lunes, 29 de junio de 2015

Todas tus ocurrencias son muy buenas


I
Es pelusilla. Me asoma aquí, por encima del labio. Hace una sombra negra, pero todavía no quiere ser bigote. Lleva semanas así. No va a más. Estoy por coger la maquinilla de mi padre y… Pero también estoy por lo contrario. ¿Y si…? Entro en mi habitación. Saco del estuche el rotulador negro permanente. Vuelvo para enfrentarme al espejo. ¿Qué tal mi pulso hoy? Bien, bien. No a lo Groucho. Algo menos marcado. Mmmm. No está mal. Cuela. Me hace parecer más serio.  “Asier… ¿qué haces?”. Mi madre me llama desde fuera. “Voy, ya voy…”. Ya estoy. Salgo. Me planto delante de ella. Espero su reacción. Al pronto, ni se entera. Luego sí. Pero, de primeras, no dice nada. “¿Has metido el bocata ya en la mochila?”. “Hm, hm”. Según salgo por la puerta de casa, murmura: “…no entiendo estas psicologías modernas… ahora cualquier día puede ser carnaval…”. Tomo nota del comentario.

II
Sólo he escuchado un: “¿Dónde va ése?”. Es de mi primo Kevin. Del resto, nada. Ni mu. Mañana, pues, repito bigote.

III
“…imprime carácter, forja tu personalidad… demuestra tu madera de líder”, afirma el Mauri. Me espabilo. No había caído en que se refería a mí y  a mi bigote. Risas de fondo. “Muy bien, Asier… ¿me puedes dejar tu rotulador?”. Qué dice ahora. Me entran todos los males. Rastreo en mi mochila. Lo encuentro. Me levanto. Se lo doy. El Mauri se busca en el reflejo del cristal de la ventana. Oooohhhhh. Estamos perplejos. Se pinta. Le queda asimétrico. Sonríe con su nueva imagen.”¿Qué tal?”.  Murmullos y tímidos aplausos de aprobación. “Podemos continuar la clase”. Me suben a mí los colores. A donde mire, todo son bigotes. De morsa. De domador de circo. De cocinero con tres estrellas. Chicos y chicas. Los bigotudos de “Séptimo A”. Ésos somos nosotros. Todos, menos Kevin, que, juntando el entrecejo me pregunta: “Primo… dime cómo lo haces… “. Con las manos abiertas, le aseguro que yo no lo sé.

IV
“Con ese cabezón que tienes, me tapas, cualquier día, nos damos un ostión”, se queja Kevin. “Quiá…. Tú dale y no te preocupes”. Él pedalea. Yo me clavo el culo en el manillar. Pero es que así llegamos más rápido. Boing, boing, boiiiiing.  Bache, bache, baaaache. Desde la puerta del cole hasta la bajada del río. Me va dando tralla en la oreja: “Vaya una clase con poca personalidad la nuestra. Te pintas un bigote y les falta tiempo para pintárselo también”. El aire deshace mi flequillo. “…pero yo te voy a demostrar que a mí también me hacen caso”. Ha faltado poco ahora: Ese coche casi se nos lleva por delante. Ojo, que si nos la pegamos, la culpa será de mi cabezón que le deja sin visibilidad. De los frenos que no van, de eso Kevin no dice nada.

V
 Entrar diez minutos tarde forma parte de su puesta en escena. Para que, desde sus pupitres, todo “Séptimo A” lo contemple. Ahí está mi primo. Ooooohhhh. Trae la cara pintada de verde, a lo marciano, a lo Shrek, a lo rana Gustavo. El Mauri, según se percata,  no le deja sentarse. Directamente lo envía a Dirección, a vérselas con el Ruano. Kevin mantiene el tipo y se retira. A la media hora vuelve. Con la cara relavada y enrojecida. Pide permiso para entrar. Ahora sí, el Mauri, le da la venia. Viene, se sienta a mi derecha, con los codos apoyados en la mesa y las manos sujetándose la cabeza. Trato de consolarle, de animarlo. Le doy una palmadita en el hombro. Kevin entonces fuerza una sonrisa. “…ya lo entiendo…”. “¿Lo entiendes? ¿El qué?”.  Prosigue: “…todas tus ocurrencias son muy buenas...”. Me quedo parado. Porque pesan en el aire las palabras que no ha dicho: “…y las de los demás no”.

