domingo, 27 de enero de 2013

Apuntes lejanos



I
Ovidio ha llegado un poco tarde. Pero no parece que venga muy apurado. Viene con las manos en los bolsillos y el paso de una tortuga. A su encuentro salen el ínclito Manfredo, Catedrático de Conocimientos Aplicados, y Geno, una alumna de primero. Tras un ligero toque de atención, porque la puntualidad es una virtud, Manfredo reparte papeles: “…bueno, tal como te conté por teléfono, ella necesita clases de refuerzo, me consultó si yo conocía a alguien capacitado, y a mí se me ocurrió que te podría interesar… Geno, este chico, aunque ahora no esté con nosotros por esto de las reducciones que afectan a todos los Departamentos, fue un alumno brillante… él te puede ayudar. Hablad, y si os ponéis de acuerdo, adelante. Os dejo ahora, que me esperan para una reunión. Si me necesitáis, ya sabéis donde me tenéis”. Se aleja Manfredo, metiéndose en uno de los ascensores del edificio central de la Facultad. Quedan los dos frente a frente. Un poco mudos. Respirando. “Bueno”, dice  él, “... ¿por dónde empezamos?”. “Bueno”, dice ella, “qué tal si empezamos por el principio”.

II
No le contará que, precisamente en Conocimientos Aplicados, él no es ningún portento. No se lo contará. Y menos que, precisamente con el Manfredo, no ha intercambiado más allá de tres conversaciones. La última, en la revisión de un examen. Casi tuvo que ondear entonces una bandera blanca de rendición absoluta para que no le rebajara todavía más puntos. Ovidio está que no se lo cree. Que lo haya llamado a él. Menuda responsabilidad. Bueno, ahí están los dos. Ovidio y Geno. Sentados uno al lado del otro. Ella abre su libreta. Él parpadea. Qué letra más limpia. Lee en voz alta. Mmm… Esto… Sí… Lo recuerda. Vagamente. Vaya. Le suena. “Qué pasa”, pregunta ella alarmándose. “Nada, nada. Es que esto para mí es… son apuntes lejanos”.

III
Ovidio ha puesto la directa. El bolígrafo ha cogido velocidad. El papel se le acaba. Hay que cambiar de cara al folio. “Si de esto y esto”, subraya, “despejas aquí y sustituyes allá, simplificando después, obtienes la siguiente ecuación, por lo que finalmente llegamos a… llegamos a…”.  La mira. Ella no parpadea siquiera. “¿Hasta ahora me vas siguiendo, Geno?”. “Perfectamente”, afirma ella. Han sido cinco minutos de vorágine explicativa acelerada. Frena en seco. De repente, él se queda en silencio. Se rasca la cocorota. Algo no cuadra. Ha llegado a un callejón sin salida. Y ahora por dónde. Remonta entonces el problema. Despacio. Paso a paso. Punto por punto. No parece que eso esté mal. Pero así no se hace. Raaaaaaaas, raaaaaaaas. Tacha todo de arriba abajo. Raaaaaas, raaaaas. Rompe el papel en cuatro trozos. A la papelera. Ovidio le pide: “Olvida lo que hemos hecho”. Suspira Geno. “Mecagüen”, apostilla él, “¿cómo coño se resolvía esto?”.

IV
Ciento quince minutos de repaso. Y cinco para contarle melancólicamente que sí, que él se quedó a las puertas de entrar en el Departamento. Después de albergar falsas esperanzas y de trabajar como un cabrón, con todas las letras. “La beca se la dieron a otro”.  A dedo. Ella lo mira. Con solidaridad. “No te preocupes. Si una puerta se cierra, seguro que otra se abre”. Concede él que sí, y le añade con el rostro ensombrecido que detrás de esa puerta abierta, habrá que abrir otra, y después otra más, y así sucesivamente. Porque hoy, Ovidio, tiene su día oscuro.

V
Cien minutos de repaso. Y veinte para contarle ella lo rematadamente mal que va el metro de Mardebé. Por su culpa ella llegó tarde a la primera hora. Y no le dejaron entrar. Mierda.

