I
Que no. Que no me entran. Con las sumas, lo que
sea. Con las restas, así, así. Con las multiplicaciones, aún, aún. Pero con las
divisiones de dos cifras no puedo. Dejo caer el cuaderno encima de la mesa.
Suplico clemencia: “Papá, vale ya por hoy, déjame ir a jugar”. Él suelta el
periódico. Espanta una mosca. Se acerca. Se asoma. Y mira lo que he hecho. Claro,
ve las divisiones en blanco. “Te falta eso”, me señala. Jooo. Protesto. “¡Es
que no me salen!”. Se queda pensando. “Si quieres, llamamos a la señora Mariana
y que venga a explicártelas”. “¿La señora Mariana? ¿La abuela de Jorge? Pero
¿esa mujer sabe?”. “¡…pues claro que sí! Ella es maestra de matemáticas. Aunque
ahora esté jubilada, es una experta”. Desde la habitación, mi hermano, que
tiene la antena puesta, suelta: “¿Es que tú no te has fijado en que tiene una
cara de raíz cuadrada que no se la acaba?”. Raíz cuadrada. No sé lo que es eso.
“¡Tú calla, que la cosa no va contigo!”, le grito. Mi padre espera. Al final,
le contesto renegando: “Bueno, vale: lo intento un poco más. Pero la señora Mariana
no. La señora Mariana, lo último de lo último”.
II
No me queda igual. No es lo mismo. Yo, giro las
piedras gordas con los pies. Por si hay alacranes debajo para que no me piquen.
Luego, las levanto como puedo, y voy formando el muro. Pero no están muy rectas que digamos. Y se
quedan frágiles. Con Jorge era otra cosa, él sí sabía ponerlas… Y le quedaban
bien. Así, yo solo no terminaré nunca la cabaña. Me llaman a gritos. Es mi
hermano. “¡Dimas, a comeeeeeer!”. Voy, voy. Salto del descampado al caminito
por donde se entra otra vez en el pueblo. Yo le he preguntado un montón de
veces a la abuela de Jorge, que vive en la casa de al lado, si este año tiene que venir y me ha dicho que
sí. Pero estamos ya a casi quince de Agosto, casi no queda verano, y no ha
aparecido. Señora Mariana, cuándo viene Jorge, cuándo.
III
Con las manos en los bolsillos. Así voy. Buscando
la poca sombra que hace. Me aburro. Lo de la cabaña lo he dejado estar. De
frente, veo que la señora Mariana viene cargada con el bolso de comprar. La saludo.
Ella me pregunta: “Dimas, ¿tú no querías saber cuándo viene Jorge?”. Sí, sí,
sí. Claro. “…pues viene esta tarde. Lo trae su padre. Y estará unos días”.
Uaaaaauu. Por fin. Mi amigo del alma. Por fin levantaremos una cabaña decente. “¿Esta
tarde? ¿A qué hora, a qué hora?”. “…temprano, digo yo, porque luego mi hijo se
vuelve a Mardebé… el pobre no tiene vacaciones este año”. Me hago una
composición. Ya quiero que sea esta tarde. Qué alegría. Por fin viene mi amigo-amigo. Ya era hora. Le pido a la señora Mariana que
me deje ayudarle a cogerle el bolso. Uffff. Jo. Ni que llevara ladrillos dentro.
La acompaño hasta la puerta de su casa. Es cuando me propone: “¿Y si vamos los
dos a esperarlos a la entrada de Gorroperdido?”. No me lo pregunta dos veces. “¿A
las cuatro?”. “Sí, Dimas, los dos a las cuatro”.
IV
Es lo que tiene que el pueblo esté en alto, que
diez kilómetros antes de llegar, los coches se ven venir. La carretera se
divisa perfectamente. Y, si hace falta, radio macuto, ya se encarga de anunciar en la Plaza Mayor
a cualquiera que se arrime para que se entere todo el mundo. Hemos salido
hasta el pivote del kilómetro uno, y nos hemos quedado a la sombra de un árbol. “¿De qué color es
el coche de su hijo, señora Mariana?”. “Azul”, me ha dicho. Me pongo la mano en la frente, acurruco los
ojos: “¡Azul! ¡Ahí viene uno azuuuuul!”. Contengo la respiración, veo cómo se
acerca. Cuando está casi casi ahí al lado, veo que no, que es una furgoneta, que
no puede ser. Cahis. “Al próximo, Dimas, al próximo”. Total, por un poco de paciencia,
cuando tanto he esperado, tampoco pasa nada.
