domingo, 30 de octubre de 2011

El tiempo que nos cabe

I
“La próxima vez, señor Frutos, haga el favor de no esperarse tanto”. El señor Frutos, tendido en la cama, acepta la reprimenda y se justifica: “…es que voy siempre tan ocupado y tan liado, que se me olvida lo rápido que pasa el tiempo…”. El médico comprueba el monitor y confirma: “…bueno, le hemos transferido veinte años… lo cual no está nada mal”. El paciente sonríe: “Lo he notado inmediatamente, ¡menudo subidón!”. “…dentro de un ratito vendré de nuevo, y si no hay ninguna novedad, le daremos el alta… ya pasarán de administración para que firme usted los papeles”. “Gracias, doctor, muchas gracias”.

II
En la habitación contigua, una mujer se recupera del parto. Cesárea. Ha ido todo “bien”. Sentada en una silla con ruedas, una joven la mira. Absorta. Atemorizada. Ambas van cubiertas con una blusa azul de hospital. La primera habla dulcemente, “no te asustes, mi vida, acabas de nacer, te acabo de parir, y ya tienes veinte años… Así es la vida. Así son las cosas. En cuanto me ponga un poco mejor, Minerva, nos vamos juntas a casa…”. La segunda no entiende. No sabe quién es. No sabe qué hace allí. Llora. Llora desconsoladamente como un bebé, sin poder explicar lo que le pasa.

III
A Gabriel le gusta su trabajo. No sale prácticamente nunca del Centro de Educación Especial. Vive allí. Tiene un pisito en las afueras, pero casi nunca va. Y no echa de menos el tiempo libre porque no sabe hacer otra cosa. Cada día, desde muy temprano, se enfrenta a un grupo de jóvenes sin pasado. Casi todos muy problemáticos. Llegan sólo con lo que les dicta su instinto primitivo. Y tienen que aprender lenguaje, motricidad, conducta… Lo que está bien. Lo que está mal. Con una paciencia que roza lo infinito, Gabriel se encarga de eso. Así ha conocido a Minerva.

IV
“Ven, no tengas miedo”. Minerva sigue a Gabriel dócilmente. Ella está finalizando la formación. Es fácil que la semana próxima ya no asista al Centro. Él lo sentirá enormemente. Día a día le ha tomado un gran afecto. Bufffff. Bueno. Vendrán otros. Minerva habla muy poco todavía. Pero lo entiende todo. Se refleja en el brillo deslumbrante de sus ojos. Cada descubrimiento, una sorpresa. Los dos han entrado en la cocina. Todo fregado. Todo recogido. En un banco lateral, la cristalería de los funcionarios. Gabriel levanta un montón de copas, vasos, cuencos. Los pone juntos. Clinc. Clinc. Tintinea el cristal. Minerva aguarda expectante. Qué querrá Gabriel. “A ver cómo te lo explico yo… para que lo entiendas…”. Acerca una garrafa con agua. “…el agua es como el tiempo, Minerva…”. Y empieza, gli, gli, gli, a vaciarla poco a poco en todos los recipientes. “…cada uno de nosotros somos como cada una de estas copas… y el tiempo nos va llenando sin parar… hasta que no nos cabe más… y llega un momento en que… se sale”. Chooof, vaso desbordado. “Ahí, todo se acaba”. Minerva toca el agua con el dedo. Gabriel prosigue: “...a veces, la ciencia puede hacer que agua de aquí pase aquí”. Gabriel vierte parte de un vaso sobre otro. “...éste se queda más vacío, más joven… y éste, en cambio, más lleno… más… ¿entiendes lo que te digo”. Minerva murmura titubeante: “…el agua está mal repartida…”. “Eso mismo, chiquilla, eso mismo”.

V
A pesar de lo ocupado que está, Gabriel a menudo levanta la vista, se asoma por la ventana y se pregunta entre suspiros: ¿qué estará haciendo Minerva?

VI
Ya se lo han dicho varias veces. “Gabriel, quítate unos años de encima, hombre, que ya no estás para esos trotes”. Él es contrario. “… pues todo el mundo lo hace: ahora hay unas ofertas buenísimas…”. A lo mejor tienen razón. No está hecha esta sociedad frenética para la gente mayor. Y él ya va siéndolo. Muchos amigos suyos, más viejos que él, parecen sus sobrinos. Cuando cree que está a punto de sucumbir a la tentación, “venga, voy”, entonces sólo tiene que encender la televisión y escuchar las noticias que hablan de la marcha de guerras “justas” en otros continentes, donde lo que se gana al enemigo es… el tiempo…. sólo tiene que leer que está a la orden del día que a la gente le roben… su tiempo… y sólo tiene que recordar que las sentencias que dicta la justicia se cumplen al contado: un condenado entra por una puerta y acto seguido sale por la otra con diez, veinte, treinta años más encima… Entonces Gabriel traga saliva. Se reafirma en sus convicciones. No es posible que nadie más se dé cuenta. Vamos a la debacle de cabeza. Con lo que este mundo sería con un tiempo bien gestionado, un tiempo solidario… qué lástima. Una reflexión más le sobreviene. Una pregunta descabellada. Cómo sería la humanidad si el código del tiempo no estuviera abierto. Es decir, si los trasvases no se pudieran realizar. Gabriel sueña. Menuda imaginación. Esto es como querer atravesar una pared. En qué cerebro cabe. No puede ser, y además es imposible.