CCCIX
Dos veces al año mi primo llama, viene y quedamos. No falla. Me alegro un montón de no haber perdido contacto, de que se acuerde, de que me traiga un par de botellitas de un buen Crianza, que yo luego ya comparto aquí y me bebo poco a poco. A Kevin le va de cine. Se nota. En el coche que conduce, cada vez uno. Este último tiene el techo descapotable. Se nota. En la ropa que lleva. Con muñequito en el bolsillo de la camisa. Sí, se nota. En las donaciones que cada año envía a este Centro. Una vez insistió, “nano, vente conmigo, que no te faltará de nada”. A mí me dio la risa. ¿Irme yo? No pinto nada en ese mundo. Ni sé idiomas, ni me gusta estar sentado en una oficina. Aquí estoy muy bien, cuidando a los abuelitos de la Residencia. Mi primo y yo salimos hacia el jardín. Nos abrimos paso entre los veteranos que juegan a las cartas y los que leen a la fresca. Todos los residentes van con sus nuevos polo fucsia. Kevin sonríe. Acaba de comprobar que Manuela, que era del sector crítico, ya se ha pintado también un buen mostacho. “…je, je… algún día me lo acabaré poniendo yo”, asegura. No, no caerá esa breva. Mientras cenamos en el comedor del segundo turno, el menú del día, hoy ensalada y pescado, él se interesa y me pregunta. “…y en qué ideas andas metido…”. “Buffff, ahora en casi nada, ¿te has fijado en esa mochila con bidón de horchata incorporado y la pajita extensible?”.  Se levanta, pide disculpas a don Mariano, y examina su barrilete. Saca la libreta, escribe garabatos. Y, con el plato a medio terminar, pide permiso para ir al servicio. “Ya tenemos una edad”, se excusa. Según vuelve, al cabo de cinco minutos, va hablando con el móvil. Es la esclavitud de su trabajo, que no tiene horarios. “…de las fucsia, pide cien mil…. sí, he dicho cien mil”, le oigo decir. “…y habla ya con Ingeniería para que vayan trabajando en el boceto que les acabo de enviar”. Cuelga. Se vuelve a sentar. Kevin pide disculpas. Es hora de hablar de viejos tiempos. De nostalgias y batallitas. De: “¿te acuerdas de nuestras carreras en bicicleta en las que no nos matábamos de milagro?”.  Y también de: “…¿te pintarás la cara de verde otra vez algún día?”. 





lunes, 22 de junio de 2015

Diario de tu ausencia


I
A mí siempre me han dado calabazas. La primera, porque éramos muy niños. La siguiente, porque yo era un don nadie y no tenía con qué. La penúltima porque, simplemente qué me había creído. Hoy, esta tarde, después de muchos años, yo pensaba que mi sino cambiaría. Me lo decía el corazón en la fuerza con que latía. En el brillo de sus ojos. Me lo decía hasta el Capitán Blanco en el cariño que también le había cogido a Maria del Carmen, dedicándole siempre cuatro ladridos seguidos, guau-guau-guau-guau, exactos. Estaba a punto de pararse el mundo, expectante para que la balanza se inclinara hacia mi lado, para que me dijera que sí. Ha sido no. De repente se ha hecho de noche en medio del día más largo. El Capitán Blanco me sigue, a mi derecha, a mi izquierda, cruzándose y trabando mis pies, animándome. Hoy no hay quien me anime, fiel amigo. Hoy he recogido otra calabaza, la más grande. No es que ella no me quiera, que sí. Es que me ha dado un motivo que… me pellizco otra vez y me duele, luego esto que me está pasando es verdad… ya digo: el motivo que me ha dado no hay quien se lo crea.
 
