domingo, 28 de agosto de 2011

El tonto y el guapo

I
Hace rato que las farolas atenuaron su intensidad. Por lo del ahorro energético. Silencio en las calles del barrio. Estamos en las horas en las que resuenan los tacones de los zapatos con el empedrado del casco histórico. Un gato se escabulle de parte a parte del callejón. A lo mejor no era un gato. Es la tercera vez que el vigilante pasa por aquí. Con los auriculares puestos, escucha la radio y anda absorto. La noche está resultando muy lenta y pesada. Bosteza cerrando los ojos. Es cuando al salir a la placita, se topa de cara con un noctámbulo. Joder, qué susto.

II
Hacen los dos un quiebro para no darse de morros. Cuando apenas se han rebasado, el caminante se gira y le pregunta: “¿Luis Pe?”. Ostras, quién le llama así después de tanto tiempo. “Sí, sí… quién eres”. Porque está oscuro y porque necesita revisar la graduación de sus gafas, el vigilante no reconoce a quien le llama. “Luis Pe, que soy Dani, tío, ¿qué haces tú por aquí?”. Es evidente. “Ya me ves, trabajando…”. Buuuf, qué bien, una vieja cara conocida. Para hablar un poco y despejarse: “…es que llevo más de más de un año en el paro… ahora está todo muy chungo… y me llamaron del Ayuntamiento… oye, que es para vigilar una plaza durante tres días… ¿te interesa? Yo dije enseguida que, claro que sí, que me da lo mismo, aunque fueran sólo tres horas, y ellos me explicaron que hay que cuidar unas figuras que se quedan al aire libre del escultor Carlangas… y yo, que sí, que sí, que me da lo mismo, aunque fuera para cuidar el Tesoro de los Reyes Godos… y ellos vuelta otra vez, oye, es que es para hacer el turno de noche… y yo, pues mejor, así no tengo que vérmelas con ningún borracho que trate de mearse encima de estas estatuas, porque según se miren, algunas están que parecen hechas por el mismo señor Roca; y ellos, advirtiéndome, oye, que igual no tenemos dinero para pagarte hasta dentro de un tiempo… y yo, ¿pero cómo hace falta que lo diga? ¿en chino? Que sí, que me interesa aunque me paguéis dentro de un año; y al final, con un suspiro de alivio, ellos diciéndome que soy un tío de puta madre, que conmigo da gusto entenderse, que los que había delante de mí en la lista, los muy cabrones, habían dicho todos que no…”.

III
“… en eso tienen razón los del Ayuntamiento, Luis Pe: eres un tío de puta madre”. El vigilante sonríe. “Gracias, Dani: tú siempre me has mirado bien…”. Ambos echan a andar bordeando la placita. “¿Y, tío, tú sigues haciendo esas imitaciones tan buenas?”. “Madre mía, madre mía… hace años que no…”. “¿No? ¡Pues qué pena, porque eran magníficas, vales para eso!”. Sombra sobre la sombra de la nostalgia. “De imitaciones no se come, Dani”. “Bueno… márcate una ahora”. “¿Ahora? ¿Aquí? No…”. “Venga, Luis Pe, que no se diga”. “No, de verdad, no insistas…”. A los pocos segundos, en la vieja plaza, suena fuerte un: “¡ESSSS-CÁN-DA-LO, ES UN ESCÁNDALO!”. Y algunas lucecillas se encienden en algunos balcones. Qué narices hace Raphael cantando en la calle a estas horas.

IV
“Y de Begoña… ¿sabes algo?”. El vigilante no se atrevía a hacer esa pregunta. Y tiembla su voz. Su memoria despierta poco a poco y recuerda nítidamente que fue precisamente Dani quien acuñó en la pandilla ese sufijo “Pe” detrás de “Luis”, porque aclaraba que era “Luis Pe-sado”, de tanto como les repetía “tantas veces y con tan poca gracia” la misma imitación, la de Raphael, la del escándalo. Dani tarda en responder con voz grave: “Mmmm…. Begoña… lo dejamos estar hace un tiempo… pero creo que está bien”. El vigilante suspira. Dos noticias buenas. Ella ya no está con Dani. Y ella está bien. Dani le pregunta entonces: “Creo recordar que a ti también te gustaba Begoña, ¿verdad?”. Silencio como respuesta. Entre el tonto y el guapo, ella había elegido. Y se había quedado con el guapo.

