iluminadas calles de Mardebé. Las otras tres estaban anunciadas. Los Magos, que ya me imaginaba yo que eran del gremio, protestarían porque en la noche de este día precisamente trabajaban. Cualquier otra fecha les hubiera venido bien. Llevo las manos en los bolsillos. La bufanda envolviendo mi cuello. No sé qué me pasa. Veo superhéroes por todas partes. Ése que vuelve a casa y está seguro de que la semana que viene volverá a tener trabajo. Ésa que va hacia el hospital a cuidar a su madre. Aquél que viene cargado con un paquete y que pensaba que los Reyes pasaban de él. Buuuufffff. Cuando los de Patrimonio recuenten los ciento y pico impactos de las balas de cañón en los muros de las torres van a encontrarse con uno más. El más profundo, el más bajito, el que le acabo de hacer con la fuerza de los millones de meganewtons de mi superpuño derecho. Pido disculpas por ello. Tenía que desahogarme.

domingo, 4 de diciembre de 2011

Valgo para esto




I
Muchas mañanas me lo encuentro. Se abre la puerta del ascensor y el señor Toneu está dentro, porque viene del piso de arriba. Saluda, sonríe. Digo lo justo. Hola, sí, no, adiós. No me saca de ahí. Bajo la cabeza. Miro al suelo del ascensor. A sus zapatos brillantes. A mis zapatillas gastadas. Al maletín de su portátil. Al cable de mis auriculares. Procuro respirar lo mínimo. Para que no se gaste todo el aire si este trasto se para algún día. Pero esta mañana casi me da algo. “Cecilia… perdona que te diga… cantas como los ángeles”. Casi me muero allí mismo. Me escucha, este tío me escucha. “…no, en serio lo digo, tienes una voz prodigiosa… tú vales para esto”. Roja como un tomate. Me he quedado más muda de lo que soy. “...oye, que si quieres, algún día subes a mi casa, grabamos en mi estudio, conozco bien al director de Radio Ritmo, le enviamos una pequeña maqueta, y bueno, quién sabe…”. Clink. Puertas abiertas. Hoy salgo más deprisa a la calle. Corriendo, sin decir adiós. Un gesto con la mano vale. El ruido de los coches, las motos, las voces, todo es música. Yo la interpreto.

II
Compruebo la ventanita del cuarto de baño. Cerrada. Hermética. Doble cristal. Llamo a mi hermana Marga. No viene. Ni caso, para variar. Voy a por ella. Está tumbada en el sofá, con la maquinita. “Qué quieres”. Le estiro del brazo. La llevo. “Qué pasa, pesada, para qué me llevas al wáter”. “Nada, tú ven... ahora, grita cuanto puedas…”. “Pero…”. No le dejo terminar. “Tú grita”. La encierro. “¡Ceciliaaaaa…!”. Cuestión de decibelios. Con el pito que tiene la tía, apenas oigo nada. Y eso que estoy aquí, con la oreja pegada. Mi hermanita sigue aullando. “¡Ábreme, loca!”. Nada, muy bajito. Si es lo que yo pensaba, paredes blindadas. No sé cómo el de arriba escuchará, como no sea por los desagües, no sé. “¡Que me abras, joder!”. Prueba de insonorización acústica superada. Abro la puerta, que ya empezaba a aporrear, y ella sale como un torito bravo. Me suelta un empujón, “estás loca, ésta me la pagas”. La esquivo, hago un quiebro. Entro yo en el cuarto de baño. Paso el pestillo. En un santiamén. Salvada. De momento.

III
Lo mejor de la casa. Definitivamente. El espejo del cuarto de baño. De pared a pared. Ésa que señalo soy yo. Sonrisa. El público me ovaciona. Empieza la música. “¡Buenas noches, Mardebeeeé! Uuuuuhuuuu”. El cepillo del pelo, mi micro. Empiezo. Bajito. “I had a dream…”. Sé inglés. De oído. Igual que música, de oído también. Me muevo. Bien. “It just… a Little love!”. Me hago los coros. La orquesta. Todo. El vecino debe tener la oreja pegada. Espero que la tenga. “A little love!”. Uhuuuu.

IV
A nadie le dicen que no en el coro del cole. Porque lo que faltan son voces. Juan Carlos, el director, me mira. Espera. “Canta, Cecilia”. El pulso se me acelera. No puedo, no puedo. Me entra un no sé qué. Mi voz no es mi voz. Yo no soy yo. “…es que estoy muy nerviosa”. Resopla. No pasa nada, no te preocupes. Pido perdón. Me salgo de la clase. No puedo con mi vergüenza. Dios, esto es como si la mejor nadadora del mundo le tuviera miedo al agua.

V
“Baja la voz”, me pide Marga. “¿Te molesta?”. “Pues claro”. No lo digo, pero lo pienso, “te jorobas”. Estoy escuchando Radio Ritmo. No conocía esta emisora. Pero es buena. Muy buena. “¡…directamente al número uno, viene con gran fuerza un nuevo valor, una voz prodigiosa, Cecilia… y su just a Little love…!”. No, no falta mucho para que eso pase. Uuuuhuuuu, I had a dream

VI
A mitad de canción he abierto la ventanita. Es como si cincuenta mil personas se hubieran sumado a mi ensayo general en este estudio-lavabo. Más o menos. Me miro. No me reconozco. Cecilia. Cecilia. Cecilia. Y me digo, de esto, a mis padres, de momento, ni una palabra. Fijo que no lo entenderían.

VII
He subido por las escaleras. Para hacer el menor ruido posible. No es tan tarde como para que se haya ido a dormir. Ni tan pronto como para que aún no haya llegado. El pulsador del timbre. Me atrevo, no me atrevo. El timbre es de las valientes. Lo pulso una décima de segundo. Lo justo como para que suene, ding-dong, han llamado, quién será. Ya no me puedo ir corriendo. Ya no me puedo echar atrás. Unos segundos. Larguísimos. Mirilla de la puerta. Cerrojo. El señor Toneu me abre su puerta.

VIII
“….mmmm…. yo… venía para ver si grabábamos en su estudio… lo que me dijo el otro día”. Silencio embarazoso. El hombre aprieta los ojos con fuerza y su muerde los labios. Lleva un chándal que es un horror.”…Cecilia… yo… verás… cantas muy bien, esto te lo dije muy en serio… pero…”. Se está haciendo de noche repentinamente. “…lo de grabar en mi estudio era una broma… yo no tengo ningún estudio en casa… ni conozco al director de Radio Ritmo ni nada”. Booom. Mazazo. Esta situación no la tenía ensayada. Ahora qué. Tierra trágame, por favor. Me doy la vuelta. Salgo disparada. Escalones abajo. De tres en tres. A oscuras. Ciega. Siento que me llama por detrás. Rebaso el rellano de mi casa. Pero sigo bajando. A mil. Era una broma. Qué cabrón. Una broma. En mi cerebro empieza la música. Sentimiento. Salgo a la calle. Me apoyo en un coche aparcado. Y canto, con todas mis fuerzas, sí, I had a dream. I had a dream. Sí, tuve un sueño, yo valgo para esto.

“A Little love”, Dionne Bromfield

domingo, 27 de noviembre de 2011

Mil caras



I
Tres llamadas perdidas. Del cole de Aníbal. Al instante, me ha faltado aire, ¿habrá pasado algo? Tenía el móvil dentro de mi bolso, que parece blindado. Y claro, no lo he oído. Rellamo. Da tono. Espero. No me lo cogen. Venga, venga, que alguien descuelgue, por favor. Me muerdo los labios. Ya. “Sí, buenos días, soy Rosario, la mamá de Aníbal Rojo…, verás, tenía una llamada perdida vuestra… “. Un momento. Que espere. Musiquita de fondo, violines que me ponen de los nervios. Tic, tiquitic, los dedos martillean la mesa. Me pasan con secretaría. No, que no pasa nada, que no me preocupe. “…es que, al ver tres llamadas… pues me he asustado un poco”. Un poco no, me ha dado un ataque de pánico. … La directora me quiere ver… si puede ser a no tardar… “mujer, yo salgo a las cinco de la tienda, pero bueno, me escapo y esta misma tarde me acerco por allí… ¿a las cuatro entonces? Bien. Vale. Nos vemos. Hasta luego”. Clic. Que no me preocupe, pero que me quiere ver a no tardar… JA. Tengo un mosqueo que puede conmigo. Aviso a Juanjo, le pongo en antecedentes, para que él, también haga lo imposible y se venga conmigo.

II
Jolgorio en el patio. Pero la antesala al despacho de la directora está muy bien insonorizada y apenas si llega un murmullo. Fotografías de cursos anteriores descoloridas. Dibujos de los niños empapelan las paredes. Al final, como casi siempre, vengo sola. Paso adelante. Huy, esto parece un Tribunal. Tres profesores a cada lado. Se levantan para saludarme. Hablamos del tiempo. No es normal que en pleno Invierno todavía haga tanto calor. Aún no hemos vendido ni una chaqueta en la tienda, les explico. Carpetas abiertas. Tu hijo Aníbal es un sol. Estoy tensa. Que me digan lo que me tienen que decir. Que abrevien, por favor. Entra Angustias, la directora. Se excusa, porque está en treinta sitios a la vez. Vaya, tiene el don de la ubicuidad. Angustias muestra una fotografía. Es Aníbal, subiendo al tobogán. Qué majo. Qué guapo. Qué inquieto. “Esta foto la tomamos en Septiembre, al empezar el curso”. Sí. ¿Y? Angustias muestra ahora la siguiente foto. Es Aníbal, adicto a los toboganes. Qué majo. Qué guapo. Qué inquieto. “Han pasado tres… cuatro meses”, dice la directora. Coloca una fotografía al lado de otra. “…y nos ha llamado poderosamente la atención que…”. Alguien por detrás apunta… “que no se parece en nada”, “que le ha cambiado la cara completamente”, “que parece otro”. “…si no lo hubiéramos visto venir aquí cada mañana, nos creeríamos que….”, Angustias se ríe, risilla de ardilla, y a mí no me hace ni pizca de gracia, “¡…que nos has cambiado al chiquillo!”.

