domingo, 26 de diciembre de 2010

No me va a pasar nada

I

Han vuelto a encerrarme. Otra vez estoy solo en este cuarto oscuro y maloliente. El más bajito, el que más mala leche tiene, ha prometido volver. Y ha amenazado: “…ya verás como dentro de un rato no estás tan gallito…”. Me quedo con el silencio de mi respiración entrecortada y con la oscuridad absoluta. Las piernas casi no me sostienen. Y me dejo caer aunque el suelo está frío, sucio y húmedo. Dicen que, llegada la hora de la verdad, se recuerdan en un minuto los momentos más significativos vividos. Entonces estoy seguro de que a mí aún no me ha llegado ese día. Porque los episodios que ahora martillean caprichosamente mi cabeza a ráfagas no son, ni de lejos, los que más han marcado mi existencia. Un circo. Un partido de fútbol. Y vuelta a empezar. Un circo. Un partido de fútbol.

II

...por Navidad empapelaban todas las paredes y todas las vallas de Mardebé. Vuelve el Gran Circo. Fantástico. Universal. Fabuloso. Grandioso. Magnífico. Pero sobre todo, y detalle muy importante, “dotado con potente calefacción”. Doy fe. Porque en la cola kilométrica, de la mano de mi hermano mayor Enrique, a la entrada a la enorme carpa, pasaba de los sabañones en las orejas y en los dedos, al cañonazo de aire caliente que se esparcía por todo el recinto de lona. Del frío extremo con la cara acartonada al calor exagerado con la mejilla enrojecida a punto de explotar. Y de todo aquel espectáculo, lo que menos me gustaba era que tenía que terminar. ¿Ya se ha acabado? ¡Qué corto…! Y muy por encima de las fieras, los magos, los contorsionistas, los monociclistas, incluso de los mismísimos payasos, para mí estaban los trapecistas. Claro que muy por encima, como que había que doblar el cuello y mirar hacia arriba. Redoble sostenido de tambor. El narrador del uniforme rojo y chistera negra imprimía tensión y recordaba la dificultad del ejercicio. Los trapecios, seguidos por un foco de luz, se balanceaban, iban, venían. El público contenía el aliento y se abstenía de masticar palomitas en aquel instante crucial. Redoble del redoble. Y a una señal, el trapecista volaba, daba una, dos volteretas, y cuando parecía que caía irremisiblemente, se encontraba con el compañero que le atenazaba los brazos con firmeza, al tiempo que la música cha-ta-ta-chán explotaba estridente y el público prorrumpía en aplausos, a petición del presentador, que entraba al quite y se deshacía en elogios hacia los maravillosos, colosales, geniales e inigualables “¡Herrrrrrrmanos Carrrrrrrpeta!”. Qué proeza. Qué maravilla. Qué equilibrio. Qué sincronización. “¿Has visto eso, Enrique?”. Y Enrique, por ser más mayor, no se dejaba impresionar, y me contestaba: “…lo hacen tan bien porque están seguros de que no les va a pasar nada; porque por mucho que arriesguen, si es que se llegan a caer, tienen la red debajo y no les va a ocurrir nada…”.

III

Vale, esta vez yo me he pasado cuatro pueblos, y al arriesgar demasiado, me han trincado y me he caído con todo el equipo. Pero, suerte que abajo tengo una buena red. Igual que los trapecistas. A mí tampoco me puede suceder nada. A estas horas Enrique ya debe saber que estoy aquí. Y estará manejando sus hilos. Es cuestión de minutos, de un rato. Vendrá el enano borde y me abrirá la puerta, “ya te puedes ir”, y yo me reiré de él en sus morros. Y al tiempo, en lo sucesivo pondré más cuidado. Por mucha red que haya debajo, no es cuestión de que me vaya cayendo cada dos por tres. Eso no sería propio de un buen artista.