VI
Ochenta minutos de repaso. Y cuarenta para contarle él de dónde le viene su afición a las bicis. Desde que le robaron la última unos hijos de su madre, ya no se ha podido comprar otra y viene al Campus con la que su abuelo utilizaba para ir a la huerta. Como es un trasto con dos ruedas, eso no lo quiere nadie. Ni para chatarra.

VII
Sesenta minutos de repaso, con un “majete, ponte el reloj en hora, que es un pelín tarde” para él. Después, otros sesenta para contarle ella el fin de semana. Immmpresionante. Se lo ha pasado de lujo. Le hacía falta, mucha falta, para encarar el último tramo de curso. Brilla su rostro. Y el de Ovidio, cuando la escucha, también.

VIII
Hoy serán, si llega, treinta minutos de repaso. Nada más llegar, él ha dejado caer encima de la mesa unos cuantos folios arrugados. “¿Y eso?”, pregunta ella. “Eso es lo que queda de mis apuntes lejanos, Geno”. Se dedicó a remover estanterías, archivadores definitivos cubiertos de polvo. Buscó y rebuscó horas y más horas. Y cuando ya parecía que la tierra se los había tragado, vía contenedor de papel y cartón, los encontró. Intactos. Completos. Supervivientes en el tiempo. Eureka. Menudo tesoro. Menudas preguntas contestadas. Esta mañana los ha cargado en bloque dentro de su mochila. Y de su mochila, a la cesta de la bici. Venía pedaleando y silbando, aivó, aivó, triunfante, “toma, toma, toma qué cara va a poner Geno cuando los vea”. En esas, ha venido una racha de viento caprichoso. De los que pega de lado y de golpe. La mochila no estaba ni cerrada ni bien atada. Y los papeles, desde dentro, han salido volando como si tuvieran alas propias. Ahora, los folios que ha podido rescatar, los acaba de dejar caer encima de la mesa. Es cuando le ha preguntado Geno: “¿Y eso?”. A él, la cara de tonto que no asimila lo que le pasa aún no se le ha borrado.

IX
“Ovidio, que no avanzo. Nos tenemos que poner serios. No entiendo nada y tú no haces por explicármelo. Se supone que tú me das clases a mí. Y te estás yendo por las ramas. Céntrate, que me faltan dos semanas para el examen. Venga. Empiezo de nuevo”. Mundo al revés. Alumna reprende contundentemente a su profesor particular. Las orejas de Ovidio enrojecen con el toque de atención. Hoy, todo, todo y todo, serán minutos de repaso. Sin añadidos.

X
Resuenan las voces en los pasillos de la Facultad porque está prácticamente desierta desde que terminaron las clases. Hay eco. Ovidio se acerca para consultar los tablones. Casi de puntillas, sigilosamente, mirando a la izquierda, a la derecha. Seguramente, ya estarán las notas. Con las pulsaciones a tope, busca en las listas su nombre. El de Geno. Por orden alfabético. Lo encuentra. Cierra los ojos. Los puños. Está paladeando el resultado, cuando súbitamente le tocan la espalda. Es ella, que lo ha pillado con el carrito del helado.

XI
Un ocho y medio. Eso está pero que muy bien. Pasa por detrás de ellos el ínclito Manfredo, que sin detenerse, les saluda con la mano. “Enhorabuena, Geno”, la felicita Ovidio con la boca pequeña. Hay un silencio largo, a modo de “y ahora qué”. Él le anuncia: “Me han avisado para una entrevista... vaya, parece que por fin hay una puerta abierta”. La voz le sale baja, para evitar la reverberación. Ella le anima: “…ya verás como te cogen”. Después viene un nuevo silencio. Hay que despedirse. “¿Quién escuchará ahora mis historias, Ovi?”, pregunta entonces Geno. Al punto, él se queda sin palabras. Porque comparten un mismo escenario, la luminosa Mardebé, pero interpretan diferentes obras con distintos personajes. A Ovidio sólo le sale un entrecortado: “Quien quiera que sea, envidia le tengo”. Después, los dos cruzan sendos: “cuídate”; él agacha la cabeza, y se va como vino, con las manos en los bolsillos y su paso de tortuga. 