III
No le va la carne. Se le hace una bola. Mastica eternamente y mira la tele con fijación. De un lado a otro. “Aníbal, haz el favor, cómete ese trozo de una vez”. Juega con las piernas que le cuelgan en la silla. “Mami”. Qué. “El profe me ha llamado Mortadelo esta mañana”. Juanjo y yo nos miramos. “La clase entera se ha reído”. Suelto el tenedor encima de la mesa. “No hagas caso, hijo”, le dice Juanjo acariciándole el pelo. Yo añado: “Iré al cole y hablaré con él”. No lo digo, pero lo pienso: “¡…hablaré con el profesor Bacterio éste de los cojones!”.

IV
Una vez al mes, una, llevo a Aníbal al “Plastic-Facial Center Research” de Mardebé. El médico del seguro, “ostras, chavalote, cómo has cambiado”, mientras, tiraba el palito con el que había examinado la garganta del chico, dijo que era lo más conveniente. Que los cambios espectaculares que se producían en su rostro debían ser controlados para prevenir males mayores. Atravesamos la cúpula del edificio acristalado, y enseguida, viene una enfermera que se lo lleva de la manita, “Aníbal, majete, vente conmigo”. Y el niño me mira como pidiéndome permiso, me voy o no me voy con esta señora. Todos en esa clínica parecen hechos con el mismo molde. Ellas, carita de Barbie. Ellos, de Action Man. Yo de allí, no me muevo. En una salita de espera, con el suelo brillante como un espejo, hundida en un sofá de piel, leyendo revistas manoseadas y atrasadas y desesperándome porque, aunque me lo expliquen, no sé bien qué puñetas le estarán haciendo a mi pequeñín Aníbal. Cuando sale, le oigo en la distancia, corretea hacia mí y me abraza. Como si hiciera un siglo que no nos viéramos. “¿Vamos a casa, mami?” Miro el reloj. Las doce y media. “¿A casa? Quiá. Al cole de cabeza, aún llegas bien al comedor y a las clases de la tarde”. Tuerce el gesto. Por lo visto había pensado que se iba a librar.

V
Hoy ha salido llorando del Plastic-Facial Center de las narices. Salgo disparada del sofá de piel de la sala de espera. Qué te han hecho, mi vida, qué te ha pasado. Lo pincharon por dos veces. Inconsolable está. Qué llanto. Me encaro con la enfermera. Quiero hablar con los médicos. Pero qué se han creído. Les monto un cirio. Y les digo hasta que me canso. SE HA ACABADO. NI UNA MÁS. YA ES SUFICIENTE. Cuanto más intentan calmarme, peor. “Pero, señora…”. Peor, mucho peor. Basta de hacer padecer innecesariamente a la criatura. “Vámonos, cariño, que por mi vida, aquí no volvemos más”. Le estiro del bracito y me lo llevo. Dos médicos nos siguen y nos escoltan hasta la puerta, “recapacite, señora…”. Y el renacuajo, al salir, y como remate, les ha sacado la lengua. O eso me ha parecido.

VI
Me costó por internet, pero al fin, pedimos cita previa y allá que hemos ido a la Comisaría del Centro. Con todos los papeles. El funcionario mira al chiquillo. Le pide la foto. “Firma aquí”. Aníbal se siente muy importante. Yo no sé si será capaz de repetir la próxima vez el complicado garabato que le ha salido. Devuelve el bolígrafo con una sonrisa. La impresora piensa. A los pocos segundos escupe el DNI. Aníbal lo recoge y nos lo enseña orgulloso. Juanjo lo mira por encima. Yo entonces caigo en que pone que “válido por seis meses”. Y me encaro: “Oiga, esto tiene que ser un error”. El señor se encoge de hombros. “Yo también lo había pensado, pero no. Hay una indicación bien clara que debe venir del Ministerio del Interior…”. Ponemos gesto de perplejidad. “¿Pasa algo, mami?”. Nada, se ve que alguien quiere que colecciones tantos carnés como caras vayas teniendo…

VII
Ahora suena fuerte el “Stay the Night” de James Blunt. Dios, cómo pasa el tiempo. En el salvapantallas del ordenador han empezado a desfilar fotografías de Aníbal. Y me he quedado embobada mirándolas. Cómo ha crecido. Sus mil caras, sus mil sonrisas, tan diferentes, tan suyas. Y en todas tan guapo. Aquí, rubio casi albino… y en ésta morenito con el pelo rizado. Mi pequeño camaleón. Aunque estuviera años sin verle, podría reconocerlo a él, escondido entre un millón. Sólo yo sé que nunca ha cambiado. Porque el corazón que le mueve es el mismo. Y la chispa en sus ojos. Sea cual sea su apariencia, conserva su nobleza. Su bondad. Y qué narices, soy su madre y lo he parido.

VIII
Está claro. No podíamos elegir por él. Vinieron a buscarle. Saben quién es. No lo dijeron, pero eran del Centro de Inteligencia. No sé lo que le explicarían, porque no me lo ha contado. Pero lo convencieron. Un chico como Aníbal que habla cuatro idiomas, y con fisonomía nueva cada medio año, sin ayuda de maquillaje, menudo chollo. Nos reunió a su padre y a mí y nos dijo que se marchaba a estudiar allí. Piénsatelo bien. Es tu vida, no la nuestra. Fue lo único que nos salió de la boca. Ni chantaje emocional ni nada. Es Otoño, hace tres semanas que se fue y a mí me parecen tres siglos. Lo que sí que he hecho es cambiarme el móvil. Por uno que suene bien fuerte aunque vaya dentro del bolso blindado. Vivo pendiente de que suene. Lo que pasa es que el muy cabrito no llama mucho. Dice que va liado y tiene que estudiar un montón. Será por eso.

IX
No miro las caras. Me fijo en la chispa de los ojos. En manos con dedos regordetes. Aspiro fuerte. En busca de un olor característico, el suyo, inconfundible para mí. Vamos por un centro comercial atestado. Hace tiempo que le vengo observando. Si es un juego, no tiene gracia. Voy directa. Juanjo me pregunta: “Rosario, ¿dónde vas?”. Voy decidida. “Te he pillado… ¡eres Aníbal! ¿A que sí?”. El tío se me queda mirando muy extrañado, ésta de qué va. “Venga, vamos Rosario, ven conmigo… disculpe señor”. Cierro los ojos. Cómo me ha podido engañar el instinto. Vaya chafón. Cómo. Pero sobre todo, con el tiempo que ha pasado, por qué no llamas y por qué no apareces, Aníbal.

X
Justo acabo de ver a Angustias, la vieja directora ubicua del cole de Aníbal. “¿Y qué tal le va?”. Se ríe. “Ja, ja… Seguro que si lo veo, no lo conozco”. A mí me entra sentimiento. Estoy a punto de decirle: “Y yo tampoco”. Pero soy fuerte. Y me contengo. Y me repito que el chico estará bien. Y me despido. Y tiro hacia delante, porque tengo ganas de llegar a casa. Y parezco una magdalena de los lagrimones que me caen.

XI
Un susto de muerte. Me tapan los ojos por detrás. Levanto las manos. Esto debe ser un atraco. Grito. Entonces dice: “¡Chissssssttt, mami!”. Dios, Dios, por fin Aníbal, por fin el pequeñín. Luce una horrible nariz de pico de loro, pero aún así, le sienta bien. Le voy a abrazar, le voy a comer a besos. Pero primero, primero... ¡zas!, me sale un buen bofetón. El primero que se lleva en su vida. He sacado mi genio y le he puesto las pilas. “Tú serás muy agente del Centro de Inteligencia, muy hombre de las mil caras, pero no te olvides, chiquitín, que soy tu madre”.

domingo, 20 de noviembre de 2011

La mano en el chichón



I
“Tío, por más veces que mires al cielo, no va a dejar de llover”, dice Benjamín. Guzmán le contesta, pegando la nariz al cristal empañado: “A mí me da igual. Podríamos salir lo mismo, ahora casi no cae agua”. Fuera, los charcos parecen lagos. “Ya, pero nos ganaremos bronca”, vaticina Arancha, “estamos advertidos”. “Entonces… ¿a qué jugamos ahora?”. Los tres amiguitos se miran. Parecen animalitos enjaulados en la habitación. Vaya una tarde más aburrida. No está el Verano preparado para la tormenta que se ha liado. “Me parece que…”. CLOC. Benjamín no termina la frase. Se da en la frente con el canto de un estante. Uf, cómo escuece. Diría tacos, pero aún no forman parte de su vocabulario. Casi va a llorar. Guzmán hace el sonido de una sirena, niiii-noooo, niiii-noooo, se supone que es una ambulancia. “¡Enfermera, inmovilícelo, mientras llegamos!”. Lo tumban en la cama. “Eh, qué hacéis…”. “¿Respira?”. Los auriculares del walkman hacen de fonendoscopio. “Con dificultad”. Niiii-nooo, niiii-nooo. Guzmán abre la puerta de la habitación. Sale. Simula que lleva el volante en las manos y conduce muy rápido. Desaparece. Vuelve al segundo y medio. Con un rollo de papel higiénico. “¿Traumatismo?”. “Tendremos que hacer unas placas”, responde Arancha apuntando con la linterna. “Avisa a rayos, que vamos”. Retumba un trueno en el exterior. Vibran los cristales. Arancha se asusta. “Si nos quedamos aislados, tendremos que operar aquí mismo. Mientras, le aplicaré un fuerte vendaje”. Desenrolla el papel, “eh… pero qué hacéis”, y lo enrolla en la frente. Varias vueltas le tapan el chichón a Benjamín. “Estilo momia”, explica. Viven la película. La madre de Guzmán aparece por el pasillo, “¿Os ha asustado el estruendo…?. No termina la frase: “...pero chicos, ¿qué pasa aquí?”. Todos quietos, como en una foto. Guzmán, con su mejor cara de niño bueno, aclara: “…Jugamos a médicos, ¿no?”.