IV

…me confié y me quedé muy adelantado. Perdimos la pelota y ellos rápidamente montaron su contraataque. El número nueve corría como una moto. Solo. Hacia puerta. Ya me había toreado unas cuantas veces a lo largo del partido. El entrenador desde la banda se desgañitaba. “¡No le dejéis! ¡Que no chute!”. Los nuestros, reventados, no bajaban a cubrir con la suficiente presteza. Entonces fui a por él con todo. Con los tacos por delante directos a sus tobillos. Lo derribé y con la inercia cayó dando tres o cuatro volteretas. Se retorcía enseñando hasta las amígdalas y no hacía teatro. Me quedé mirándolo. Sin arrepentimiento. Aún le pasaba poco. Por chulearme. El árbitro venía tirando el higadillo desde lejos con el silbato en la boca y la tarjeta roja en la mano. Rápidamente una nube de contrarios me rodeó y se encaró conmigo. ¿Tú estás pirado o qué? Empujones. Gresca. Me querían calentar. Pero Enrique estaba allí. Y se interpuso como una muralla infranqueable. Mientras, penalti y expulsión. Cabizbajo, me fui lentamente hacia los vestuarios. Sin girarme. Teníamos a Enrique en la portería. Escuché los gritos desesperados de los rivales, cagándose en todo lo que se movía, cuando Enrique despejó el balón y lo puso en órbita. Y escuché también la explosión de júbilo de los nuestros diez segundos después cuando se pitó el final del partido, “¡toma, toma y toooooma!”. Así era siempre. No iba a pasarme nada. No podía pasarme nada. Cuando el tema, cualquiera que fuera, se complicaba, aparecía siempre Enrique para poner las cosas en su sitio.

V

Al final, he perdido la noción del tiempo. La boca muy seca. Cansado. Sucio y estropajoso. He escuchado voces allá fuera. Cuando les ha parecido, han abierto la puerta. Por fin. Menos mal. Hoy no estaba el bajito cabrón. “Valentín, te puedes ir”. He suspirado. Pero en este lamentable estado no tengo ninguna gana de reírme en los morros de nadie, tal y como había planeado. Sólo quiero salir de aquí. Pero antes he pedido permiso para llamar por teléfono a mi hermano, agradecer su gestión y quedar con él para darle explicaciones. Los dos policías se han mirado sorprendidos. Interviene el primero: “Tu hermano Enrique no quiso saber nada de ti. Dijo que ya te apañarías”. No me lo creo. Levanto la voz: “A ver, a ver, qué me estás contando… eso que dices no puede ser”. Me quedo a cuadros. “Entonces por quién estoy fuera”. “Alguien más habrá, digo yo, pero desde luego, por tu hermano, no”. Me señalan la salida. Y yo, como un sonámbulo, salgo sin despedirme.

VI

Hace mucho frío aquí fuera. Siento vértigo. Me mareo y mucho. Dicen que, llegada la hora de la verdad, se recuerdan en un minuto los momentos más significativos vividos. ¡Joder, esto no puede ser, joder! Me entra un ataque de pánico. Estoy intentando cruzar la calle y las únicas imágenes que brotan en mi cabeza tienen que ver con mi infancia en casa de los abuelos, mi primer día de cole, la moto, con Celia, la mujer que más he querido, con Enrique, mi hermano Enrique… Según me voy cayendo al suelo, ya sé que ahora no hay red, y que esta vez sí me puede pasar algo.

domingo, 19 de diciembre de 2010

Velaré tus sueños



I
El ambiente del Liberto estaba cargado y la música como siempre muy alta. Los cuatro amigos estaban en torno a una mesita baja con los vasos medio llenos. Se sentaban sobre unos taburetes, haciendo equilibrio. Sólo podían hablarse de boca a oreja. Prácticamente no se entendían. La noche decaía. Qué casualidad, en la mesa de al lado, cuatro chicas departían, ji, ji, ji, ja, ja, já. Cuatro ellos, cuatro ellas. A lo mejor había tema. Bueno, cuatro del todo no. Sólo tres estaban operativas. Braulio tenía a la cuarta de ellas justo enfrente y no la perdía de vista. Claramente luchaba por mantener los ojos abiertos, unos ojos grises que no miraban hacia ninguna parte. Los párpados le pesaban. Se le cerraban. Se volvían a abrir. “Pobre…”, pensaba Braulio. Le inspiraba una tremenda ternura. De repente dio una cabezada, tan brusca que parecía que se iba a descolgar. El pelo le cayó sobre la cara. Se repuso momentáneamente. Y en medio, todo aquel guirigay de decibelios, “chunta, chunta”. La pelea contra el sueño fue enconada. Finalmente, acabó vencida por el sopor y quedó sentada, pero dormida. Las tres amigas seguramente habían hecho apuestas sobre cuánto tardaría la somnolienta en caer, porque una de ellas dio un salto jubiloso, “¡Yuju, he ganado yo…! “.

