domingo, 26 de febrero de 2012

En el bolsillo



I
Esta mañana el agua de la bañera estaba un poquitín más fría. Me he dado cincuenta largos, cinco brazadas en cada vuelta, como siempre. Y se me han taponado los dos oídos, también como siempre. Hale hop. He mirado hacia arriba, a ver qué hora era. Tarde. Empapado, me he envuelto en un paño de cocina, titiritando de frrrrrrrío, y he andado descalzo de puntillas sobre el parquet, para no poner el suelo perdido, hasta el cuarto de Néstor: “¡AAAAAAARRRRIIIIIIIBBBBAAAAA, PEQUEÑÍN!”. Cada vez tengo que gritar más para que me oiga. Tiene un sueño muy profundo, pero también un buen despertar. Legañoso, me ha dado los buenos días con una sonrisa. Hale, hale, que es para hoy. Se ha enfundado sus zapatillas. Se ha estirado, desperezándose. Me ha cogido. Y me ha apretado contra sí mismo. Arrrrrrg, despacio, sin estrujar. Cualquier día, con un “espachurrón” de éstos, haces “sémola de padre”. Me ha soltado con suavidad. Me había cortado la respiración el tío bruto. Pero no me arredro por eso. Le he azuzado. “Espabila, que no llegas al autobús… que nos van a dar las tantas… venga, venga”. A mí me cuesta un periquete arreglarme. A él un poco más. Siempre me toca esperar. Menos mal: Ya está listo. “Néstor… ¿Te dejas algo?”. Repaso general. Ah, sí. El reloj. Va a por él. Se enfunda la chaqueta. Se arregla el cuello. Se cuelga la bolsa en el hombro. Lo penúltimo, el bocata envuelto en papel de plata al bolsillo izquierdo. A mí me deja para el final. Voy directo al bolsillo derecho. Es que soy casi tan alto como el bocata y por eso actúo de contrapeso.

II
Jopé, vaya día. Menuda jaqueca que me había entrado. Me he tenido que tomar un grano de paracetamol. Eso, y un tapón de manzanilla bien caliente. Ahora, a dormir y mañana como nuevo. “Que tengas buena noche, Néstor”. Néstor se me acerca solícito. “¡No, no, déjalo, que me doy por saludado!”. Me da pánico su efusividad. Me subo a mi vitrina, en el aparador. Me acuesto encima de mi esponjita y me tapo con la servilleta de cuadros. Raspa un poco, pero calienta la tira. El chico se queda un rato tumbado en el sofá viendo la tele. La programación que dan no le impresiona ya. Se quedará sopa, como siempre. Se le ve feliz. Y yo con él. Atrás quedan las discusiones monumentales que mantuvimos…, “padre, ¿Pero qué estás diciendo…? ¿Cómo que quieres reducirte? ¡Tú no estás bien de la cabeza!”, sus aspavientos, sus amenazas… todo eso queda muy atrás, en forma de lejana pesadilla. Ahora los dos tenemos sueños en forma de presente. Y los sueños no dependen del tamaño de quien los tiene. En fin… resumiendo, que el tiempo pone las cosas en su sitio. Zzzzzzzzz.

III
Antes, cada nuevo día un padecimiento. “Ten cuidado, Néstor”. “¿No te fías de mí, padre?”. “De ti, claro que sí… del mundo que nos rodea, por supuesto que NO”. Antes, cada hora, un rezo. “Por favor, por favor, que no le pase nada….”. Antes, cada tarde, un no llegarme la camisa al cuello, si no lo encontraba en casa a mi regreso del trabajo. “¿Dónde busco yo a este chiquillo?”. Un depender continuamente de los papás de los amiguitos, “que miren a ver si te pueden acompañar…”. Antes, cada noche, un insomnio. Un no poder dormir por no saber ser a la vez un buen padre-madre para Néstor.