II
El doctor Benjamín Ríos se quita las gafas, importantes ojeras las suyas, y se frota los ojos cargados. “¿Cuántos nos quedan?”, le pregunta a la enfermera. Ésta, puntea con un bolígrafo la lista. “…siete, ocho: nueve”. “¡Nueve todavía!”, mira el reloj y resopla. Está agotado. Vuelve a ponerse las gafas, “que pase el siguiente”. Es cuando cruza la puerta, no un paciente, sino casi sin pedir permiso, el coordinador Andrew Brown. Se saludan. “Un minuto nada más”. Brown le muestra una gruesa carpeta. “Benjamín: estos son los currículum de los médicos que se presentan a la nueva plaza”. Abultan tanto como el diccionario Collins que el doctor Ríos tiene encima de la mesa, a modo de pisapapeles. “¿Y…?”. “…hay algunos muy buenos. Muy bien preparados. Va a ser injusto para los que se queden fuera…”. Benjamín insiste: “¿Y…?”. No entiende por qué vienen a explicarle esta historia a él.”…de entre todos, hay uno, que dice que te conoce”. “Ah, ¿sí?”. Algún compañero de Facultad, quizá. Algún compañero de Mir. “Dice que es muy amigo tuyo, que no te ha dicho nada para que no influyas desde dentro”. “¿Quién es, Andrew?”. Andrew Brown extrae la hoja correspondiente. Lee: “Se llama, esto, aquí, sí: Gusss-man Bra-vo”. ¡¡Guzmaaaaaaán!! El último nombre sobre la faz de la tierra que esperaba oír. Cuantísimos lustros sin escuchar su nombre, sin saber de él. “Está claro que le conoces”, confirma Andrew Brown. “Era un buen elemento”, afirma rotundo Benjamín. “Eso era lo que quería oír”. El coordinador recoge la carpeta y sale de la consulta. Con la sonrisa aún en el rostro, y llevándose la mano al punto de su frente donde un día hubo un chichón, Benjamín indica: “…que pase el siguiente…”.

III
Ese “entrar sin llamar”, cuando tiene a un paciente tumbado en la camilla, y ese “Benjamín, cuando termines, por favor, pasa por mi despacho”, no presagiaban nada bueno. Efectivamente. Lo que no preveía era que Brown cargaría contra los métodos erráticos del “nuevo”, su “amiguito”, su “recomendado”, “Gussss-man”. Benjamín tartamudea cuando se ofusca. “¡Eh, eh, eh, alto, que por ahí no paso!”. El coordinador Brown guarda ahora silencio. “¿Recomendado? ¡Andrew, recuerda que tú viniste a mi consulta a preguntar si yo lo conocía!”. ¿Y por qué acudes a mí ahora como si yo fuera su mentor en vez de tratar el tema directamente con él? ¿Ha cometido algún fallo médico? No, que yo sepa. Lo único es que no os gustan sus maneras. Necesitará tiempo, vamos digo yo, como todo el mundo. Que, total, lleva aquí cuatro días. Y no se conoce ni a la gente, ni los departamentos”. Benjamín respira agitadamente. Vaya, acaba de darse cuenta de que ha levantado la voz. Nada menos que al todopoderoso coordinador. Añade, ahora con tono pausado: “¿Algo más? Llevo aquí desde las siete de la mañana y tengo ganas de irme a casa”.

IV
Hace diez años, sí, diez ya, que no la llama. A lo mejor, hasta ha cambiado el número de teléfono. Pero hoy, lo intenta. Le tiene que decir, a lo mejor ya lo sabe, que ha aparecido por allí, la de vueltas que da el mundo, el ganso de Guzmán. Se lo contará a ella, que es el vértice del triángulo. Benjamín se hunde en el sofá. La luz amarillenta de una lámpara incide en su rostro. Cierra los ojos, muy cansados. “¿Arancha…? Soy Benja… ¿puedes hablar?”. Un montón de kilómetros, un montón de tiempo. Sin embargo, al minuto, todo vuelve a ser igual: la siente muy próxima, como si la tuviera a su lado, y parece que sólo han pasado dos horas desde que se despidieron en aquella puerta de embarque.

V
Cae más agua de la que el limpia puede desalojar. Normal por estos lares. El cuerpo le pesa. Parpadea con insistencia. No ve más allá de un par de metros. Le dijo bruscamente a Arancha que ya la volvería a llamar. Y ahora conduce rumbo a la clínica. A estas horas. A toda velocidad. Con eso no contaba. Entre bromas y risas, ella le había dicho: “me alegro que Guzmán esté contigo: necesita a alguien que le controle, no iba muy bien desde que dejó la carrera en tercero”. En ese punto casi se le sale hasta la primera papilla del estómago. Y aún sigue así. Con mal cuerpo.

VI
Estas ambulancias no hacen “ni-nooo, ni-noooo”, sino una especie de “torí-torí; torí-torí” mucho más estridente. Las luces de la sirena se reflejan en los charcos. Hay vidrios por todas partes. Benjamín no recuerda nada. Los tacos del diccionario, sí. Los ha mentado de uno en uno. Seguramente el coche le patinó y se le fue de parte a parte. Ahora oye voces. “¡Inmovilizadlo!”. Eh, eh, pero qué hacéis. No puede hablar. Lo pasan a una camilla. “¿Respira?”. “Con dificultad”. “Posible traumatismo”. Benjamín reconoce la voz de Guzmán y adivina su rostro de forma borrosa. “Tu especialidad, Benja, son los chichones en el mismo sitio”, exclama su amigo. Benjamín consigue articular unas palabras. Casi no se le entiende: “¿Por qué haces esto? ¿A qué estás jugando?”. Guzmán, trasiega la pregunta, la interpreta y entonces poniendo su mejor cara de niño bueno, contesta: “…jugamos a médicos, ¿no?”.

domingo, 13 de noviembre de 2011

El talón en la oreja




CASI 10
“Como no nos demos prisa, van a llegar todos y nos van a pillar en mantillas”. La abuela Juani ha visto la hora que es, y se afana, preparando los sándwiches de dos en dos y disponiéndolos ordenadamente en la bandeja. Al tiempo, advierte: “¡Felipe, cuidado con la escalera, no vayamos a tener un disgusto!”. El abuelo Felipe, subido en el tercer peldaño, termina de enganchar la última tira de guirnaldas. El padre, Juanlu, con las mejillas enrojecidas y al borde del colapso, infla globos en serie. ¡¡¡¡PLOOOOOM!!! Acaba de explotarle uno en su cara. Con éste, se ha pasado de frenada. Mapi, la madre, reparte los vasos de plástico en la mesa alargada con el mantel de dibujitos. Lucía, la cumpleañera, corretea desde el interior de la casa al corral, supervisándolo todo. “¡Está quedando pre-cio-so!”, exclama encantada con la boca abierta. Todo parece otra cosa. El piso barrido, las macetas alineadas con sus plantas frondosas, la cuerda que servirá para las piñatas, que serán la gran sorpresa de la fiesta. DING, DONG. ¡DING, DONG! Toque a rebato. “¡Ya están ahí! ¡Ya han llegado!”, grita Lucía. Son los primeros. Se llena la planta baja de críos que atraviesan el corredor como pequeños huracanes, portando los regalitos. Guirigay. Feliz cumple, Lucía. Muchas felicidades. Los padres de los amiguitos van detrás. Aún no han empezado los saludos, cuando se escucha el llanto agudo de Lucía. Algo va mal. Acuden todos a la vez. El abuelo Felipe, el padre Juanlu, la madre Mapi. “Hija, ¿qué te ha pasado? ¿qué tienes?”. Inconsolable. Se encana. El alboroto cesa de golpe. Hay una nena que, con la cabeza gacha, se justifica: “…yo sólo le estiraba las orejitas para felicitarla…”. Ah, era eso. Mapi se enfurece, “Lucía, hija, ¡ya estás otra vez exagerando!”. Y la abuela Juani intercede protectora: “…mujer, no riñas a la chiquilla, si llora es porque le duele”. El llanto no cesa en un buen rato. La abuela Juani, que la abraza, es su escudo. “Mi pequeña, mi queridísima Lucía, mientras yo esté contigo, nadie te hará daño…”


