domingo, 31 de marzo de 2013

Buscando mi talento



I
Mi madre me ha dicho algo así como que todas las personas tienen un talento innato. Y qué es eso. Explícame. “Sí, peque. Quiere decir que en todos hay una cualidad que nos destaca y diferencia del resto. Vamos, algo en lo que somos mucho mejores que los demás”. ¿Y yo? ¿Y yo, mamí? ¿En qué soy muy bueno? “¿Tú? ¿Tú? Anda, arrea, tira para allá… que a ti, a hacer trastadas no te gana nadie”. Buuuhhhh. Bueno, habrá algo más, digo yo. “…tendrás que buscarlo, Sergiete, no siempre estos detalles saltan a la vista”. Me enfado. Es que, en nada de nada de lo que se me ocurre me parece a mí que yo tengo talento.

II
Será que corro más que nadie. Cuando jugamos a pillar, es difícil que me cojan. Y ahora, que estamos ahí, en línea, a punto de hacer una carrera en el campeonato del cole, voy a demostrarlo. Preparados. Respiro fuerte. Se trata de ir más deprisa. Listos. La seño levanta el brazo. ¡YAAAAAAAAA! Salgo como una flecha. Pero hay otras flechas que me adelantan. Tengo que volar. Piececitos, volad, hacedme el favor. Cuando llego a la meta, me arde la carita, voy detrás de la profe. “Seño, seño, ¿y para el cuarto no hay premio?”. Dice que no, que sólo para el primero, segundo y tercero. Oro, plata, bronce. “No es justo”. Insisto. “El cuarto qué”. La persigo. Tanto se lo digo, que ella rebusca en su bolso. Y me da un boli bic naranja. “Toma, el premio del cuarto”. Bueno, yo corro mucho. Pero por lo menos hay tres que hoy han sido más rápidos.

III
Eso es. Bailo más que bien. Para la fiesta del cole, la señorita Manolita ha organizado un grupo de danzas. Empezamos por el principio. Primero lo hace ella despacio. Un-dos-tres-cuatro. ¿Es eso? Mira qué bien. Un-dos-tres-cuatro. Luego lo hace, pero con música. Repetimos todos.  El lío vendrá cuando con los brazos en alto toquemos las castañuelas. Hm, hm. Me señala: “Sergio, no vas al ritmo de todos”. Eh, cómo que no. Lo intento de nuevo. Le tengo que poner más ganas. Al finalizar el ensayo, viene y me dice que esto es para tomárselo en serio y que es mejor que me vaya a jugar. Salgo corriendo al patio. Por el camino, me voy parando, repito el un-dos-tres-cuatro, y resulta que cuando no me mira nadie, es cuando lo bordo y mejor me sale.

IV
Estoy solo en la cocina. Acabo de merendar. Ahí lo tengo. Cocinar es lo mío. Se me da bien. Registro en el armario. Esta sartén pequeñita me vendrá de rechupete. Ahora me subo al taburete. Alcanzo el tarro del arroz. Y por aquí, qué veo, qué veo. Tomate frito. Con buenos ingredientes tiene que salir buenos alimentos. Arroz con tomate, en versión delicatesen. Relleno la sartén. Pongo agua. Tengo que encender el fuego. Pero, antes le doy al gas. Clic, clic. Salta una llama azul. Ahí está. Cubro el arroz con el tomate. Aquello empieza a calentarse. Huele… Lo remuevo con la paleta. Como haría mi madre. La sartén humea. Enciendo el extractor. Qué ruido. La sartén salpica. Ostras. Me he manchado. Bueno. Apago ya el fuego. Contemplo mi obra. Acerco la nariz. Puag. Y ahora esto quién se lo come. PLAAAAAM. Se abre la puerta de la cocina. Uf, qué susto. “¿Qué estás haciendo, Sergioooo?”. No tengo mucho que explicarle a mi padre. Salta a la vista el desparrame. Mientras entra de un salto y empieza a borrar el rastro de mi primer arroz con tomate, sin reñirme, me dice: “…podrías haber empezado por la lección primera: untar galletas con crema de chocolate”. Cuando me ve las intenciones, exclama un glup, y añade: “…eh, eh, con el cuchillo de plástico, claro”.