V
Han dado dos vueltas a la placita. Luis le ha explicado uno por uno los detalles de cada escultura. Y se ha enrollado con el sistema de alarma que las protege. Suena una campana a lo lejos. Las cuatro. O las cinco. Se paran de nuevo. Dani saca las manos de los bolsillos. “Bueno, Luis Pe, me hubiera gustado encontrarte en otro sitio…”. El vigilante sonríe: “…por lo menos, después de tanto tiempo, esto no es ni un hospital ni un cementerio, je, je…”. Se corta la risa. Silencio. El vigilante da un paso atrás entonces. Le advierte: “Oye, Dani, no me jodas”. Repite: “…Dani… por favor, no me jodas…”. Lo de antes sí que era un gato y ahora trepa hacia una ventana. De nuevo se extiende el silencio por las calles del barrio.

domingo, 21 de agosto de 2011

Como los gatos



I
Al doctor Castillejo lo había tenido Adolfo como alumno bastantes años atrás. No estaría entre los que destacaban ni para bien ni para mal, porque Adolfo, por esfuerzos que hacía, no lo recordaba ni remotamente. El dato se lo había apuntado el mismo Castillejo en la primera visita a su consulta. “Usted me dio clases”. Cuándo. En qué año. Adolfo justificaba su falta de memoria: “…ha pasado tanta gente por mis aulas…”. No debió de ser mal maestro, porque este Castillejo le trataba con mimos y atenciones exageradas. Y ahora, ahí estaba, de entre todo un nutrido equipo de médicos especialistas, pilotando personalmente su caso, como jefe del departamento en aquel hospital de referencia, enfundado en una bata blanquísima y mirando con atención la pantalla del ordenador donde se habían volcado los resultados de las últimas pruebas. Castillejo respiró profundamente. “A mí dime las cosas claras”, pidió él. El médico, torciendo el gesto, buscando las palabras adecuadas, sólo dijo: “Adolfo, no pinta bien”. Y él, sin aparentar inmutarse, y conocedor de que su organismo estaba llegando al límite, sólo repuso: “ya, ya lo imaginaba”.

II
Noche oscura. Noche sin luna. Adolfo se había sentado en el balcón. Incapaz de pegar ojo. Silencio en la calle roto por algún grillo compulsivo. Absorto. Aturdido. La cabeza a mil por hora. Por mil caminos, por mil imágenes, acababa siempre desembocando en un: “joder, qué putada… ahora que por fin empezaban las cosas a funcionar y podíamos empezar a vivir sin complicaciones…”. Dentro, en el piso, Sabina tampoco conciliaba el sueño, envuelta en un llanto mudo. La única que sí dormía en toda la casa, profundamente además, ajena a todo, y metidita en su cajón, era la gata Renata.

III
Antes de entrar en el Centro de Investigación para la Inteligencia Artificial, con la ayuda necesaria de Sabina, ya se sentía muy fatigado. Su lugar de trabajo durante tantos años. La obsesión de su vida: que la línea que separa un cerebro humano de un procesador fuera cada vez más delgada. Fueron saludándole muy afectuosamente cada uno de los colegas con los que se cruzaba. “Que no me quieran tanto, por favor”, le decía a Sabina con apenas un hilillo de voz y evidente mala leche. Se quedó solo en su despacho, tal y como había pedido. Con la intención de dejar las cosas arregladas. Tic-tac, tic-tac. El segundero inexorable. Repasó lo que quería hacer. Ordenar viejos papeles. Dejar instrucciones, sobre todo a su discípulo Rogelio. Escribir esas últimas ideas que le rondaban por la cabeza. Enviar notas a los amigos olvidados en el camino. O mejor no. No enviar nada. Eso sí, destruir esos ficheros que pudieran ser comprometidos en el futuro (…). Y viajar, salir urgentemente de aquellas cuatro paredes, y ver un poco de mundo antes de que fuera ya demasiado tarde. Tic-tac, tic-tac. Permaneció dos horas allí quieto, encogido. Sin mover un solo dedo, sin hacer nada de lo que se había propuesto. “…si tiene que venir ese puto tren, que pase de una puta vez, que me recoja y que se acabe todo de una puta vez…”. Nada. Silencio. No venía aquel “puto tren” todavía. Al cabo de un gran rato, y temiendo que le hubiera pasado algo, entraron a la puerta y sin llamar, Sabina y Rogelio. Por ese orden.