IV
Sabía que esto es una solución temporal. Que más pronto que tarde, Néstor ya no me necesitará, seguirá su propio camino, como es de ley, y yo tendré que mantener entonces los ojos bien abiertos para darme cuenta del momento y hacer mutis y dedicarme ya veré a qué. Pero en el “mientras tanto”, después de vueltas y vueltas, no se me ocurría ninguna opción mejor para los dos. Dejé el trabajo, ya ves tú qué pena. Ingresé todo el dinero a su nombre, con el abogado Valle como administrador. Es de confianza. Discutí con Néstor, creo que eso ya lo he contado. Muy fuerte. Porque los dos somos muy cabezotas. Aunque yo, de momento, un poquito más. Sin tiempo para arrepentirme, y en pleno uso de mis facultades mentales, me tomé el brebaje concentrador de moléculas. Lo venden en el súper, como “Desaparecedor” de insectos. El truco para que funcione en el ser humano está en añadirle matalahúva. Y luego, glup, de un trago. Hasta la última gota, no fuera que a Néstor le diera después por bebérselo también. Al instante, fui el increíble padre menguante. La ropa hueca desparramada por el suelo, y yo tapándome las minivergüenzas, como si mi hijo no me hubiera visto nunca de esa guisa. “Eh, eh, Néstor”, fue lo primero que vociferé desde allá abajo, “No te asustes: Ahora soy tu Pepito Grillo”.

V
Mi sensación actual se puede describir con una palabra. Tranquilidad. Yo voy con él a todas partes. En todo momento. Y sé dónde está. Le transmito ánimo. Confianza. Seguridad en sí mismo. Le vigilo un poco, sólo un poco, para que no se desmande: “¡…Néstor, leche, cómete los guisantes y deja de guarrear, que te veo!”. Los amiguetes alucinan con él. Le dicen: “Pedazo de muñeco tan bien hecho que siempre llevas encima… ¿dónde te lo compraron?”. ¡Mmmmm… espero que no me robe algún crío caprichoso! Los profesores están impresionados con la capacidad de respuesta del chaval, con su repentina madurez… ¡se va a casa con los deberes hechos! No, no me aburro con Néstor ni un segundo. Esta mañana, en el bus, Néstor se ha sentado al lado de su amiguita Espe. Hola, hola. Por encima de la cartera de Espe sobresalía una muñeca. Estaba demasiado bien hecha. Anda que no se nota. ¡Huy, huy, huy… presiento que dentro de no mucho tiempo empezaremos a ser legión los papis que vamos… en el bolsillo!

lunes, 20 de febrero de 2012

Déjame hablar

I
Déjame hablar, por favor, Maika. Contigo, la verdad por delante. Las cosas muy claras. Te lo tengo que decir y te lo digo. Para que no haya equívocos. Bueno, tú ya lo habrás notado. Como para no darte cuenta, aún con el poco tiempo que me conoces. Seguro que ya habrás pensado, “huy, huy, este chico, qué cuerda… No para”. Sí, sé que siempre estoy hablando. A todas horas, en todas partes. Será por eso que casi todos me rehúyen. Porque se ve que los acabo cargando. Soy un “bocas” compulsivo. Un plasta. En cambio, tú… ¿cómo me lo dijiste la otra vez? Sí, fue cariñosamente: “para un poquito, parlanchín”. Si no fuera por ti, a mí ahora todo me daría igual y diría: “piensa lo que quieras…”, pero así no. No puedo. Debo explicarme. De entrada, sé que te va a costar creerme, porque lo mío es raro muy raro y no le pasa a nadie más que yo sepa… pero esto es lo que hay. Ahí va: Yo sólo respiro si hablo. Lo que oyes, Maika. Hablo para vivir. El único aire que me sale de los pulmones es el que va acompañado de mis palabras. O sea que, si me callo, me asfixio. Es mi cruz. Qué. Cómo te has quedado. Di algo. No pongas esa cara, que no me estoy quedando contigo, que te estoy hablando en serio. Bueno, esto entraba dentro de lo previsible. Que te quedaras ojiplática. Si quieres, te hago una demostración, pero pequeña. Ahí va: MMMMMMMMM... (…) Eh, eh, espera, que puedo aguantar aún unos segundos más sin ponerme cianótico… si no digo nada es como si estuviera debajo del agua, sin aire… Oye, ¿ya recoges? ¿ya te vas? ¿no me vas a decir nada? ¿te puedo acompañar? Bueno, vale. Sabía que esto podía pasar de todas formas. Lo sabía. Discúlpame, Maika, por favor. No pienses que soy un loco. Sólo quería que supieras el porqué de mi verborrea. Hablo por los codos. Por necesidad. Pero ya no te vuelvo a molestar, no te preocupes ¡Gracias por escucharme de todas formas! Hale, Conrado, vámonos a casa, que por hoy ya te has puesto bastante en ridículo. Cuidado, el semáforo está en rojo, sólo faltaba que te atropellaran con el día que llevas

