domingo, 25 de marzo de 2012

Lo que tiene que pasar

I
Mi madre dice que me encanto. Es que, por mucho que lo intento, siempre se me hace tarde al salir de casa y me toca correr para llegar a tiempo. Hoy, al salir a la plaza, me cruzo con la señora Margarita, la vecina. “¡Buenos días, Margaritaaaaa!”. Ella va con una cámara más vieja que la tos. Fotografía la fachada del palacio de los Montesol. Qué señora más rara. Para qué querrá eso. “¡Chico, ve con cuidado, que te vas a caer!”. ¿Caerme yo? ¡Ja! Acelero con toda mi alma, porque llego más tarde que nunca. Y sí, menudo leñazo. En la escalerilla de la entrada al cole. Las palmas de mis manos han parado el golpe. Nadie me ha visto. Me he sacudido. Recojo las libretas que se habían desparramado. Y sigo, corriendo, cojitranco, hasta la puerta de clase. Tarde como siempre.

II
La humareda es negra, espesa, violenta. Los municipales tratan de poner una cinta para que la gente no se arrime más. Atrás, atrás, es peligroso. Los bomberos se afanan, blandiendo sus mangueras. Las sirenas destellan. La gente comenta. La gente se lamenta. Desde que estaba vacía, desde que no se cuidaba, esto podía pasar. Con un crujido, y un millón de chispas, la fachada y el artesonado de madera centenaria se vienen abajo. El palacio de Montesol y el montón de años que los contemplaban son ya cosa del pasado.

III
En la tienda de la Petra hay gente hasta la puerta. He preguntado por la última. Esa mujer. Vale. Me quedo con su cara. No tenía mejor idea mi madre que enviarme a comprar, justo ahora, cuando estaba jugando y mejor me lo estaba pasando. Fastidio total. Pero qué lentos van. Piden cosita a cosita. “Y qué más”. Y la Petra apunta en un papel “Y qué más le pongo”. Mira que se lo piensan. Viene más gente. Nos apretujamos. Preguntan por la última. “Yo”, digo. Voy detrás de esa señora. Y delante de usted. Los minutos pasan. Calor. Nunca me toca a mí. Miro la estantería donde deberían estar los sobres de azafrán que tengo que comprar. Como después de esperar tanto, ya no queden… La tienda sigue estando tan llena o más que cuando he llegado. Por detrás, veo entrar a la señora Margarita. Siempre, siempre va igual, sea invierno o verano. Con su rebequita y su falda monjil. Pregunta la vez. Le dicen. Seria, espera. “Quién va”, pregunta la Petra. “Yo”, digo con voz firme. Pero como seguro que la señora Margarita quiere una tontería de nada, le dejo pasar. Gentil que soy. Ella me coge la palabra. “El chico me deja pasar”. Y los demás, murmurando entre dientes, acatan. Luego resulta que no, que viene dispuesta a comprar media tienda. Y encima se lleva los últimos sobres de azafrán, después veremos mi madre qué me dice de eso. La cuenta le sube un pico. El bolso le pesa lo suyo. Paga, se va cargadísima. Y yo aún estoy esperando a que me dé las gracias por haberle cedido mi turno.

IV
Otra contrarreloj de casa al cole. Hoy también me cruzo con la señora Margarita. Ella está de espaldas y por eso no la saludo. Está mirando unos numeritos del cupón. Como si pensara qué número comprar. No sabía que esta mujer jugase a nada. Yo sigo a toda pastilla, con la lengua fuera. ¡Peligro!: Los escaloncitos. No me caigo, por supuesto. Casi-milagro: Esta vez entro en clase cuando la puerta aún no está cerrada.

V
El ciego Manolo está feliz. Vendió el primer premio. Un montón de gente se arremolina en torno a él. Gritos, mira tú qué suerte, palmadas en el hombro y abrazos, muchos abrazos. Los vasos de plástico ruedan por el suelo. A nosotros, que no compramos, no nos ha tocado nada. Qué rabia. Me he quedado tanto tiempo embobado mirando la escena, que cuando me doy cuenta, no vale la pena que corra. Hoy sí que no llego ni de coña.

