domingo, 25 de septiembre de 2011

Buscando a mi doble




I
No es la primera vez que me lo dicen. Que tengo un doble. La enfermera es rotunda. “¿De verdad que no has ido nunca por Gorroperdido?”. ¿Yoooo? ¿A qué santo? “Pues chico, aquél que vi era clavadito a ti”. Sonrío. Será mi cara, que es muy normal. Termina de poner la venda en el pulgar. Ahora el esparadrapo. “A ver si la próxima tienes más cuidado”. Es que se me fue el cuchillo pelando una manzana. Y me hice un buen tajo en el dedo. Qué le vamos a hacer, soy así de patoso. “Y ahora, la antitetánica”. Vamos a ello. Me remango la camisa. Ella, preparando la jeringuilla, me corrige: “No, no, no, que ésta va en el culo…”. Ve mi cara de espanto. “Venga, hombre, no seas miedica…”. Mal trago tengo que pasar. Me desabrocho el cinturón. Y me bajo un poco el pantalón. Hoy toca bóxer a rayas marineras. “En un instante está”. Noto el algodón frío. A la de una, a la de dos, a la de tres. COÑOOOO. AUUUUU. Es que, las estocadas, aunque te las esperes, también duelen.


II
El jefe, que me llama. Como en la canción, si me dice ven, lo dejo todo. Guardo el fichero por si acaso, me levanto y hale. Por el camino, me cruzo con compañeros frente a la máquina del café. “¿Qué tal la “cofireunión”?”, les digo. Saludo aquí, allá. Presiento para qué me hace llamar. Este tío parece que no está, pero sí: está en todo. Después del curre que llevo tiene que haber llegado mi oportunidad. Me querrá encargar otra sección. Por fin. Ha llegado mi tiempo. Ya era hora. Llamo a la puerta. “¿Se puede?”. Sonrío con mi mejor simpatía. Me asomo. Está hablando por teléfono. Me hace un gesto. Para que pase. Yo paso y junto la puerta. Espero de plantón. Confía en mí. Si no, me habría hecho esperar fuera. Escucho. Habla con un anunciante. Observo el despacho. Una pasada. Cuadros con portadas de días históricos. El que me cae más cerca muestra la riada del 82. La mesa de reuniones lateral con un montón de periódicos desplegados. El nuestro y el de las competencias. La vista a la calle desde aquí es asombrosa. Cuelga el móvil. Me mira a la cara. Me tiende la mano. “Qué tal todo…”. “Bien… mucho trabajo últimamente”, le digo y me dispongo a explicarle. Pero no me deja. Me corta. Me suelta a bocajarro: “Boro… tenemos que prescindir de ti”. Esta estocada no me la esperaba. Me quedo frío. Impasible. Aturdido. Encajo el golpe con entereza, como si no me hubiera afectado nada absolutamente. Pero es que el efecto viene retardado. Y viene de dentro hacia fuera. Y por dentro, ya mismo, estoy totalmente destrozado.


III
Ayer, a estas horas trabajaba frenéticamente y con ilusión. Hoy, nada. Quién me lo iba a decir. Que soy un cronista en paro. Tengo el ordenador abierto por el procesador de textos. Quiero actualizar mi currículum. La pantalla aún sigue en blanco. Pensaba, cuanto antes, empezar a enviar correos electrónicos a mis amigos. Bueno, no sé si seguirán siéndolo. Y luego a mis enemigos, que éstos sí, seguro, seguirán siéndolo. Me he frenado. No tengo que perder la calma ahora. Pero tampoco debo quedarme encerrado en casa. Repaso la agenda. A quién llamo. A quién me encomiendo. AUUUU. El puto pulgar, que me duele. AUUUU. La puta vacuna, que también me duele. No sé cómo sentarme. Me cago en la enfermera que dijo que me vio en Gorroperdido. Gorroperdido. Mmmmmm… Por qué no. Y por qué no ahora. Tecleo por internet. Busco horarios. En una hora sale un tren. Me vale. Preparo la bolsa. Un pantalón. Dos bóxers de la selección. Calcetines. Dos camisetas con mensaje. Los trastos del aseo. Luego, aparte, la electrónica. El portátil y la cámara. Me voy. Salgo. En busca de una buena crónica, que diga a lo mejor “separados al nacer”. Salgo en busca de mi doble.