Pasaron algunos minutos. Se habían vaciado del todo las jarras de cerveza. No quedaba ni la espuma. Las tres chicas habían departido, mientras la compañera restante seguía de estatua. Pero ya estaban recogiendo abrigos. “Raquel, venga, que nos vamos”. Raquel no se movía. Estaba en el limbo de los sueños. Le zarandearon un poco el hombro. “A ver si la asustas”. Nada. Se miraron entre ellas dos segundos. “Qué hacemos”. “Por mí, que se quede. Así aprenderá.” De nuevo ji, ji, ji. Atravesaron el territorio de la mesa vecina en plan desfile de modelos. Hubo gestos. Sonrisas cruzadas. Entonces, los tres amigos de Braulio, captando la señal, se levantaron en bloque y se unieron al trío de las despiertas.

Braulio no, Braulio se quedó junto a la bella durmiente abandonada. Sin saber qué hacer. Sin saber qué decir. Sólo velando sus sueños. Esa fue la noche del día que Braulio conoció a Raquel, que inmune al atronador sonido del “chunta, chunta” que reventaba los altavoces, seguía durmiendo plácidamente.

II
Lo suyo con Raquel ya era más que química y magnetismo. Habían congeniado desde el mismo instante en que ella despertó de golpe en el Liberto y topó con su cara. Habían dado un paseo. Y otro. Habían tenido una conversación. Y otra. Un “qué haces este fin de semana”. Y un “aparte de dormir, ja, ja, ja, quedar contigo”. Finalmente, la situación había desembocado en un “si no estoy a tu lado, algo me falta”.

Y ahora se aprestaba para ir a recogerla. Braulio acababa de salir del trabajo en la madrugada del Sábado, había llegado a casa, se había pegado una duchita y ahora se acicalaba. “¡Qué cabrones…!”, exclamó Braulio mientras se miraba con atención al espejo para no cortarse durante el afeitado. Acababan de decir en la radio que, según un sesudo estudio de la Universidad de Tondon, los insomnes eran mucho más feos que el resto de los humanos. Se miró de frente y de perfil. Pues él no se veía tan mal, no. Pero frunció el entrecejo y pensó que más pronto que tarde, tendría que contarle a Raquel que él estaba en el otro extremo, que ni necesitaba ni sabía lo que era dormir, y tendría que reconocerle que por tanto era un insomne absoluto.

III
En cuanto les fue posible, Braulio y Raquel se fueron a vivir juntos. Durante los primeros meses de convivencia tuvieron lugar memorables “sobadas” por parte de Raquel, la bella marmota. Bajo el colorido castillo de fuegos artificiales, en la fase del terremoto y bombardeo aéreo. En el concierto de los dobles de “Supertramp”, apretujados por un enfervorizado gentío, mientras sonaba, “…Soñador, tú sabes que eres un soñador… bien, pon tus manos en tu cabeza, ¡oh no!…”.

Pero la preocupación superó y mucho a la anécdota cuando el metódico de Braulio constató que los periodos lúcidos y conscientes de Raquel iban menguando igual que se recorta paulatinamente la luz del día durante el otoño, camino del invierno. Raquel dormía cada día más.

Y ante el cariz que estaba tomando el asunto del sueño, decidieron acudir, más que nada, por consultar, al médico. Habría seguramente alguna pastillita, algo de cafeína, tal vez, que reajustaría de nuevo su reloj biológico y que devolvería el equilibrio entre la vigilia y el sueño. Fue cuando los mejores especialistas de la unidad del sueño diagnosticaron en Raquel un extraño caso de narcolepsia creciente. Qué les estaban contando. Estaban equivocados. No, no podía ser. Qué palo. Qué mazazo. Mucho cable conectado a su cabeza. Mucha maquinita registrando impulsos. Muchos tratamientos duros. Pero ningún efecto. El avance del letargo continuaba imparable.

