I
Eso sí lo tengo. Soy convincente. “Vamos a ver,
Clarita: ¿tú me ves a mí preocupado?”.
Aquí, aquí ha estado la clave. En la cara que he puesto. En mis ojos
abiertos, mi gesto confiado y mi tono calmado. “¡Pues ya está! ¡No le des ni
media vuelta más al tema!”. Ella lo ha rumiado un poco: “Pero…”. Y yo le he
tenido que remarcar: “…ahora, des-can-so, va-ca-cio-nes, que ya me tocaban después
de tanto tiempo, y en tres semanitas, ya estoy en otro sitio, trabajando de lo
mío”. Casi casi la he empujado hasta el recibidor. “Si tú lo dices…”. “¡Claro
que sí, mujer, tengo donde elegir!”. Le he insistido. Para que se fuera
tranquila al “aqua-gym”. Sí, soy convincente. Sólo cuando desde detrás de la
puerta, he escuchado el ruido del ascensor bajando con Clarita dentro, me he
derrumbado. A mis años. Me he encogido sobre mí mismo. Uf, no me faltaría más que,
encima, cundiera el pánico y se viniera abajo la moral en la casa.
II
Clarita lo ha pasado bien. No cabía más gente en
las calles. Nadie diría que esto se ha desplomado económicamente. Fiesta,
música, ambientazo. ¡Cerveza fresca, por favor! Me he empleado a fondo, con empujones
y codazos incluidos, para salir airoso con un par de latas en el kiosko de la
peña. Menuda clavada, por cierto. Cuando los pies casi ni nos sostenían, embutidos
en una riada humana, aún nos hemos ido a la verbena del Carmen. Y allí se nos
ha hecho de día, cruzándonos en el camino de los barrenderos. Ahora ella duerme
a mi lado. Yo no puedo pegar ojo. A mí me zumban los oídos, traumatizados por
tanto decibelio desatado. Se me ha pegado el estribillo, “…sólo necesito el
aire si estás tú…”, de la última canción que ha destrozado la orquestilla, “…todo
lo demás no importa si estás tú…”. Ni las napolitanas de chocolate, ni el
emepetrés… Ni mi trabajo. Ufffff, ya se me está pasando la anestesia. La
angustia vuelve a invadir cada milímetro de mi piel. Me acababa de acostar,
pero ya me estoy levantando. No quiero, por nada del mundo, que mi reloj
biológico se atrofie. Hay un día por delante para no parar de hacer cosas.
III
Un-dos, un-dos; sorteando coches aparcados,
bajando por las aceras, y con cuidado de no meter el pie en alcantarillas sin
rejilla, cada mañana temprano voy andando más que corriendo para intentar
mantener la forma. Seis meses ya, seis. Insomne. Mirando el móvil continuamente
por si alguno de mis conocidos, otrora amigos, me devuelven la llamada.
Sondeando puertas cada vez más lejanas. Un-dos, un-dos; me acerco hasta la
orilla del embalse Acuazul. Con la ausencia de lluvias, tenemos una sequía
pertinaz; con el ritmo de consumo que no frena, derrochando el agua a
espuertas, el nivel ha bajado dejando una enorme superficie de tierra seca y
agrietada. Hummm… Lo mismo, lo mismo que está pasando con nuestra cuenta del
banco. Un-dos, un-dos; vuelvo empapado de sudor a casa. Clarita ya está
despierta. Le pongo mi cara de “¡Hey, no pasa nada!”. Ella me la devuelve
también. Pero no se va al “aqua-gym”. Y a mí no me queda otra que encerrarme en
el cuarto de baño para poder derrumbarme.
IV
“¿Tú ves? ¿Tú lo ves?”, exclamo. Le cojo las manos.
La abrazo. Ahí está. Me han llamado. A mí. Para que empiece. Ya. Hoy. Por
cuánto, no te preocupes. Bueno, no es para trabajar de lo mío. Pero eso, ahora,
y con la que cae, es lo de menos.
V
Aquí vigilo. Me encargo de que en la fábrica no
entre ni una mosca sin escribir su nombre en la hoja de registro. Me aprieta el
cuello el uniforme. A veces me escapo de la garita de la entrada y entro en la
zona de producción. Eso sí es lo mío. Desde aquí veo mi oportunidad más cerca. Curioseo
por interés. Y descubro que hay otras maneras de hacer las cosas. Todas mal,
por supuesto.
VI
Cómo le explico yo a Clarita por qué vuelvo a casa
tan temprano. Cómo le cuento que, a eso de las cuatro de la madrugada, me
tocaron el hombro primero, y me zarandearon después. Yo estaba sopa,
acurrucadito en el taburete de la garita. Era el mismísimo director, quien, haciendo
una auditoría, me llamaba: “Benjamín, Benjamín…”. Cuando he vuelto en mí, con
aspavientos y abriendo los ojos como platos, “qué pasa, qué pasa”, él se ha
limitado a decir: “Benjamín, recoge tus cosas y vete a tu casa a seguir
durmiendo”. Ahora estoy a punto de entrar. No, no le quiero dar un susto. Si se
despierta, simplemente le diré: “¿tú me ves a mí preocupado?”. Pero primero,
antes de abrir la boca, iré directo al cuarto de baño. A derrumbarme.
VII
Me obligo a volver al un-dos, un-dos. Pero son tan
pocas mis ganas, que hoy he bajado la guardia y he encajado el pie en una
alcantarilla, así que ando cojo. He llegado renqueante hasta la orilla del
Acuazul. Con las lluvias de las dos últimas semanas, el embalse aparece lleno,
tanto que han tenido que abrir sus compuertas para que no se desborde. Destellan
las pequeñas olas que mueve el viento. Respiro fuerte porque el tobillo me
duele. Y porque la comparación ya no me sirve: en el embalse no cabrá más agua,
pero nuestra cuenta del banco sigue cada vez más seca, deshidratada, sin diluvio
o trasvase ecológico que la salve.
VII
Al entrar en casa con el tobillo perjudicado, Clarita
me esperaba para darme la noticia. “…que te ha llamado el de recursos humanos
para que, de parte del director, te presentes hoy si puedes”. ¿Qué? ¿Cómo?
¿Seguro? Aquí es cuando si me pellizcan no reacciono. Me he quedado aturdido.
Se me han saltado las lágrimas. Uf, ya me veía yo, con mi edad, fuera del mercado. Pero ha sido sólo un
instante. He reaccionado enseguida: “¿Veeees? ¿Tú lo ves?”. Clarita me guiña el
ojo. Es que no pueden dejar pasar un talento como yo en lo mío, lo mío, lo mío…
Aquí estoy yo: la virtud hecha vigilancia, por supuesto.
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