V
Han pasado…. cinco minutos. “Señora Mariana: Yo
tengo muy buena memoria”. Se lo digo rotundo. Ella sonríe. “Qué suerte tienes. Ojalá
puedas decir eso mucho, mucho tiempo”. No, yo no lo digo por fardar. Lo digo
porque es verdad. Ahora mismo le voy a poner un ejemplo. “Del próximo coche que
aparezca, me voy a acordar toda mi vida”. Ella intenta convencerme para que no
lo haga: “…no hace falta Dimas, los recuerdos son caprichosos… luego no te
acordarás de todo lo que quieres y sí de mucho de lo que no quieres”. Ya estoy
concentrado. Espero a que salga el próximo coche. Ahí, ahí está. Un puntito
minúsculo. No es azul. Por lo tanto no es Jorge. Eeeeppp. Un momento, que vea…
Exclamo: “¡Un 127 verde, V 9362 K! Suma
veinte. Yo sumo muy bien, señora Mariana…”. 127 verde, V 9362 K. Ella se ha
quedado un poco seria. “…te aviso ya que, cuando tú te acuerdes de ese 127,
dentro de muchos años, yo no estaré para reconocer tu buena memoria”.
V
Han pasado… muchos minutos. “¿Qué hora es?”. “Casi
las cinco”, me dice. “Ufff, sí que tardan. Me canso de esperar. No les habrá
pasado nada, ¿verdad?”. Ella levanta las manos: “¡No, por favor! ¿Sabes lo que
creo? Que como mi hijo es muy despistado… se habrá dado cuenta de que han salido
sin la maleta de Jorge, y a mitad de camino habrán tenido que volver atrás para
ir a por ella”. He contado los coches que han subido a Gorroperdido en esta
hora. Treinta y dos. Le confieso: “Entonces yo no puedo criticar eso. Porque yo también soy
despistado”.
VI
El camión cuba que sube el agua al pueblo acaba de
pasar. Va de parte a parte, casi no cabe. Estoy marcando una carreterita con la
grava de la curva. Tres palos hacen de excavadora. “Oye, Dimas, ¿tú tienes
hambre?”. Me quedo mirándola. “Depende”, le contesto con desgana. “Había traído merienda
para ti y para Jorge, pero como es la hora que es… te la comes tú solo y
arreando”. Registra su bolso. Y saca un paquete de chocolatinas. ¡Cho-co-la-te! Se me abren
los ojos. A reacción, desesperado, le suelto: “Sí, sí que tengo mucha hambre, señora Mariana”.
VII
Me ruge el estomaguito. Ay, ay, cuánto chocolate. El sol empieza a esconderse a nuestras
espaldas. Hace rato que no hablamos. A la señora Mariana le he contado cosas
del colegio. De mis otros amigos. De lo que me ha preguntado. Ella mira ahora
al final de camino. “...es muy tarde ya… ¿les habrá pasado algo?”. Tengo que
calmarla como sea. “No por favor, ¿sabe lo que creo? Que su hijo es tan despistado que sí ha cogido la
maleta, pero ha tenido que volverse a mitad de camino porque se había olvidado de Jorge”.
VIII
En ésas estamos cuando un coche, un 131 blanco,
nos hace las luces y nos pita. “¡Ahí, ahí están! ¡Ya han llegado! ¡Ya están
aquí!”. Por fin. Por fin. Canto el Aleluya. Un poco más y se hace de noche. “¡Señora
Mariana… es blanco, que no era azul!”. “Yo es que, hijo, de colores, no sé
mucho”. Ha puesto el intermitente. Se ha arrimado a la cuneta, para que si
viene alguien detrás pueda pasar. Voy corriendo. Salgo al encuentro de mi
amigo. Jorge, Jorge. Me quedo sin casi aire. Alguien sale. De la puerta de
atrás. Jolín. Qué estirón ha pegado. Éramos casi iguales y ahora me pasa tres palmos. “Hola, Dimas”. Jolín,
qué vozarrón le ha salido. Estoy a punto de preguntarle, pero me corto en seco,
“qué te ha pasado, Jorge”.
IX
Bueno… Se hace lo que se puede. Para estar
construyéndola yo solo, la pared de la cabaña no me está quedando mal. Por ahí,
veo acercarse a la señora Mariana. Va a comprar. “Buenos días, Dimas”. Me
sacudo las manos. “Buenos días, señora Mariana… ¿y Jorge?”. Tarda en contestar.
“Durmiendo como un tronco. Anoche estuvo en la verbena y llegó muy tarde a casa”.
Ah. Se prepara para seguir camino del supermercado. No sé por qué me va el
corazón tan deprisa. No sé por qué, de repente, me entran estas ganas de hacer
pis. Ella se va. La tengo que llamar. “¡Señora Mariana, señora Mariana!”. Dos
veces. La segunda, grito. Igual es que está un poquito sorda. Se vuelve. “…dime,
Dimas”. Carraspeo. Doy saltitos. Mmmm. Indeciso. A la de una, a la de dos, a la
de tres: “¿Usted no me podría ayudar a hacer divisiones de dos cifras?”.