domingo, 20 de enero de 2013

Coscorrones



I
Definitivamente, a esta chica le pasa algo. Está más que rara. Y lo peor, es que no le puedo decir nada. Salta a la mínima. “¡Jolín, papá, no seas plasta, déjame en paz de una puñetera vez!”. Lo que le sigue es un “¡PLAAAAAAAM!”. Un portazo. Y porque estoy al quite, que si no, me chafa la nariz. Tasia no es así. Normalmente, a ella le gusta estar encima de mí. Colgarse de mi cuello. Revolverme el pelo. Tirarme cariñosamente de las orejas. Reírse conmigo. Será que la edad del pavo le ha venido ahora muy subida, cuando ya no la esperábamos. Será que debe tener una preocupación inconfesable, que no me quiere contar. Será… Buff, yo no sé lo que será, pero a mi pequeña Tasia le pasa algo.

II
Me he puesto la cazadora de padre coraje y he ido al bar ése que ella suele frecuentar con sus amigotes. Me refiero al Liberto. Hay cuatro gatos, pero la música está a todo meter. Oteo en la penumbra. En aquella mesa, sí, encuentro a quien busco. A su amigo del alma Chema. Mira absorto la pantalla de su portátil. Voy para allá. No sé cómo puede estar tan abstraído con lo que retumba todo. Así, en unos pocos años, se quedará sordo como una tapia. Le toco en el hombro. Salta, asustado. No me esperaba. Le noto un pelín cortado. Cohibido. Le impongo. Pido permiso para sentarme. El camarero, que me ha seguido, trae una libretita para tomar nota. “¿Tomas algo?”, le ofrezco. Se lo piensa. “Venga, sí, otra cerveza”. Voy al tema. A lo que me trae. Tasia, mi niña Tasia. “¿Qué le pasa, Chema?”, pregunto. Él se encoge de hombros. No sabe a qué me refiero. Entonces le taladro con la mirada. Y ese “no sabe” se convierte en un “bueno, yo también la encuentro un poco rara…”. Y después en un: “la verdad, desde que ella se dio el coscorrón en la coronilla, es que parece otra persona”. Ya he oído bastante. Me levanto dándole las gracias. En la barra, dejo cinco euros y dejo que se queden con el cambio. Ya sé lo que quería saber. Salgo a escape, hacia casa. Pero qué tonto soy por no haber caído antes en el asunto. 

III
Entro sin llamar en su habitación. “¿Qué quieres ahora, pesado? Estoy ocupada”, es su recibimiento hostil. “Tasia, ¿dónde te diste el golpe el otro día?”. No me lo dice. Respira como respiran los que pierden la paciencia. “Déjame que te mire”. Se revuelve. Pero yo ya estoy tocándole el pelo. Ahí está. Noto con la yema del dedo casi en el acto el chichón que todavía perdura. “Ayyyy, bruto que me haces daño”, protesta. Bufffff. Cómo, cómo me duele lo que tengo que hacer. Escondo por detrás un mazo. Lo fío todo a mi buena puntería. A mi buen tino. Ella no se dará cuenta. A la una, a las dos, a las tresssssssss. A cámara lenta. Levanto el brazo, cierro los ojos, lo dejo caer, y CLOOOOOOOOOOOOOOC.

IV
Para quien no lo sepa, esto es como cuando un fisioterapeuta devuelve al sitio un hueso dislocado. Primero, se ven las estrellas. Después suena un “cloc” y viene un gran alivio. Tasia se toca ahora la cabeza con las dos manos. Me mira. Sonríe. ¡Sonríe por fin! Ahora sé que tenía bloqueada su parte afable. Y de nuevo ha vuelto a funcionar. Ahí está, con su lado dulce, cariñoso, recuperado. Escondo el mazo. Aún me dura el tembleque. Sé que no es un método ortodoxo, pero esto ya se lo vi hacer a mi abuelo con mi padre, cuando éste tenía episodios ariscos. Funciona. Nunca pensé que me tocaría a mí repetirlo algún día. Hago por salir del dormitorio de Tasia. “Papá, ven un segundo”. Me giro. Qué quieres. Se pone de puntillas, me da un beso. Me desordena el pelo. Ésta sí es mi chica. Y a mí, claro, ahora se me cae la baba.