CASI 20
Toda la tarde juntos. Las palabras han ido fluyendo de forma continua, bordeando los sentimientos, pero sin entrar en ellos. Si no es ahora, será después. Pero será. Porque sólo tienen ojos el uno para el otro, y porque sus miradas sólo pasan desde hace tiempo a través de ese filtro que idealiza y resalta todos los detalles del otro en forma de virtudes. ¿Nos sentamos? Aunque el banco es todo para ellos, ocupan una esquina. Hay más gente, mucha, paseando. Silencio en el bullicio. Respiración contenida. Y ahora qué. Nervios. Ahora es cuando el cariño vence al miedo y se desborda. Marcel besa a Lucía. Buuuuf, por fin, ella pensaba que nunca se atrevería. Buuuuf, menos mal, él pensaba que ella no se dejaría. Que toda la tarde se convierta en toda la vida. Así, uno al lado del otro, no se puede tener ni pedir más felicidad. Cámara lenta, por favor, cámara leeeenta. Con los párpados entornados, Marcel besa suavemente el lóbulo de la oreja de Lucía. Ella lanza un grito horripilante, echándose bruscamente hacia detrás. Hasta los perros que corretean por el césped se paran en seco para ver qué pasa. Se rompe la magia en mil pedacitos. Qué pasa. Qué te ocurre. Marcel no entiende nada. Lucía se retuerce, “no se me puede tocar la oreja derecha… veo las estrellas… siento un dolor insoportable…”. Él pide disculpas, “lo siento, yo no sabía nada… sólo ha sido un besito”. Y ella esconde la cabeza entre el pelo y los brazos, rabiando y llorando, con los ojos fuertemente cerrados. Marcel repite: “…podrías haberme avisado…”. “…no me dio tiempo, joder, no me dio tiempo…”. Pasa la tempestad. Se levantan. Ambos incómodos. Marcel piensa, “…pero qué chica más exagerada…”. Lucía se siente avergonzada. Pero qué culpa tiene ella… ¡cómo le duele todavía! Toda la tarde juntos. Y ahora ambos han recordado que tienen cosas que hacer. Quedarán pronto. Claro. Pero ya no saben cuándo.


CASI 30
En los periódicos leyó que el Dr. Palmer es una eminencia en la Medicina. Que roza los milagros. Por eso, no dudó en contactar con su clínica privada. Y no le importó que le dieran cita a seis meses vista. Los días pasan, uno detrás de otro, y hoy, Lucía por fin está en la sala de espera. Con una carpeta de informes dentro del bolso. Escucha su nombre. La llaman. Pasa a consulta. Él es una persona relativamente joven. De entrada, no se levanta de la silla para recibirle. Ella explica el caso. Le tiende la carpeta. El Dr. Palmer escucha en silencio mientras ojea el último tac. Se muerde el labio inferior. “Vamos a ver”. Se acerca. Observa la oreja de Lucía. “…entonces dices que te duele aquí”. Decir “aquí” y oprimir con los dedos el lóbulo derecho es todo uno. En el mismo segundo, Lucía suelta un alarido que hace temblar los cimientos del edificio. En el mismo segundo, y como un resorte, Lucía lanza un mandoble directo al rostro del galeno. Y sí, todavía en el mismo segundo, el médico sorprendido cae cual boxeador noqueado en la lona de un cuadrilátero. La enfermera, espectadora también, grita a su vez y le ayuda a incorporarse. Él se estira la bata. Se recompone. Se palpa la mandíbula, por si tiene algo roto. “¿La denunciamos, Dr. Palmer?”. Lucía permanece de pie, rabiosa, con la mano protegiendo su apéndice auditivo. “…Me temo que, después de esto, no voy a atender su caso”, dice el médico que roza los milagros. “Me temo”, contesta Lucía, “que, después de esto, yo no voy a querer que atienda mi caso”. Lo siguiente es, una recogida de la carpeta de informes, y un salir sin despedirse de esa clínica.


CASI 40
En la empresa “TIME WILL TELL”, hoy hay Comité de Dirección. Lo convocó la misma Lucía con carácter urgente. Piensa denunciar los chanchullos que se trae Estanis. Muy fuerte sería permanecer al margen como si cayese sirimiri. A la sala de reuniones, ella ha llegado la segunda. Preparan café mientras esperan al resto. Hablan del tiempo. Del calor que hace allí dentro. Lucía está muy tranquila. Lo tiene todo muy bien atado. Según van entrando los asistentes, cruzan saludos. Ocupan sus sillas. Estanis no ha venido aún. Habrá que llamarle. Y recordarle que hay Comité. Y que le esperan. Sale el Director General a la puerta, “Sandra, por favor, ¿puedes avisar a Estanis y decirle que estamos todos esperando?”. Pasan minutos. Aparece por fin Estanis. Parece azorado. “Disculpad, estaba hablando con un proveedor”. Mira a Lucía. Le mantiene la mirada. Se dirige a su sitio libre. Es cuando pasa por detrás de ella. Y extiende la mano, y por detrás de su pelo, como quien no quiere la cosa, le alcanza la oreja. “Huy, perdona, chica, lo siento…”. Cuando Lucía se viene a dar cuenta, es demasiado tarde. Qué daño. Qué dolor. Incontrolable. Incontenible. Peor que la peor migraña. Dejando al personal atónito, sale aullando, protegiéndose con el brazo, “pero qué le pasa a esta mujer, ¿qué le ha dado?”. Corriendo, se refugia en el baño. Busca y rebusca en el bolso. No hay paracetamol bastante en el mundo para mitigar aquello. Mientras se mira en el espejo, desencajada, se pregunta cómo, cómo narices, se habrá enterado de lo suyo el hijo puta éste.


CASI 50
La puerta estaba atrancada. Desde que murieron los abuelos unos veinte años atrás nadie vive en la planta baja. A Lucía le recorre de arriba a abajo un escalofrío por entrar de nuevo en esta casa después de tanto tiempo. Humedad. Las paredes con la pintura desconchada. Le parece estar escuchando sus voces. “…Felipe, cuidado con la escalera, no vayamos a tener un disgusto…”. Y sale al corral. Cubierto de polvo. Con las macetas destroncadas. Durante muchos minutos pasea por las habitaciones. Por la cocina. Es como volver a la infancia. En la entrada ya han puesto el cartel de “SE VENDE”. Así son las cosas. Ella ya les dijo a sus padres que iría y se llevaría el secreter de la abuela Juani. Que lo restauraría y se lo quedaría de recuerdo. Ha venido a recogerlo. Buuuuuf. El mueblecito está muy estropeado. Abre un cajón. Papeles. Recortes amarillentos. Recuerdos. Y… un sobre. Un vuelco de corazón, porque es la letra de su abuela. Y encima pone: “A mi queridísima nieta Lucía”. Tiemblan las manos. Cuánto tiempo llevará esto escrito. Se acerca a la luz de la ventana. Tiene que romper el sobre al abrirlo. Y tiene que ponerse las malditas lentes progresivas para empezar a leer…


Querida Lucía:
A los pocos días de nacer tú, tu madre tuvo que guardar reposo absoluto, y nosotros nos hicimos cargo de ti. A mí me hacía ilusión que lucieras unos pendientes de oro de tu bisabuela, así que yo misma me dispuse a hacerte un agujerito en tus preciosas orejitas. Ojalá nunca se me hubiera ocurrido, porque por accidente, la aguja que empleé con tu oreja derecha estaba contaminada con “mardebita”. Es un potente veneno, cuyo efecto es concentrar y multiplicar el dolor por contacto en el punto en el que se deposita. Crónico, de por vida. Dios, lo que he rezado para que nada de esto hubiera pasado. Para que nada te hubiera afectado. Dios, lo que he llorado después por ti, cuando me di cuenta el día de tu cumple de que sí, de que por mi culpa estabas tú mal. Me hubiera cambiado por ti un millón de veces. Eres muy fuerte, mi pequeña. No dejes que nadie te haga daño en tu talón de Aquiles. Por años que pasen, no descansaré del todo hasta que sepas y me perdones todo el mal que te he hecho. Desde donde esté, te quiere siempre…. TU ABUELA JUANI.


Lucía suspira. Guarda la carta en el sobre. Y luego el sobre en el bolso. Saca el móvil. Marca un número. Espera. “¿Marcel?”. Se le entrecorta la voz. “Sí, soy yo… caramba… me has reconocido la voz después de tanto tiempo”. Entorna los ojos para seguir hablando. El banco, aquel banco, (el del primer beso) sigue allí. Que qué tal le viene si se ven ahí. En unos diez minutos. ¿Sí? ¿Vale? Lucía da unos pasitos hacia la salida. Se acopla unos auriculares que le cubren y protegen por completo las orejas. Antes de volver a cerrar la puerta de un buen trompazo, levanta la mirada y exclama, segura de que le está oyendo: “Abuela, abuela...: ya te vale”.

