ALTURA DE MIRAS
Cuando a Mari Cruz le asignaron el Área de Cultura en Mediavilla, puso todo su empeño en traer un evento de calidad, a pesar de lo exiguo del presupuesto con que contaba. Por aquel entonces acababa de restaurarse el viejo “Café El Teatro”. Vale que podía programar allí sesiones de cine popular. Vale. Y también conciertos de música de cámara. También. Pero ella estaba convencida de que con una representación emblemática se conseguirían dos objetivos: acercar a la gente a este tipo de espectáculos y, por qué no, animar a quienes escondían sus dotes interpretativas para que en lo sucesivo se organizaran y se atrevieran a subir al escenario. Y se puso manos a la “obra”, nunca mejor dicho, en busca de una obra teatral digna con la que reinaugurar tan egregio recinto. Iba a tirar la toalla, la del cuarto de baño a la lavadora, cuando leyó en un apartado breve de un periódico: Carlos Tejeda prepara “Altura de miras”. Se apretó el mentón. Buscó su agenda. Y marcó un número de teléfono.
Llegó la noche del primer Viernes de Septiembre. Calma chicha en la calle, junto al “Café El Teatro”. Algunas personas apuraban las últimas caladas en sus cigarrillos antes de entrar. Dentro, bullicio. Las dos primeras filas de aquel patio de butacas estaban reservadas a las autoridades. Abarrotadas. La gente iba ocupando sus asientos. Ambiente de gala. “Señoras, señores, dentro de cinco minutos va a empezar ALTURA DE MIRAS”. Caras que se conocían se saludaban de punta a punta, agitando el programa, patrocinado por el Área de Cultura. Al poco, se hizo la oscuridad y el silencio. Alguna tos suelta. Un potente foco iluminó la parte central. Y el telón se fue alzando. En el decorado, cumbres nevadas. Pertrechados con equipos de montaña, y tapados hasta las cejas, tres personajes avanzaron en contra de una potente ventisca (ventilador gigante a todo meter) que rugía con realismo a través de los altavoces del teatro. El argumento giraba en torno a tres amigos que se enfrentaban al reto de escalar una temible montaña, y allí, en las alturas, rodeados de dificultades, empezaban ji-ji-ji, ja-ja-ja y acababan diciéndose verdades a la cara que no tenían ninguna gracia. Carlos Tejeda miraba al público, como si tuviera enfrente un glaciar. Con la barba sembrada de nieve, artificial. Qué porte. Qué voz. Qué poder para transmitir una sensación de frío polar. El respetable se sugestionaba con sólo verlo tiritar. Todo el mundo estaba sin hipo siguiendo la trama. Fue cuando se oyó en la sala un “FFFFFFF…..” y luego un “POOOOF”, sí, fue cuando el sistema del nuevo aire acondicionado se vino abajo y la temperatura inició una escalada inmisericorde y cruel. Ya podían batir los abanicos, ya. Era inútil. El teatrito empezó a derretirse como el chocolate. El sudor corrió a raudales. Hubo gente que se levantó empapada a chorros en aquella sauna repentina. Mientras, en el escenario, Carlos Tejeda figuraba que estaba a punto de congelarse. Menudo contraste.
Qué desastre, pensaba Mari Cruz dos horas y pico después, cuando pidió permiso para entrar en el camerino portando unas botellas de agua muy fría. Pidió disculpas por el fallo en la climatización. Lo encontró ya con la cara lavada y con los bermudas puestos. “¿Te ha gustado?”, preguntó con su dentífrica sonrisa. “Has estado muy convincente, hemos pasado un frío sofocante”, contestó ella. Salieron por un lateral. No recordaban que Septiembre pudiera ser tan tórrido. Y según se alejaban calle abajo, inmersos en amena conversación, se apagaron los luminosos del “Café El Teatro”.
PROFUNDA REFLEXIÓN
Pasó un año como si pasara un minuto. Cuando a Mari Cruz le dijeron lo del recorte de gastos y lo seca que quedaba la caja de su área tras el tijeretazo, tuvo tres impulsos relacionados con el “Café El Teatro”. Uno, dimitir de esta responsabilidad tan ingrata e irse a su casa, enviando a tomar por saco a unos cuantos. Dos, buscar patrocinadores por debajo de las piedras, aunque tuviera que forrar con carteles de propaganda la fachada del edificio. Tres, llamar a Carlos Tejeda, diez meses después. Se apretó el mentón. Buscó en su agenda. Y marcó el número de Tejeda.