VII
“Una señora pregunta por ti”. Que espere. El trabajo es lo primero. Gabriel ges-ti-cu-la, habla muy despacio. Habla claro. El chico sin pasado que tiene enfrente permanece impávido. Otra vez lo intenta. Nada. Una más. Y lo deja, de momento. Después volverá a la carga. Se reincorpora Gabriel. Uf, la espalda le cruje. Sale al pasillo. El sol se cuela oblicuamente proyectándole una sombra gigante. A él, que es muy menudo. Al fondo, en la entrada, una mujer de pie. No distingue. No termina de ver bien. Pero según se acerca, sí. Un escalofrío le recorre. Es Minerva. Cielos, Minerva. Antes de saludarla, en dos segundos, Gabriel entiende. Ella no es la joven que recuerda. Mierda. Seguro que la han obligado a vender algunos años. Cinco, diez. Luego advierte su perfil de embarazada. No se dicen nada. Sólo se abrazan.

VIII
Ahora Minerva sí habla. “…no dejaré que a mi niña le roben la infancia cuando nazca…”. “No, claro que no”, afirma rotundo Gabriel. Aprieta los puños. Tartamudea. “Te quedas… os quedáis conmigo, si no os importa, si os conformáis con lo que os puedo ofrecer”. Salen fuera del Centro. Muy juntos. El sol del atardecer en sus rostros. “…déjame al menos que te pase algunos años…”, pide ella. “¡Ni se te ocurra!”. “…oye, que es sólo tiempo agradecido…”. Sus voces se van disipando en la calle arbolada. Unas cuantas hojas van moviéndose arrastradas por el viento. Un niño corretea y un señor de mediana edad que le acompaña, le advierte: “¡Señor Frutos, señor Frutos, mire al cruzar la calle!”. Un frenazo. HIIIIIIIIIIIIIIII. CRASSSSSSSHHHHH. Unos gritos. Las hojas siguen cayendo lentamente desde los árboles, alfombrando las aceras.

domingo, 23 de octubre de 2011

Comedia



I
Viernes por la noche. Trasiego en la escalera. Resuenan las voces de Magdalena, “…estábamos padeciendo, las horas que son y era raro que tú no hubieras venido aún… por eso le he dicho a tu padre, anda, Jacobo, llama al móvil de tu hijo, no sea que le haya pasado algo…”. Yaco, que carga con una maleta y una bolsa grande, explica: “…es que, me he entretenido en el trabajo, he salido más tarde, y luego he pillado un tráfico que no veas…”. Tercia el padre: “Lo normal, conforme se están poniendo las cosas… déjame que te ayude…”. “No, si no pesa”. “Bueno, ahora lo dejas todo en medio del pasillo. Vamos primero a cenar, que la mesa está puesta. Luego ya nos organizamos”. “¿Y qué tal la semana, Yaco?”. “Bufff, a tope, me estoy quedando por las tardes un par de horas más, pero ni aún así acabo lo que tengo que hacer…”. PLAM. Se cierra la puerta. A los pocos segundos, la luz de la escalera se apaga y todo queda oscuro. Otro fin de semana, los Canales, se reúnen de nuevo.


II
El ruido de la lavadora cuando empieza a centrifugar despierta a Yaco. Sale descalzo al pasillo. Con el pelo alborotado y los ojos pegados. Magdalena está al quite, “buenos días, qué tal has dormido, hijo”. “…de un tirón: tenía sueño retrasado”. Ella lleva ya algunas horas trajinando. “…no sé dónde te arrimas, Yaco, pero esta semana has traído la ropa pero que muy sucia: llevabas una mancha en la manga de la camisa del uniforme que no se va con nada… mira que le he frotado, pero no se quedará bien”. Yaco afirma con la cabeza. En el sofá del comedor, su padre ya ojea el periódico. Encima de la mesa, una bandeja con la cafetera aún caliente. Y un plato con napolitanas recién traídas del horno. De chocolate, claro.


III
El carro del supermercado está que se sale. “Mira que se lo digo a tu padre, que compra demasiado de todo. Luego se nos hace malo y hay que tirarlo”. Jacobo se defiende: “No, mujer, yo sólo cojo lo que hace falta”. Yaco les mira con dulzura. Llegan a la caja. Se ponen en línea. En equipo. Uno carga la cinta. La otra abre las bolsas, tarea nada fácil, porque vienen muy pegadas. Y el tercero las va llenando de forma clasificada. La cuenta es estratosférica. El ticket kilométrico. “Qué caro se ha puesto todo”, se queja Jacobo mientras saca la cartera. “Dónde vas”, pregunta Yaco adelantándose. Discuten un poco. Lo justo. Se llaman cabezón uno al otro. Pero paga Yaco. Es lo menos que puede hacer por sus padres, piensa.