II
“Chaval, alegra esa cara, que hay males peores”. Ya, ya, menudo consuelo el del especialista éste. “¿Están ustedes seguros del diagnóstico? Me suena tan irreal que hayan detectado una sincronización estrecha entre mi pulso cardiaco y mi habla… ¿No hay un tratamiento mejor para esto? ¿No hay una pastillita que me permita callar aunque sólo sea por la noche? Vale, vale. Si no estoy conforme, que pregunte en otros sitios… Lo haré, no se preocupe. Y mientras, para no acabar volviéndome loco yo solo, que no me deje los antidepresivos. Que no se me ocurra. Y qué me digo a mí mismo. Ni lo sé ya. Qué me cuento. Al final se me puede acabar el rollo. De momento, digo lo que pienso a cada paso que doy. También me puede valer leer en voz alta. Hasta que me entre sueño. O recitar poesía. Repetir ripios. Mmmmmm…. “. El médico me ha escrito las primeras pautas del tratamiento, me advierte que será crónico. Ha dicho algo entre medias, pero como yo estaba hablando también al mismo tiempo, no me he enterado. No le pienso preguntar. Espero que no sea importante. Salgo y pasa el siguiente. Que todos los que están ahí sentados esperando su turno me oigan: “Me mofo yo del cuadro ése de la pared pidiendo silencio, me mofo”. Y saliendo a la calle, me digo: “La próxima vez que venga, le pediré un certificado donde conste que yo tengo que hablar allá donde vaya…, en el cine, en las clases, en… a mi primo, que no podía comer gluten, sí que se lo hicieron, y…”


III
“¡Déjame hablar, coño!”, le he dicho al de personal, a punto de ahogarme. “Dónde dice que para desempeñar bien mi trabajo he de estar callado. Dónde. Que me lo digas. No lo dices porque no lo sabes. Porque no va escrito esto en ningún sitio. Y lo de molestar a mis compañeros por hablar, que yo sepa ninguno se ha quejado. Ninguno. Dónde dice que por el hecho de que yo no pare de hablar voy a faltar a mi compromiso de confidencialidad. Dónde. En ninguna parte”. El muy cabrito, me ha dado una palmada, en el hombro, y me ha dejado hablando solo, como a los locos. Encima de la mesa, un papelito con el sello de la empresa. Esto qué es. Lo leo por encima. Va a mi nombre. No me prorrogan el contrato. Me levanto pesadamente. Que me oiga, que me oigan todos. Salgo por el pasillo repitiendo a ritmo de samba: “¡Cabrito, cagado, cabrito / cabrito, cagado, cabrito! ”.

IV
Se ha entreabierto la puerta de la habitación. Ha pegado la oreja. Le he dicho: “No pasa nada, padre… aquí sigo, hablando”. No me queda otra. “Disculpa, Conrado, como no te oía, ya me estabas preocupando”. “…no qué va, no he parado”. “deja abierto, prefiero oírte, así estoy más tranquilo”. Arrastrando los pies, se va pasillo abajo. Yo llevaba un buen rato con la tele puesta, con el volumen bajado. Yo hacía de voz en off. Me comentaba las noticias. Pero ahora, ahora mismo, me ha dado por tararear una vieja canción de Nino Bravo. Canturreaba. Eso también vale. “Si yo nací, como todos nacemos, llorando, llorando… Si conseguí lo que tengo, luchando, luchando… Por qué no puedo tener un amor como tú, o como aquél, si yo soy igual…. Por qué no puedo tener felicidad”. Me sube la nostalgia al límite. Está clarísimo. Porque yo no puedo estar callado. Abro la ventana. Siento el frío. Me asomo y suelto una de las mías: “Silencio: me gustas, pero tú y yo somos incompatibles”.