V
No soy tampoco el que más aguanta la respiración debajo del agua. Jolines jopeta.  

VI
RIINGGG, RIINGGGG. Abran paso, que vooooy. ¿Sabes Bruce, hoy es mi cumple? ¿Que cuántos? Pues cinco. ¡Ehh, Consue, hoy es mi cumple! ¡Ya tengo cinco! ¡Holaaaa, Vladimiiiir! ¡Hoy es mi cumpleaños! ¡Eh, señor comosellame… hoy es mi cumple! Bueno, yo creo que toda la calle ya lo sabe. Ahora me felicitarán porque desde hoy soy mayor. Pedaleo con mi bici nueva de dos ruedas. Hacia el cole. Ya no tengo que circular por el carril triciclos. Ése se queda para los pequeñajos. RIINGGG, RIIINGGG. Voy por el carril bicis grandes. En esto sí que soy muy pero que muy bueno. ¡Eeeeeeep! RINNNGGGG, RINNNNG. ¡Apártese, apártese! HIIIIIIIIII. CRASHHHHH. Ufffffff. Uffffff. Mami, mami, me he caído, pero no me he hecho nada. Un rasconcito en el codo nada más. Y el manillar un poco doblado. Pero por eso yo no lloro, que ya tengo cinco. Ya me subo otra vez. Y sí, yo sí que miro por dónde voy, no te preocupes. El timbre funciona. Mira: RINGGGG, RINGGGGG.

VII
Que no, que yo no quiero más tarta, mamá. No, no estoy raro. No, no tengo muchas ganas de jugar. No, no he reñido con nadie. No, no me pasa nada, de verdad. Bueno. Un poco serio sí estoy. ¡Es que yo no encuentro mi talento, el que tú decías que todos tenemos! Oye, no te rías. No te burles de mí o me enfado. Es que yo creo que no soy bueno en nada. Nada de lo que hago me sale bien del todo. Bueno. Ya hablaremos, vale. Ahora voy con mis amigos otra vez. Me están esperando para jugar, sí. No, no es que ellos sean muy callados. Lo que pasa es que, como cada uno habla un idioma distinto, entre ellos no se entienden bien. 

domingo, 24 de marzo de 2013

Las mismas cuestas, las mismas rectas, las mismas curvas



I
“Paulina… ¿tú sabes algo de Mireia?”. He reconocido en esa voz temblorosa a su madre. Son las ocho de la mañana. Estreno mi voz en este día y me sale grave, carajillera e irreconocible: “…por lo que ella me contó quería estar unos días tranquila y aislada. Ya sabes cómo es. Estará bien, no te preocupes”. No sé si llego a tranquilizarla. Le digo que le enviaré un mensaje. Y que, en cuanto me conteste, se lo haré saber. “…esta chiquilla nos va a matar a disgustos”, me dice al borde del llanto. Cuelga. Intento desperezarme. Esta “chiquilla” cumplió cuarenta y seis el mes pasado.

II
“¿Mireia? Oye, tienes a tu santa madre muy preocupada… anda, llámala, y luego sigue en lo que estés haciendo, que no te cuesta nada”. El chat permanece mudo. No registra el recibo de mi mensaje. Tiene el móvil apagado o fuera de cobertura. Ahora soy yo la que estoy empezando a inquietarme seriamente.