IV
No he pegado ojo. Pero no es sólo por el traqueteo del tren. La cabeza me va a mil. La cabeza me duele mucho. Y por extensión, me duele todo. Tengo las piernas entumecidas. No hay nadie en el apeadero. Sólo moscas impertinentes y pegajosas. Y el pueblo está lejos, a dos kilómetros de aquí. El sol pega fuerte. Qué sed. Y qué agujero en el estómago. Me pongo a andar. Saco la cámara. Disparo ráfagas. Al pie del camino, un cartel oxidado: “Bienvenidos a Gorroperdido”.


V
El primer bar. Bar Menta. Cortina de cadeneta de aluminio. No veo a nadie... “Buenos días”. Desde dentro, alguien trajina. “Va, ya va”. Penumbra. Una señora que casi no cabe por la puerta se asoma. Al verme, pone los ojos como platos. Je, je. Esto empieza bien. Habrá comprobado lo mucho que me parezco a mi doble. O él a mí. “¿Me pone... un refresco azucarado?”. Me sigue mirando con extrañeza. “…enseguida”, reacciona. Vaso largo. Hielo. Rodajita de limón. Glu, glu y glú. Me dura diez segundos. Es que estaba seco. “Qué le debo”. La señora se queda pensando. No parece centrada. “… nada, no me debes nada”. Vaya sorpresa. Intento aclararle. Que no se crea que soy quien no soy. “Mire, yo…”. Antes de que yo pueda decir nada, me para con la mano y me pregunta: “¿Quieres que te ponga otro?”.


VI
La dueña, la camarera, o lo que sea del bar Menta ha salido a la calle. Ha hecho una llamada con su móvil. Bajaba la voz. Estaba bastante azorada. “…parece que no se acuerda de nada, está como desorientado…”, la he oído decir en un susurro. Aprovecho para sacar algunas fotos del local. El segundo vaso no me entra tan rápido. Tengo la tripa encharcada. Al minuto, digo bien, al minuto, cinco personas se presentan en la puerta del bar. Uno es un guardia civil. La cortina de aluminio tintinea con fuerza. Entran. Me miran. Como si yo fuera un espectro, igual. Me rodean. “Buenas”, saludo. Todos quietos. Confundidos. Aquí qué es lo que pasa. Les preguntaré si conocen a alguien que se parece a mí. El más mayor, el del pelo blanco, da un paso adelante. Se me acerca. Me habla con dulzura. “…chico, ven, vamos… borrón y cuenta nueva. Aquí nunca ha pasado nada…”. “Pero… ¿qué dice, señor?”. Me coge del hombro. Tira de mí. “…anda, nos vamos a casa, tu madre está esperando y se alegrará de verte…”. Esto qué es. La gente me abre el paso. “Ha vuelto, ha vuelto”, escucho. Al señor mayor del pelo blanco que me empuja suavemente le brillan los ojos. Y yo, que no encuentro las palabras justas, me dejo llevar. Es que siempre he sido así. Siempre he sido dócil y me he dejado llevar.