IV
La tarde, después de la siesta, es para el bricolaje. Hoy hay que cambiar una lámpara. Magdalena se cansó de ver la que cuelga de la talla desde hace tantos años. Yaco despliega la escalera. Jacobo tiene las herramientas preparadas, taladro incluido, a demanda del hijo. Magdalena dirige la operación, “ve con cuidado, no te caigas, a ver si tenemos un disgusto”. Todos en equipo. Arriba, de puntillas, cuando está conectando un cable, es cuando suena el móvil. Qué oportuno. Yaco lo saca del bolsillo del pantalón. “Es Mariano…”. Qué pelma, murmura Magdalena, ¿ése no sabe que los Sábados por la tarde no se trabaja? Yaco carraspea y levanta la voz: “…que no te preocupes, Mariano, déjalo así, el Lunes ya lo terminamos de mirar juntos… Vale, vale… buen fin de semana para ti también. Chao”. Por dónde íbamos. Ah, sí. Conectando este cable. “Enchufa, papá, por favor”. Jacobo le da al interruptor. Y en la sala se hace la luz. La luz nueva.


V
Salen a la calle los tres juntos. Ellos van a dar un paseo. Él ha quedado a cenar con los amiguetes. “No me esperéis levantados”, les advierte. Sabe que no, que ella estará despierta aunque él llegue de día. Antes de girar la esquina, se vuelve y se queda observándolos. Lo del bastón que le ha dado por llevar a su padre tiene que ser psicológico. Están los dos para correr una maratón. Admiración. Menuda pareja. Menudos padres. Menudo empuje. Yaco no deja que se le empañen los ojos. Ya se le hace un poco tarde.


VI
El olor a guiso se cuela por debajo de la puerta del dormitorio. La cocina de la casa parece la del Restaurante de Adriá en el anuncio donde cantan eso de “deseo que yo pueda verte pronto” (*). Paella. Pasta. En el horno, pollo asado. Las fiambreras abiertas y en orden. El chiquillo tiene que comer bien. Magdalena, con el delantal puesto, lleva ya algunas horas trajinando. “A qué hora volviste anoche”. Lo sabe de sobra. Ya había amanecido. “No miré el reloj…”. La ropa, limpísima, con el inconfundible suavizante de lavanda, planchada y plegada, y a punto. No hay napolitanas. Jacobo propone: “¿Qué? ¿Bajamos a por unos churros?”. Magdalena suelta: “…mucha falta te harán a ti”. Y a Jacobo, le hace gracia la propuesta: “¡Venga!”. Sabiendo todos que es día de partida, el Domingo acaba de empezar y ya languidece.


VII
Poner tanto trasto en un vehículo tan pequeño es cosa de integrales definidas, de matemáticas volumétricas. Yaco prefiere desparramarlo en el asiento de detrás. Al fin y al cabo, va solo. Pero Jacobo es más perfeccionista. Esto aquí. Y eso, allá. Y Magdalena tercia: “Cuidado, que así aplastas los tomates”. Hora de salir. “Ve con cuidado”. Sí. “…envía un mensaje cuando llegues”. Sí. Y acuérdate de poner las fiambreras en el congelador. Que sí. Yaco se ajusta el cinturón. Intermitente. Dos pitidos a modo de despedida. Los padres quedan de plantón. Hasta que el coche desaparece. Otro Domingo por la tarde, los Canales se separan de nuevo.


VIII
Jacobo se apoya en el bastón. Arrastra la pierna. Ambos entran en el piso vacío. Ella le pregunta, “¿te acordarás de enviar eso?”. Él responde, “claro”. Después se instalan en el silencio. En el rencor. Cada uno a un rincón de la casa. Ni se miran cuando se cruzan. Fin, por esta semana, de la comedia.