domingo, 6 de noviembre de 2011

Te escucho siempre

I
Por nada del mundo Coque se hubiera perdido esta noche el Festival Pirotécnico de Mardebé. Casi un millón de personas, sin exagerar, han debido pensar lo mismo, y por eso una multitud se concentra ya una hora antes en torno al antiguo lecho del río. Él ha quedado con la peña en el puente de la Amistad. Tradicionalmente van allí. Hoy hay tanto bullicio que hablan unos con otros a gritos. Y para matar el tiempo que falta hasta la primera carcasa, Coque trastea con su nueva “White KiWi”. Última generación. Envidia de los amiguetes. Fija los ojos en la WW, “White KiWi”, menuda virguería, hasta que poco a poco se da cuenta de que está encajonado. Los pies ya le duelen. Levanta la mirada. Resopla. Un océano de alientos a su alrededor. Hace un chasquido con los dedos. Siempre lo intenta. Que desaparezca ahora mismo toda esta oleada humana excepto las personas que él conoce. Se haría el silencio absoluto. Y quedarían seguramente unos poquitos diseminados. Quince, veinte. Mira: allí, debajo de aquel mirador, Fulanito de tal. Y allá escondida, Menganita, cuánto tiempo sin verla. Coque hace otro chasquido, clic. Y vuelve a la realidad. La magia no ha funcionado hasta el momento. Es entonces cuando de atrás hacia delante, se produce una compresión humana.”¡No empujen!”. Avalancha imparable. Gritos y súplicas. “¡Por favor, no empujen!”. No es nadie en particular. Son todos a la vez. Coque se ve desplazado del suelo varios centímetros. Trata de mantenerse erguido. La WW nueva se le escurre de las manos. ¡No, la WW, no! Todo ocurre muy rápido. Se agacha para rescatarla. En el camino impacta de frente con otra cabeza. Se escucha un crujido. Buffffff, qué dolor. Cielos qué golpe. Por un segundo ve a la chica con la que ha chocado. “…lo siento…”, dice. “…no ha sido nada…”, cree escuchar. Pero Coque queda aturdido. Grogui. Parece que pierde el pie y su amigo Marcos, que se percata, lo sujeta por detrás. “Coque, Coque… ¿estás bien?”. “Sí, sí”, acierta a decir. Intenta recomponerse El dolor es intensísimo. No cede. Después del terremoto humano, todos quedan de nuevo quietos, reubicados. Suena el primer aviso. POOOOUUUUMMMM. Ovación. Por fin. Por fin. El segundo y el tercero, secos, duros explotan casi seguidos. Se apagan las farolas. Se hace el silencio. Va a empezar el espectáculo. Marcos le pregunta de nuevo, “…pero, ¿seguro que estás bien?”. “Sí, sí, claro”. Sin embargo, ese sí es un no. Debe tener algo roto en la cabeza. Y lo que seguro que sí se ha roto, vaya putada, es la White KiWi.


II
“¿Te acompañamos a casa?”, insiste Marcos. “No, no, ya me voy yo solo, de verdad”. Coque se ha puesto en marcha. Parece un sonámbulo. La aguda migraña ha remitido un poco. Pero desde el chichonazo, le retumba todo. Anda ahora por calles mucho más tranquilas, por donde se diluyen los asistentes al castillo. Y debería reinar silencio. En cambio, escucha ajetreo. Se detiene. Qué es ese escándalo. De dónde viene. Agacha la cabeza. Se sienta en cuclillas. Sigue, el ruido sigue ahí. Pero de dónde. ¿De su interior? Se tapa los oídos. Sí, escucha alboroto. Atento. Distingue voces, “…Angie, vamos por aquí… Sí, sí ya voy”. ¿Angie? ¿Quién es Angie? ¿De dónde vienen esas voces? Coque agita la cabeza. Prosigue varios pasos, calle abajo. Grita: “¡Jodeerrr, vaya cabezazo!”. Las pulsaciones se le disparan, al borde del síncope, cuando nítidamente escucha: “¡Eso digo, yo, jodeerrrr, vaya cabezazo!”.


III
Los que le ven por la calle piensan que es un borracho con una tajada mayúscula. Coque va hablando solo, en voz alta, gesticulando, “Pero, vamos a ver ¿tú quién coño eres?”. “¿Y tú? ¿Me quieres decir primero quién eres tú?”. “Coque, me llamo Coque”. “Pues yo soy Angie”. “¿Por qué te oigo en mi cabeza?”. “¿Y yo a ti en la mía?”. “¡Ahhhhhhhhhh…..!”. “¡No grites, por favor, que me estalla el cerebro!”. “Esto no me puede pasar a mí”. “Toma, ni a mí tampoco. Estás soñando, tío. Te has tomado algo fuerte y crees que nos pasa…”. “¡Ahora, ahora caigo!”. “¿Caes en qué?”. “¿Tú eres la que me ha dado en la frente en el puente de la Amistad?”. “¿Cómo que la que te ha dado? ¡Pero si me has dado tú a mí, so bestia!”. “ ¿Llevabas un gorro de hormigón? ¡Debo de tener una conmoción cerebral con pérdida de masa encefálica!”.”…lo mejor es que nos veamos, hablemos y resolvamos esto de una vez”. “¿Hablar? ¡Pero si es lo que estamos haciendo desde hace una hora!”. “Si esto es una broma, ya dura mucho, venga va, me río un poco, ja, ja, y paramos ya: vete y piérdete”. “Dime cómo y me voy ipso facto”. “¿Dónde narices estás?”. “¿Yo? Entrando en mi casa, ¿y tú?”. “No te importa…pero voy directa a la policía, para denunciarte por acoso…”. “… ¿y qué les vas a decir? ¿desconecten esta voz que oigo aquí dentro?”. Mmmmm. “Desaparece un poco ahora”. Mmmm. “Desaparece un poco, por favor, que tengo que ir al baño”. “Eso quisiera yo: irme”. Psssssssss. “Ji, ji”. “Yo no le veo la gracia. Se me corta el chorrito”. “Ji, ji”. “Je, je”. “Ji, ji”. “Je, je”.


IV
Es madrugada. “Cabecita dura… ¿me estás escuchando?”. Transcurren dos, tres, cuatro segundos. “Te escucho siempre…”. Y añade acto seguido: “¡Qué remedio!”.


V
Coque abre los ojos. Está tumbado en el sofá. Espeso y con resaca. Le vuelve la memoria. Se tapa los oídos. Siente el silencio. Uuaaaaauuuuh. Silencio absoluto. No oye nada, no oye nada. Todo era una pesadilla. Un mal sueño. Nada menos que había soñado que tenía conexión directa con la chica del coscorrón. Y que había estado hablando con ella hasta las tantas. Se toca la frente. El chichón existe. Es real. Y la WW con la pantalla rota también. Pero sonríe. No oye nada. No oye nada. Va hacia la cocina. Saca el bric de leche. Tararea, “…hoy puede ser un gran día…”. Llena la taza.”…plantéatelo así”. “Coque”. Dios, qué susto más morrocotudo. La leche se desparrama por el banco. “¡Coque, por favor, qué mal cantas!”.


VI
“Se me ocurre que…”. “Vaya, habemus idea brillante”. "¿Qué le pasó al yanqui…? Que se dio un trompazo y se despertó en la Corte del rey Arturo...”. “Toma, y a Alicia, que se fue al país de las Maravillas”. “Éeeeeso mismo: a nosotros nos ha pasado algo parecido: por un golpe nos hemos interconectado, y con otro golpe seguramente nos desconectaremos: ¡ahí está la clave!”. “Cabecita dura…”. “Qué”. “Ve, y date bien contra la pared, a ver si a ti te funciona”.


VII
El otorrinolaringólogo tiene una linterna de leds en la frente sujeta con una cinta elástica. Inspecciona el oído. “¿Dices que escuchas ruidos?”. Coque afirma con un “sí” muy tímido. “…pero tío, dile qué clase de ruidos escuchas… dile que tienes línea directa conmigo…”. Coque explica: “son unos ruidos muy molestos”. “Tú sí que eres molesto, ¡vaya cruz!”. El especialista examina con atención por la pantalla lo que le muestra la sonda. “¿Y te pasa desde que fuiste al festival pirotécnico el sábado pasado?”. Otro “sí”. “Jo, pero cuéntale de una vez lo del cabezazo”. “¡Angie…!, que pensará que le tomo el pelo”. “¿Cómo?”, pregunta el médico. “No, no nada, que ahora he sentido el ruido”. “…Acúfenos”, diagnostica finalmente el otorrino, “…alguna explosión ha debido causarte un trauma acústico… por tu bien y para que no te vaya a más, yo de ti dejaría de ir a mascletás y castillos…”. Coque sale de la clínica impactado. “Si me hubiera prohibido el chocolate, no me habría jorobado tanto…”.


VIII
BRRRRRROOOOOOOOOMMMMMM. “Pero bueno, Coque… ¿qué es todo ese estruendo?”. “Nada, Angie, estoy en el taller, en mi puesto de trabajo…”. “¿Y aguantas ocho horas así?”. “Ufff, y a veces más… si yo te contara”. “Pero esto, esto es insoportable para mí…menudo dolor de cabeza me está entrando...“ . “Espera, me pongo unos tapones”. Zzzzzzz. “¿Así mejor?”. “Bueno, qué alivio, por lo menos, algo es algo… “. “Por ahí viene mi jefe”. “¡Coque! ¿Desde cuándo tú te pones tapones?”. “Desde que tengo acúfenos. El otorrino me ha dicho que si no me cuido, me quedo sordo…”.


IX
“Vuelvo a casa, Angie. Hay atasco”. “Ve con cuidado”. Tres kilómetros después. “¿Te has quitado los tapones?” . “Pues claro”. Sobre los oídos de Coque, mientras conduce, sube entonces poco a poco la versión del “Over the Rainbow”, de Kamakawiwo. A Coque le toca la fibra sensible. “Cabecita dura, esto son interferencias emocionales…”.


X
“Angie: cierra la puerta, por favor”. Ploooom. “Lo que te voy a decir, que no salga de aquí, ¿queda claro?”. Mmmmm. “Espera un poco, Griñena” . Pausa valorativa. Ironiza Coque: “¡Huy, qué raro, Angie, de repente no sé qué me pasa, que no oigo nada!”. “Vale. Ya puedes empezar”.