V
"¿Diga? ¡Hola! ¿Qué “si puedo hablar, parlanchín”? Ja, ja, ja qué gracia. Sabes que no hago otra cosa. Hablar a todas horas. Qué sorpresa tu llamada. De las grandes. No me la esperaba". De repente, me quedo mudo al aparato. Es ella. Maika me ha llamado. Uaaaauuuu. Después de… buuufff, tanto tiempo. Mmmmmmmmm. Casi ni me doy cuenta. Extraño sopor. Es cuando ella sí se percata, reacciona y grita alarmada: “¡Parlachín, parlanchín, di algo, por favor, respira!”. Y yo vuelvo con una bocanada de palabras que acompañan a mi aire. Me ahogaba sin sentirlo. “¡Dios, Dios, es que no sabía qué decir!”. Me repongo. Me rehago. “¿Quedamos o seguimos hablando? Te aviso, te advierto que, si seguimos hablando ahora, conmigo puedes quedarte sin saldo... Guayyy. Esta tarde en el Liberto. A lo mejor prefieres un paseo. Pero tenemos que tomar precauciones. Dime qué prefieres. Aspirinas o tapones de cera. Llevaré las dos cosas. Te pueden hacer falta”.

domingo, 12 de febrero de 2012

El detector de cualidades

I
Nadie lo diría. En el centro de aquel mar de dunas desiguales, peinadas continuamente por un viento ahora amable, nadie diría que la “civilización”, la primera línea de edificaciones, se asoma a unos pocos metros. Los seis del grupo corretean descalzos. Se hunden en la arena hasta la espinilla. Se dejan caer. Se tiran. Se rebozan como croquetas. Se mimetizan. Gritan. Sus voces se pierden en el cielo. Se sienten libres. Por un desnivel, “¡la voltereta, Jerónimo, la voltereta!”, ruedan uno detrás de otro. Unos con gracia, porque parece que van rodando desde que nacieron. Otros con ninguna, porque por mucho que intenten rodar, su volumetría y su coeficiente de fricción les frenan en seco. Da la sensación de que, tras el promontorio, aparecerá una auténtica caravana de nómadas. Tonto el último. “Eh, eh, esperadme. Que alguien me ayude…”, suplica Pascui. Todos se paran. Se esperan. “…que alguien me ayude a contar toda la arena que hay aquí…”. Baaahhhhhh. Siguen hacia arriba. ¿Y detrás? ¿Detrás que hay? Willy se tira sin mirar. Para eso es el más valiente. El más de todo. ¡¡Uaaaaaahhhhh!! Los demás se quedan clavados. El desnivel es demasiado pronunciado. Casi vertical. Gritan. ¡Willyyyyyyy! Vaya leche. Bajan en zigzag. Willy no se mueve. El corazón se les sale por la boca. A los otros cinco. A Jerónimo. A Eloísa. A Cati. A Martina. Y al lento de Pascui, que ni siquiera ha llegado arriba todavía. Buff, buff, buff. Willy, Willy, ¿estás bien? ¿te has hecho algo? La torta ha sido importante. Willy se mueve. Le duele… Comprueba. Ejercicio de autoconvencimiento: No ha sido nada. No ha sido nada. No ha sido nada. Se levanta. Está grogui. Se rehace. Se hace el duro. Calma a los amiguetes. “Estoy bien”. Se sacude la arena. El hombro, un poco. Es que se ha pegado contra algo contundente como una piedra… eh… qué es eso que está en el suelo. Es un artilugio. Algún caminante lo debió perder y el viento lo había semienterrado. Los demás llegan a su altura. “¿Estás bien?”. Blanco como una pared exclama: “Claro”. Para eso es más chulo que un ocho. “¿Qué tienes en la mano, Willy?”. Willy lo limpia con cuidado. “Bah, es un reproductor, tiene auriculares”, suelta Eloísa. “¡Déjame verlo!”, pide Jerónimo. Willy lo aparta. “¡Espera, lo he encontrado yo!”. Todos se arremolinan. “Yo sé lo que es esto”, anuncia Willy solemne. Qué, qué es. Se aclara la voz. “Un detector de cualidades”. “Ya está: como siempre, quedándose con nosotros”, protesta Pascui. Willy se lo guarda en el bolsillo del bermuda. Lentamente, y escoltado por el grupo, Willy inicia el regreso. Al primer paso, un dolor intensísimo en el tobillo le hace ver las estrellas. Y eso que el sol aún no ha terminado de esconderse.