IX
Ya estamos en la madrugada del Lunes. Las cinco y veinte. Aún es muy de noche. Yaco sale del coche. Frío húmedo. Está en la puerta de la Factoría. El primer turno empieza a desfilar. Él no. Ve cruzar a la gente, que pasa por el control de entrada cabizbaja. Avista a Mariano. Va hacia él. Se saludan. Le da una bolsa con la ropa de trabajo. “Jo, tío, tu madre deja la ropa nueva cada semana… ¡Qué bien huele!”. “Lleva un poco de cuidado, Mariano, que hay manchas que ya no se van”. Permanecen unos segundos en silencio. Yaco le pregunta: “Cómo van las cosas por ahí dentro…”. “Hay muy mal ambiente… se rumorea que van a hacer otro ERE y van a tirar a cincuenta más…”. Joder. Joder. Yaco se frota el rostro con fuerza. Continúa Mariano: “…por lo menos, cuando te tiraron a ti, había pasta y te indemnizaron, pero… ¿quién no te dice que en la próxima remesa me voy yo a la puta calle con una mano delante y otra detrás?”. Respiran hondo. “Oye, Yaco, ¿por qué no te dejas el orgullo a un lado y les dices a tus padres que estás en el paro?”. Yaco agacha la cabeza. No es sólo cuestión de orgullo. “…con uno que se amargue y se preocupe ya es bastante”. “Bueno, tío, me voy para dentro que va a sonar la sirena… Nos vemos el Viernes para darte la ropa sucia”. Se estrechan la mano. “Gracias, Mariano, por todo lo que haces… “. Sonrisas en la madrugada. “…y gracias sobre todo por apoyarme económicamente”. Mariano pone cara de póker: “Yaco: no sé de qué me hablas”. Yaco se gira, y murmura, qué tío más cojonudo, encima, modesto. Yaco vuelve hacia el coche, “…tiene un corazón que no le cabe, Mariano”. Aquí sí, aquí fin de la comedia. Porque, efectivamente, Mariano decía la verdad cuando afirmaba rotundo que no sabía de qué apoyo le hablaba.

(*) “I wish that I could see you soon”, Herman Düne

domingo, 16 de octubre de 2011

Como los de verdad

I
Mami, tengo sed. Quiero agua. No, que me espere no, yo quiero beber ahora. Ya. AGUA, DAME AGUA. ¡A-GUA!, ¡A-GUA!, ¡A-GUA! Bieeennnnn. Ya era hora. Mami, te gritaba porque no me hacías caso. Glub, glub, glub. Me la acabo toda, ¿vale? Ahhhhh. No me riñas, que sólo se me ha caído un chorrito por el cuello. ¡Je, je, está fresquita! Jooo, mami, estoy muy cansadito. Y me aburrooooo. Llevamos mucho rato viendo ropa. Ver ropa es un asco. Y probársela aún más. Mira el papi, qué morro tiene. Él se ha ido a ver los aparatitos electrónicos y los ordenadores. Y yo tengo que estar aquí viendo contigo todos estos pantalones. ¿Por qué él sí se va y yo no? Esto es un rollo. Suéltame la manita, que me quiero sentar. Me voy a tirar al suelo. Que no está sucio el piso, que no, mira, mira. Bueno, pues si está un poquito sucio me da igual. Venga, mami, vámonos. Que nos vayamos te digo. ¡Vámonos ya, anda!

II
Ya te lo he dicho. Que sí, pesada. Que yo no me muevo. Que estoy por aquí quietecito. Que no toco nada. Que no me voy lejos. Lejos no. De ahí no paso. Los pasillos son carreteras y no puedo pisar la línea continua. Brooom, brooom. Atención, stooop. Los que vienen por ese lado tienen preferencia. Brooom. Primera, segunda, tercera. Frenooo. Atenciónnn, pasa el tren. ¡Cuidado! Esa señora es un “mercancías peligrosas”. Chucuchúuuu, pipíiiiiiiiii, chacachacacha. Anda, mira…. Allí, al final, en la pared, ¡los juegueeeetessssss!. Hacia mami se va por allá. ¡Halaaa…. Lo que hay! Voy, lo miro un segundo y vuelvo corriendo. Para que ella no se enfade. Esto, esto sí que está chulo. Yo también quiero mirar mis cosas.

III
Puaggggg. Los peluches de los pequeñajos. Pues entonces los coches tienen que estar cerca. ¡Allá, allá! BROOOM, BROOOM. Uaaauuuuhhh. Cómo molan. Yo quiero uno. Como ése. Me lo tengo que pedir. Mami me dirá que no, que lo pida a los reyes. Pero papi a lo mejor sí me lo compra. Los tengo que traer para que lo vean. Ése es muuuuy chulo. Como los de verdad. Pero para pequeños. Con ése podría ir solo al cole. Por la carretera. Con sus luces. Sus espejos. Voy a probarlo. Me subo. No me dirá nadie nada. Me subo, sí. Qué pasada. Qué cómodo. Lo tiene todo. PIIIIIIIIIIII. PIIIIIIII. El pito. Je, je, todos miran. Mejor me bajo. Si no, me van a reñir seguro. Me bajo y lo veo desde fuera. Qué bonito es. Azul. A mí me gusta azul. Lo voy a pedir. Como éste. Como los de verdad.