domingo, 18 de septiembre de 2011

Estorbo




I
Pobrecita. He intentado decirle que no se preocupe, que no pasa nada. Que era muy difícil. Que ella ha hecho lo que ha podido y más. He intentado cogerle de la mano y transmitirle mi ánimo. Ainoa se ha zafado, “Amador, por favor, déjame estar ahora”. Mejor no decirle nada. No le puedo decir que “a la próxima”, porque para la próxima falta un volver a empezar de cero y todo un año. Rabia y decepción aumentada porque para más inri sus dos amigas del alma han quedado muy por encima. Qué palo. En unos minutos vendrán todos y preguntarán: “qué, Ainoa, cómo te ha ido”. Ella ha cerrado fuertemente los ojos. Ha apretado los puños. Respirando profundamente, cargando sus pulmones al máximo ha apagado el ordenador a la brava. La lista, que se había hecho esperar, ha desaparecido de la pantalla. Pero la verdad es que esa lista sigue ahí, publicada, y con Ainoa perdida en el montón de los de abajo, entre los que no pueden elegir ni las migajas. Ainoa ha salido dando portazo, y yo me he quedado solo sin saber qué decir ni qué hacer. Seguirle ahora no sirve de nada. Seguramente, dentro de un rato, cuando reaccione, iré a la cocina, abriré la nevera y descorcharé el cava sin hacer ruido. Y después, hasta la última gota, lo vaciaré por el fregadero.


II
Ainoa se ha enfadado un poco conmigo. Total, porque le he dicho que no todo es estudiar. Que para rendir al máximo también necesita esparcimiento. Que es bueno que se oxigene. Que salgamos por ahí. Al parque. A la playa. A ver una puesta de sol. A cenar. Al cine. A respirar. Juntos. Y eso que he sido moderado, porque no he mencionado para nada sus ojeras ni su aspecto desmejorado y descuidado. “…tú lo que quieres es que pase como el año pasado…”, me ha llegado a recriminar. Bueno, para dos horitas que nos vemos ahora a la semana, no las voy a malgastar discutiendo. Desde luego. Mejor me lo trago todo. Mejor me callo. Mejor tiene toda la razón y yo le estorbo. Mejor pasarlo mal ahora, para poder desquitarnos más adelante, cuando llegue nuestro momento.




III
Casi como las monjitas de clausura, así está Ainoa, mi pobre Ainoa. Por las mañanas, a las siete en punto, diana. Estudio personal. A las once, diez minutos de pausa y cafeína. Hasta la una, clavada en la silla. Treinta minutos para comer. Por la tarde, vuelta al ataque. De siete a diez, academia. Media horita para cenar. Y luego, hasta la una y pico, el tiempo del test. Y vuelta a empezar…


IV
Mientras, me he convertido en su portavoz, porque todos los del grupo, me ven solo, con las manos en los bolsillos y me preguntan a mí por ella. Siempre contesto lo mismo: “ahí está: estudiando como una descosida”. La de veces que paso por debajo de su piso y miro hacia su balcón. Y deseo con fuerzas que una mosca zumbe y revolotee, pssssss, y consiga distraerla para que vuelva sus ojos hacia la calle. Y entonces me vea, eh, yuju, aquí estoy, montando guardia. Y yo le sonría, de oreja a oreja. Y ella me llame, y me diga, “sube, tonto, nos tomamos un café”. Deseo todo eso. Pero las persianas están permanentemente a medio bajar. Y saben las moscas que por ahí no se puede pasar, saben las moscas que corren peligro de muerte cierta si osan interrumpir la concentración de mi querida cerebrín.


V
Al principio del enclaustramiento, aún sonaba el móvil. Ainoa llamaba. “… ¿qué haces?”, me preguntaba. “…pues justo ahora iba a empezar a comer”. “Yo también”. “Oye, que si quieres, me levanto ahora mismo y comemos juntos… en diez minutos estoy ahí”. Silencio. Duda interna. Mmmmmmmmmm. Lucha entre la razón y el corazón. La fuerza de voluntad acababa imponiéndose. “No, Amador, mejor no”. Yo no insistía entonces. Disimulaba como podía mi decepción. Y me entraba complejo de ser como aquella manzana tentadora que acabó mordiendo Eva. Minutos después de colgar la llamada, yo aún flotaba en el aire. Aún quedaba encima de la mesa un plato frío sin tocar y un “te echo de menos, pero no te lo he dicho… por no estorbar”.