V
“Hasta luego, Tasia, que os lo paséis bien”. En el rellano le espera Chema. Esta noche salen de fiesta y ella está sencillamente preciosa, con un traje deslumbrante. Él me saluda con la mano. Se me hace raro verlo con esa chaqueta y esa corbata que, la verdad, no le lucen puestos.  No me acaba de caer bien, pero no es mal chaval. Él la mira embelesado. Se sorprende. “¿Y eso?”, pregunta señalándole la cabeza.  “¿Eso? Eso es que mi padre no me dejaba salir si no me ponía el casco”. Chema pone cara de: “ni que fuéramos a la obra… tu padre está como una regadera…”.  Ambos desaparecen por el ascensor, ella con su casco azul. Mientras cierro la puerta de casa, hablo solo, conmigo mismo: “¡Pues claro que no la hubiera dejado salir! No quiero que una noche que promete ser hermosa se estropee si mi querida Coscorrones se da un golpe contra, por ejemplo, el marco de una puerta…”.

VI
Me he quedado traspuesto en el sofá cuando he oído la llave de la puerta. No sé ni qué hora es. Ella entra. “¿Se puede saber qué haces tú ahí, todavía despierto?”. No me da tiempo a contestarle. “…por favor, papá, no seas ridículo, que ya soy mayorcita”. Mmm, por el tono de voz irritado, por su malhumor, me doy cuenta de que algún coscorrón se ha debido de llevar. Desde luego, parece claro que otra vez no tiene operativo el lado dulce de su carácter. Busco de nuevo mi inseparable mazo. Últimamente lo habré tenido que utilizar una media docena de veces. “Tasia, ven un momento, por favor”. No me hace caso. La sigo. “Espera, que te arreglo”. La cojo del brazo. Trata de zafarse. “¡No me huyas, por favor!”. La tengo. La retengo. Es un segundo nada más. “No te muevas, hija, estate quieta”. Grita. Yo levanto la mano. Me tiembla. Tengo que darle. Voy a darle. Pero cuando voy a darle, soy yo quien siente un CLOOOOOOOOC. Me tambaleo. Me giro. Es Chema. Está ahí, blandiendo un martillo con la puntera de goma. “No te preocupes, Tasia, que este hijoputa ya no te pega más”. Mientras me desplomo, antes de perder del conocimiento, pienso, joder, pero qué tío más simpático. Es todo corazón. Y qué buena pareja hace con mi pequeña Coscorrones. Se me nubla la vista. Pero qué bien me ha dado… qué puntería… cómo se lo agradezco… cuánto lo aprecio… Sí, se ve que ha activado del todo la parte afable de mí, una parte que, me parece, tenía desde hace mucho mucho tiempo bloqueada. 

domingo, 13 de enero de 2013

La casa de las luces encendidas



I
De Electrokuto, yo te puedo contar pocas cosas, la verdad, y no creo que sirvan de mucho para tu reportaje… Sí, yo lo tuve de alumno y fui su tutor en octavo. En el antiguo Colegio Salera. De esto hará, ya lo creo, más de treinta años, por lo menos. Antes, él había sido un chaval como los demás. No destacaba mucho. Cristóbal se llamaba. Fue un Lunes por la mañana, a primera hora, a unos tres meses de empezar el curso, recuerdo que apareció muy tarde en clase. La falta de puntualidad es algo que yo nunca he tolerado. Y al que llegara más de diez minutos después de la hora, ya sabía lo que le tocaba: se quedaba fuera. Por eso me extrañó verlo entrar a pesar de que eran las nueve y veinte. Sacó un sobre de su mochila. En vez de dármelo en la mano, lo dejó encima de la mesa. Pensé que vendría del médico y que aquello era su justificante. Lo abrí. Decía, más o menos: “Ruego no toquen a mi hijo Cristóbal y tomen las medidas necesarias para que nadie lo haga. Declino toda responsabilidad en caso de cualquier consecuencia sobrevenida por incumplir esta advertencia”. Me quité las gafas para mirarlo mejor. “¿Esto es una bromita tuya?”. “No, no señor”. Me levanté. Sin pensar, dije: “¡Anda, ya!”. Y, desafiante, le di una palmadita en el hombro. Buffff, no te imaginas qué sacudida, qué calambrazo me sobrevino entonces. Se me quedó la mano derecha dormida. Se me pusieron todos los pelos de punta. Disimulé mi escozor lo mejor que pude. La clase entera se tiraba por los suelos de risa. Qué ganas me dieron entonces de darle un guantazo al nano éste. ¿Tendría algún cable conectado por debajo de la chaqueta? “Por favor, por su bien, no me toque otra vez, don Esteban”. Por un milisegundo me contuve. Opté por señalarle el camino de la puerta, “anda, vete fuera, al pasillo”. Había llegado tarde y él no era más guapo que los demás para quedarse dentro. Luego ya trataríamos el asunto en dirección… Ahí fue cuando empezó a conocérsele, y cuando algún tiempo después empezaron sus propios compañeros a llamarle Elektrocuto. Te puedo decir, sí, que ese día ya no fui capaz de coger la tiza con esa mano durante un buen, buen rato.