IV
Tendrían que fabricar coches para niños. Construir calles para niños. Y tendría que haber aviones que volaran para niños. Tendrían que dar el permiso de conducir ya a partir de… los cinco años. Yo me lo sacaba ya. Y el de piloto… a los ocho. Y el de astronauta… a los diez. Estos coches pequeñitos correrían menos y los aviones volarían más bajito y habría menos accidentes. Seguro. Es que hay mayores que serán muy mayores pero que de conducir saben tan poquito…

V
Con desconocidos no tengo que hablar. Pero es la segunda vez que este señor me lo dice. Que si me gusta el coche. Pues toma, claro que me gusta. Yo sólo he movido la cabeza. Pero no he hablado. No he dicho ni una palabra. Y ahora me pregunta que qué color preferiría. Yo, mudo. ¿Cómo se dice sin hablar la palabra “azul”? Bueno, total, por decir una palabra, una sola, tampoco pasa nada. La digo y ya está: A-ZUL. Se queda con la boca abierta. Que qué gusto más bueno tengo. Eso ya lo sé yo. Dice que es mi día de suerte. Ja. Si mis padres me compraran ese coche, seguro que sería mi día de suerte. Me adivina. Pregunta que dónde están mis papás. Pues… a ver que yo me aclare… Señalo con el dedito de una manita hacia el frente. Con el dedito de la otra hacia detrás. Qué lío. Cada uno en un sitio, mirando sus cosas. Él estira el cuello. No los ve. Pero repite que estoy de suerte. Porque él fabrica esos coches. Ja, ja, voy y me lo creo. Que sí, que de verdad, dice que lo dice en serio. Tiene uno en su taller recién acabado que es azul precisamente. ¿Azul ha dicho? Y que yo le caigo bien. Y que un muchachito como yo merece tener uno. Que me lo regala. Que le acompañe, que ahora mismo vamos a por él. Dice que no me preocupe, que habla en serio. Que por qué me quedo mudo. Yo miro mi reloj azul de plástico, aunque aún no sé decir las horas, y le pregunto: “…pero, ¿vamos a tardar mucho?”. Y al tío le hace gracia mi pregunta porque se parte de la risa.

VI
Mira que ahora hay gente en este centro comercial. Vamos todos amontonados. Me he dado en la cabecita con el bolso de una mujer. Me he hecho pupa. Llevaría dentro piedras por lo menos. El señor me estira del bracito. Le he dicho que no vaya tan deprisa, que no puedo correr tanto. Y me contesta, es para tardar menos luego en volver, para que no se preocupen tus papás. Ah, es por eso. Entonces, voy un poco sudadito, pero corro más aún, lo más que puedo.

VII
¿Falta muchoooooo? Se lo he preguntado de un grito porque estoy cansadooo. Llevamos un buen rato andando por la acera. Y está oscuro. Es que se ha hecho de noche. El señor se agacha. Se agacha y me habla en la orejita. Al arrimarse, no le huele bien la boca. Me señala allá, que si veo aquella luz blanca. Al fondo. No, no la veo. Sí, hombre, sí. Aquella. No, que no la veo. Sólo veo la calle. Pero ¿falta muchoooo? Él se levanta. Es muy alto. Me da ánimos. Ya falta poco, peque. Vas a ver qué coche. Azul. Como los de verdad.

VIII
¿Aquí? ¿Es aquí? ¿Ya hemos llegado? No me contesta. Eh, que aquí no hay nada. No hay ni casas. No pasa nadie ¿Y el taller? ¿Y el coche? ¿Por qué no me habla y ahora me coge más fuerte?

IX
Oigo una voz. ¡Sitoooo! Me llaman. Me buscan. ¡Eeeeehh, que estoy aquí! Ése es mi papi. Sí, mi papi. Que viene como una moto. Con la cara rojísima como un tomate. Papi, ahora te cuento. Pero me aparta y no me deja ni hablar. Directamente, le da un puñetazo en los morros al fabricante de coches. Un puñetazo como los de verdad, no como los de las pelis. Por detrás, me agarran y me levantan. Al verme por los aires, gritoooo. Aaaaaaaahhhh, qué sustooooo. Pero bueno, ¡si es mi mami la que me espachurra! ¡Sito, Sito, Sito! Me da besitos. Muchos besitos. Mami, mami, ese señor me iba a dar un coche como el del centro comercial, como los de verdad, pero con lo brutote que es papi, me parece que me he quedado sin nada… Mami, mami… ¿pero tú por qué lloras…?

domingo, 9 de octubre de 2011

El Señor de los Detalles



I
Pues sí: me da muuucha rabia que pisen cuando aún está el suelo mojado. Y me cuesta un montón poner buena cara, y decir: “pasa, pasa, que no pasa nada…”. Porque luego tengo que volver a pasar la fregona y maldita la gracia. Para que luego venga algún vecino borde y diga que no dejo bien la escalera... “¡BUENOS DÍAS, BRÍGIDA!”. Buffff, jo, qué susto, no había oído que estaba bajando alguien. “…buenos días…”. “Huy, qué mal me sabe: se lo voy a pisar todo…”. Lo que yo decía. A poner buena cara. “No se preocupe: pase, pase, que el piso ya está casi seco, no pasa nada”. “Iré por la orillita y de puntillas”. Bueno, este hombre, por lo menos tiene miramiento. Hay que ver, qué porte tiene el tío. Qué espalda. Qué traje. Qué repeinado. Qué colonia se gasta. No le falta un detalle. “¡Hasta luego, Brígida!”. “Aaadiós”. Educado. Serio. Mira: No ha dejado una marca. Qué persona. Qué señor.