III
Pi-pi-ri-pí ¡Mensaje! A las… me quito las legañas… siete de la mañana. Voy dando tumbos en busca del móvil que está en la mesita con el cargador. Tropiezo con el sillón. Suelto un taco. Cooooño. Está muy de moda llamarme a deshoras. Menos mal. Por fin. Es Mireia. Me envía una foto. Un amanecer. Ella está en línea, conectada. Le escribo. “…Pero ¿Se puede saber dónde estás?”. Espero. Me impaciento. Aparece en la pantalla del móvil: Mireia está escribiendo. “No te lo vas a creer. Estoy en Gorroperdido”. Sí, sí que me lo creo. De ahí era aquel noviete que tuvo de jovencita. “…llama a tus padres, anda”. “…no sé cómo ha sucedido, pero estoy en el Gorroperdido de 1984”. Me sale una carcajada. Qué se ha tomado ésta. Ahora sí que no me lo creo. Me envía otra foto. Me parece que es la plaza del pueblo. Me fijo en los coches. No es que esté muy puesta en marcas, pero distingo un Panda y un GS. “Oye, tengo que ahorrar batería. Porque en cuanto se me acabe, ya no podré cargarla. Besos”. Mireia desaparece. Si me pinchan ahora, no reacciono. Voy a llamar a su madre… pero cuando estoy marcando, me doy cuenta de que son las siete, de que le daré un susto de muerte. Aunque también es verdad que, cuando le explique que no pasa nada, que la “chiquilla” sólo se ha ido de viaje veintiocho años atrás, el susto va a ser igual de morrocotudo. Dejo el teléfono en la mesita y vuelvo a la cama. Pero las ocurrencias de mi amiga ya no me dejan pegar ojo.

IV
“Problema: Aquí no me sirven de nada ni los euros ni las tarjetas de crédito que llevo en la cartera. Circulan las pesetas de toda la vida. Estoy pues sin blanca. Marcial dice que no me preocupe. Mientras sea su invitada en casa de los tíos Rosendo y Matilde, el dinero no me ha de hacer falta”. Voy a contestarle rápido, rápido. Pero cuando lo hago, mecachis, Mireia, otra vez, ya no está en línea.

V
“Hoy hemos madrugado para ver la final de baloncesto en los juegos olímpicos de Los Ángeles. No he querido amargarle el resultado a Marcial. Ha sido emocionante de veras. Cuando ha acabado el partido, hemos luchado con honor, con una taza de café en la mano, sí que le he anunciado más tiempos de gloria en los años venideros. Me ha mirado extrañado, ¿y tú cómo lo sabes…? Y yo le he sonreído enigmáticamente: Intuición femenina, por supuesto…”.  

VI
“Una cosa sí echo de menos, Paulina… Mis cremas. Tenía que haber llenado el bolso con ellas cuando aterricé aquí con lo puesto”.

VII
“Con su Ford Escort azul, a 160 por estas interminables rectas en estas estrechas carreteras. Marcial lo ve normal.  La ventanilla bajada. El aire fresco inundando mis pulmones. Bufff, le digo, dentro de un tiempo pondrán radares y te crujirán por eso. Él, entonces ha acercado su mano hacia mi cuello y, acariciándolo, me ha llamado mi pequeña adivina. Si en vez de adivina me llega a decir brujita o parecido, es que le muerdo”. Aquí, ella inserta la foto de un inmenso y amarillo campo de trigo.

VIII
“Esto es un pueblo. De todo se habla, todo se comenta. Marcial está en boca de los vecinos porque dicen, ha pasado de cortejar a una chavalita de dieciocho, a los que sus padres se llevaron a rastras, a lanzarse en brazos de una señora muy madura. Qué ironía, Paulina. Porque yo soy ambas”.

IX
Recojo mis cosas. He de ir a Gorroperdido. Antes de abrir la puerta del coche, releo una vez más el último mensaje recibido. “Se acaba la batería. La luz amarilla parpadea y en cualquier momento se apagará el móvil. He decidido quedarme en este tiempo, Paulina. Volver a recorrer el mismo camino, con las mismas cuestas, las mismas rectas, las mismas curvas. Aprovechar esta oportunidad en lo bueno y en lo malo. Mmmm… He pensado que pondré mi móvil dentro de un tarro hermético. Lo enterraré detrás de la cuarta estación del vía crucis, Jesús se encuentra con su madre. Podrás recuperarlo en tu 2012 y ver las muchas fotos que he podido sacar. Recoge mi Toyota, Paulina. Lo dejé aparcado en la calle del Suspiro. Y cuida de mis papis. Muchos besos”. Seco mis lágrimas. Me encamino ya hacia el pueblo donde los tiempos confluyen. 