IV
“Ven Adolfo, que te queremos enseñar algo”. Lo arrastraron hasta el taller. Qué familiar y desconocido le resultaba al mismo tiempo. “Qué, qué pasa”, preguntó con desinterés. “Mira ahí”. Ya. El ordenador nuevo. El que ocupaba el sitio de un armario ropero de tres puertas. “…lo hemos desarrollado, Adolfo, el transferidor, digo, y vas a quedarte alucinado cuando veas el resultado…”. Adolfo miró hacia el ordenador. Escuchó un nítido: “¡Marrama-miaú!”. Se espantó y se echó para atrás. “… ¿se ha colado un gato dentro?”. Rogelio y Sabina rieron. “No, no, no es eso…”. Rogelio llamó: “…bsssss, bssssss, Renata bonita… ¿cómo estás?”. “Miauuuuuu, miauuuuuu”. Qué potencia sonora. De dónde salían aquellos maullidos. “Lo tenemos, Adolfo, lo hemos conseguido”. El viejo profesor no entendía nada, de nada, de nada. “…que sí, que hemos transferido el cerebro de Renata a la máquina”. “Miauuuu, requetemiauuuuuú”. “Renata nos ve y nos oye, y sigue pensando e interactuando ahí dentro, en el procesador”. A Adolfo se le escaparon las lágrimas, “sabía que se podía hacer, lo sabía…”. Más que ciencia-ficción. Ya estamos ahí, en la nueva era. Adolfo, con nuevos bríos empezó con una batería de preguntas. Y cómo se os ocurrió. Y cuándo. Y por qué. Y por qué Renata, la pobre gata. Ah, ella sí que tendrá dos vidas por lo menos. Ay, cómo os pille la protectora. Detalles. Más detalles. Detalles que le daban nueva luz al soplo de vida que le sostenía.

V
Qué dilema. Qué planteamiento. Rogelio y sobre todo Sabina le proponían “cambiar de carcasa” para seguir viviendo. Bueno, sí, …dejaría un cuerpo que se extinguía y se quedaría dentro de un ordenador, con posibilidad de ver, oír y hablar… pero por lo menos seguirían juntos. Además, qué gran paso para la ciencia. El saltito de Amstrong en la luna, una mieeeerda al lado de este avance. Sus ya agotadas reservas recobraron un impulso y su estado de ánimo subió a lo más alto. Brotaron ideas a borbotones que dejó escritas y descritas con detalle. Se acordó de los amigos perdidos y se propuso reencontrarlos. Adolfo pidió a Sabina que lo llevara, cerca, lejos, a cualquier lugar. A conciertos. A espectáculos. A playas infinitas. A montañas por encima de las nubes. A ciudades y pueblos, donde el dolor se puede aparcar en doble fila sin que te multen. Todo ello con la intensidad y la concentración que da un plazo muy breve de tiempo.

VI
Adolfo apenas pudo decir al despedirse: “…por favor, pagad todos los recibos de la luz, no sea que me desenchufen y acaben conmigo”. Risas, “qué cosas tienes”. Tensión. Sabina y Rogelio empujaron la camilla hacia el interior y la sala quedó vacía. Tic-tac, segundos. Minutos. Horas. Noche. Madrugada. Día.

VII
La puerta volvió a abrirse. Salieron el doctor Castillejo, Rogelio y Sabina. Por este orden. En los brazos de Sabina, parpadeaba por el cambio súbito de luz… la buena Renata. Los tres demudados. Ojerosos. En la cabeza del doctor aún resonaba una advertencia muy lejana, “Castillejo, hágame caso, dedíquese a la medicina… porque la electrónica desde luego no es lo suyo…”. Rogelio se aclaró entonces la voz y dijo: “Bueno… ya está todo dicho…, por lo menos se ha marchado feliz…”. Y Sabina rompió de nuevo a llorar: “…no sé si nos perdonará que le hayamos hecho este teatro… ¡no soportaba las mentiras!”. En ese momento pareció escucharse el silbido de un puto tren. Quien más nítidamente lo percibió fue Renata, que alarmada, se zafó de Sabina, saltó al suelo, y fue a protegerse de la locomotora invisible debajo de los sillones arrimados a la pared, con un sonoro “requetemiauuuuú”.