II
¿Quién te ha dicho que yo…? Huuuy, yo me acuerdo de Electrokuto como también podrá acordarse medio pueblo. Podemos hablar un poco si quieres mientras no entre nadie en la tienda. Yo es que estaba por aquel entonces en la Asociación de Padres. Mi hijo Felipe me dijo un día: “Mamá, hay un niño en el cole que, si lo tocas, te da muuucho la corriente”. Parecía un chiste. Cómo va a ser eso. “Sí, sí: le llaman el Electrokuto”. Ya sabes que los niños son muy crueles para esto. A la primera que pude, en el Colegio, pregunté al Director y él me explicó, muy calmado: “sí, bueno, es un chico que tiene electricidad en su cuerpo…”. Anda, como si eso fuera la cosa más normal del mundo. Que los niños no se den cuenta del peligro que tienen al lado, vale, porque por eso son niños… pero que todo un claustro de profesores no vea que cualquiera de sus alumnos puede electrocutarse en cualquier momento por tocar a otro… Tiene bemoles. “No se preocupe, Clara, no pasa nada. Éste es un chico normal, como otro cualquiera. En este Centro nunca se ha discriminado a nadie. Y no vamos a hacerlo ahora. Simplemente, él sabe que tiene que sentarse aparte. Y el resto sabe que tiene que evitar cualquier contacto con él”. Como si eso fuera tan fácil. Por mucho cuidado que se llevara, no había día que no apareciera un niño llorando por la enfermería del colegio… “me he tropezado con Electrokuto…”. Eso, así, era insostenible. Un peligro andante a doscientos veinte voltios. Y desde la Asociación, yo no paré hasta que conseguimos que lo expulsaran. Respiramos tranquilos el día que ya no vino al Salera. Desde fuera, que se ve todo muy bonito, se nos criticó. Que si éramos esto o lo otro. Pero yo estoy segura de que cualquier padre en nuestro lugar habría hecho lo mismo…

III
Yo coincidí con Electrokuto en la clase de octavo, en el Salera. De aquella época seguimos quedando unos cuantos compañeros, por lo menos una vez al año, para cenar. Y siempre, siempre, salen a relucir anécdotas que tienen que ver con él. El calambrazo al Esteban cuando entró tarde a clase, por ejemplo, ése, fue antológico. “Nano, ¿Cómo lo has hecho?¿Dónde está el truco?”. Pero, la verdad, es que no lo podíamos tocar. A mí me empujaron una vez contra él, adrede, y la descarga que me llevé fue tremenda. Aquello dolía un huevo. Electrokuto no sabía cómo disculparse. “Lo siento, lo siento, lo siento”. “No, si la culpa no es tuya, es de estos cabrones…”. Claro: se guardaban las distancias y él acabó yendo solo a todas partes. Andaba como alma en pena por los patios. Venía por un sitio, y nosotros salíamos pitando por otro. Le huíamos… “corre, corre, que viene Electrokuto”. La única persona que yo sepa con la que sí hablaba era una chica de sexto… Gisela, se llamaba. Paseaban bordeando la cancha de balonmano, siempre a medio metro uno del otro. Daban vueltas y vueltas hasta que sonaba la sirena. Y cuando en el comedor, se sentaban uno enfrente del otro, ella utilizaba, como él, cubiertos de madera. Creo que se gustaban un poco. Vaya drama. Amor sin poder darse la mano siquiera. A mí me han dicho, que él le llevaba a ella pilas recargadas a su casa de regalo. Me lo han dicho. Pero eso no sé yo si será verdad.