domingo, 17 de marzo de 2013

La vida secreta de Renik



I
Con los ojos cerrados, aspira la última calada. El cigarro se consume hasta casi donde empieza la boquilla. Y después lo aplasta contra el piso de la galería hasta que el humo muere. No se oye ni una mosca en el deslunado. Ahora Renik procede a borrar todo el rastro. La colilla se va por el sumidero. Abre poco, muy poco el grifo del fregadero. Shhhhh. Se lava las manos hasta el antebrazo con lavavajillas. Se seca minuciosamente. Se huele. Huy…. Todavía canta. Repite la operación. Busca el plato que dejó sobre la repisa con la tostada preparada. Con mantequilla y azúcar. La mastica despacio. Para que arrastre bien el aliento del tabaco. Después levanta la vista. Nadie en el vecindario. ¿Nadie? De repente descubre a la niña del tercero que lo observa atentamente. Mierda. Renik se lleva el dedo al índice a los labios. Chisssss. La pequeñaja le sonríe sin pestañear. “No digas nada…”, susurra. Desde dentro, llaman a la pequeña. Él se sacude las migas de la camisa. Sería un fastidio que, a estas alturas, se descubriera que la abuela fuma.

II
Si se descuidan, empalman la cena con la comida. Salen del restaurante cuando ya los camareros no sabían  a qué cubierto sacarle más brillo con el paño, qué copa guardar en la vitrina  ni qué centímetro cuadrado limpiar con la fregona. Pero es que hay que aprovechar. Se ven de uvas a peras. Casi toda la familia se ha despedido ya hasta el próximo evento. Es el momento. Camino del parking, Renik la llama. A Adriana. En un aparte. Le da un sobre. Y le indica: “Oye… esto es para ti. Guárdalo”. Desde atrás ya parece que se les aproxima alguien. Bajando más aún la voz, le añade: “Que quede entre nosotros… Todos sois sobrinos. Y todos iguales. Pero tú, Adriana, para mí, eres más igual todavía”.  

III
Ante la pregunta: “¿Qué? ¿Ha aumentado mucho tu colección de gorras?”, Renik ha sonreído y ha afirmado tímidamente. “¿Cómo? ¿Coleccionas gorras? Vaya una sorpresa. Quién lo diría”. Renik respira hondo y reconoce: “La afición me viene desde muy niño… Soy una persona que lo guarda todo. Desde mi primera caligrafía. En cada sitio que visitaba, encontraba gorras típicas, genuinas, empecé con una, luego otra, y así, poco a poco… Es que la cultura y las gorras se cogen de la mano”. Gesto de admiración y asentimiento de los reunidos. “…hasta tengo una de Fidel y estoy esperando una que perteneció al Papa”. Toque de atención, toc toc,  encima de la mesa. “Pero, señores, esto es una afición que no me gustaría saliera de aquí”. Carraspeos. Agacha la cabeza el promotor de la urbanización que es quien ha sacado el tema, y borra de su memoria todo lo escuchado el arquitecto, que está ahí para mostrar cómo han quedado, después de cien modificaciones, unos planos. 

IV
“En confianza, tú haz como que no sabes nada, pero tengo previsto marcharme de aquí”.

V
La calle es un hervidero. A estas horas no cabe más personal, desordenado, en un sentido, en otro. Un bullicio total. En medio de tanta gente, se mueve Renik. Tranquilo. Confiado. Está seguro de que nadie repara en él. De que va camuflado y nadie lo mira. Eso es lo que quiere. Hm, hm. Error.  Bajo él se concentran ahora todos los focos. Todos saben que él es Renik. Que fuma. Que iguala sobrinas. Que colecciona gorras, y que no tiene la del Papa. Que se ha marchado del trabajo. Sí, todo el mundo sabe esto de Renik. Y también sabe lo otro. 