lunes, 15 de agosto de 2011

El circuito naranja

I
Qué frío hace esta mañana. El sol apenas puede levantar la niebla. Junto a la entrada del Hotel, el autobús blanco y verde espera con el motor al ralentí. Los pasajeros ya están arriba. Se resisten a quitarse los chaquetones porque los asientos aún están helados. El conductor espera abajo. El humo del cigarrillo y el del vaho se mezclan. Al suelo con la colilla. La aplasta contra el asfalto. Mira el reloj, “ya teníamos que haber salido, pillaremos caravana”, murmura con evidente cabreo. Por detrás de las cristaleras automáticas aparece un tipo bajito. Lleva la tarjeta identificativa de “Circuitos Elguiri” prendida de la solapa de la chaqueta. “Buenos días”, saluda, “…perdón por el retraso”. El chófer no entiende nada: “…pero, ¿y Florián?”, le pregunta. El recién llegado responde: “Florián, el pobre, ha tenido una gastroenteritis y está que se va por la patilla…”. “…si lo he visto en el comedor desayunando y no me ha dicho nada…”. “…se ve que las napolitanas de chocolate le han acabado de descomponer del todo…”. “¿Y entonces, qué hacemos?”. “Pues nos vamos igual… yo soy su compañero… Hale, arriba, arriba, que se hace tarde…”. Desde dentro del bus, los pasajeros estiran el cuello, y quién es ése, qué pasa, qué pasa, por qué no arrancamos ya.

II
“Buenos días señores… lo primero, pedirles disculpas por estos minutitos de retraso, que intentaremos recuperar a lo largo de la mañana… y lo segundo explicarles que mi compañero Florián ha tenido una indisposición repentina, y no por eso les iba a aguar la fiesta a ustedes que no se lo merecen. Para eso he venido en su lugar. Casualmente, también me llamo Florián. Somos pocos, y en Circuitos Elguiri hemos venido a coincidir dos. Qué tal se me escucha por detrás. ¿Bien? Bueno, bueno… Tengo entendido que hoy nos vamos a Gorroperdido, ¿no? Pedazo de pueblo. Por el camino les explicaré un par de anécdotas que seguro les van a interesar. Trataré de hacerles más entretenido el trayecto, aunque yo no soy como otros guías, que tienen tendencia a... la diarrea verbal… je, je, perdón por el chiste… prefiero que ustedes descansen y eso sí, decirles los mejores apuntes para que ustedes se formen la mejor opinión…

III
“Queridos amigos y amigas de Circuitos Elguiri, para que no se me duerman, me van a permitir que les lea un pequeño relato que espero les guste… pertenece a un blog muy chulo que se llama El libro de las Ocurrencias. Luego se lo repito por si quieren tomar nota, no se preocupen. Aquí van apareciendo, semana a semana, interesantes historietas fáciles de leer, que tocan muchos temas… Éste que he elegido se titula El pintor de Escaleras. Como en esta historieta sale Gorroperdido, me ha parecido procedente mostrársela, y dice así: “….”

IV
Con buena dicción, el guía llega al punto final: “…ése es el cuadro que le falta por pintar. Mujer de espalda subiendo las escaleras”. Más silencio que en un cementerio. Se escucha el “trocotró” de las ruedas con el asfalto. El guía pregunta: “¿Qué? ¿Les ha gustado?”. La gente dormita. La gente mira el paisaje por la ventanilla. La gente escucha música con sus auriculares. “Si acaso”, amenaza, “dentro de un rato les leeré otro”. El autobús sigue, todavía muy rezagado, tragando kilómetros lentamente. .