Raquel dejó de conducir. Y antes de que la despidieran del gran almacén, cogió la baja. Para entonces, ella ya sólo se mantenía despierta nueve horas escasas, e hibernaba el resto. Braulio velaba sus sueños.

IV
A Braulio, veinticuatro horas al día con el cerebro acelerado le daban para mucho. Para mirar el reloj continuamente. Para calcular el tiempo que le faltaba al despertar de Raquel y el tiempo que tendría hasta que se durmiera nuevamente. Y para planificar cómo exprimirían al máximo los pocos minutos que disfrutarían juntos aquel día.

Y mientras aún estaba ella profundamente dormida, él con un cuidado, extrema dulzura y un primor exquisito, la aseaba, la arreglaba, y la vestía. Así estaría ya lista cuando abriera sus preciosos ojos. Braulio preparaba la comida. Lo que sabía que a ella le encantaba, porque se levantaría con un apetito voraz y no podían permitirse el lujo de distraer un solo segundo.

Aquel día, cogió a Raquel en brazos, pesaba como una pluma, y se la llevó al coche. Tumbó el asiento del copiloto y allí la acostó. Braulio recorrió kilómetros, kilómetros y más kilómetros de noche. Sin descanso, lo cual no era novedad para él. Arribó a la vieja playa cuando aún no había roto el día y los pescadores de caña apenas ni habían llegado. Con tremendo cuidado, la envolvió en una manta. Y avanzó con ella hundiendo los pies en la arena. Las olas se rompían monótonamente en la orilla. Cuando Raquel despertó el sol asomaba tímidamente entre brumas. Incomparable amanecer. “Estás siempre en mis mejores sueños”, le dijo abrazándose a él. Al gran insomne se le puso un tremendo nudo en la garganta, pero aún le pudo responder: “Y tú en los míos. Y tú en los míos…”.

V
Llamaron a la puerta varias veces. Eran sus tres amigos, los del Liberto. Con sus tres amigas, las del jijijí, jajajá. Braulio tardó en abrir. “Braulio, macho, llevamos una semana sin saber de ti y nos tenías preocupados”, le dijeron. Desde la tarde del entierro, no se habían atrevido a visitarle. Lo encontraron con unas ojeras muy marcadas. Una barba cerrada. Le había caído encima y de golpe el cansancio de toda su vida. “¿Te encuentras bien?”. Él afirmó con la cabeza. Entonces hablaron todos a la vez. “Uf, menos mal”. “Tío, vente ya con nosotros a tomar algo”. “Venga, vamos a dar una vuelta”. Él se llevó el dedo índice a la boca: “Chissss, no hagáis ruido, por favor. Que nadie hable. Que nadie se mueva. Raquel está durmiendo. La vais a despertar…”. Enmudecieron en seco y por completo al instante. De fondo, y muy bajito, pudieron escuchar la canción: “…Soñador, tú sabes que eres un soñador… bien, pon tus manos en tu cabeza, ¡oh no!…”.

Un año de blog


A quienes confiaron un trocito de escaparate en sus megablogs para que estas historias se pudieran asomar
A los amigos peruanos que buscan un “libro de las ocurrencias” y encuentran otro, o sea, éste.
A quienes entran en el blog más de 30 segundos por casualidad
A quienes entran en el blog más de 30 segundos por curiosidad
A quienes descubren estas historias y se sorprenden
A quienes descubren estas historias y no se sorprenden
A quienes identifican los relatos
A quienes se identifican con los relatos
A quienes están cerca
A quienes están un poco más lejos
A quienes ya no están…