II
“Un esguince sin importancia”, minimiza Willy. Pascui ha ido a verle a su casa en cuanto ha sabido que estaba perjudicado. No ha sido el primero en llegar. De escolta, ya estaba Jerónimo. Ambos jugaban a la videoconsola cuando ha entrado Pascui. No han interrumpido el juego por él. Y no parece que le hagan mucho caso. “Pues vaya faena, chico, con lo bien que nos lo estábamos pasando”. “A mal tiempo buena cara”, asegura Willy. Hay que ser grande hasta en las desgracias. Pascui les mira boquiabierto durante unos minutos. Gana Willy. De calle. Tiene el tobillo mal, no los dedos con el mando. Entonces, Pascui no puede reprimir la pregunta: “¿Y el trasto ése que te encontraste… al final qué era?”. Ahí sí. Botón de pausa. “Una flipada, tío, ¿a qué sí, Jerónimo?”. Willy sonríe. “Lo que yo decía: Un detector de cualidades”. “Pero qué es eso. De qué me hablas”. “Eso es lo último. Es un aparatito que detecta el saber que uno acumula. Como cuando pasas por el escáner del aeropuerto y pita si hay metales, igual”. “Venga ya”. “Que sí, que sí. Con estos aparatitos, se han acabado los exámenes en los colegios y en las universidades…”. ¿Quéeeeeeee? “…Lo citan a uno, venga usted tal día a tal hora, le pasan un detector como éste, y no hace falta que diga ni escriba nada. El detector ya incluso te pone la nota. Éste, se lo sabe todo a medias, un cinco pelón y va que chuta”. “¿Síiiiiii…….?”. “Inapelable”. Willy pide ayuda: “¡Jerónimo: Pascui no se lo cree!”. “Es verdad: tío. Esta mañana lo hemos probado con el padre de Willy y enseguida ha salido el mogollón que sabe de astronomía”. Pascui niega con la cabeza. Le están tomando el pelo. A él se la van a dar con queso. Insiste Willy: “…yo lo leí en internet. Que es lo próximo. Que cuando vaya uno a una entrevista de trabajo, antes de preguntarle nada, ya le pasarán un aparatito como éste. Y si el aparatito detecta que el aspirante sabe, pues entonces, contrato y a trabajar… Ahí no hay factor humano que se equivoque”. “Willy, pruébalo con él y a ver si se convence”. A la pata coja, Willy se aproxima al aparador. Ahí lo guarda. El detector. Se pone los auriculares. Señala a Pascui. Espera unos segundos. Se ríe otra vez. “…tío, te sabes bien los países del continente americano, pero flojeas en los de Asia”. Pascui enmudece entonces y prefiere despedirse, no sea que le sigan averiguando.

III
Fue por aquí por donde ruló Willy. O por allá. Las dunas se parecen. Pero no son iguales. Igual han cambiado. Pascui vuelve a encontrarse desorientado. Está metido en un laberinto de arena. Sin paredes. Sin puertas. Se deja caer en el suelo. Escarba. ¿Y si…? ¿Y si hubiera por ahí escondido un segundo detector? Bien pudiera ser. Las cosas es sabido que se pierden de dos en dos. Por lo menos eso es lo que le suele pasar a él. Qué difícil. Y qué suerte morrocotuda la de Willy. Ir a encontrarse él con ese tesoro. La seguridad de poder distinguir al que sabe del que no. Al bueno del que no lo es. Lleva ya un buen rato rastrillando cuando escucha desde lo lejos una voz que le llama. “¡Pascuiiiiii!”. Levanta la cabeza. Suda. Es Eloísa. Le ha pillado in fraganti. Baja hacia él. Ella planea sobre el desnivel. Se le acerca. “Qué estás haciendo”. “Nada”. ¿Nada? Con Eloísa no valen disimulos. Él le confiesa: “Quiero un detector de cualidades. Lo quiero”. Hablan. Minutos. Pascui agacha la cabeza, como avergonzado. Ella le levanta la barbilla. Lo toma del brazo, lo encamina suavemente. “Anda, vamos, se hace tarde y te estaban buscando”. Remontan la pendiente de arena. Y dejan sus huellas profundamente impresas sobre el lienzo inclinado de arena.