VI
Dice mi padre que el progreso también se mide por el número de semáforos. Pues ya tenemos uno en Mediavilla. Ahora falta que los que andan y los que van con ruedas le hagan caso al rojo, amarillo y verde. He salido de casa con la pelota. Jugaremos un rato en el descampado. Cruzo por el paso de peatones y así le hago los honores al progreso. Enfrente, la señora Margarita. Verde para peatones. Yo paso. Ella no. Sigue esperando. Inmóvil. La saludo. “Hola, chico”, me contesta. Boto la pelota. Antes de perderme por la travesía del Teatro, me doy la vuelta. A quién espera esta mujer ahí plantada. La espío. No han pasado ni dos minutos. Pasa una moto. A gran velocidad. Derrapa con la grava. La máquina se va por un sitio, y el piloto rueda por el suelo. Entonces sí. La señora Margarita corre en ayuda del accidentado, que parece que no se mueve. Me quedo impactado por lo que he visto. Tanto que, en el partidillo que organizamos, me pongo de portero, no doy una y me meten siete goles.

VII
No puedo dormir. No hago más que moverme y moverme y ya he sacado la sábana del sitio. Si yo fuera como la señora Margarita… no viviría en una casa tan cutre, ni vestiría esa rebeca tan vieja, ni estaría tan sola… No es normal, que teniendo ella esa capacidad de adivinar lo que tiene que pasar, viva como vive. Esa mujer es… tonta.

VIII
Estoy en la puerta de casa, esperando a que salgan mis padres. Iremos a Misa. Viene la señora Margarita por la acera. Peligro. Cierro la cremallera de mi boca. No digo nada. No la saludo. Mmmmm. Se me acerca. “Qué te pasa, chico”. Me lo pregunta, pero ella lo sabe. Sabe que sé lo suyo. “Qué guapo vas”, me dice. Entonces me doy cuenta de que tiene en la mano su cámara vieja. Ay, cómo intente hacerme una foto a mí. Me tapo la cara con las manos. “¡Ni se te ocurra!”, le grito. La señora Margarita se queda paralizada. “Pero chico… qué es lo que te pasa”, vuelve a preguntar. “Sí, sí, no disimules… ¿es que me voy a quemar como el palacio de Montesol? ¿Me van a atropellar en el semáforo nuevo? ¿Por eso llevas la cámara? ¡Vete a la porra!”. Ella pone cara de sorpresa. Estoy aterrado. Casi llorando. Le espeto: “¿Qué es lo que me va a pasar a mí? ¿Qué?”. Le entra una risilla floja a la señora Margarita. Encima eso. Encima, se burla de mí. “…nada chico, nada: Vas a crecer”. Que voy a qué. Veo ternura en sus ojos. Intento contener mi sofoco. Era exagerado por mi parte. Cuando bajan mis padres, muy peripuestos, preguntando “qué es toda esa escandalera”, me pillan posando para la señora Margarita con mi mejor sonrisa melladita. Ya me ha anunciado la señora Margarita que el ratoncito Pérez viene de camino.

domingo, 18 de marzo de 2012

Lo que sabéis de mí

I
A esta orilla de la ciudad el fragor de la fiesta no llega. No pasa gente a estas horas. No hay banderines colgados de farola a farola. Ni botellones rotos en los bordillos de las aceras. Las ondas sonoras de alguna orquestina enronquecida, “ai se eu te pego, ay si te pego”, apenas llegan hasta allí en forma de rumores lejanos. Sólo destacan las suelas de goma de los zapatos de Fede, ñiiiiic, ñiiiiiic. Él se delata por donde pasa. Con los tímpanos y las rodillas machacados, anda deprisa, tiene ganas de entrar en casa, y dejarse caer rendido. Despunta el día. Afinan sus gargantas los pájaros. Fede piensa dormir hasta que los ojos se le hinchen y la vejiga le reviente. Abre la puerta del patio. Es cuando vibra su teléfono de datos. Entra un correo. ¿A estas horas? Será algún amigo, que aún no ha tenido bastante juerga. Desenfunda el terminal. Lo abre. Centra la vista. Es de… ¿el yayo Federico? Sin asunto. Él está en copia. Lo lee. Se le agita la respiración. Lo lee otra vez. Después guarda el móvil y, ñiiiiiic-ñiiiiiiic, se pone en marcha. Fede con sus suelas de goma. Cuando se deja caer sobre la cama al cabo de cinco minutos, sigue estando igual de reventado, pero ya no es capaz de pegar ojo.