GRACIAS…

Y ahora, como decían en aquel viejo programa, disfruten de la película de hoy…

Catador

domingo, 12 de diciembre de 2010

Titulitis en Cuadriculandia


I
Lina no estaba pegando ojo. Era la primera noche que pasaba fuera de casa después de muchos años. Y echaba de menos su cama. Su almohada. Su oscuridad. Y ahora sentía su respiración fuerte por encima de los ruidos extraños que se colaban desde la calle en aquella ciudad lejana. No estaba en su habitación. Por qué le haría caso a su hijo, por qué. Total, ya se lo había dicho muchas veces: “Gonzalo, es que vives muy lejos, a qué voy a ir a verte; yo aquí estoy bien”. Pero él había insistido mucho, “Ven, ven, y requeteven”. Y ella, que no podía negarse, había claudicado finalmente. Por lo menos vería a su nietecito. Era lo único bueno. Y allí estaba Lina aquella madrugada, tumbada e insomne, a la hora en la que el reloj circula más despacio y los minutos se eternizan, esperando que el despertador zumbara de una vez para que el día se pusiera por fin en marcha.

II
Lina era una mera espectadora de aquel trasiego matinal. Qué locura. Entra tú que salgo yo. Tráfico denso en el cuarto de baño. “¿Dónde está la camisa de las rayas azules…?”. Glu, glu, glú. La cafetera. “¡Gonzalo, hijo! ¿Aún estás así?”. Cloc, cloc, cloc. Tacones por el pasillo. Las paredes apenas filtraban las voces. “¿Lo lleváis todo?”. “¡Nene, dale un beso a la yaya!”. “Hasta la tarde. Si necesitas cualquier cosa, llama”. Hijo, nuera y nieto salieron en estampida. “No os preocupéis por mí. Id con cuidado”, les dijo Lina al despedirse, acompañándoles al recibidor.

Quedó sola en el nuevo silencio de la casa. Era lo convenido. Por lo del lío de los horarios en los aviones, que Gonzalo no le terminó de explicar, ella había tenido que llegar en Jueves. Ellos tenían que trabajar el Viernes. Y el peque tenía que ir al cole. Bueno, estaría sola unas horas, y después todos juntos en unión tendrían el fin de semana largo por delante. “No pasa nada”, se dijo a sí misma, “yo no sé aburrirme”. Para empezar, recorrió la casa. Como era más bien pequeña, la recorrió muchas veces. Estudió los detalles. Y reparó en un librito sobre la mesita junto al sofá. Le pudo la curiosidad. “Qué cosas más raras lee mi hijo”. Lina se ajustó las progresivas. Lo escribía un tal “Catador”. Y se llamaba “TITULITIS EN CUADRICULANDIA”.

III

Ella no sabía estarse quieta. Tras la inspección mañanera, ya había trazado un plan de acción total. De la galería cogió escoba y recogedor. Provista de llaves en el bolsillo de la bata, para ponerse a salvo de algún intempestivo golpe de viento, salió a la puerta de la casa. La hojarasca se arremolinaba en torno al escaloncito de la entrada. Lina se arremangó hasta el antebrazo. Zas, zas, zas. Con máxima eficacia en cada pasada, empezó a barrer. Uno, dos, tres; aún no llevaba la cuarta, cuando escuchó un grito a sus espaldas. “¡Oiga, oiga, señora!”. Lina se extrañó. “¿Es a mí?”. “Sí, sí, señora, a quién va a ser si no ¿Pero se puede saber qué está haciendo?”. Y a ese tío qué le importaba. Lina no quiso perder la buena educación. “Pues lo que ve: simplemente yo estoy barriendo la entrada de la casa de mi hijo…”. “Pero… ¿Cómo se le ocurre hacer eso? ¿Tiene usted el título de Maestro Especialista Limpiador de Suelos, Firmes y Pavimentos? ¿eh? ¿lo tiene usted?”. “Lo que faltaba”, pensó Lina, “un chalado se ha escapado y lo tengo enfrente”. “¿Utiliza usted un equipamiento homologado, con púas naturales y filtro antipolen incorporado?”. Aquel hombre se irritaba por momentos. “Señor, ¿y usted quién es para hablarme así?”. “¿Yo? Yo soy Licenciado en Observancia, y mi título me permite llamarle a usted la atención por su conducta incorrecta, e incluso estoy capacitado para iniciar un expediente de denuncia en este mismo momento…”. Ostras, aquel individuo estaba sacando una libretita del bolsillo de su chaqueta. El sofoco que se apoderaba de Lina, enrojecía sus mejillas. Tuvo dos prontos. Atizarle con el palo de la escoba en las partes delicadas. O meterse corriendo en casa y darle un portazo en las narices. Escogió lo segundo. Para una vez que venía de visita a ver a Gonzalo, tampoco le iba a crear muchos problemas.