II
…sólo a mí, por el cariño que me tiene y la sinceridad que me debe, me lo ha referido. Ella es un gen inquilino. “¿Un gen qué?”. Le dejo seguir su explicación. No tiene casa, cuerpo en propiedad. Cada año elige, escoge dónde va a vivir. Cuidadosamente. En función de unos criterios. Salud, posición, conocimientos. De la noche a la mañana, entra. Y se instala durante doce meses en una vida que no es la suya. La de Maria del Carmen, por ejemplo. “Habrás notado que yo no me parezco en nada a la Maria del Carmen que tú conocías de toda la vida”. Rebobino. Bueno, no sé, ahora que lo dice, tal vez. Ella escribe también un diario explicando sus aconteceres para que cuando la legítima propietaria despierte y regrese sepa qué ha sido de su vida durante este tiempo. Normalmente siempre les redirecciona la vida a mejor. Normalmente. Se muerde ahora los labios. Después me ha besado. Y yo me he quedado bloqueado. “…no debería haberte contado esto”. Me sale un “hace cuánto que eres así”. “…ufff… llevo por lo menos haciendo esto unos quinientos años”. Ja. No puede ser. Salgo a campo abierto. Para ver Gorroperdido a la distancia. No, no puede ser. No me creo nada, por supuesto ¿Cómo dijo que se llamaba eso? Un gen inquilino.
 
III
En la calle, frente a frente, topo con Maria del Carmen. Lleva el carrito de la compra. En este encuentro hay una mezcla de azoramiento y susto. Tierra, por favor, trágame. Nos cruzamos un saludo. Al instante, he notado que sí, que ella ya no es ella. En el rictus de su gesto. Canta mucho además porque El Capitán Blanco, que no es elemento sospechoso en esta historia, se ha acercado, la ha olisqueado, ha vuelto correteando hacia mí y no le ha dedicado ni medio ladrido.
 
X
He dormido bien. El sueño ha sido largo, intenso, placentero. El Capitán Blanco, se me tira encima, me saluda, efusivo. Eh, eh, pequeñín, qué te pasa. Le acaricio la testuz. Es como si no me hubiera visto desde hace un año. Yo me encuentro pletórico. Me miro al espejo. ¿Ehhhhhhhh? ¿Qué es ese cambio de look? ¿Qué ha pasado con mi melena? Me vuelvo a mirar bien. Ohhhhh. Tabletas de chocolate donde yo recuerdo que había michelines. Pero… pero ¿aquí qué ha pasado? Tengo hambre, tengo hambre… Voy descalzo hacia la nevera. ¿Eeeeehhhhhh? ¿Dónde están las galletitas? Qué hace ahí esa fruta… el agua mineral… esas verduras… ¿Y mis cervezasssss? Miro al Capitán Blanco. “Tú sabes algo”. De un salto me planto en la habitación. Ufffff, tanto orden me deslumbra. Desde cuándo. Abro el armario… ¡Socorroooo, cada cosa está en su sitio! De ahí, a mi reloj, a la tele. Estamos a 22 de Junio, sí. ¡Pero de 2015! ¡Arggg, he pasado un año durmiendo! Me asusto. Me contengo. Entro en pánico. Me abrazo al Capitán Blanco. Habla, habla, cuéntame. Es cuando reparo en la carpeta que hay encima de la mesa del comedor. Me acerco. Leo el título. Tiemblo. “DIARIO DE TU AUSENCIA”. Entiendo. Ella ha estado en mí. Cierro los ojos bañados en lágrimas. Después, me derrumbo.
 