domingo, 10 de marzo de 2013

La puerta del cielo



I
Aunque me mareo, aguanto las curvas que toma mi yerno. Con cerrar los ojos, me basta. Y eso que voy en una posición de privilegio. “El abuelo que se ponga delante, de copiloto”, ha cedido mi hija Silvia gentilmente. Y ella se ha ido al asiento de atrás, con los dos renacuajos. Van los tres muy apretujados. Con las mejillas ardiendo. Aún así, a mí el camino se me hace muy pesado. Y eso que las carreteras no tienen nada que ver con lo que había antes. “Cuando puedas, para. Tengo que ir al servicio”. Él asiente mirando la carretera. Pero yo sé que es como un: “¿Otra vez…?”. Aún pasan unos cuantos kilómetros más antes de detenerse. Señaliza la maniobra, para que mi hijo Benja, que va detrás con su coche, lo vea claramente, y se adentra entonces en un área de servicio. Stop. Parada técnica. Me faltan manos a mí para quitarme el cinturón y salir raudo hacia la flecha que pone “WC”. “¡Abuelo, no sabía que corrieras tanto!”. No lo he visto, pero ése, ése seguro que es el cabroncete de mi nieto Víctor… Cuando vuelva, ya le daré yo, ya…

II
“Papá, luego te pasas a nuestro coche”, me pide Benja. “No, gracias, da lo mismo, con tu hermana voy bien”, rehúso yo. Resulta que todos han parado por mi culpa, pero la verdad es que también todos han aprovechado para aliviar la vejiga. Y mi yerno se ha pedido hasta un café. Vaya, vaya. Silvia regaña a sus hijos y a sus sobrinos, porque se pelean entre ellos. “¡Está visto que juntos no podemos salir a ninguna parte!”. Yo, estiro un poco las piernas. Qué buen día hace. Qué bien se respira. Bordeo la construcción de la cafetería. Hacia la parte de detrás. Me quedo extasiado. Con los olivos cuidados. Con la tierra labrada. Con las nubes blancas. Mis ojos cansados se extasían con esta luz mágica. Eh, eh, tiempo de volver. Me estarán buscando. Regreso sobre mis pasos. Noto un silencio extraño. Córcholis, caracoles. No están los coches de mis hijos. Será una bromita. Me querrán hacer andar. Avanzo hacia la gasolinera contigua a la cafetería. Estarán ahí. Desgasto mi vista. No los veo. Qué hago. ¿Grito? Corro hasta la fatiga hacia donde termina el carril de aceleración y empieza de nuevo la carretera. Es una inmensa recta. Veo dos puntos diminutos que se alejan. Son ellos. Cooooño. Levanto los brazos. Grito: ¡EEHHHHHHHH! El del surtidor me mira y exclama: “¿Qué pasa, abuelo? ¿Se han olvidado de usted?”. Respiro hondo. Cada uno de ellos pensará que voy en el otro coche. “Métase en sus cosas, haga el favor. En cuanto se den cuenta, volverán a por mí”.

III
Me he cansado de estar de plantón en el cruce. Y me he sentado encima de esa piedra. Se arrima una furgoneta: “…señor, ¿quiere que le llevemos a alguna parte?”. Vaya. Éste es el tercero que me pregunta. Por lo menos me ha llamado “señor” y no “abuelo”. Es un detallazo a tener en cuenta. “No, no gracias. No voy a ningún sitio”. Y además, éstos ya estarán al caer. Me van a oír en cuanto los tenga delante.

IV
Ufffffff. Se acaba la tarde. A lo peor les ha pasado algo. Se han dado cuenta de que yo no voy en ninguno de los dos coches, y cuando se han dado la vuelta han pinchado una rueda. O han tenido un accidente, que hay que ver cómo toma las curvas mi yerno. Dios no lo quiera. Tengo que pasar a la acción. Tengo que moverme. Ser proactivo. Desandar hacia el pueblecito de atrás. Buscar a la Guardia Civil allí. O coger un autobús desde allí. Donde no hago nada de nada seguro es aquí sentado encima de esta piedra. Mecagüen. Ya empezaba a echar raíces.