IV
No era que tuviera pensado salir, a dónde iba ir ella por aquellas calles desconocidas, no. Pero bastaba acordarse de que tenía aquel iluminado merodeando, para que se sintiera agobiada y enclaustrada. Se sentó entonces Lina en el sofá, donde machacaban las horas hijo y nuera. Y tomó el mando de aquella ultramoderna televisión. Qué has dicho. Botón verde para encender. La tele hablaba. Le hablaba a ella. “Diga o teclee su código con el Título de Controlador de Canales y Puertos usb ”. Pero esto qué es, Lina. Ella sólo quería ver los cotilleos. Sólo eso. Apretó varios botones en el mando, uno detrás de otro. Pero nada. Cuando se levantó, se llevó un susto de muerte, porque la tele habló y le dijo: “Usted no está capacitada ni preparada para controlar canales y puertos usb”. Calentita, muy calentita de ánimo, Lina sólo dijo: “…que no estoy preparada… ¡nos ha jodido!”.

V
“En qué mala hora… si lo llego a saber, no vengo…”. Lina iba, venía. Trataba de evitar el paso por el comedor, porque por lo visto, aquella megatele tenía un detector de presencia, y cada vez que cruzaba la estancia, le repetía: “…usted no está capacitada ni preparada para controlar canales y puertos usb…”. Y respirando hondo, se decía, “… pero luego, cuando ellos lleguen, Lina, pon cara de buena, de lo bien que lo has pasado, de lo a gusto que estás en esta puñetera casa, que no te noten nada, Lina, que no se den cuenta…”.

Se atrincheró en la cocina. Ya había visto cincuenta veces lo que había en la nevera. La sosa verdurita que la nuera le había dejado preparada. Pero eso no le apetecía para comer. Le apetecía más bien una buena fideuá con setas y gambas. Había materia prima. Y herramientas. Así cuando llegara la familia hambrienta, no tendría más que sentarse a mesa y mantel puesto. Se arremangó de nuevo. Se lavó las manos. Escogió cazuela para preparar el caldo. La puso sobre la “vitro_inteligente”. Fue a girar el mando. No pudo. Más fuerte. Bloqueado. Sonó una voz: “Por favor, diga el código del título Doctor en Ciencias de la Gastronomía”. “¡Una mierda! ¡Eso es lo que voy a decir! ¿Me oyes bien, máquina de las narices? ¡Y una mierda!”. La máquina, que por eso lo es, no perdió su compostura: “Usted no está capacitada ni preparada para utilizar esta maxicocina”.

Entonces fue cuando le sobrevino lo del ahogo. Le faltaba aire. Tuvo tiempo justo para llegar al sofá, donde más que dejarse caer, se desplomó. Quedó blanca, pálida, incapaz de mover un solo músculo. Eso sí, pudo oír cómo la megatele, desde su posición, le decía a la vitro_inteligente: “…no está capacitada, sin título, no está preparada…”. Y ésta, le respondía: “…sin título, no es nadie”.

VI
Lina escuchó a lo lejos la cerradura de la puerta. Por fin regresaban. Entrarían en casa, la llamarían, y se darían cuenta de que estaba allí, tendida, paralizada, inmóvil. “Toma las llaves, papá”, exclamó el niño. A lo que se entendía, el pequeño había conducido el coche hasta casa. Los bebés de hoy en día nacen con muchas lecciones aprendidas. Al acceder al salón, vieron el panorama. Pero ni se inmutaron ni se alarmaron. Si hubiera podido, Lina les habría puesto el grito en el cielo. La estaban encontrado allí tirada y no se lanzaban en su auxilio. Gonzalo registró los bolsillos de su chaqueta. Sacó tres o cuatro cajitas de pastillas. “Vaya, cariño”, dijo contrariado, “no me queda Cardioactivina…”. La nuera entonces abrió el bolso, “voy a ver si yo tengo alguna”. ¡Pero bueno…! ¿y por qué aquellos tenían pastillas de Cardioactivina, un potentísimo medicamento, como si fueran chicles de menta? ¡Y sin receta! Sintió Lina los dedos templados de su hijo separándole los labios para introducirle el comprimido, y escuchó cómo empezaba a llamarla al principio de forma suave y después, más contundente: “Mamá…, vamos mamá… ¡Mamaaaá!”