V
“Bueno, señores, perdonen que les interrumpa de nuevo. Les ruego un poco de su atención. En Circuitos Elguiri siempre hemos buscado hacer algo diferente, algo mejor…”. Murmullos. “…es por eso que la próxima pausa, en lugar de realizarla en un área de servicio… la vamos a hacer en un campo de naranjos, así como suena…”. Más murmullos. “Los que quieran, pueden quedarse en el autobús, pero los que no, se pueden venir conmigo, porque a cuatro minutos andando, nos encontraremos con el huerto del tío Pasqualet… podrán ustedes hacer las fotografías que estimen oportunas, podrán ustedes coger naranjas directamente del árbol y disfrutar de una calidad, de una textura y de un dulzor indescriptibles”. Comentarios. Qué ha dicho. Qué dice éste. Qué ha bebido. “…eso sí, señores… no arranquen ninguna naranja que no se vayan a comer, y sobre todo, les ruego, que no se llenen los bolsos de naranjas… no sería solidario con los próximos grupos que vengan conmigo al huerto en los días venideros…”. El conductor protesta. “Esto no estaba hablado con la agencia… no sé yo si el autobús va a caber por esos caminitos”. El guía, antes de cerrar el micro, apunta: “…mientras tanto, les hablaré de lo que cuesta mantener un campo de naranjos y lo que se está pagando hoy en día por los intermediarios…”.

VI
Ordenadamente, los pasajeros van bajando del autobús. Al pie del camino, el guía les espera. “Iremos rapidito, señores, vayan siguiéndome y disfruten del paisaje. Por favor, anden con cuidado, no se me vayan a torcer ningún pie”. El guía emprende la marcha. Anda con la cabeza gacha, mirando el suelo. Campos de naranjos a ambos lados del camino rural. Todos vallados. Todos con las vallas rotas. Al poco, los últimos del grupo, le gritan: “¡Florián, coño, no vayas tan rápido, que hay gente mayor que no puede ir tan deprisa!”. El guía se para. Levanta la cabeza. Mira a un sitio. A otro. Y sin que nadie le oiga, murmura para sí, “joder, que me parece que me he confundido de camino…”.

VII
Los del grupo Circuitos Elguiri han irrumpido en el campo de Pasqualet a saco. Se han perdido entre las hileras de los vetustos naranjos. Se han puesto por separado. En grupo. De todas las maneras. Y han sacado ráfagas de fotografías. A los árboles. A las naranjas. El que menos sabe, parece que tiene un máster en variedades cítricas, por lo menos. Cogen naranjas de los árboles. La corteza es amable. Se deja pelar bien. Se les sale el zumo por la boca. Se ponen más morados de Vitamina C. “…moderación, señores, no se me vayan a poner malos ahora”. Hay quien ofrece su reino por una servilleta de papel. El guía tiene el cronómetro en la mano. Mira agachándose para que nadie, ninguno, se despiste y se vaya más lejos. Y les refiere satisfecho: “…ya les contaré, ya, la historia del primer Pasqualet, que llegó con los pobladores de Jaume I a estas tierras allá por el siglo XIII…”.

VIII
“¡Atención, señores, que nos vamos yendo….!”. Los más aplicados y puntuales ya se habían arremolinado en torno al guía. Los despistados se han pasado al otro campo, porque siempre parece que lo de los otros es mejor. El guía exclama contrariado: “… veo que hay bastantes naranjas en el suelo… eso no está nada bien… las instrucciones que di eran muy claras…”. Todos se miran unos a otros. Los culpables siempre son los demás. “…bueno, emprendemos el regreso al autobús para proseguir la excursión”. La vuelta al autobús cuesta la mitad de tiempo, porque ahora van en línea recta. Y a algunos, el doble de trabajo, porque en sus bolsos no les caben más naranjas.

IX
El conductor, en cuanto les ve llegar, le señala furioso: “¡ahí viene!”. Y un señor bajito y calvo que está a su lado, junto con una pareja de la guardia civil, grita como un poseso: “¡Sí, sí! ¡Ése es el hijo puta que me encerró con llave en el cuarto de baño del hotel!”. Los agentes avanzan hacia él dándole el alto. El guía de las naranjas los ve acercarse y se desprende de la tarjeta de identificación, tirándola al suelo. “Ya estamos aquí”, suspira. Los aproximadamente cincuenta viajeros se arremolinan en torno a él, pidiendo explicaciones. Pero qué pasa. Qué pasa. Un agente le refiere al otro: “Ostras macho, si a ése lo conozco yo, es el hijo del tío Pasqualet, el que no está bien…”. “...pues me parece que esta vez ha llegado un poco más lejos….”. En ese momento no pueden cruzar el cordón que, sin previo acuerdo, han formado los excursionistas. Conforman una piña protectora que no parece dispuesta a moverse. Y no se sabe, si acabarán llevándoselo al cuartelillo o, por el contrario, como pretenden todos a una, le permitirán que les guíe en el resto de la excursión, en lo que queda de Circuito Naranja.