V
Voy paso a paso. Ya no estoy tan ligero como antes. Pero quien tuvo retuvo. Y aquí está el hombre. Aquí está el tío. El que se hacía veinte kilómetros de una tacada sin despeinarse. El que viste y calza. Un, dos, un dos. Altoooo, alto. Un poco de descanso. Que se me sale el corazón del sitio. Qué boca más seca. ¿Por dónde estaré? ¿Me faltará mucho? Todas estas cosas, a Pulgarcito, seguro que no le hubieran pasado. Pulgarcito estaría siguiendo tan ricamente las piedrecitas que habría ido dejando, y ahora estaría ya a puntito de llegar a su casa…

VI
¡El arcoíris! Magnífico. Uaaaaauuhhhh. Cuántos años sin verlo tan nítido, tan entero, casi lo puedo tocar… Para mí, así es la puerta del cielo… algún día, más pronto que tarde… cruzaré por debajo, eso nadie lo puede hacer por mí, lo tengo que pasar yo… algún día sabré lo que hay al otro lado… Pero hoy no, conste. Hoy tengo otra faena. Llegar a ese puñetero pueblo. Por mis narices.

VII
¡Chuchooooooooo! ¡Fussss, fussss, fuera, fuera de aquí! ¿Qué? ¿Te crees que me asustas por enseñarme esos dientes que necesitan una ortodoncia? Arre, arre, vete hacia allá y deja ya de ladrar, que conmigo tienes poca chicha y menos hueso. Eso, eso es. Calma, tranquilo, perrito bueno. Ah, ¿ahora me sigues? Bueno… como tú quieras. Así por lo menos no vamos solos, ni tú ni yo.

VIII
Y ya es de noche. No, no me asusta la oscuridad. Lo que me asusta es que no se ve un pimiento. Por lo menos, podrían haber dejado un trocito de luna para poder ver la línea continua. Peatón, en carretera circula por tu izquierda, que te vean. Antes, un camión casi me atropella. Y ahora, mira… por ahí viene unos coches de frente… caray con las luces largas… bufff… cómo deslumbran… tienen una luz azul arriba…  ¿será la guardia civil, será… ¿…? ¡Eeeeehhhh!

IX
Mundo al revés. Los padres ya no riñen a los hijos. Los que se han ido dejándome tirado como una colilla son ellos, y la bronca monumental me la he llevado yo por haberme movido. No entiendo nada. Es de madrugada. Se esconden las estrellas. Estamos llegando a casa. Silvia va de copiloto. Yo, detrás, acurrucado entre mis dos nietos que duermen con la boca abierta. Mi yerno sigue tomando las curvas estilo rallye. Y lo único que ha dicho mi hija en todo el camino es un: “está visto que juntos no podemos salir a ninguna parte”. 

domingo, 3 de marzo de 2013

Por si acaso



I
Humo en la pequeña cocina. Salta el sofrito cabreado mientras se dora el pollo de corral. La madre, con el delantal condecorado y el antebrazo arremangado remueve con cuchara de palo los trocitos de carne y los reparte en la paella. Candela la mira con atención. Está de pinche. Ya tiene la verdura lavada, troceada y a punto. Ha visto hacer una paella de casa más de cien veces. “¿Y para cuándo me dejas a mí, mamá?”. La madre pone un punto de sal, le recoge el cazo y contesta: “Mmm…  Mientras yo pueda, no hace falta, hija… sólo quiero que sepas… por si acaso”.

II
Ahí está Candela. Ahí viene. A ver qué cara trae. El padre le abre la puerta del coche. “¿Y..? ¿Cómo te ha ido?”. Ella contesta jubilosa. “¡Me han aprobado! ¡Ya tengo el carné!”. ¡Bien! ¡Bravo! ¡La nena ya conduce! Él le da un beso. Y arranca. No mira por el espejo retrovisor como es preceptivo y casi se lleva por delante a uno que venía embalado. Recibe por eso una pitada monumental. Contesta: “¡Y tú más, cabrón!”. Serenémonos. ”Vamos a casa, a darle la noticia a tu madre”. Candela se ajusta el cinturón. A lo mejor no es el momento. Pero a lo mejor sí. “Oye, papá… y ahora ¿me vas a dejar el coche alguna vez?”. Dos segundos en silencio. “Esto… pues… sí, claro, cuando haga falta por qué no”. Se para en un semáforo. Pone la radio. “…pero recuerda en que ya quedamos en que te sacarías el permiso de conducir por si acaso”.