VI
Después las llamadas han ido sustituyéndose por mensajes. Distraen menos. “100% de respuestas acertadas en los test de hoy… ¡Estoy supercontenta! ¡100 Besos!”. Mensajes cortos, intensos. Ella sabe que estoy aquí, para lo que necesite cuando lo necesite. Mis respuestas suenan un poco repetidas. Ánimo. Aliento. Tú puedes, cerebrín. Son sinceras. La admiro y… la quiero. “Piripipí, piripipí”. Ha entrado un mensaje. Contengo el aliento. De Ainoa. En vivo y en directo. “…Amador, cuando vengas el Domingo, trae dos paquetes de filipinos, ya sabes, de los azules”. Me sonrío. Chocolate para las neuronas. Me viene el supermercado de paso. Voy allá. De los azules, ha dicho.


VII
Ha pasado un año. Larguísimo. Interminable. Que me lo digan a mí. Y ahora, la página web donde hoy publican las listas se ha bloqueado. Eso. Lo que faltaba. Qué nervios. Me he acercado a la ventana. He subido la persiana. La correa está fuerte. Por lo menos llevaba doce meses sin moverse. Ainoa ha intentado entrar de nuevo. Ahora sí. Qué lento va internet, joder. Tensión. Venga, venga, calma. De repente, el grito. El grito que yo esperaba: UAAAAAAAAAUUUUUUUHHHHHHH! Lo ha conseguido. Mi cerebrín está de las primeras. Ríe. Salta. Grita. Me abraza. Me estruja. Me besa. Bravo, bien, enhorabuena. Se lo merece. Me lleno de orgullo y satisfacción, como el rey de España. “¿Tú ves? ¿Tú lo ves, Amador? Ése era el camino, ésa era la única manera. Teníamos que pasar por esto para llegar aquí…”. A mí me entra la risa floja. Y Ainoa sale por el pasillo, dando saltos y gritando la buena nueva, “¡Lo he conseguido! ¡Estoy aprobada! UAAAAAUUUUUUHHH”. Hoy sí, hoy no es como el año pasado, hoy se le puede preguntar qué tal Ainoa, qué tal ha ido. Me sobreviene un sudor frío. En el fondo sé por qué. Murmuro: “Sí, ése era el camino… para llegar aquí”. Y éste no es un punto final, sino un punto de partida. He cerrado fuertemente mis ojos. Para que no se escapen las putas lágrimas. Y he apretado los puños hasta hacerme daño. Inspirando profundamente, hasta el último soplo de aire que me cabe en los pulmones, me he dirigido a la nevera. He descorchado el cava. El tapón se ha estampado contra la talla. Lo he vaciado en el fregadero. Hasta la última gota. No, desde luego yo no voy a ser un estorbo. Dejándolo todo en orden, el vidrio al cubo de los vidrios, he salido de la cocina. Y después, con un nudo en la garganta que no se me ha ido aún, “Ainoa, mi cerebrín, que triunfes en todo lo que te propongas”, he salido del piso sin decir adiós y sin hacer ruido.

domingo, 11 de septiembre de 2011

La semana que viene ya veremos



I
Nicolás abre un ojo, después el otro. Se despereza pero no se mueve. El sol impacta fuerte por la persiana bajada en la ventana sin cortinas. Está aterrizando en el ya no tan nuevo día… Lunes, parece. Trasiego en la calle. Pasan más minutos. Tranquilo, sin prisa. Se levanta cuando la urgencia de ir al baño ya le aprieta. Descalzo. Desgarbado. Pelo negro alborotado. Barba cerrada de la que sólo se escapan unos ojos brillantes y una nariz importante. Se asoma al balcón. Mira hacia su 124 que todavía está ahí, aparcado. Entra de nuevo. Un tablero lleno de cosas hace de mesa. Cuatro sillas peladas. Es su mobiliario. En la pared un estante de chapa conglomerada y un tocadiscos Cosmos. Algunos vinilos con fundas maltratadas se apilan en el mismo estante. Repasa. Mira, éste hace tiempo que no lo escucha. Ringo. El disco gira y cruje. GRRRRR…. Suena potente. La acústica cambia la casa. Ahora los vecinos ya saben que Nicolás está despierto. La nevera está casi tiesa. Pero queda leche. Botella de plástico. Bebe a morro. Tararea camino de la ducha. De oído. “….Yu-sixtín-yu-biutifú-an-yu-main….” (1) . Es de las poquitas cosas que le saben mal. No saber inglés.