II
Hoy se me ha hecho muy tarde. Toca la escalera entera, la hora que es, y aún voy por el segundo piso. Después andaré todo el día de cabeza. Hale, hale chicles en el escalón… pero por qué será tan gorrina la gente. Porque luego limpian otros… Aaatención. Alguien baja. Esos pasos, esos pasos me suenan. “¡BUENOS DÍAS, BRÍGIDA!”. Cielos, qué vozarrón. “Buenos días, Manuel… qué, ¿a la marcha?”. “A comernos el día sin que se nos indigeste…”. “Ah, pues ya se necesita un buen estómago…”. Se cruza conmigo. Una nube de colonia recién puesta me atasca la nariz. Qué marca se pondrá. Se ha parado y se ha quedado dos escalones por debajo. No sigue bajando. Así está a mi altura. Yo soy pequeñita. “Brígida…”. “Qué”. Algo me irá a pedir, digo yo. “Felicidades, que hoy es tu santo”. Me suben los colores a la mejilla. “Muchas gracias, es la primera persona que me felicita”. Y lo más seguro es que sea la última. Manuel sigue ahora bajando. “¡…y que tengas buen día!”. Ya no sé si me sale un “igualmente” o qué. Da igual. La escoba va por un sitio, el recogedor por otro, y yo me he quedado levitando. Qué sujeto. Qué caballero. Está en todos los detalles.

III
Si me dicen algo y me llaman la atención, les tengo una contestación preparada. Cuando toca escalera, además de patio, reconozco que me entretengo más en el tercero, en el rellano donde vive Manuel. Cambio el cubo con agua limpia y le meto más fregasuelos. A conciencia. Los rodapiés. Las juntas. A una le gusta que le reconozcan su trabajo, y en eso Manuel es agradecido. Nunca le falta un cumplido. La semana pasada mismo me dijo: “Lo que ha cambiado esta finca desde que vienes tú a limpiar, Brígida”. Hay que ver lo bien que sabe sintetizar sus mensajes en los pocos segundos que tenemos cada mañana. Pero hoy no he oído movimiento detrás de la puerta de su casa. Normalmente tiene música bajita. ¿No estará? ¿No lo veré? Torcido se quedará el día si no me cruzo con él…

IV
“…siempre… eh, eeeeh…. llega el enanito… con sus herramientas de aflojar los odios y apretar amoooooores…”. (*). Mira: ya tiene la música puesta. De la que no molesta. De la que me quedaría todo el día aquí escuchando. Con los ojos cerrados. Zas, zas, zas. Paso la escoba mecánicamente, y mi mente vuela. Voy avanzando, hacia el descansillo. Calculo que tardará poco en salir, cerrar la puerta, darle dos vueltas a la llave y bajar. Calculo que… lo que yo decía. Ya viene. Ya se acerca. Pero qué tonta soy. Por qué me tendré que poner nerviosa. “¡BUENOS DÍAS, BRÍGIDA!”. Le cedo el paso. “…buenos días, Manuel”. Y me preparo para inspirar a fondo la estela que deje. Hoy se para. Se para y me mira. Me mira, pero no tanto como para que yo me sienta incómoda. “…qué bien te queda ese pelo…”. Se ha dado cuenta. El señor de los detalles se ha dado cuenta.

V
Me lo ha notado. En la cara me lo ha debido de ver. Bajaba hoy con su traje gris marengo. Los zapatos con suela de cuero inmaculados. Al momento, se ha quedado parado. “Brígida… ¿cómo estás?”. Y yo, en lugar de decirle: “Bien, bien”, pues se lo he contado. Lo que tengo en casa. He apoyado la fregona en la barandilla. Y le he hecho un resumen resumido. Con la prisa que lleva siempre, hoy no tenía ninguna. Ha resoplado. No ha dicho ni media. Cuando ha seguido bajando los escalones, parecía como si le pesaran el doble. Como si se llevara con él la mitad de mis problemas. Como si por fin hubiera alguien en este mundo al que le importa algo lo que a mí me pasa.

VI
Aún voy por el quinto piso. No quiero seguir bajando. No quiero cruzarme con Manuel hoy. Ayer me pasé contándole lo mío. PLAAAM. Es su puerta. Ya sale. Contengo el aliento. Ni respiro. No oigo nada. Parece que… ¿sube? Va en dirección contraria. Sí, su colonia, ésa que reconocería entre un millón, le precede. Ahora qué hago. Quiero esconderme. Pero me quedo paralizada. “¡…BUENOS…DÍAS, BRÍGIDA…!”. Va sin resuello. Estoy casi muda. “Buenos días, Manuel”. Me enseña un librito. “…a lo mejor te ayuda”. Lo pone en mi mano. Me sonríe. “…ya me lo devolverás”. Su sonrisa me llega. Se da la vuelta. Se va. Abro la primera página. Una flor prensada. Un detalle.