XI
“¡Y CONMIGO NO CUENTES PARA ESO! ¿TE ENTERAS?”. Angie ha levantado la voz a su interlocutor, “¡Pero será capullo el tío!”. Está fuera de sí. Coque escucha cómo Angie se levanta y se va. Ella anda con la respiración agitada. “Angie, Angie, ¿estás bien?”. “Déjame ahora, Coque, sólo me faltabas tú…”. “Angie, disculpa, no sé de qué discutíais, pero con lo poco que te conozco, seguro que llevas razón en todo”.


XII
“Voy a la altura de una oficina del Banco Práctico”. “Entonces, ya te falta poco: la siguiente calle a la derecha”. “Allá que enfilo”. “A unos trescientos metros, verás las luces del café Liberto…”. “Aún no distingo… a ver… ah, sí”. “Ahí estoy yo”. “¿Tú? Espera… pues hay dos chicas… estira el brazo para que te reconozca… las dos son guapas… pero una habla con el móvil… entonces está claro que tú eres la otra, je, je, tú no necesitas esos aparatejos. Qué cosas tiene la memoria. No te recordaba así”.


XIII
“Bueno. Ya estamos frente a frente”. “Pues sí. Ya era hora. Te tengo muy oída, pero muy poco vista”. “Cielos, qué situación más absurda”. Sorbo de café. Momento tenso. “Bien, si te parece, nos dejamos de preámbulos y vamos a lo que venimos: comprobemos tu teoría”. Se acercan. Se acercan más. Ojos frente a ojos. Parpadean. Un coscorroncito. Tímido. Suave. “Así no vale, tendrá que ser un poco más…” ¡¡CLOOOOCK!! “¡¡¡¡AAAAUUUUUUUHHHHH!!! ¡PERO QUÉ BRUTA, CASI ME ABRES LA CRISMA!”. A Coque le saltan las lágrimas a borbotones. “Pero… ¿tú me oyes, cabecita dura?”. “¡Pues claro que te oigo!”. Gime, “¡perfectamente además!”. “Fin de tu teoría. Habrá que buscar otra” .


XIV
Es medianoche. “Cabecita dura… ¿me estás escuchando?”. Transcurren dos, tres, cuatro segundos. “Te escucho siempre… siempre”. Esta vez no hay añadidos finales. Sólo una respiración prolongada, tranquila, fuerte.


XV
Amanece en el horizonte. “Pssss, pssss, Angie, ¡Angie!”. Nada. No hay retorno de la señal. “¡Angie!”. Ahora sí. “¿Eh? ¿Pasa algo?”. “Perdona… escucha en directo”. Olas rompiendo en la escollera. Vaivén del mar. Viento salado en las mejillas. “Qué te parece”. “uauhh… menudas interferencias emocionales me has traído…” , susurra ella alucinada. Entonces Coque suelta dos sonoros estornudos y exclama, “vaya, ya la he enganchado”.


XVI
“¡Angie, Angie!”. “Dime, Coque, qué quieres ahora”. “Mira: te voy a leer un correo electrónico que acabo de recibir”. “¿De quién?”. “De los de White KiWi… Estimado cliente debido a un error de configuración en su número de abonado, le han sido imputados 44000 minutos de conversación con otro abonado de un operador ajeno… lo cual entendemos es imposible. Lamentando profundamente el error, procedemos a subsanarlo, dando de baja su número a partir de las 10:00 horas del 7 de Noviembre. Rogamos contacte con nosotros para asignarle un nuevo número. Lamentando las molestias, le saludamos atentamente…. ”. Silencio. “Hoy es 7 de Noviembre”. “…nos tenían enganchados esos cabrones…”. “y faltan diez minutos para las diez…” . “Ya mismo”. “Esta teoría sí que tiene pinta de ser cierta” . “Sï, más que la de los coscorrones”. “Bueno… punto final a un mes increíble… descansaremos los dos” . “Angie…”. “¿Si?” . “…no sé qué decir…”. “...no digas nada, cabecita dura, mejor no digas nada” .


XVII
Ha pasado justo un año. Marcos ajusta el trípode. “Un, dos, mirando a la cámara… ¡Aaaacción!”. “Mmmm. Bueno, me llamo Coque. Estoy seguro de que esto que voy a contar les ha pasado ya a más personas. Pero no lo dicen. Porque no se atreven. Por miedo a que les tomen por locos. Y porque pueden recibir represalias de grandes compañías de telefonía…”. Coque enmudece. Marcos interviene, “Vas muy bien, ¿te pasa algo?”. Coque siente una música que emerge, la guitarrita de Kamakawiwo y su “Over the Rainbow”. Y una voz que resurge, “Hola, cabecita dura”. Una sonrisa total se dibuja en el rostro de Coque. Su piel se eriza. “…perdona, pero me tengo que ir: interferencias emocionales”. Sale corriendo. Marcos sigue grabando, y enfoca con el gran angular. La melodía inunda entonces el estudio vacío.



“Over the rainbow”, Israel Kamakawiwo’ole

domingo, 30 de octubre de 2011

El tiempo que nos cabe

I
“La próxima vez, señor Frutos, haga el favor de no esperarse tanto”. El señor Frutos, tendido en la cama, acepta la reprimenda y se justifica: “…es que voy siempre tan ocupado y tan liado, que se me olvida lo rápido que pasa el tiempo…”. El médico comprueba el monitor y confirma: “…bueno, le hemos transferido veinte años… lo cual no está nada mal”. El paciente sonríe: “Lo he notado inmediatamente, ¡menudo subidón!”. “…dentro de un ratito vendré de nuevo, y si no hay ninguna novedad, le daremos el alta… ya pasarán de administración para que firme usted los papeles”. “Gracias, doctor, muchas gracias”.

II
En la habitación contigua, una mujer se recupera del parto. Cesárea. Ha ido todo “bien”. Sentada en una silla con ruedas, una joven la mira. Absorta. Atemorizada. Ambas van cubiertas con una blusa azul de hospital. La primera habla dulcemente, “no te asustes, mi vida, acabas de nacer, te acabo de parir, y ya tienes veinte años… Así es la vida. Así son las cosas. En cuanto me ponga un poco mejor, Minerva, nos vamos juntas a casa…”. La segunda no entiende. No sabe quién es. No sabe qué hace allí. Llora. Llora desconsoladamente como un bebé, sin poder explicar lo que le pasa.

III
A Gabriel le gusta su trabajo. No sale prácticamente nunca del Centro de Educación Especial. Vive allí. Tiene un pisito en las afueras, pero casi nunca va. Y no echa de menos el tiempo libre porque no sabe hacer otra cosa. Cada día, desde muy temprano, se enfrenta a un grupo de jóvenes sin pasado. Casi todos muy problemáticos. Llegan sólo con lo que les dicta su instinto primitivo. Y tienen que aprender lenguaje, motricidad, conducta… Lo que está bien. Lo que está mal. Con una paciencia que roza lo infinito, Gabriel se encarga de eso. Así ha conocido a Minerva.

IV
“Ven, no tengas miedo”. Minerva sigue a Gabriel dócilmente. Ella está finalizando la formación. Es fácil que la semana próxima ya no asista al Centro. Él lo sentirá enormemente. Día a día le ha tomado un gran afecto. Bufffff. Bueno. Vendrán otros. Minerva habla muy poco todavía. Pero lo entiende todo. Se refleja en el brillo deslumbrante de sus ojos. Cada descubrimiento, una sorpresa. Los dos han entrado en la cocina. Todo fregado. Todo recogido. En un banco lateral, la cristalería de los funcionarios. Gabriel levanta un montón de copas, vasos, cuencos. Los pone juntos. Clinc. Clinc. Tintinea el cristal. Minerva aguarda expectante. Qué querrá Gabriel. “A ver cómo te lo explico yo… para que lo entiendas…”. Acerca una garrafa con agua. “…el agua es como el tiempo, Minerva…”. Y empieza, gli, gli, gli, a vaciarla poco a poco en todos los recipientes. “…cada uno de nosotros somos como cada una de estas copas… y el tiempo nos va llenando sin parar… hasta que no nos cabe más… y llega un momento en que… se sale”. Chooof, vaso desbordado. “Ahí, todo se acaba”. Minerva toca el agua con el dedo. Gabriel prosigue: “...a veces, la ciencia puede hacer que agua de aquí pase aquí”. Gabriel vierte parte de un vaso sobre otro. “...éste se queda más vacío, más joven… y éste, en cambio, más lleno… más… ¿entiendes lo que te digo”. Minerva murmura titubeante: “…el agua está mal repartida…”. “Eso mismo, chiquilla, eso mismo”.

V
A pesar de lo ocupado que está, Gabriel a menudo levanta la vista, se asoma por la ventana y se pregunta entre suspiros: ¿qué estará haciendo Minerva?