II
De: Federico @
Para: Lista de direcciones
Asunto: --
____________

Queridos todos:
He de reconocer que mi memoria no es lo que era. No sé bien cómo he llegado hasta hoy. Se ha escondido mi pasado y no hay manera de encontrarlo. Aquí donde me cuidan tan atentamente no tengo libros, fotografías, que me ayuden en esa tarea. Por eso me he decidido a enviar este correo, haciendo uso de mi libreta de direcciones, que veo es muy extensa. Ruego me disculpéis si, de momento, uno a uno, no os recuerdo del todo. Y más aún si, en las ocasiones que coincidimos os ofendí o dejé de hacer algo por alguno de vosotros. Si aún se puede, intentaré repararlo. Escribidme, escribidme pues y contadme lo que sabéis de mí. Espero que con vuestras respuestas, despertará en mí lo poco o mucho que he sido. Afectuosamente,

Federico

III
A la cuidadora que le ha abierto el portalón de la Residencia no la conocía. Señal de que hace ya bastante tiempo que él no viene por aquí. Pregunta por Federico. “¿Federico? Mmmm…. ¡Ah, sí! Discúlpame, son tantos…”. Los dos entran entonces. Fede le sigue los pasos. La estruendosa suela de goma, ñiiiic-ñiiic, se amplifica con el encerado del piso. “¿Qué tal está él?”, se interesa. Con la mano, ella hace un gesto de “así, así”. Y después, lo acompaña con un “está pero no está”. No hace falta que explique más. Él ya la entiende.

IV
Templa el solecito de Marzo en el jardincillo de la Residencia. Revientan las primeras florecillas de la primavera. “Yayo, ¿me conoces?”. A Federico se le iluminan los ojillos tras los gruesos cristales de sus gafas, al tiempo que esboza una sonrisa. “Pues claro”. El nieto le levanta la voz. “¿Y quién soy?”. Federico se queda pensando. Resuelve: “No me hagas decírtelo. Tú sabes de sobra quién eres”. “Claro que sí, yayo, perdona”. De lo único que sí está muy seguro Federico es que delante tiene a una persona muy querida. Y con esa seguridad, le da un abrazo. De los fuertes, de los grandes.

V
Cinco minutos. Sentados frente a frente. Sin soltar apenas una palabra. Sólo cruce de sonrisas. Compañeros de residencia, aburridos, curiosos y envidiosos se han acercado por turnos para ver más de cerca al ilustre visitante. “¡Federico, no te quejarás… hoy han venido a verte!”.

VI
Fede ha pedido permiso a la cuidadora para entrar en la habitación. Ningún problema. El yayo va apoyándose en su brazo. Una cama, un armario. Una mesa y dos sillas. Y sobre la mesa, el portátil. Y justo al lado la chuletita que él mismo le escribiera hace ya bastante explicando paso a paso lo que hay que hacer para entrar en el correo. El ordenador está colgado. Ni la pantalla ni el teclado funcionan. “Ya te he dicho que no va… ¿tú podrías?”. “Vamos a ver lo que se puede hacer, yayo”. Se sientan uno al lado del otro. Reinicia. Con un dinosaurio de éstos aprendió él a escribir. El viejo procesador arranca lento, muy lento. Ahí estamos. En el escritorio del sistema operativo. “¡Funciona!”, exclama. El yayo lo celebra. “¡Bien!”. Fede comprueba las conexiones de red. También van. Lo próximo es abrir la página de los correos. “¿Abrimos, yayo?”. “Pues claro”. El pulso se le acelera entonces. El ordenador piensa. Pero llega exhausto. Abre la página. Sorpresa total. Fede exclama emocionado: “¡Yayooo, que tienes trescientos cincuenta y dos correos por abrir!”. Y ninguno es un “correo basura”. “¡Todos contestan a tu llamamiento!”. “¿A mi qué…?”. Fede no puede reprimirse. Los abre. De uno en uno. Por orden. Los va leyendo en voz alta. Nudo en la garganta. Todos cariñosos. Todos buenos. Todos recordando lo que saben de él. “Eso está bien”, suspira Federico feliz y con los ojos húmedos, “…no veas tú lo que me fastidiaría a estas alturas descubrir que durante mi vida me he ido comportando como un cabrón…”.