domingo, 7 de agosto de 2011

El riesgo de ser tu prima



I
Porque es el “hijo de”, si no, a santo de qué iba a tener Jandro la suerte de trabajar durante los dos meses de verano en el cine-terraza Atenea. Cuando empezó, Jandro pensaba que Fidel, el dueño, le dejaría de buenas a primeras estar a cargo del proyector digital. Tecnología punta. Eso le hubiera entusiasmado. Pero de momento, no. De momento, coge la escoba y barre montañas de cáscaras de pipas mezcladas con arena de playa, papeles y palomitas; reparte las sillas de plástico blanco, que estaban apiladas, y las distribuye, de forma simétrica para que todas tengan un buen ángulo de visión. Y eso sí, desde la barra del bar, se empapa cada noche con la peli de estreno. Hoy, por ejemplo, toca “Los nietos de Enrique Alfarero”, una película de culto.

II
Fidel no está de buen humor. Al atardecer se ha levantado un viento molesto, y eso seguramente ha retraído a los veraneantes. “Esta noche palmamos pasta”, le ha dicho a Jandro. La meteorología no está acompañando estos días. Efectivamente, acuden una docena de espectadores mal contados. A las diez y media en punto empieza la proyección, invariablemente. A las doce menos cuarto, Fidel enciende las luces y la diapositiva del “Intermedio”. Bostezos, caras somnolientas mirando el reloj. Silencio. Nadie se levanta camino del bar a pedir ni una simple botella de agua mineral. Así que, con ganas de acabar pronto, la pausa dura tres minutos escasos. Jandro sube entonces a la sala de proyecciones. “Animaremos esto, no te preocupes”, le dice a Fidel, que tiene la moral tocada. “…además, la gente no ha venido porque Enriquito Alfarero está ya muy visto, por muy abuelo que sea ahora…”.

III
Buuuf, cómo quema el sol. El sudor resbala por las mejillas de Jandro. La gorra con visera no tapa lo suficiente. No hay parabrisas en el parking que no tenga el papelito con el programa del cine-terraza Atenea. Ya ha pasado por los bares del Paseo Marítimo, de uno en uno. Se ha acercado a las barras, y entre bocata de tortilla de patata y ración de calamares, ha ido hablando con cada uno de los encargados de los locales. Ha pegado en las cristaleras el anuncio de la peli de hoy, “El riesgo de ser tu prima”. Buena a rabiar, reparto de lujo, con Carlos Tejeda a la cabeza. Ha repartido entre los que almuerzan que tragan como si no hubieran comido nada en cuatro días. Y al salir del último, se ha cruzado con ella. Automáticamente, le ha dado un programa. Y al mismo tiempo, ella le ha ofrecido… “deuvedés”… con esa película, la de la prima. Se han quedado paralizados. “…somos competencia”, ha dicho Jandro. La chica se muestra un poco cortada y no abre la boca. “…hacemos una cosa”, le ha propuesto él, “…yo te compro una y tú vienes esta noche al Atenea”. No sabe qué hacer. Los de las mesitas del bar están con la antena puesta. Él se despide de aquella piratilla sin tener claro si van a volver a verse.

IV
Fidel tiene que ausentarse esta noche y le ha explicado a Jandro paso a paso cómo funciona el proyector. Por fin. Bravo, bravo, bravo. Y el chico, para dar a entender que el mecanismo es sencillo, ha prestado poca atención. Más bien ninguna. Esto tiene que ser como el mando de una tele. “Ahí están las instrucciones por si tienes alguna duda”, le ha dicho señalando un carpetazo de quinientas páginas. Luego se ha quedado solo, rascándose la cabeza. “…cómo me había dicho que se empezaba…”. Era ese botón. Duda. Luego no, está seguro. Que sí, que era ese botón rojo. Le da. No va. Al instante, un ruido. Ventilador en marcha. Ostras, que no, que no era ése. Aprieta de nuevo. No para. No para. El ruido es sospechoso y preocupante. Aprieta el puto botón rojo. No para el proyector. La bombilla hace “plooof”. Y huele a humo. ¡No, no, no! Estira del cable, del enchufe. Suelta. La máquina cede en su ímpetu y se para. Jandro no se lo explica. Catástrofe. Va al armario de las herramientas. Tiene que haber más bombillas de recambio. Con la carpeta de las instrucciones abierta por la página 82, empieza la “operación destripe”.