VI
Ya se lo han dicho varias veces. “Gabriel, quítate unos años de encima, hombre, que ya no estás para esos trotes”. Él es contrario. “… pues todo el mundo lo hace: ahora hay unas ofertas buenísimas…”. A lo mejor tienen razón. No está hecha esta sociedad frenética para la gente mayor. Y él ya va siéndolo. Muchos amigos suyos, más viejos que él, parecen sus sobrinos. Cuando cree que está a punto de sucumbir a la tentación, “venga, voy”, entonces sólo tiene que encender la televisión y escuchar las noticias que hablan de la marcha de guerras “justas” en otros continentes, donde lo que se gana al enemigo es… el tiempo…. sólo tiene que leer que está a la orden del día que a la gente le roben… su tiempo… y sólo tiene que recordar que las sentencias que dicta la justicia se cumplen al contado: un condenado entra por una puerta y acto seguido sale por la otra con diez, veinte, treinta años más encima… Entonces Gabriel traga saliva. Se reafirma en sus convicciones. No es posible que nadie más se dé cuenta. Vamos a la debacle de cabeza. Con lo que este mundo sería con un tiempo bien gestionado, un tiempo solidario… qué lástima. Una reflexión más le sobreviene. Una pregunta descabellada. Cómo sería la humanidad si el código del tiempo no estuviera abierto. Es decir, si los trasvases no se pudieran realizar. Gabriel sueña. Menuda imaginación. Esto es como querer atravesar una pared. En qué cerebro cabe. No puede ser, y además es imposible.

VII
“Una señora pregunta por ti”. Que espere. El trabajo es lo primero. Gabriel ges-ti-cu-la, habla muy despacio. Habla claro. El chico sin pasado que tiene enfrente permanece impávido. Otra vez lo intenta. Nada. Una más. Y lo deja, de momento. Después volverá a la carga. Se reincorpora Gabriel. Uf, la espalda le cruje. Sale al pasillo. El sol se cuela oblicuamente proyectándole una sombra gigante. A él, que es muy menudo. Al fondo, en la entrada, una mujer de pie. No distingue. No termina de ver bien. Pero según se acerca, sí. Un escalofrío le recorre. Es Minerva. Cielos, Minerva. Antes de saludarla, en dos segundos, Gabriel entiende. Ella no es la joven que recuerda. Mierda. Seguro que la han obligado a vender algunos años. Cinco, diez. Luego advierte su perfil de embarazada. No se dicen nada. Sólo se abrazan.

VIII
Ahora Minerva sí habla. “…no dejaré que a mi niña le roben la infancia cuando nazca…”. “No, claro que no”, afirma rotundo Gabriel. Aprieta los puños. Tartamudea. “Te quedas… os quedáis conmigo, si no os importa, si os conformáis con lo que os puedo ofrecer”. Salen fuera del Centro. Muy juntos. El sol del atardecer en sus rostros. “…déjame al menos que te pase algunos años…”, pide ella. “¡Ni se te ocurra!”. “…oye, que es sólo tiempo agradecido…”. Sus voces se van disipando en la calle arbolada. Unas cuantas hojas van moviéndose arrastradas por el viento. Un niño corretea y un señor de mediana edad que le acompaña, le advierte: “¡Señor Frutos, señor Frutos, mire al cruzar la calle!”. Un frenazo. HIIIIIIIIIIIIIIII. CRASSSSSSSHHHHH. Unos gritos. Las hojas siguen cayendo lentamente desde los árboles, alfombrando las aceras.

domingo, 23 de octubre de 2011

Comedia



I
Viernes por la noche. Trasiego en la escalera. Resuenan las voces de Magdalena, “…estábamos padeciendo, las horas que son y era raro que tú no hubieras venido aún… por eso le he dicho a tu padre, anda, Jacobo, llama al móvil de tu hijo, no sea que le haya pasado algo…”. Yaco, que carga con una maleta y una bolsa grande, explica: “…es que, me he entretenido en el trabajo, he salido más tarde, y luego he pillado un tráfico que no veas…”. Tercia el padre: “Lo normal, conforme se están poniendo las cosas… déjame que te ayude…”. “No, si no pesa”. “Bueno, ahora lo dejas todo en medio del pasillo. Vamos primero a cenar, que la mesa está puesta. Luego ya nos organizamos”. “¿Y qué tal la semana, Yaco?”. “Bufff, a tope, me estoy quedando por las tardes un par de horas más, pero ni aún así acabo lo que tengo que hacer…”. PLAM. Se cierra la puerta. A los pocos segundos, la luz de la escalera se apaga y todo queda oscuro. Otro fin de semana, los Canales, se reúnen de nuevo.


II
El ruido de la lavadora cuando empieza a centrifugar despierta a Yaco. Sale descalzo al pasillo. Con el pelo alborotado y los ojos pegados. Magdalena está al quite, “buenos días, qué tal has dormido, hijo”. “…de un tirón: tenía sueño retrasado”. Ella lleva ya algunas horas trajinando. “…no sé dónde te arrimas, Yaco, pero esta semana has traído la ropa pero que muy sucia: llevabas una mancha en la manga de la camisa del uniforme que no se va con nada… mira que le he frotado, pero no se quedará bien”. Yaco afirma con la cabeza. En el sofá del comedor, su padre ya ojea el periódico. Encima de la mesa, una bandeja con la cafetera aún caliente. Y un plato con napolitanas recién traídas del horno. De chocolate, claro.


III
El carro del supermercado está que se sale. “Mira que se lo digo a tu padre, que compra demasiado de todo. Luego se nos hace malo y hay que tirarlo”. Jacobo se defiende: “No, mujer, yo sólo cojo lo que hace falta”. Yaco les mira con dulzura. Llegan a la caja. Se ponen en línea. En equipo. Uno carga la cinta. La otra abre las bolsas, tarea nada fácil, porque vienen muy pegadas. Y el tercero las va llenando de forma clasificada. La cuenta es estratosférica. El ticket kilométrico. “Qué caro se ha puesto todo”, se queja Jacobo mientras saca la cartera. “Dónde vas”, pregunta Yaco adelantándose. Discuten un poco. Lo justo. Se llaman cabezón uno al otro. Pero paga Yaco. Es lo menos que puede hacer por sus padres, piensa.


IV
La tarde, después de la siesta, es para el bricolaje. Hoy hay que cambiar una lámpara. Magdalena se cansó de ver la que cuelga de la talla desde hace tantos años. Yaco despliega la escalera. Jacobo tiene las herramientas preparadas, taladro incluido, a demanda del hijo. Magdalena dirige la operación, “ve con cuidado, no te caigas, a ver si tenemos un disgusto”. Todos en equipo. Arriba, de puntillas, cuando está conectando un cable, es cuando suena el móvil. Qué oportuno. Yaco lo saca del bolsillo del pantalón. “Es Mariano…”. Qué pelma, murmura Magdalena, ¿ése no sabe que los Sábados por la tarde no se trabaja? Yaco carraspea y levanta la voz: “…que no te preocupes, Mariano, déjalo así, el Lunes ya lo terminamos de mirar juntos… Vale, vale… buen fin de semana para ti también. Chao”. Por dónde íbamos. Ah, sí. Conectando este cable. “Enchufa, papá, por favor”. Jacobo le da al interruptor. Y en la sala se hace la luz. La luz nueva.


V
Salen a la calle los tres juntos. Ellos van a dar un paseo. Él ha quedado a cenar con los amiguetes. “No me esperéis levantados”, les advierte. Sabe que no, que ella estará despierta aunque él llegue de día. Antes de girar la esquina, se vuelve y se queda observándolos. Lo del bastón que le ha dado por llevar a su padre tiene que ser psicológico. Están los dos para correr una maratón. Admiración. Menuda pareja. Menudos padres. Menudo empuje. Yaco no deja que se le empañen los ojos. Ya se le hace un poco tarde.


VI
El olor a guiso se cuela por debajo de la puerta del dormitorio. La cocina de la casa parece la del Restaurante de Adriá en el anuncio donde cantan eso de “deseo que yo pueda verte pronto” (*). Paella. Pasta. En el horno, pollo asado. Las fiambreras abiertas y en orden. El chiquillo tiene que comer bien. Magdalena, con el delantal puesto, lleva ya algunas horas trajinando. “A qué hora volviste anoche”. Lo sabe de sobra. Ya había amanecido. “No miré el reloj…”. La ropa, limpísima, con el inconfundible suavizante de lavanda, planchada y plegada, y a punto. No hay napolitanas. Jacobo propone: “¿Qué? ¿Bajamos a por unos churros?”. Magdalena suelta: “…mucha falta te harán a ti”. Y a Jacobo, le hace gracia la propuesta: “¡Venga!”. Sabiendo todos que es día de partida, el Domingo acaba de empezar y ya languidece.


VII
Poner tanto trasto en un vehículo tan pequeño es cosa de integrales definidas, de matemáticas volumétricas. Yaco prefiere desparramarlo en el asiento de detrás. Al fin y al cabo, va solo. Pero Jacobo es más perfeccionista. Esto aquí. Y eso, allá. Y Magdalena tercia: “Cuidado, que así aplastas los tomates”. Hora de salir. “Ve con cuidado”. Sí. “…envía un mensaje cuando llegues”. Sí. Y acuérdate de poner las fiambreras en el congelador. Que sí. Yaco se ajusta el cinturón. Intermitente. Dos pitidos a modo de despedida. Los padres quedan de plantón. Hasta que el coche desaparece. Otro Domingo por la tarde, los Canales se separan de nuevo.


VIII
Jacobo se apoya en el bastón. Arrastra la pierna. Ambos entran en el piso vacío. Ella le pregunta, “¿te acordarás de enviar eso?”. Él responde, “claro”. Después se instalan en el silencio. En el rencor. Cada uno a un rincón de la casa. Ni se miran cuando se cruzan. Fin, por esta semana, de la comedia.