domingo, 11 de marzo de 2012

Envidia



I
Yo no la he tocado. De verdad que no. Ni un pelo. Lo que pasa es que ésta ha encendido la sirena y se ha puesto a gritar como una loca. Suelta dos lagrimones, le entra hipo y todo, me señala con su dedo acusador y hace como que yo la estaba matando. Mami, que yo no he sido. Que no le he hecho nada. Ella sí, ella sí que me ha tirado la muñeca al suelo. Y casi la rompe. ¡Mírala, mami, mira, mírala! ¡Adriana se está riendo ahora! ¡Se está burlando de mí! ¡Mírala qué mala es! No me encierres en el cuarto, por favor. Por favor, me portaré bien, en el cuarto otra vez no…

II
Sólo he dicho: “A ella sí y a mí no”. La abuelita me ha mandado callar. “¡Ángela, por el amor de Dios!”. Bueno vale, me podrán callar. Pero yo seguiré pensando lo mismo. A ella sí y a mí no. A ella sí y a mí no.

III
Hoy toca bronca. La hermana Antonia me ha pedido los deberes. Estrategia de demora. He abierto la libreta y los he buscado. “Huy, qué raro… estaban por aquí”. Sé que es imposible encontrarlos, porque no están hechos. Delante de todos monta el cuadro: “esto no puede ser, vas por muy mal camino, tengo que llamar a tus padres y hablar con ellos ya, Ángela, aquí se viene a trabajar, no a pasar el rato”. Bueno. Por aquí me entra y por ahí me sale. Que los llame. Que hable con ellos. Les va a dar lo mismo. “…desde luego, no te pareces en nada a tu hermana Adriana…”. “Afortunadamente”, replico de rebote. “¿Cómo?”. Nada, yo no he dicho nada. Haber estado atenta a la primera.

IV
Espera, espera, mamá. ¿Qué es eso de que mi hermana tiene que venir conmigo y con mis amigas? De eso nada. Yo no soy niñera de nadie. A su edad, acuérdate, a mí no me dejabais salir. Para eso, prefiero quedarme en casa. No salgo. No se hable más. No. (…) Pero bueno, conste, si acaso viniera, después que no me diga que está cansada y que se quiere venir a casa a las primeras de cambio, que me la conozco.

V
Oye guapita, ¿es que tú no tienes cien camisetas más que yo? ¿Por qué has tenido que ponerte precisamente la mía nueva?

VI
Hermana, no leas esos tochos con la letra tan pequeña, que te van a hacer falta gafas nuevas. Te recomiendo otro muy instructivo. “El libro de las mil preguntas con respuesta única”. ¿Quién cocina? Yo ¿Quién recoge la mesa y friega los cacharros? Yo ¿Quién limpia la casa? Yo ¿Quién baja a comprar? Pues eso: yo también. El final del libro cambia un poco: ¿Quién tiene un morro que se lo pisa? Bingo. Tú misma.

VII
Para un fin de semana que se van mis padres, no se quedan tranquilos. Insisten, por enésima vez: “No discutáis”. ¿Quién? ¿Nosotras? ¡Qué cosas tenéis! Iros ya de una vez, pesados. Que no se va a incendiar la casa. Que todo va a estar en el sitio a vuestra vuelta. La puerta se cierra. Je, je. Empieza el tiempo de mi venganza.

VIII
No lo haré. Pero se me pasa por la cabeza. Poner en la lavadora sus jerséis de lana con el programa a temperatura y el centrifugado a tope. Ay, cuánto lo siento, menudo despiste. Mi hermanita se pondría buena. Pero luego… tomaría represalias y cogería la ropa mía que más le gusta. No, no. Tachado. Más opciones. Con lo sopera que es, una cucharadita de laxante en su plato. Qué gustazo verla ir a todo correr al baño. Ay, cómo disfruto. Qué retorcida eres, Ángela. Chist, ella abre la puerta. Sin llamar, como de costumbre. Que de qué me río. ¿Yooooo? De nada, naturalmente.

IX
Qué callada está. Algo trama seguro. No me fío. Me levanto. Voy a su habitación. La llamo. “¡Adriana!”. Pooom. Poooom. No contesta. Abro. “¿Por qué narices no…?”. De golpe, el mundo entero, mi mundo, se viene abajo.