II
Nicolás se mueve por Mediavilla buscando la sombra de las casas. Camiseta de tirantes sin mangas, pantalón vaquero con los camales recortados y alpargatas atadas. Nicolás cruza la carretera sin mirar. En mal momento, porque una Vespa casi se lo lleva por delante, “aparta, cabróoooon, mira por dónde vaaaaas “. Atraviesa el mercado. Repasa los puestos. Cajas apiladas. Suelo pegajoso. La fruta bien expuesta. Las ristras de embutido. Levanta la mano. Saluda aquí, allá, se entretiene. Sale por el otro lado. Ya avista que al final del callejón adyacente, un hombre da pasitos adelante y atrás, mira irritado el reloj y no contiene sus aspavientos. ¿Será posible tanta informalidad? Es el señor Perales que le espera hace más de una hora, según lo convenido, para recoger el escritorio clásico que le encargó y que por lo que ha tardado en fabricarlo, tiene que ser, por lo menos, el Escorial hecho en madera de cerezo.

III
Los segundos que Nicolás ha empleado en quitar el candado, levantar la atrancada persiana, abrir la puertecita acristalada, dejarla abierta para que se escape el ambiente cargado de barniz y disolvente, entrar en el taller y destapar el mueble primorosamente cubierto con una sábana; todos esos segundos han sido los que el señor Perales ha tardado en dejar reducido a nada su tremendo cabreo por la desquiciante falta de seriedad de Nicolás. Hasta entonces todo eran sapos y culebras. Se acerca. Lo toca. Lo observa con detalle. Simplemente perfecto. “Qué manos tienes”. Afirma con la cabeza. Es una pieza única. Y es para él. “Te ha costado un montón de tiempo, pero ha valido la pena la espera”. Nicolás ha estirado mientras un cajón, ha sacado su Werlisa, ha comprobado que sí, que tiene carrete, y le ha puesto el flash de bombilla de vidrio. “Un momento….”. Click. Flash. Con el pasador, recarga la cámara, pone una bombilla nueva y dispara de nuevo. Por si acaso, dos veces. La furgona espera en la bocacalle. Nicolás y el señor Perales llevan el escritorio envuelto en plástico acolchado con todo el cuidado del mundo. Lo amarran con delicadeza. El señor Perales le extiende un sobre. Nicolás lo embute en el bolsillo vaquero de su pantalón. “Cuidado al salir”, le advierte. “Nada, nada, esto está chupado”. Bocanada de humo negro del tubo de escape. BROOOM, BROOOM. Acelerón, acelerón. Nicolás se da la vuelta. Escucha un RRRRAAAAAASSSS del rascón del paso de rueda al girar por la estrecha esquina. “…yo se lo he advertido, conste”. Nicolás entra de nuevo en su taller de ebanistería, que sin el escritorio, ha quedado prácticamente vacío.