III
Ha sonado el timbre. Nadie conocido llama así, con un toque tan sostenido. Antes de abrir, la madre se asoma por el balconcillo, “¿quién essss?”. Es un municipal. Levanta el cuello. Y pregunta por Candela. Trae una carta certificada para ella. De punta a punta de la casa: “¡Candelaaaaaaa!”. La chica sale de su habitación. Firma el acuse de recibo y el policía se va. “Hija… eso no será una multa, ¿no?”. “Mamáaa, por favor”. Rasga el sobre que lleva membrete oficial con nerviosismo contagioso y ambas miran. Ah, bueno. Le comunican que ha salido elegida para la mesa electoral de las próximas elecciones autonómicas. “Como presidenta suplente”, lee Candela. Y determina su madre:“…entonces no te tocará quedarte. Tú te presentas allí a las ocho en punto, y cuando hagan recuento, te vuelves a casa. Sólo hay que ir por si acaso”.

IV
“Que pases”, le dice la secretaria. Candela llama temblorosamente a la puerta. Y entra. Detrás está Didier Leplus, el afamado coreógrafo. “¡Oh, oh, oh, Candela, me encantó tu actuación en el casting…!”. A la chica le suben los colores y las palpitaciones al mismo tiempo. Después de tanto esfuerzo, tanto sacrificio… está recibiendo alabanzas nada menos que del mismísimo Leplus. ¿Entonces? Él prosigue:  “…es un honor para mí pedirte que te unas a nuestra Compañía, Candela”. Ella quiere frotarse los ojos, pellizcarse. “…es mi intención proponerte representar el papel más especial: el de la actriz principal…”. Quiere caerse muerta allí mismo. “…sustituta; para cuando Marina Bleno descanse o no esté”. A Candela le decae un poco el vértigo, pero da lo mismo. De la nada va a pasar al casi todo y a partir de ahora estará muy pendiente de los catarros de la diva, por si acaso.

V
Qué difícil es conciliar el sueño en noches tórridas como ésta. Por fin, después de tres mil vueltas, duerme Candela. Envuelta en sudor. Se agita. Trata de terminar ella sola una paella gigante. Y se la da a probar a su madre. Espera veredicto. “Chiquilla, este arroz está esclafado”. “Esclafado, esclafado”, repiten tropecientas voces que esperaban su plato. Sale despavorida a la calle. Acaba de acordarse de que precisamente hoy eran las elecciones. Para no llegar tarde, sube al coche de su padre. Entra dentro de la cláusula "cuando haga falta". Pero cómo se conduce este cacharro, cómo,  si le falta el volante. Desiste. Se baja, lo deja mal aparcado, y por el rabillo del ojo ve cómo el mismo municipal que le trajo aquel certificado se acerca para ponerle una multa. No importa. Ella corre y corre hacia el colegio electoral. Dos interventores la reprenden al recibirla, “¿Dónde estabas?”. Candela se excusa: “…es que sólo soy la presidenta suplente… ¿no ha venido el titular?”. Ambos señalan hacia la mesa y… ¡qué sorpresa!: ¡La presidenta es la mismísima Marina Bleno! ¡Pero,  qué alegría! Candela vuelve a correr con toda su alma por la calle. Pierde el resuello. Casi vuela. Y casi es de noche. Dando traspiés en los puñeteros escalones, entra por la trasera del teatro, avanza hacia los camerinos, mientra ya escucha la megafonía: “Señoras, señores, dentro de unos minutos empezará la representación. Rogamos apaguen sus móviles. Les informamos que hoy, en el papel de Corina, actuará Candela Lacruz”. Ella se asoma por detrás del telón. Entre rumores  y abucheos, la mayor parte del público se levanta y empieza a irse. No han pagado por eso. Candela sale al escenario y quiere gritar: “¡Noooo!”. Pero está muda, sin voz. Prueba de nuevo: “¡¡NOOOOOOO!!”. Esta vez sí ha gritado. Ha gritado de verdad. Candela se incorpora bruscamente. Todo está oscuro. Qué difícil es conciliar el sueño en noches tórridas como ésta. “Nena, ¿estás bien?”, pregunta su padre, asomándose en gayumbos a la habitación, “hace un calor insoportable… enciéndete el aire acondicionado y tápate con la sábana… por si acaso”.