X
Cambio mi aire por el suyo. Mi vida por la suya. Rezo lo poco que sé. Suplico. Si algo tiene que pasar, que me pase a mí. Ahora mismo. Pero a mi hermanita que no me la toquen. Y mis padres sin contestar. Joder lo que ha tardado la puta ambulancia. Adriana, no me des nunca más estos sustos, ¿me oyes? No me hacen ni pizca de gracia. Que lo mío es envidia cochina que te tengo. Porque eres mucho mejor que yo. En todo. Pero sabes que si te pasara algo, yo me voy detrás. Sin ti… ¡Venga, venga, coño, reacciona, recupera el color! Ya está. Poco a poco. Te doy la mano. La aprietas suavemente. La ambulancia va a toda leche. El médico me ve llorar y me calma. “…todo va a ir bien”. No lloro por eso. Ahora lloro porque no tendrían que pasar estas cosas para darme cuenta de lo mucho que necesito a mi hermana Adriana.

domingo, 4 de marzo de 2012

Guisando para muchos


I
Toda una vida guisando para muchos. Plácido entra en la cocina. Aún no son las siete. Aún no es de día. Tose. Los tubos fluorescentes parpadean y dibujan el inoxidable de la cámara frigorífica, el blanco brillante de los azulejos, el negro reluciente de los quemadores. Su nariz está inmunizada. Huele a lejía. A vinagre. A comida acumulada. Se ata el delantal limpio con sus dedos amorcillados. Se ajusta el gorro. Hoy es Viernes. Mmmmm. Hoy toca paella. Abre el grifo del fregadero. Corre el agua. Helada. Se lava las manos. Resecas. Agrietadas. A lo largo de la mañana se las lavará mil veces más. Busca un trapo para mal secarse. Tose otra vez. Malo. A lo mejor está enganchando un catarrazo. Y arrastrando los pies hinchados, eso es de estar tanto tiempo de plantón y sin sentarse, abre cajones, abre armariadas, y empieza a disponer de todo lo necesario.

II
Fuego lento. Que sí. Que Plácido ya no piensa callarse nada. Caiga como caiga. Le pique a quien le pique. Se acabó lo de morderse la lengua. Lo de dejar pasar las cosas porque ya se arreglarán solas. Lo de comulgar con ruedas de molino. Lo de decir “sí” a todo. Lo de aparentar lo que no es. Plácido vuelve a poner las manos debajo del grifo. Alimentos en la frontera de la caducidad. Primera clase para los profes y morralla para los alumnos. Instalaciones precarias en una cocina del siglo pasado. Ya está en una edad, ya está en una fase en la que prefiere tranquilizar su conciencia antes que someterla. Total, cuál puede ser el precio. Se mira en el reflejo de la puerta del congelador. Ojeras y siete pelos debajo del gorro que un día fue blanco. El precio: ¿Irse a su casa a cocinar? Eso ya no le asusta. Pausa. Bueno, venga. Punto de sal, que quede un poco dulce, que está guisando para muchos. Hay que tirar el arroz. Tiene el tiempo milimetrado. Aún tiene que hacer otra paella, la de la dirección. Y en unos minutos, una jauría irrumpirá en el comedor y se habrá terminado fulminantemente la paz de la cocina.

III
Don Bartolomé, el director. El director, que viene acompañado por otra persona, entra en la cocina. Vigila no arrimarse a ningún sitio, no vaya a engrasarse la chaqueta del traje. Plácido en ese momento carga con una columna de platos limpios apilados. Siente el crujido de su espalda cada vez que lo hace. Se saludan. “Te presento a Leo”. Sonrisa franca. Apretón firme de mano. La de Plácido aún está mojada. Hace cuarenta segundos que se la había vuelto a lavar. “Leo es titulado superior en la escuela de cocina y ha trabajado dos años en el Colegio Grenwich…”. Ahh. Gesto de aprobación. “Va a trabajar contigo. Ya no vas a estar solo”. Plácido respira aliviado. Bien. Aleluya. Por fin, refuerzos. Dos veces, en los últimos meses, había salido de su refugio y se había dirigido al despacho del director para expresarle que “así, él solo, a ese ritmo, cocinando para tanta gente, no iba a poder resistir mucho tiempo”. Las respuestas medidas de don Bartolomé habían sido: “paciencia, Plácido”, “tienes razón”, “lo estamos mirando”, “aguanta un poco”. Sí, el director, esta vez, ha cumplido. Los deja solos. A Plácido y a Leo. Plácido, levanta las cejas, y exclama orgulloso: “Ven, que te enseñaré el chiringuito”.