IV
Delante del señor Perales no quedaba bien. Pero ahora sí. Saca el sobre. Recuenta los billetes de mil. Calcula que con eso… podrá salir… por lo menos un par de semanas. Hacia los Pirineos, como quería. Bueno, ya tiene la faena hecha de hoy, así que se dispone a salir. Es cuando irrumpe Benigno Fuentes, “¡hombre, por fin te encuentro, nunca te pillo!”; “…pues qué raro… siempre estoy aquí metido…”, “… que quería preguntarte que cómo tienes lo mío…”, “…pues estoy en ello, no te preocupes…”, “…sí, y tanto que me preocupo, que mi hija se casa el mes que viene y aún no tiene el chifonier que te encargué, es lo único que le falta…”. “…ya sabes la faena que lleva eso… no querrás que te dé algo mal terminado….”, “…pues claro que no, con lo que vale, ya puede estar bien acabado, ya…”, “…dile a tu hija que no padezca, que yo calculo que en dos semanas, lo tiene listo…”, “¿y no puede ser antes, Nicolás?”, “…mmmmmm… por mí no va a quedar… “, “…mira que si no lo tienes en fecha, no lo voy a querer, me buscaré otra cosa…”. Nicolás se encoge de hombros. Benigno Fuentes se retira con la desazón de que ha hecho esa visita para nada. Nicolás atranca la puerta. Baja la persiana metálica. Y mientras echa a andar piensa que, por lo menos, tendrá que hacerse el ánimo y empezar a pedir la madera que necesita para este encargo.

V
Antes sí, cuando estaba Covadonga, su piso parecía un museo. “Este escritorio nos lo quedamos. Es una pasada”. “Nico, haz esta cómoda, igualita, pero de 97 cm, que nos quepa en el hueco”. Las sillas labradas. Las puertas canteadas. Todo. Pero luego qué. Aparte de un enorme vacío, qué. Él no tenía que sentarse a escribir. Desde luego. Ni nada que guardar en los cajones. Ni puertas que cerrar. Por eso no tuvo ningún reparo en fundir aquellas obras de arte. Y con lo recogido, recorrió Italia durante un buen tiempo. Regresó de aquel primer viaje en solitario con la retina cargada de imágenes y relieves. Se encontró de nuevo con la vivienda pelada. Sólo aquel Cosmos y el montón de discos. “….Yu-sixtín-yu-biutifú-an-yu-main….”. Los vecinos de la finca se enteraban así de que el desaparecido Nicolás había vuelto.

VI
En plena avenida, un letrero “Carpintería”, una doble puerta de mobila vieja ancha y acristalada. La máquina trifásica parte en dos longitudinalmente aquella enorme viga. En el suelo, serrín. Tablones apilados en orden. Bancos encolando una puerta. Mazas, serruchos, martillos y demás herramientas, sobresalen ordenadas de una puerta debajo del banco de carpintero. Tiembla el taller con el estruendo. Calor sofocante. Nicolás entra. Amadeo, que lo ha visto a través de los cristales, ni pestañea. Nicolás saluda. Amadeito, el sobrino, corresponde. Entonces el chaval se lleva una bronca de su padre, “…estate a lo que tienes que estar…”. Limpiamente, la viga queda en dos mitades. La máquina para lentamente. Con inercia. Nicolás repite el saludo, que ahora sí se escucha. Amadeo no responde. Saca el metro. Mide. Marca la madera. “Hermano, que me voy unos días… ”. A Amadeo se le escapa un “¿otra vez?”. Silencio. Nada más que decir. “Bueno, ya nos veremos”. Nicolás sale. Está atravesando el marco de la puerta. Amadeo grita y lo llama: “¡Nicolás!”. “Qué”. Pausa. “…que si la semana que viene te pasa algo, a mí no me busques”. Nicolás aprieta la boca, que desaparece detrás de su espesa barba. Mira el calendario cubierto de polvo colgado en el pilar de ladrillo macizo. Julio de 1977. Ya. Cómo pasa el tiempo, caray. Y contesta antes de salir, a su hermano: “¿La semana que viene...? La semana que viene ya veremos”.


(1) Ringo Starr, Blast from your past (1975) You’re Sixteen

domingo, 4 de septiembre de 2011

Según el prisma

I-A
Lunes. Comedor escolar. Son casi las dos. Darío levanta la bandeja, un segundo plato, pan y yogur. Se sale de la cola. Busca un hueco entre las mesas alargadas que están a tope de gente que habla con la boca llena. No ve. No encuentra. Sí, ahí sí. Iván está solo. Peleando con un escalope Su cuchillo corta el viento. Darío cambia el gesto. Enfila rápido hacia allá. “¡Buenas!”, le dice sentándose a su lado. “¿Te cuento cómo fue el partido del Sábado?”. Resignación en los ojos de Iván. “Si te digo que no, me lo vas a contar igual…”. “En dos palabras: memo-rable”. Parte el pan. Le pega mordisco. Se acerca la jarra. Agua hiperclorada. Puaggggg, qué mala. Bebe un trago. “Verás… jugamos contra los Estorninos, que tienen todos por lo menos quince años…”.