V
Las ocho. No hay manera. No sale la carcasa que recubre la bombilla.

VI
Las ocho y media. No hay manera. El casquillo de la bombilla nueva no entra de ninguna forma. Ni a martillazos.

VII
Las nueve. No hay manera. No se puede poner la carcasa tal y como estaba al principio.

VIII
Las nueve y media. Lo que faltaba. Y ahora por qué no se enciende la bombilla de los cojones.

IX
Las diez. Se abren las puertas. Hay ambientillo. Ha hecho efecto la campaña de propaganda mañanera. “El riesgo de ser tu prima” interesa a la gente.

X
Las diez y cuarto. Le duele todo. Le duelen las manos. Le duele la cabeza. Esto es un desastre. Ya está pensando en cómo pedirá disculpas al público y explicará que, “por causas técnicas” se suspende la proyección.

XI
Las diez y dieciséis. La bombilla se compadece y se enciende. Funciona. ¡Funciona!

XII
La película empieza, sin tráiler, a las diez y veinticinco. Más de medio aforo aún no había terminado de ocupar sus sillas de plástico.

XIII
Las once y media. Jandro da al botón pausa. Y los personajes se quedan congelados. Enciende las luces de emergencia. Tiene el micro de la megafonía preparado. Toc, toc, probando, probando. Despliega el folio que tenía preparado, y con música de violines de fondo, empieza a leer con voz engolada: “La Chocolatería de Colaso, en pleno centro del Paseo Marítimo, les propone las mejores mariscadas y los chocolates más deliciosos. La Chocolatería de Colaso, de aquí, hoy no paso”. Murmullos. Da igual. Jandro lee cinco propagandas más, y al final, anuncia, “Señoras, señores, hoy tenemos en nuestro bar el refresco de cola a cuarenta céntimos”. ¿Qué? ¿Cómo? Chancletas para qué os quiero. Jandro respira, ¡bien!, hoy volarán muchas de las latas que estaban a punto de caducar.

XIV
Las doce y veinte. Títulos de crédito. Luces. Murmullos. De verdad, la historia de la prima es un peliculón de los de empezar a llorar y no parar. La gente se levanta entre aturdida e impactada, conteniendo la lagrimita. Jandro está satisfecho. Al final todo ha salido bien. ¿Todo? Es cuando por la ventanita avista a la chica que sale desde un lateral. Estaba allí. Todo el tiempo. Y él sin caer en la cuenta. Plaf. Le da al botón pausa de nuevo, los letreros y la música quedan congelados, y baja, baja de dos en dos, los dieciséis escalones. Murmullo. Voces. Sale corriendo a la calle, donde ya casi todos se han dispersado. “¡Eh, tú, por favor, espera!”. Es que no sabe ni su nombre. Ella no se da por aludida, sigue andando, en dirección al paseo. La alcanza. Sin resuello. Ella no afloja el paso. Está molesta y se nota. Perdón, perdón y perdón. Habla. Habla él. Nadie alrededor. La playa duerme. Se escucha un “hasta mañana”. Y Jandro vuelve sobre sus pasos. Se llama Nadine. Ella se llama Nadine. En la terraza Atenea sólo queda Aparisi que le recrimina, “tío, dónde te habías metido”. Las sillas desordenadas. Y en la pantalla, petrificados, los agradecimientos, entre otros, al Ayuntamiento de Mediavilla, donde se rodaron algunos exteriores de la película.