IV
Willy, apoyado en una muleta, titubea. “No sé si debo, no lo sé…”. Jerónimo, de testigo. Y Pascui le recuerda: “Tú me dijiste que por doscientos me lo vendías. Aquí están”. Ahí se los tiende. En una bolsa cargada de monedas de euro y de monedas de cincuenta céntimos. “Oye, ¿has roto la hucha?”, pregunta Jerónimo. Y a él qué si la ha roto. Y a él qué si después sus padres le meten una buena bronca. Ahí está el dinero. Un trato es un trato y una vez hecho nadie puede volverse atrás. Aún murmura Willy: “…me voy a arrepentir, sé que me voy a arrepentir… pero te di mi palabra y ahora me toca cumplir”. Recoge la bolsa de plástico. “Aquí tienes…”. Parece un viejo reproductor y unos auriculares. Parece. Pascui no puede reprimir un temblor al recibirlo. Ya está hecho. Santa Rita Rita. Se encasqueta los auriculares. Apunta hacia Willy primero y hacia Jerónimo después. Nada. No oye nada. “…igual le tienes que cambiar la pila”, le explica Willy con seriedad. Ah. Va a pilas. Pascui le desea “que te mejores del tobillo” y sale entonces hacia la calle. Una vez afuera, no llega a oír las risotadas de Willy y de Jerónimo. Qué pavo. Qué primo. Qué simple. Ay, que yo me parto la caja. No las oye porque se ha ajustado de nuevo los auriculares del artilugio y está escuchando una voz potente, que delante de un tipo que pasa con unos bermudas floreados, le dice: “… experto en medicina geriátrica. Tres idiomas: inglés, francés y alemán”. “Guau”, piensa Pascui con emoción, “viéndole así… nadie lo diría”.

domingo, 5 de febrero de 2012

El especialista

I
Ahora ella duerme a mi lado. Siento su leve respiración. Después de la marcha de Elvira, me prometí a mí mismo que no abriría la puerta de mi corazón a nadie. Fue demasiado sufrimiento. Demasiado profunda la herida. Pero Adela encontró la llave. Y abrió. Y está aquí conmigo. Yo estoy despierto. La miro, no me canso de mirarla. Y rezo para que, pase lo que pase, no se vaya.

II
“Tío Hipólito, ¿tú en qué trabajas?”. Buena pregunta. “Soy un especialista, Chesco”. El niño se quedó pensando, sí, bueno, pero eso qué es. “Hago fácil lo difícil. Lo que otros no se atreven a hacer, yo sí”. Chesco abrió los ojos interesadísimo. “¿Eres un doble de los protagonistas de las pelis en escenas arriesgadas?”. Quería saber más. Me rasqué la oreja. “Mmmm, vale, te lo cuento… en las películas cada vez trabajo menos porque casi todos los efectos especiales ahora los hacen con el ordenador y son de mentiras… en eso ya casi no me meto… aunque sí que me ha tocado tirarme desde la terraza de un edificio de treinta pisos… o estrellarme contra una pared con un coche… o meter la cabeza entre las fauces de un león…”. “Ahhh, ¿síiiiiiiiiiii?”. Pues claro. “¿Y nunca te has hecho daño?”. Si haces las cosas bien, no tiene por qué pasar nada malo. El crío soltó otro “aaaaahhhh”, admirativo. Fue cuando llegó mi hermana Chesca desde el otro extremo de la mesa y se lo llevó a rastras de un manotazo, reprendiéndole. El nano le replicaba: “…pero mami, ¿por qué me riñes?”. “¡Te había advertido que no quiero que hables con el tío Hipólito! ¿Te enteras?”. Pobre crío. Bronca por mi culpa. Doblé la servilleta, me levanté. Antes de salir, me acerqué a la orejita de Chesco y le dije: “…oye, ni se te ocurra probar en casa las cosas que yo hago…”. Era por si se le había pasado por la cabeza, que seguramente sí. Luego dije un adiós general sin derecho a réplica. Ya no he vuelto a acudir a ninguna celebración familiar desde entonces. Donde no se me quiere, es mejor no estar.