VII
“…Mamá…, vamos mamá… ¡Mamaaaá!”.
Y Lina dio un brinco. Abrió los ojos como platos. Pero qué susto más morrocotudo. Allí estaban todos. La Cardioactivina no. De la Cardioactivina ni rastro. Gonzalo le dio un beso en la mejilla. El nieto la abrazó. La nuera le dijo: “Claro, luego dices que por la noche no puedes dormir… pero te has pasado el día roque… Entre que todavía te dura el “jet lag” y que tienes el ritmo cambiado… vas al revés”. Ella forzó una sonrisa y dijo para sí: “…pon cara de buena, Lina…”.

Se levantó magullada. Le dolía casi todo. Al incorporarse, el librito se cayó al suelo. Se percató Gonzalo y le preguntó: “Ah, ¿Lo has visto? ¿Qué te parece?”. Ella se agachó para recogerlo. “TITULITIS EN CUADRICULANDIA”, de Catador. Se apoyó Lina en el antebrazo de su hijo para incorporarse y le contestó muy seria: “…pues que lees unas cosas muy raras, hijo, muy raras…”.

domingo, 5 de diciembre de 2010

Cartas a un detective

SEPTIEMBRE

Querido amigo Quijada:
No puedes imaginar la sorpresa que me has dado con tu carta. Para mí el nuevo colegio ha supuesto un cambio muy brusco, aunque los compañeros que tengo ahora son muy amables conmigo. Como soy un delantero bastante bueno, todos me quieren en sus equipos y me hincho a meter goles. De los profesores, prefiero no contarte mucho. Hay uno que habla solo. Él se pregunta, él se contesta y él se felicita por lo listo que es o se riñe por lo tonto que también es. Cuando llegues a clase da recuerdos a todos de mi parte, en especial a Martínez, Flores, Reverte, Jiménez, Arias, Sánchez, Armero, Castaño, y sobre todo a Bermejo. A las chicas… mejor no les digas nada.

¿Sigues en tu empeño de ser detective privado? Con lo obstinado que eres, me parece que sí. No tengo ninguna duda de que lo conseguirás. Y además, de los buenos. Ya me contarás cómo sigues con lo de Guillermo el Mini. Me da pena no poder ayudarte desde aquí, pero sé que resolverás el caso y espero que me lo cuentes cuando llegue el día. De todas formas, ten mucho cuidado y no te confíes, porque los peligros siempre vienen disfrazados. Bueno, se me acaba el rollo. Acuérdate de dar los recuerdos. Un abrazo.

Gerardo Bandera

OCTUBRE

Estimado Quijada:
Si la primera carta tuya fue una sorpresa, recibir la segunda ha sido una alegría. Me demuestra que nuestra amistad está muy por encima de la distancia que nos separa y del tiempo transcurrido. Aquí ya hemos empezado el campeonato interescolar. Llevamos ganados tres de tres. Yo he marcado sólo un gol, pero he hecho muchos pases buenos. Y tenemos un entrenador muy peculiar. Le llamamos “El políglota”, porque es el profesor de inglés y dice que habla seis idiomas: inglés, francés, italiano, alemán y chino, además del castellano. Todos estamos seguros de que nos vacila. Ja, ja. No dice bien ni el “gudmoning”.

Por supuesto que me hace mucha ilusión que vengáis a Siraiñe. Si os animáis Bermejo y tú, os venís un Sábado de los que jugamos el partido en casa. Hay autobuses a todas horas. En la otra hoja, te dibujo un plano para que sepáis llegar sin pérdida. Espero que te aclares con las flechas. Y si no, preguntad a cualquiera, que aquí la gente es amable y no se come a nadie.