Otra noche del primer Viernes de Septiembre. Asfalto aún caliente en la calle, junto al “Café El Teatro”. Otra vez, algunas personas, no tantas como el año anterior, apuraban las últimas caladas en sus cigarrillos antes de entrar. Dentro, bullicio. Sólo la primera fila de aquel patio de butacas estaba reservada a las autoridades. Y sobraban la mitad. La gente iba ocupando sus asientos. Ambiente. “Señoras, señores, dentro de cinco minutos va a empezar PROFUNDA REFLEXIÓN”. Caras que se conocían se saludaban de punta a punta, con la mano, ya que no había programa alguno. Al poco, se hizo la oscuridad y el silencio. Alguna tos suelta. Un foco a baja potencia, no era cosa de derrochar vatios, iluminó la parte central. Y el telón se fue alzando. En el decorado, un fondo marino, con dibujos de corales y pececitos. Pertrechados con equipos de submarinismo, aletas incluidas, y tapados con neopreno hasta las cejas, tres personajes buceaban en medio del océano. El argumento giraba en torno a tres amigos que se enfrentaban al reto de sumergirse en una temible sima, y allí, en las profundidades, rodeados de dificultades, empezaban glu-glu-glú, gla-gla-glá y acababan evidenciando verdades a la cara que no tenían ninguna gracia. Todo ello sin una sola palabra. Menudo mérito. Carlos Tejeda miraba al público, como si tuviera enfrente un banco de besugos. Con las bombonas de oxígeno a sus espaldas. Qué porte. Qué gestos. Qué poder para transmitir una sensación tan marina. El respetable se sugestionaba y temía que algún tiburón apareciera por allí enseñando los colmillos. Todo el mundo estaba sin hipo siguiendo la trama. Fue cuando se oyó en la sala un “FFFFFFF…..” y luego un “POOOOF”, sí, sí, que sí: otra vez, el sistema del ya no tan nuevo aire acondicionado se vino abajo y la temperatura inició una escalada inmisericorde y cruel. Ya podían batir los abanicos, ya. Era inútil. El teatrito empezó a derretirse como el chocolate. El sudor corrió a raudales, rellenando de agua salada el escenario marino. Hubo gente que se levantó empapada a chorros en aquella sauna repentina. Mientras, Carlos Tejeda figuraba que se quedaba sin aire y se ahogaba. Con un realismo asombroso. Qué pedazo de actor.
Allí estaba la pobre Mari Cruz dos horas y pico después, pidiendo permiso para entrar en el camerino portando unas botellas de agua muy fría. Él le abrió ya con la cara lavada y con los bermudas puestos. “¿Te ha gustado?”, preguntó con su dentífrica sonrisa. “Si lo sé, vengo con bañador y me doy un chapuzón en el escenario”, contestó ella. Salieron por un lateral. No recordaban que Septiembre pudiera ser tan tórrido. Y según se alejaban calle abajo, inmersos en amena conversación, se apagaron los luminosos, que ahora se leían como “Gafé El Teatro”.
CON LOS PIES EN EL SUELO
Sin embargo, los trescientos sesenta y cinco días siguientes pasaron tan lentamente que más bien parecieron un año sin fin. A Mari Cruz le habían encargado ocuparse de otra Área y dejó paso a otra persona con otras sensibilidades en el Área de Cultura. Y mientras tanto, Carlos Tejeda había alcanzado cierta popularidad en una serie de televisión. Sí, aquella que se titulaba “CON LOS PIES EN EL SUELO”, y que iba sobre el mundo de las zapaterías. Él daba vida a un zapatero que, con la que estaba cayendo en el sector del calzado, había hecho popular la frase: “por cierto, de depre nada”.
Llegó finalmente el primer Viernes de Septiembre. Y marcando una tradición, las puertas del “Café El Teatro” se abrieron de par en par. A Mari Cruz le invadía una sensación rara, con una mezcla de nostalgia y envidia, porque ella no estaba ya en el centro de la organización. A los nuevos del Área de Cultura los veía allá en la primera fila, coordinando, ajustando, atendiendo, trajinando. Y ella, sentada con unos amigos en las últimas filas, aguardaba el inicio de la función, que por cierto se retrasaba más de diez minutos. Nada profesional. Al poco, se hizo la oscuridad y el silencio. Alguna tos suelta. Mari Cruz agudizaba el oído. Frescor total. Brazos fríos. Empezó la representación. Aburridilla. Teatro experimental. Aficionados. Fue por el cuarto bostezo cuando Mari Cruz oyó en la sala un “FFFFFFF…..” y luego un “POOOOF”. Increíble, pero cierto. Ni hecho adrede. Y en vez de pensar que vaya porrrrrquería de equipo de aire acondicionado, se levantó de un salto, con las pulsaciones a más de ciento cincuenta, alguno pensaría “dónde va esa loca”, se abrió paso a pisotones entre la fila ocupada, accedió al pasillo central, y salió corriendo hacia la salida lateral, por donde el luminoso “Gafé El Teatro”, porque estaba segura, no podía ser de otra manera, de que si se rompía aquel trasto, y estaba claro que se había roto, era porque por allí cerca andaba Carlos Tejeda.
No hay comentarios:
Publicar un comentario