VII
No, no puede ser, y además es imposible. CHOOOF. Mierda. Se ha volcado el cubo. En qué estaré yo pensando. Vaya inundación. Hoy, y ya van unos cuantos días, también me he saltado el tercer piso.

VIII
Estoy casi segura. Él no está. Hace ya dos semanas que no noto la huella de su colonia. No hay ni rastro. Oigo pasos. Alguien baja. Segundos de tensión. Oh, no. No es Manuel. Decepción. Saludo mecánico. Vuelvo a lo mío.

IX
Los días pasan. Hoy sí, hoy como quien no quiere la cosa, le he preguntado a Virtudes, la del segundo. “¿Y Manuel? Hace bastante que no se le ve”. La mujer se hace cruces. “¿Manuel? De buena pieza nos hemos librado”. De su boca de buzón sale en un minuto cien veces la palabra: “moroso”, ochenta “debía un montón de meses al propietario” y cincuenta “ni siquiera le pasaba dinero a su ex”. Plooom, plooom, plooom. Según sale camino de la calle, taconea con estruendo Virtudes. Pasa por el medio, empastrando el patio. Me quedo helada. Grogui. Ya me lo decía yo... Aprieto el librito que tengo en el bolsillo del delantal. Contra mí. Alguien baja al trote. El pringado del ático, que ahora le ha dado por subir y bajar escaleras. Éste la paga hoy por todos. Salto con toda mi furia. “¡Ehhhh, listilloooo, escucha! ¡Todas las mañanas lo mismo! ¿Es que tú no tienes otras horas para subir y bajar pisos con tus zapatones del 47? ¿Será posibleee? ¡Me lo pones todo perdidooooo…!”

(*) El reparador de sueños, Silvio Rodríguez.

domingo, 2 de octubre de 2011

T..., t..., t...



I
Y eso que me he sentado en la antepenúltima fila. Para no destacar. He agachado la cabeza, he mirado al papel, he contenido la respiración. No ha servido de nada. Entre más de cuarenta, me ha tenido que elegir a mí. “¡Tú!”, me ha señalado. Y yo no me quería dar por aludido. “Sí, sí, no te escondas: tú”. Qué momento. Segundos antes, había dejado caer la pregunta en el aire. Con la carpeta y la lista en la mano, el profesor esperaba respuesta. “T…, t…, t…”. Choteo general de toda la clase. Carcajadas a todo trapo. Sabía que me podía pasar. Que se me atrancarían las palabras. Que no me saldría la palabra “triángulo”, con lo fácil que es decirla. Me he puesto rojo. “T…, t…, t…”. Antes he escupido que he dicho nada. Hasta al Aranda se le ha escapado una sonrisa cínica. Entonces ha redirigido la pregunta a otro. “A ver, tú”. Pero es demasiado tarde. Los demás me siguen mirando. Cachondeito habemus. Tartaja, tartaja. Me hierve la sangre. Los odio a todos. Cabrones.

II
Como orador tengo claro que no me tengo que ganar la vida. Así que practico la economía de las palabras. Y hablo, cuanto menos, mejor. Con las manos se puede decir buenos días. Y con la cabeza, “sí” o “no”. Y puedo manifestar claramente duda, asombro, aprobación, desagrado con un solo gesto elocuente. Llego puntual a clase. Me siento en el rincón de la antepenúltima fila. Tomo mis apuntes. No hago preguntas, claro. Cuando se hace la hora y la gente se levanta y se va, yo hago ahí mismo los problemas que nos ponen como deberes. Me quedo el último. Mejor. Voy a mi bola. No suelto prenda. A mi voz ya no le doy ni media oportunidad. La tengo castigada. En mi caso, se cumple eso de que calladito estoy más guapo.

III
Hoy, al final de la clase, ella se me ha acercado. Qué sorpresa. Venía con un folio. Un problema a medio terminar. “¿Me puedes ayudar? No me sale”. Uf, vaya papeleta. De entrada, qué letra más limpia tiene. Lo he revisado. Con el bolígrafo le he señalado. Ahí tenía que haber cambiado de signo. Ahhhhh, qué despiste. Pero lo tenía casi bien. “Bueno, ya puestos, termino los otros y así ya están hechos”. Se ha sentado a mi lado. Yo no sabía dónde mirar. Bueno, sí. Estaba pendiente de lo que ella escribía. Eeeeep, que te dejas un equis cuadrado. Cruce de sonrisas. “Gracias, mudito”, me ha dicho. Se lo tomo como un cumplido. Es la única, entre todos, que se salva.