IX
Ya estamos en la madrugada del Lunes. Las cinco y veinte. Aún es muy de noche. Yaco sale del coche. Frío húmedo. Está en la puerta de la Factoría. El primer turno empieza a desfilar. Él no. Ve cruzar a la gente, que pasa por el control de entrada cabizbaja. Avista a Mariano. Va hacia él. Se saludan. Le da una bolsa con la ropa de trabajo. “Jo, tío, tu madre deja la ropa nueva cada semana… ¡Qué bien huele!”. “Lleva un poco de cuidado, Mariano, que hay manchas que ya no se van”. Permanecen unos segundos en silencio. Yaco le pregunta: “Cómo van las cosas por ahí dentro…”. “Hay muy mal ambiente… se rumorea que van a hacer otro ERE y van a tirar a cincuenta más…”. Joder. Joder. Yaco se frota el rostro con fuerza. Continúa Mariano: “…por lo menos, cuando te tiraron a ti, había pasta y te indemnizaron, pero… ¿quién no te dice que en la próxima remesa me voy yo a la puta calle con una mano delante y otra detrás?”. Respiran hondo. “Oye, Yaco, ¿por qué no te dejas el orgullo a un lado y les dices a tus padres que estás en el paro?”. Yaco agacha la cabeza. No es sólo cuestión de orgullo. “…con uno que se amargue y se preocupe ya es bastante”. “Bueno, tío, me voy para dentro que va a sonar la sirena… Nos vemos el Viernes para darte la ropa sucia”. Se estrechan la mano. “Gracias, Mariano, por todo lo que haces… “. Sonrisas en la madrugada. “…y gracias sobre todo por apoyarme económicamente”. Mariano pone cara de póker: “Yaco: no sé de qué me hablas”. Yaco se gira, y murmura, qué tío más cojonudo, encima, modesto. Yaco vuelve hacia el coche, “…tiene un corazón que no le cabe, Mariano”. Aquí sí, aquí fin de la comedia. Porque, efectivamente, Mariano decía la verdad cuando afirmaba rotundo que no sabía de qué apoyo le hablaba.

(*) “I wish that I could see you soon”, Herman Düne

domingo, 16 de octubre de 2011

Como los de verdad

I
Mami, tengo sed. Quiero agua. No, que me espere no, yo quiero beber ahora. Ya. AGUA, DAME AGUA. ¡A-GUA!, ¡A-GUA!, ¡A-GUA! Bieeennnnn. Ya era hora. Mami, te gritaba porque no me hacías caso. Glub, glub, glub. Me la acabo toda, ¿vale? Ahhhhh. No me riñas, que sólo se me ha caído un chorrito por el cuello. ¡Je, je, está fresquita! Jooo, mami, estoy muy cansadito. Y me aburrooooo. Llevamos mucho rato viendo ropa. Ver ropa es un asco. Y probársela aún más. Mira el papi, qué morro tiene. Él se ha ido a ver los aparatitos electrónicos y los ordenadores. Y yo tengo que estar aquí viendo contigo todos estos pantalones. ¿Por qué él sí se va y yo no? Esto es un rollo. Suéltame la manita, que me quiero sentar. Me voy a tirar al suelo. Que no está sucio el piso, que no, mira, mira. Bueno, pues si está un poquito sucio me da igual. Venga, mami, vámonos. Que nos vayamos te digo. ¡Vámonos ya, anda!

II
Ya te lo he dicho. Que sí, pesada. Que yo no me muevo. Que estoy por aquí quietecito. Que no toco nada. Que no me voy lejos. Lejos no. De ahí no paso. Los pasillos son carreteras y no puedo pisar la línea continua. Brooom, brooom. Atención, stooop. Los que vienen por ese lado tienen preferencia. Brooom. Primera, segunda, tercera. Frenooo. Atenciónnn, pasa el tren. ¡Cuidado! Esa señora es un “mercancías peligrosas”. Chucuchúuuu, pipíiiiiiiiii, chacachacacha. Anda, mira…. Allí, al final, en la pared, ¡los juegueeeetessssss!. Hacia mami se va por allá. ¡Halaaa…. Lo que hay! Voy, lo miro un segundo y vuelvo corriendo. Para que ella no se enfade. Esto, esto sí que está chulo. Yo también quiero mirar mis cosas.

III
Puaggggg. Los peluches de los pequeñajos. Pues entonces los coches tienen que estar cerca. ¡Allá, allá! BROOOM, BROOOM. Uaaauuuuhhh. Cómo molan. Yo quiero uno. Como ése. Me lo tengo que pedir. Mami me dirá que no, que lo pida a los reyes. Pero papi a lo mejor sí me lo compra. Los tengo que traer para que lo vean. Ése es muuuuy chulo. Como los de verdad. Pero para pequeños. Con ése podría ir solo al cole. Por la carretera. Con sus luces. Sus espejos. Voy a probarlo. Me subo. No me dirá nadie nada. Me subo, sí. Qué pasada. Qué cómodo. Lo tiene todo. PIIIIIIIIIIII. PIIIIIIII. El pito. Je, je, todos miran. Mejor me bajo. Si no, me van a reñir seguro. Me bajo y lo veo desde fuera. Qué bonito es. Azul. A mí me gusta azul. Lo voy a pedir. Como éste. Como los de verdad.

IV
Tendrían que fabricar coches para niños. Construir calles para niños. Y tendría que haber aviones que volaran para niños. Tendrían que dar el permiso de conducir ya a partir de… los cinco años. Yo me lo sacaba ya. Y el de piloto… a los ocho. Y el de astronauta… a los diez. Estos coches pequeñitos correrían menos y los aviones volarían más bajito y habría menos accidentes. Seguro. Es que hay mayores que serán muy mayores pero que de conducir saben tan poquito…

V
Con desconocidos no tengo que hablar. Pero es la segunda vez que este señor me lo dice. Que si me gusta el coche. Pues toma, claro que me gusta. Yo sólo he movido la cabeza. Pero no he hablado. No he dicho ni una palabra. Y ahora me pregunta que qué color preferiría. Yo, mudo. ¿Cómo se dice sin hablar la palabra “azul”? Bueno, total, por decir una palabra, una sola, tampoco pasa nada. La digo y ya está: A-ZUL. Se queda con la boca abierta. Que qué gusto más bueno tengo. Eso ya lo sé yo. Dice que es mi día de suerte. Ja. Si mis padres me compraran ese coche, seguro que sería mi día de suerte. Me adivina. Pregunta que dónde están mis papás. Pues… a ver que yo me aclare… Señalo con el dedito de una manita hacia el frente. Con el dedito de la otra hacia detrás. Qué lío. Cada uno en un sitio, mirando sus cosas. Él estira el cuello. No los ve. Pero repite que estoy de suerte. Porque él fabrica esos coches. Ja, ja, voy y me lo creo. Que sí, que de verdad, dice que lo dice en serio. Tiene uno en su taller recién acabado que es azul precisamente. ¿Azul ha dicho? Y que yo le caigo bien. Y que un muchachito como yo merece tener uno. Que me lo regala. Que le acompañe, que ahora mismo vamos a por él. Dice que no me preocupe, que habla en serio. Que por qué me quedo mudo. Yo miro mi reloj azul de plástico, aunque aún no sé decir las horas, y le pregunto: “…pero, ¿vamos a tardar mucho?”. Y al tío le hace gracia mi pregunta porque se parte de la risa.

VI
Mira que ahora hay gente en este centro comercial. Vamos todos amontonados. Me he dado en la cabecita con el bolso de una mujer. Me he hecho pupa. Llevaría dentro piedras por lo menos. El señor me estira del bracito. Le he dicho que no vaya tan deprisa, que no puedo correr tanto. Y me contesta, es para tardar menos luego en volver, para que no se preocupen tus papás. Ah, es por eso. Entonces, voy un poco sudadito, pero corro más aún, lo más que puedo.

VII
¿Falta muchoooooo? Se lo he preguntado de un grito porque estoy cansadooo. Llevamos un buen rato andando por la acera. Y está oscuro. Es que se ha hecho de noche. El señor se agacha. Se agacha y me habla en la orejita. Al arrimarse, no le huele bien la boca. Me señala allá, que si veo aquella luz blanca. Al fondo. No, no la veo. Sí, hombre, sí. Aquella. No, que no la veo. Sólo veo la calle. Pero ¿falta muchoooo? Él se levanta. Es muy alto. Me da ánimos. Ya falta poco, peque. Vas a ver qué coche. Azul. Como los de verdad.

VIII
¿Aquí? ¿Es aquí? ¿Ya hemos llegado? No me contesta. Eh, que aquí no hay nada. No hay ni casas. No pasa nadie ¿Y el taller? ¿Y el coche? ¿Por qué no me habla y ahora me coge más fuerte?

IX
Oigo una voz. ¡Sitoooo! Me llaman. Me buscan. ¡Eeeeehh, que estoy aquí! Ése es mi papi. Sí, mi papi. Que viene como una moto. Con la cara rojísima como un tomate. Papi, ahora te cuento. Pero me aparta y no me deja ni hablar. Directamente, le da un puñetazo en los morros al fabricante de coches. Un puñetazo como los de verdad, no como los de las pelis. Por detrás, me agarran y me levantan. Al verme por los aires, gritoooo. Aaaaaaaahhhh, qué sustooooo. Pero bueno, ¡si es mi mami la que me espachurra! ¡Sito, Sito, Sito! Me da besitos. Muchos besitos. Mami, mami, ese señor me iba a dar un coche como el del centro comercial, como los de verdad, pero con lo brutote que es papi, me parece que me he quedado sin nada… Mami, mami… ¿pero tú por qué lloras…?