IV
¿Electrokuto? Sí, hombre, por supuesto ¿La de la excursión a Gorroperdido la sabes? Pasamos toda la mañana recorriendo el pueblo y, a la hora de volver, el autobús no arrancaba. Oh, oh. Todos abajo. El chófer, con las mangas recogidas, dudaba: “Será el alternador, será la batería”. Entonces no era como ahora, que llamas por el móvil y en veinte minutos te llega la grúa. Además, se hacía de noche muy pronto.  Don Esteban avisó al colegio desde una cabina, más que nada para que supieran que estábamos todos bien y tranquilizaran a los padres. Te lo puedes imaginar. Electrokuto, que no había disparado una en todo el día, se acercó a la trasera del autocar, que estaba despanzurrada y con el motor al aire. Con educación, le pidió al conductor, “ahora cuando yo le avise, trate de arrancar”. “¿Un crío me va a decir a mí lo que tengo que hacer?”. Don Esteban terció: “Hágale caso, por favor”. A la de una, a la de dos, a la de tres. Se ve que puso sus dedos en los bornes de la batería. Eso se ve. BROOOOM, BROOOM. ¡Toma, toma, toma! A la primera, todos arriba, que nos vamos. Cuando Electrokuto subió, mientras avanzaba entre las filas de los asientos con sus dedos pringados de grasa, recibió una cerrada ovación. En cada kilómetro del camino de vuelta estuvimos coreando: “¡No pasa nada: Tenemos a Electrokuto! ¡No pasa nada: Tenemos a Electrokuto!”. Él tenía las mejillas muy rojas. No sé yo si sería por su timidez, o por una sobrecarga.

V
¿Gisela? Disculpa que te moleste. Trabajo en “La Tinta Entera”, seguro que conocerás esta publicación. Me han hablado de ti. Hace cosa de un mes leí en una revista científica el caso de una persona que generaba electricidad en su propio organismo. Me interesó muchísimo. Qué casualidad, tiempo ha, aquí en Mediavilla, aún recuerdan a alguien con la misma sintomatología. Me refiero, sí, a Cristóbal. A Electrokuto, como le llamaban de mote. Desde que he llegado, hace unos días, he recogido testimonios de bastantes personas. Y lo que he ido descubriendo, me ha parecido de verdad impresionante. Pero por encima de habladurías, Gisela, me ha impactado la persona y no el personaje. No sé si terminaré escribiendo sobre él, pero sí sé que quiero saber de él. No me importa ya tanto si, como dicen los rumores, fue un trauma infantil, un “no me toquesss”, el que generó en él un mecanismo de autodefensa desconocido hasta ahora… No me importa si ese mecanismo era artificial… Yo he venido sin cámara, sin micrófono, sin papel, sin bolígrafo. Si quieres, hablamos, y me cuentas… Ya son muchos los que me han dicho que para saber la verdad de Electrokuto, tengo que venir a hablar con la señora que vive en la casa de las luces encendidas.

domingo, 6 de enero de 2013

Queridos Reyes Magos:



I
Al primer golpe, nada. Al segundo tampoco. Pero es que ya van por lo menos tres. Arturito se sobresalta en su cama. Abre con miedo un ojo y mantiene el otro muy, muy cerrado. Que no se note que se ha despertado. Sabe que ésta es la noche mágica. Que tiene que estar muy dormido. Ahora está muy oscuro todo todavía. Pero ese ruido… ¿Estarán los reyes en el salón comedor? Le puede la emoción. Los está oyendo. Bueno, lo está oyendo, porque parece que ha entrado uno solo. Halaaaaa, más estruendo. Desde luego, o está cansado, o es un poquito torpe y escandaloso. Se arrebuja en su manta. Estira tanto, hasta taparse el flequillo, que se le salen los piececitos por el otro lado. Brrrrr. Qué frío. Se recompone entonces. Se pone de lado y se encoge doblando las rodillas. Aún así, sigue el “Brrrrrrr….”. Se tiene que quedar quieto. Tiene que estar tranquilo. Ahora ya sabe que ellos no han pasado de largo. Tiene que volver a dormirse. Hace un intento: Zzzzzzzzz. No, no, es imposible. El rey, porque ahora está seguro de que quien está ahí al lado es una majestad real,  tampoco hace mucho de su parte. Los nervios le pueden. Él va a asomarse. Todo lo más que puede ocurrir, es que, agarrándose la corona a la cabeza para que no le caiga, salga corriendo por donde ha entrado, sin darle de beber a su camello ni nada. Lo que sí es un poco raro es que, con el mal dormir que tiene papi, que hasta con el ruido de una bicicleta pasando por la calle se despierta, él no haya salido aún. Arturito se decide: Él sí sale. Ejemmm… Prepara excusa. Dirá que tiene pipi. A ver qué pasa. A ver qué ve. A ver qué le dice.

II
“¿Estás mejor? ¿Te traigo un poquito de agua?”. “No, no, no, ya se me pasa…”. Quién iba a imaginar que, al irrumpir Arturito en el comedor, abriendo la puerta de par en par, estaría allí su papi. Sí, su papi se ha ido hacia atrás del susto morrocotudo y se ha atizado un buen coscorrón en la cocorota con la lámpara de pie. El papi está sentado en el suelo y se aprieta mano en la coronilla. Respira ahora fatigosamente, “¡Renacuajo, me cago en la leche, casi me da un infarto!”. “…Es que yo tenía pis… he oído un poco de jaleo… y… pero ¿tú qué hacías aquí, papi?”. “¡Pues… que he oído ese mismo ruido y he venido a ver, eso hacía! ¡Y, oye, lo he llegado a ver saliendo por el balcón!”. “¿Síiiii? ¡Pero qué morro tienes! ¿Y qué rey ha venido?”. “No me ha dado tiempo de verlo con detalle, pero yo diría que era un paje del paje del paje Real”. Ojos de niño en forma de: “pero qué me estás contando”. Arturito  mira entonces alrededor del salón. Al pie del árbol. Serio. “¿Estos son mis reyes?”. “Nuestros reyes, peque”. Serio, ensombrecido. “…Pero esto no fue lo que pedí en mi carta… esto no es… papi, por favor, ¿aún podemos reclamar, directamente a sus majestades, saltándonos al paje del paje del paje?”. Pesadamente, papi, se levanta del suelo. E iza al pequeño en brazos.  Lo sienta en el sofá. Los piececitos del niño cuelgan veinte centímetros sobre el suelo. Él, se pone a su lado, pasándole el brazo por encima de su hombro. “Verás cómo lo entiendes… Mmmm…. Los Reyes son mágicos, sí. Pero, tienen mucho donde acudir, y tienen que repartir. Y, a veces…, pues… Lo entiendes, Arturito, tú lo entiendes ¿verdad que sí?”. 

III
Amanece. Las estrellas empiezan a apagarse en el cielo. La última de todas, aquella que siguen los Magos de Oriente en su camino de regreso sobre unas calles frías y desiertas. Dentro de la casa, el tictac del reloj de pared rompe el silencio del salón comedor. Y el destello intermitente de las luces multicolores del árbol de Navidad se refleja en las paredes. Bajo su copa, no caben más paquetes de regalos. Y eso que están apilados. Por lo menos, el catálogo entero de la sección de juguetes del Gran Almacén más surtido. Un papel doblado queda oculto por debajo del sofá. Es la carta de Arturito. Escrita a lápiz con su letra gigante. Apretando la mina. “Queridos Reyes Magos: Este año he sido muy bueno. Por eso os pido, por fabor por fabor, que me traigais a mi mami”.