Respecto del nuevo caso que investigas, el del misterio de las calculadoras desaparecidas, mi opinión es que te fijes en el que parezca menos sospechoso. A Reverte siempre le gustaba presumir de su calculadora de Andorra, y a lo mejor no puede soportar que otros tengan ahora modelos más nuevos y más modernos. No le digas que lo considero presunto culpable. Podría molestarse. Lo ideal sería que lo pillaras “con el carrito del helao”, que pusieras un cebo, quiero decir una calculadora con pegamento, y que se le quedaran los dedos pegados.

No te desesperes con Guillermo el Mini. Tarde o temprano acabará cometiendo un error y tú estarás allí para pillarlo. Y es un dato importante y revelador que cada día llegue al colegio con la mochila vacía y se vuelva a su casa con la mochila cargada. No hay que descartar nada. A lo mejor, libro a libro, el tío está vaciando la biblioteca del colegio.

Sí, yo también creo que Amelia es muy simpática. Por qué no decirlo, la más simpática de todas. Bueno, me despido que me llaman, que la cena ya está puesta. Cuídate.

Gerardo Bandera
P.D.- Estírale bien las orejitas a Bermejo de mi parte el día de su cumple.

DICIEMBRE

Apreciado Quijada:
No tienes por qué disculparte. Fue mala suerte que a Bermejo lo castigaran a última hora y a ti no te dejaran venir solo. De todas formas, aquel partido fue un desastre, lo perdimos 1-4 y no jugamos bien.

No he tardado en contestar tu carta porque estuviera enfadado, sino porque he tenido muchos exámenes, aquí aprietan mucho, y he andado muy liado.

Sobre lo de Guillermo el Mini, mi consejo es que abandones la investigación. Si después de tantos meses siguiéndole no has encontrado nada, ni dentro ni fuera del colegio, a lo mejor es que no hay nada. No parece que robe papeles. Y cuando hace de árbitro, tampoco pita penaltis en contra ni amaña partidos, aunque se equivoca un montón. Lo único que sí me parece claro es que Guillermo el Mini es muy simple. Pero eso no es delito. Hay mucho simple suelto por las calles.

No, no creas que pienso que Amelia es pesada cuando te pregunta por mí. La verdad es que yo también me acuerdo mucho de ella. Me explicaré. Pero por favor no le cuentes lo que te voy a desvelar. Te acordarás del caso del pendiente perdido, que fue muy sonado. Amelia interrumpió la clase: “¡Señorita, señorita, he perdido el pendiente de plata!”. Todo el mundo, profe incluida, iba a gatas por el suelo, buscando por debajo de los pupitres. Y quedó sin aparecer. Y eso que alertamos a la señora de la limpieza. Rastreamos por los patios y por las papeleras. No lo encontramos. La casualidad quiso que dos días después, yo lo viera camuflado en el césped de la entrada. Cuando lo tuve en la mano, me dio vergüenza devolverlo. La gente podría pensar que lo había tenido yo escondido todo ese tiempo. Así que no dije nada, lo guardé y lo conservo como un tesoro, como un gran recuerdo de una gran chica.

Me da que ya lo sabías, que por eso te referías a Amelia en cada carta tuya, porque sólo te faltaba una confesión por mi parte para cerrar el caso del pendiente perdido. Al contártelo, yo me quito un peso de encima y esto queda entre nosotros. Y aquí tenemos otro caso resuelto del detective Quijada. No dirás que no suena bien, ¿eh?

Bueno, voy a despedirme ya, que me he enrollado como una persiana. Avísame si os decidís por fin a venir cualquier otro día a Siraiñe. Y léele la cartilla a Bermejo, para que se porte bien y no lo vuelvan a castigar a última hora. O sea, que seáis buenos, que si no nos vemos hasta que nos jubilemos. Aaaaadiós.

Gerardo Bandera.
P.D.- Por favor, dale recuerdos sólo a Amelia. Y dile que si quiere, que me escriba. Yo prometo contestarle.