I-B
Mientras lo cuenta, Darío lo vive. Un campo de fútbol en Mediavilla, cerca del río. De tierra, pero sin ninguna piedra. Con césped de grama. Allí acuden con sus bicicletas chavales desde todas las puntas del pueblo. Están ellos, que vienen de Cascoviejo. Están los Bloques, que viven por donde los edificios altos de la zona nueva. Los de los Estorninos, que son de la Avenida Alta. Y luego los más pijitos, los de Vivosolo, con sus unifamiliares y adosados en el ensanche. Al principio era el caos. Todos jugaban a la vez y se molestaban en el mismo espacio. Pero al poco tiempo surgió una propuesta. De él, claro ¿Hacemos un campeonato? Caras pensativas. Bueno. Vale. Por qué no. Un campeonato, pero bien hecho. Algo serio. Cada equipo con su uniforme. Cascoviejo, camiseta verde. Estorninos, de rojo. Bloques, azules. Y Vivosolo, de blanco. Cada Sábado por la tarde. Dos partidos y una final. Las chicas también van a ver el partido. Se ponen en la banda y animan. “¡Pásasela a Darío, que está solo!”. Ahí se fragua un gol. Los partidos son intensos. Darío está seguro de que algún ojeador de los buenos se deja de historias y se acerca por allí para verlos jugar. Con él ya ha hablado y le ha dicho que si sigue así, ya se lo anuncia, despuntará pronto. Casi todas las semanas gana Cascoviejo, claro.

I-C
Y mientras escucha a Darío, Iván lo interpreta. Un solar en Mediavilla, cerca del río. Irregular, con desnivel y plagadito de rulos. Hierbajos con pinchos en el ribazo. Allí acuden con sus bicicletas algunos chavales. Tampoco tantos. Ni tienen conciencia de una identidad tan clara según su procedencia. Montoncitos de piedra conforman los postes de la portería. Cada uno va como va. Juegan. Pelotean. Si la pelota va muy arriba, se grita “¡alta!” y se saca de portería. De repente vienen otros más mayores e invaden el espacio. No tiran a los más menudos con palabras, sino con pelotazos. Las chicas también van, pero no a ver el partido. De Darío pasan. Está solo. Algún ojeador se acerca. Con él ya ha hablado y le ha dicho que como vuelva a verlo pisar el campo adyacente de alcachofas, apuntará su nombre para denunciarlo. Casi todas las semanas se pasa el viejo ese del casco, que la ha tomado con Darío, claro.

II-A
Lunes. Faltan diez minutos para que suene la campana. Iván está sentado en un banco del patio. La libreta de matemáticas está abierta encima de sus rodillas. Está atascado con unos problemas que no ha terminado y que tiene que entregar en la primera hora. “¡Hola!”, saluda Darío. Iván no mueve ni un músculo. No puede distraerse ni una décima de segundo ahora. Darío lleva bajo el brazo un tablero de ajedrez. En la mochila abulta la caja con las fichas. “El Sábado tuvimos torneo”, le confirma. Iván está atascado. Darío le apunta: “oye,…al pasar el 3 al otro lado, lo tienes que cambiar de signo”. “Ah, me cagüen, era eso...”. Iván lo tacha todo y vuelve a empezar.