IV
Toda una vida guisando para muchos. Plácido entra en la cocina. Aún no son las siete. Empieza a clarear. Qué raro. Éste no aparece. Tose. Se le empieza a templar la sangre. Los tubos fluorescentes parpadean y dibujan el inoxidable de la cámara frigorífica, el blanco tiznado de los azulejos, la carbonilla de los quemadores. A su nariz, que creía inmunizada, le llega un olor nauseabundo. Éste, que no tiró la basura y tenía pescado. Se cuelga su delantal. ¿eh? Está sucio. Salpicado. Pero ¿qué? Éste que se lo debió poner. Se calienta la sangre. Se ajusta el gorro. Hoy es Viernes. Mmmmm. Hoy toca paella. Abre el grifo del fregadero. Mierda. El sumidero está atascado. Corre el agua. Helada. Se lava las manos. Resecas. Agrietadas. Busca un trapo para mal secarse. No lo encuentra. Se seca con las mangas. Respira muy hondo. Tose otra vez. Malo. No se quita de encima el catarrazo. Y arrastrando los pies hinchados, eso es de estar tanto tiempo de plantón y sin sentarse, abre cajones, abre armariadas, y no encuentra nada, porque no hay nada en su sitio. A Plácido le hierve entonces la sangre. Son más de las ocho cuando entra Leo. Saluda, jovial, sonriente. A Leo se le congela la sonrisa porque, a bocajarro y sin preámbulos, le cae la del pulpo.

V
Lo ha estado buscando. Leo le había dicho que tenía que ir al servicio. Por lo que tarda, debe tener una diarrea galopante. Al fin, al cabo de una hora, aparece. Viene guardando sin mucho disimulo el móvil en el bolsillo del pantalón. Plácido lo sigue teniendo muy claro. No piensa callarse nada. Con los botones de muestra que está teniendo, ya sabe que con Leo no se va a llevar bien. Y, sin esperar a escuchar explicaciones, le suelta: “Tienes un morro que te lo pisas”.

VI
La penúltima de Leo ha sido: “Placidete, tú no tienes ni puñetera idea de alta cocina”. La gota que colma el vaso de la paciencia. Entonces ha pensado, “¿ah, sí?”. Y ha decidido dejarlo suelto. Para ver cómo se desenvuelve el “titulado en cocina con dos años de experiencia”. Plácido ha seguido atento sus evoluciones. Se ha convertido por un rato en mudo belindo. El resultado: Incomible. Se veía venir. Lo esperaba. Los platos de arroz aplastado han vuelto a la cocina escarbados, pero casi intactos y acompañados de una avalancha de protestas. A Plácido le invade ahora una sensación contradictoria. En el lado amargo, está tirando a la basura un montón de comida. En el lado dulce, se ha destapado un chef farsante. Además, por el semblante que le ha quedado a Leo, va a necesitar tiempo para la cura de humildad que necesita.

VII
El director, don Bartolomé. Les ha llamado, “acudid a mi despacho inmediatamente, por favor”. Estará muy enfadado. Le rugirá el estómago por lo poco que habrá comido hoy. ¿Y si le lleva un bocata de mortadela? No, no procede. Plácido está seguro. Ahora se aclarará todo. Van por el corredor del colegio, con sus uniformes de cocineros, sin mirarse. Llaman a la puerta. Abren un poco. ¿Se puede? Abren más. Detrás, sentados, en fila, el Consejo entero. Glup. Sorpresa. Qué hacen ahí. Imponen. Parece un tribunal. Don Bartolomé toma la palabra. “Plácido, no nos lo esperábamos de ti, nos has decepcionado enormemente….”. A Plácido le cambia el semblante. No entiende. ¿Qué le dicen? “…nos ha indignado sobremanera… tu conducta racista”. Plácido vuelve la vista hacia Leo, que no pestañea siquiera. Advierte entonces por primera vez sus ojos ligeramente rasgados. Su piel barbilampiña. Le bate a mil el corazón. No piensa callarse nada. Caiga como caiga. Le pique a quien le pique. No se va a morder la lengua. Le sudan las manos. No se las puede lavar ahora. Va a replicar. Va a decir. Quiere decir. Pero no sabe qué, no sabe cómo, y se queda bloqueado mientras el Consejo, muy ceremonioso, procede a comunicarle la resolución adoptada.