III
Si me colocaban un arnés, se iba a notar mucho. Iban a disponer más de siete cámaras. A diferentes alturas, para dominar la ascensión al rascacielos acristalado desde todas las perspectivas. “¿Estás listo, Polit?”. Cuando ellos quisieran. Palmadita en la espalda, ánimo, a subir, sólo tú puedes hacerlo. Sin mirar hacia el suelo. El vértigo es algo que tienen los demás. Con un traje de spiderman de lo más “fashion”. Concentración máxima. Tensión. Palmo a palmo. Auppppp, auuupppp. Al otro lado de ese cristal espejo me veía yo mismo escalando. Fue un exceso de confianza, de esos que te duran una décima de segundo. Iría por la duodécima planta cuando perdí el pie. Se me fueron las manos y resbalé hacia abajo. Escuché gritos secos desde la calle. Tranquiloooooooos. Reaccioné a tiempo. Me agarré como un mono a un saliente del noveno. Basculé. Oooohhhhh. Ni un trapecista del circo lo hubiera arreglado mejor. Por poco, por muy poco. Hale otra vez, arriba y arriba, como la bamba. Llegué a la terraza superior. Me dolía todo. Me esperaba un comité de recepción con vivas y aplausos. Yo sólo tuve ojos para mirar a Elvira, que aguardaba en segunda fila. De esa guisa, vestido de spiderman, me acerqué a ella. Esperaba un beso, un abrazo, pero allí, delante de todos, la tuvimos gorda. “No quiero ser la viuda de Hipólito”, me dijo. “¿Qué?, ¿cómo?, no entiendo… tú ya me conociste siendo así”. Cruzamos palabras, de más a menos suaves. Ella zanjó la conversación: “mira: mejor lo dejamos aquí” y se fue. Yo pensé que pararía y que se daría la vuelta. A lo mejor ella pensó que yo la llamaría. Uno por otro, otro por uno, no ocurrió ninguna de las dos cosas. Y lo cierto es que no he vuelto a ver a Elvira desde aquel día.

IV
Me he levantado sin hacer ruido. Adela sigue durmiendo. Voy hacia la cocina. “Adela”, le dije, “antes de que sigamos adelante… te tengo que explicar a qué me dedico”. Se espantó. “¿Es que robas? ¿Matas?”. “No, no, nada de eso”. “Entonces ya me lo explicarás mañana”. Hoy es mañana. Le debo una explicación. Está amaneciendo. Preparo un café de cápsula. Me esperan en el polígono. Me tengo que sumergir en una balsa tóxica. Convenientemente equipado, por supuesto. Esto está chupado, claro. Sorbo. Quema. Soplo. Si me mojo con esas aguas venenosas, lo mismo se me cae literalmente el pelo. Quedan napolitanas de chocolate. Qué buenas. No sé si debo. Cojo una. No, mejor tres. Las tres a la vez caben en mi boquita de buzón. Mmmmm. Deliciosas. Qué. Arrrggggggg… Me atraganto ¡Ni los mares más embravecidos ni los ríos más caudalosos han podido conmigo y tres puñeteras napolitanas me están asfixiando! ¡No puedo respirar! Arg… ¡A quien se lo cuente! ¡Me ahoooggo! Arg, arg, arg.

V
UUUUUAAHHHHHHH, UAAAA, UAAAAA. Estómago apretado y todo para fuera hacia el fregadero. Hasta por las fosas nasales me sale el chocolate. Aire, aire. Por fin. Por fin. Por fin. Dios, qué susto. Qué mal rato. Un poquito más y no lo cuento de verdad. Bufff, he estado a punto. A puntito. Pánico en mi rostro. Ni una puta napolitana más en lo que me queda de vida. Por éstas. Voy directo en busca del móvil. Está en el bolsillo de la chaqueta. Lo encuentro. Llamo. Me tiembla la mano. “Buscaos a otro. No voy. ¿No me has oído? No voy”. No le doy tiempo a que me replique que no les puedo dejar tirados. Apago el móvil. Para que no suene. Regreso a la habitación. Adela me oye entrar. Despierta con un bostezo. Me sonríe. Le sale una voz ronca: “Polit... ¿me ibas a decir hoy a qué te dedicas?”. Me recuesto junto a ella. “Mmm… me parece que vamos a tener que pensar juntos lo que voy a hacer a partir de ahora”.