II-B
Sí, mientras lo cuenta, Darío lo vive. Abren la EPUM (Escuela de Progreso Universal de Mediavilla) los Sábados. Para actividades extraescolares. Darío va, por el Ajedrez. Hoy toca el torneo intercomarcal. En el tablón, “Ajedrez, Aula E4”. Está bastante nervioso. Todos los contrincantes serán de diecisiete para arriba, lo menos. Al entrar en la E4, la clase está llena. Hay quien, para concentrarse más, fuma y todo. Comentarios y sonrisas al verlo aparecer, qué hace ese pipiolín aquí. El organizador llega puntual. Pide silencio. Recalca brevemente las reglas del torneo. Muestra en la pizarra los enfrentamientos. Murmullos por la suerte en los cruces. A Darío le flojean las piernas. Según está poniendo los peones, le tiembla la mano y van todos al suelo. “Tranquilo”, le dice su confiado contrincante. “Sí, sí, te vas a enterar”, piensa él. Una proeza y una lástima. Darío se planta en la final. Hubiera sido una caña ganarlo todo. Pero aún así, tiene un mérito impresionante haber llegado hasta allí y haber caído dignamente contra un discípulo directo de Kasparov.

II-C
Y claro, mientras escucha a Darío, Iván lo interpreta. Abren la EPUM (Escuela de Progreso Universal de Mediavilla) los Sábados. Para clases de repaso principalmente. Darío va, porque en casa se aburre. En el tablón, “Ajedrez, sala multiusos”. La sala está llena. Gente de cara a los ordenadores. Leyendo libros. Alborotando. Hay uno fumando de extranjis con la mano puesta fuera de la ventana. Un profesor entra. Pide silencio. Recalca que quien está allí está para trabajar, no para perder el tiempo. Lee la cartilla al personal. A Darío le flojean las piernas. Menudo rapapolvo, para ser Sábado. Uno de Bachiller le propone una partidita de ajedrez para pasar el rato. Vale. Según pone los peones, da un manotazo patoso y van todos al suelo. Una lástima, se ha picado una torre. Esa partida suelta es pues todo el torneo: es la final. Pero aún así, tiene un mérito impresionante jugarle de tú a tú a ese grandullón que se parece físicamente a Kasparov.

III-A
Lunes. Bate la campana y las puertas del colegio actúan como un embudo gigante, tragándose a los alumnos que van camino de clase. Iván avista a Darío y corre, abriéndose paso para alcanzarle: “¡Eh, tío, espera!”. Se saludan. Iván exclama extrañado: “¿Cómo es que no apareciste el Sábado por el Liberto?”. Darío se lleva la mano a la cabeza. Despiste. “Ostras, tú, se me pasó decírtelo… quedé con Verónica”. Iván pone cara de incrédulo. Qué me estás contando. “…fue, en dos palabras, memo-rable…”. Ya están entrando en el aula. Bajan la voz. Ruido de sillas arrastrándose. Darío le subraya: “…memo-rable´”.

III-B
Una vez más, mientras lo cuenta, Darío lo vive. Que hace tiempo que no piensa más que en ella. Repite su nombre. Verónica, Verónica. Se ataranta. Es muy feliz si la ve cerca. Y muy desgraciado cuando no está. Los sentimientos no se dominan. Y el subidón vino este Sábado porque coincidieron y se pusieron a hablar. Y cuando el tiempo parecía detenido, los minutos volaron. Y él cree que los milagros existen. Porque tiene el pálpito, tiene que ser así, que a ella le pasa lo mismo con él. Memo-rable.

III-C
Y como siempre, mientras escucha a Darío, Iván lo interpreta. O lo intenta. Que es verdad que Darío está más embobado de lo normal, lo cual parecía imposible. Que… Un momento. Una aparición le distrae de su interpretación. Es Verónica. Le saluda a él levemente, “qué tal Iván”. Pero va directa hacia Darío. Se hablan con ternura. Darío le dice: “Tío, luego te veo”. Y ve cómo se alejan. Juntos. Se queda clavado, con un buen palmo de narices. Iván necesita dos minutos para rehacerse. Iván trata de reinterpretarlo todo. Y en su reinterpretación sólo le salen cuatro palabras, a saber: “qué suerte tienes, cabrón”.