IV
Desde entonces me esfuerzo en Mates. Sé que destaco, que soy bueno. Que navego firme mientras los demás zozobran. Pero sobre todo sé que le puedo enseñar a ella. Que sigue viniendo cada día a sentarse a mi lado, “oye, que esto no lo pillo”. Yo sé cómo explicárselo fácil, con paciencia, para que lo entienda. Me dedica una mirada agradecida. Nos seguimos quedando los últimos y salimos con los deberes hechos. Lo mejor, es que sólo me he atascado una vez, al principio. “T…, t…, t…”. Teo, me llamo Teo. “T…, t…, t…”. Trini, ya sé que te llamas Trini. Pero después ya no. Casi no tartamudeo. Mi lengua está más suelta. Y mis palabras fluyen sin obstáculos. Y le puedo contar cosas. Cosas que a nadie más le contaría.

V
Me he tenido que poner serio. No está en lo que tiene que estar. Me pregunta las cosas dos veces porque no me escucha. Se queda bloqueada. Se distrae. Se limita a copiar. A copiarse de mí. Además está rara. Habla poco. Y no me llama “mudito”. Un poco nervioso, he tenido que advertirle: “T…, T…, T…: Trini, espabila, que a este paso te funden”. Ha puesto cara. Se ha encogido de hombros. Se ha ido casi sin despedirse. Hoy no ha sido un buen día.

VI
Se precipitan los acontecimientos. Hoy Trini no se ha quedado conmigo después de clase. Uf, qué mal me he sentido en un primer momento. No he podido disimular mi decepción. Pero antes de irse, ella se ha vuelto y me ha dicho: “Mudito… ¿nos vemos a las ocho, en el pretil del río?”. Me ha pillado a contrapié. He recurrido a la cabeza, arriba y abajo, arriba y abajo, otra vez, convulsivamente, confirmando la cita. “T…, t…, t…”. Como siempre que las necesito, de nuevo las putas palabras no han querido salir de mi boca. Le hubiera dicho: “Te veo allí, Trini”.

VII
Me he imaginado cien escenarios. Todos bonitos. Menuda luna emerge sobre el horizonte. Menuda noche para expresar sentimientos. He pensado que hoy dejaremos las mates aparcadas. Que, ante mi extrema timidez, Trini dará un paso. Que salta a la vista. Que está más que claro. Que no hacen falta palabras. Yo, por si acaso, traigo un buen boli y un bloc de notas.

VIII
Ahora no nos miramos. Los dos tenemos la vista perdida hacia el río, por donde discurre agua que no ha de volver. Trago saliva. Hemos hablado. Me ha estado contando. He estado escuchando. Ahora entiendo. “…y cuándo es la operación”, le pregunto. “…en tres semanas”, contesta ella. De nuevo el silencio. “…todo va a ir bien”, le aseguro. Lo que son las cosas. Nunca, nunca antes me había fijado en que ella arrastra una enorme cojera. No le había dado importancia. No la tenía para mí. La cirugía pondrá las cosas en orden. Nos separamos en el semáforo. Ella cruza. Yo me quedo. Observándola. Grabándola en mi retina. Insisto. No me había dado cuenta porque, objetivamente, para mí, ella así, ya es perfecta.

IX
Termina el curso. En el pasillo me cruzo con el Aranda, que me saluda y me da la enhorabuena por mi Matrícula de Honor. Sonrío. Sí, he descubierto este año mi vocación matemática. Pero no por el profesor que he tenido, claro. Me asomo al tablón donde están las notas expuestas. La mía la sé. La sabía desde que entregué el examen. Miro, busco… ahí. Trini. Un Notable. Nudo en la garganta. Bien, bien, muy bien, chica. No la he vuelto a ver desde que me despedí de ella en aquel semáforo. Es que me dio un ataque de realismo. No estoy a su altura. Al fin y al cabo, nuestra relación nunca pasó más allá de la trigonometría. Ya no contesté su llamada. Hay por ahí un montón de tíos mejores que yo. Y con el don de la palabra. Y con…

X
Oigo voces subiendo la escalera. La suya, inconfundible. Glup. Casi me pillan con el carrito del helado. Me escabullo. Me escondo en la penumbra, donde no me pueda ver. Sí, es Trini. Viene con la amiga inseparable del alma, la que habla debajo del agua. Está, está… sencillamente espectacular. Trini, Trini. A la amiga se la han cargado, pero celebra el Notable de Trini como si fuera suyo. “¡Uaaauuhhh, chica, qué envidia!”. Trini le pregunta algo en voz baja. La otra contesta: “¿El tartaja? ¡Ése dejó de venir por clase cuando a ti operaron!”. Se dan la vuelta. La amiga continúa hablando, blablablá. Se van. Se alejan por el pasillo. Salgo de mi escondite. Trato de llamarla. “¡T…, t…, t..!”. Las putas palabras se vengan de mí. Otra vez, “¡T…, t…, t…!”. No hay manera. No quieren salir. No la sigo. Para qué. Me apoyo en la pared. Mareado, casi pierdo el pie. “T…, t…, t…”. ¿Que cómo estoy? ¿Qué cómo me siento?: T…, t…, t…: Torpe… triste… tocado.


"T..., t..., t..." es el relato número 100 de "EL LIBRO DE LAS OCURRENCIAS".