XV
Batería de 9 voltios. Enganchada al portasillas de la bicicleta con cinta elástica. Walkman ochentero. Amplificador. Altavocillo de 200 watios. Jandro le da al play. Al principio se acopla. Pero suena como un tiro. Y empieza a pedalear. “ESTA NOCHE, EN EL CINE-TERRAZA ATENEO, EL GRAN ÉXITO DE LA TEMPORADA… EL RIESGO DE SER TU PRIMA… LA PELÍCULA QUE LE HARÁ CAMBIAR”. La gente, vestida de playa, le mira a su paso. Y qué. Cuánta megafonía. Desde una furgoneta que vende melones, “¡…cuatro melones a un euro, señora, compre melones de La Mancha…!”, le hacen la competencia. Allí se pierden los decibelios del equipillo que anuncia el cine de verano. Tiene que separarse de esa fuente de ruidos. Da un quiebro con la bicicleta, cambia el sentido en el paseo, “¡RECUERDE, EL RIESGO DE SER TU PRIMA, ESTA NOCHE A LAS DIEZ Y MEDIA!”. Cuando Jandro avista a Nadine, él acaba de ser parado por la policía local. Le están reprendiendo por liar ese escándalo. Para estas publicidades en vía urbana hay que pedir permiso. Nadine cruza por el otro lado, intentando pasar desapercibida, no sea que la enganchen también. Y Jandro se queda con las ganas de salir detrás de ella.

XVI
Aparisi, algo escandalizado, ya le contó a Fidel lo de la noche anterior. Lo de la propaganda. Y lo de los cuarenta céntimos. Lo de la bombilla no, porque no lo sabía. Fidel le espera para cantarle las cuarenta. Pero Jandro, la hora que es y las sillas sin poner, aún no ha aparecido. Son casi las nueve cuando el chico atraviesa la doble puerta del recinto Atenea. Con las dos manos carga con el carpetón de las instrucciones del proyector. “Me lo he llevado a casa para estudiarlo”, le ha explicado a Fidel, “…es impresionante, tiene un montón de posibilidades el cacharro éste”. Es cuando Fidel empieza la lista de reprimendas. Primero, por lo último: llegar tarde. Después por lo primero. Qué es eso de la propaganda en el intermedio. Lo tenía que haber hablado con él primero. Además, él no puede ver a los de La Chocolatería de Colaso. Menudos capullos. Y tras la bronca, le tiende la escoba. Hale, a barrer, que es tarde.

XVII
Hay tanto público o más que el día anterior. Noche apacible. En calma. Esta vez sí, Jandro ha estado atento. Ha estirado el cuello. ¿Vendrá o no vendrá? ¿Aparecerá Nadine hoy? Reprime un salto cuando la ve entrar. Termina de enjuagar unos vasos. No hay nadie esperando en la barra del Atenea. “Aparisi, ocúpate tú”. ¿Eh? ¿Cómo dices? Jandro ya no le oye. Ha salido al encuentro de Nadine.

XVIII
Antes de que lleguen las diez y media y empiece la proyección hablan. De cine. De sus películas favoritas. Las últimas que vieron. “¿De verdad no te importa ver de nuevo la de la prima?”, pregunta él. “No, para nada. Está bastante bien. Siempre acabas pillando detalles que se te escaparon la primera vez”.

XIX
Fidel está furioso. En su fuero interno, le ha gustado que el chico tenga impulso, que se haya movido lo inimaginable en un chaval de su edad publicitando el Atenea por toda la playa, y haya introducido algo de propaganda local en los intermedios No se lo va a reconocer, claro. Pero lo que ahora presencia es un acto de rebeldía en toda regla. Un abandono del puesto de trabajo, diríase. No, eso sí que no lo va a tolerar. Por mucho que sea hijo de quien es ¿Se puede saber qué narices hace Jandro sentado ahí, al lado de… al lado de… esa negrita?

XX
Parece que la película no termina nunca. Nadie pestañea. Nadine está muy tensa. Al lado, a Jandro le bailan las piernas. En un momento determinado, el personaje principal, interpretado por Carlos Tejeda, le dice a su amigo: “Nadine tiene que saber que puede confiar plenamente en Jandro”. Todo el patio de butacas de plástico está con el cuello levantado siguiendo la escena sin inmutarse. Nadine se revuelve hacia él, buscando explicaciones. Jandro se encoge, y se justifica: “…es que ese proyector tiene muchas posibilidades…”. Con un gesto, ambos se levantan. Y a oscuras, buscan la salida del Atenea. Fuera, en la calle vacía, tienen mucho recorrido. Mucho que hablarse. Mucho que conocerse.