CCC
“¡Señora, no tenga miedo, que el perro no hace nada! ¡Capitán Blanco, ven, ven aquí!”. Rápido, el can recula y viene a mi vera. Mecagüen. Esta tía me vocifera casi de todo. Por un momento me había parecido que ladraba cuatro veces. Cuatro. Pero ha sido una ilusión acústica. Sólo eran tres. El cuarto “guau” venía de ese perro que corretea por el parque. No me desanimo. Alguna vez será verdad. Por eso dejé hace dos años Gorroperdido y me vine a Mardebé. Intuyo que está por aquí, mezclada entre tanta gente. Confío en el olfato del Capitán Blanco. Querría darle las gracias por haberme hecho mejor cuando me intervino. Sobre todo querría decirle que no me importará para nada lo que digan los demás cuando crean que voy con una pareja distinta cada año. “¿A que a ti tampoco, campeón?”.  Un quiebro en la voz, una piel erizada, un no sé qué, me entra cuando mi querido Capitán Blanco responde nítidamente con un: “¡Guau-guau-guau-guau!”.


lunes, 15 de junio de 2015

Reconciliación


I
Ya verás, ya verás. Me paro en la esquina. En seco. Mi nieta Daniela me mira, “qué te pasa, abuelo”. Le respondo enfadado: “…como si tú no lo supieras: yo por aquí no paso”. Ya me la quería colar. Hace treinta años que no piso la calle Mayor y no va a ser hoy el día que rompa mi costumbre. Ella cae ahora en la cuenta. “…pero abuelo… entonces para llegar al Teatro tenemos que dar toda la vuelta”. Así es la vida. No tendría porqué, pero aún le doy explicaciones: “No lo ves: pero para mí ahí hay un muro invisible con el que yo me daría de morros”. Se cariacontece la niña. “…es porque no te da la gana pasar por delante de la puerta del escultor Román, es por eso”. Pues sí. Es por eso. No es un secreto. Toda Mediavilla lo sabe. Lo que no le digo mientras retrocedemos buscando la plaza, es que él tampoco pasa por la puerta de mi casa. Y que lo tiene mucho peor:  porque yo vivo en la entrada del Este; y si quiere salir hacia Mardebé, no le queda otra que tomar la del Oeste  y circunvalar el pueblo. Ahora es Daniela la que se detiene. “…abuelo: no sé lo que pasaría entre vosotros… la mamá me dijo que ahora no os podéis ver, pero que hace muchos años, vosotros érais muy amigos”. Murmuro un: “Tu madre, qué bocazas…”.  “…mi amiga Reyes, ayer me dijo que su yayo Román está muy enfermo”. “¿Sabes qué? Que ya era hora y que me alegro”. Mi nieta no me reconoce. Lo he dicho rotundo, muy rotundo. Pero por dentro, un calambrazo me ha sacudido de arriba a abajo. Para la alegría que se supone que tengo, menudo calambrazo.

II
Ahí están otra vez. Daniela y esa chiquita… Reyes. No entiendo cómo ellas se entienden tan bien. Como si no hubiera otra niña en Mediavilla. Vale: No tiene ninguna culpa de tener ese abuelo, no… pero, lo reconozco,  no la puedo ver, se me atraganta. Se ríe igual que su abuelo. A mandíbula suelta. Así: “Hi, hi, hi… “. Me lo recuerda tremendamente. No me chupo el dedo. Algo traman. Titubean. Con escuchitas. Una a la otra. “Lo que sea, soltadlo ya”, les he pedido. Ha hablado Daniela, siempre le toca la peor parte, la de dar la cara: “…abuelo, tienes que ir a ver al señor Román, antes de que ya no puedas hacerlo”. Levantarme del sillón, salir hacia mi taller y darles un portazo. Ésa ha sido mi reacción. Quiénes se creen estas niñas que son para decirme lo que debo hacer a estas alturas.

III
A este lado de la calle Mayor, ni hay un gas venenoso que obtura mis pulmones, ni me ha partido un rayo en dos cuando he cruzado esa línea invisible entre la esquina y la Plaza del ayuntamiento, ni he recibido un perdigonazo cuando se supone que he estado a tiro de la ventana de su casa. Mis pies, eso sí, estaban un poco más torpes y temblorosos al subir el desnivel del portalón. Cuando mi vista se ha acostumbrado a la penumbra, he reconocido una a una todas las esculturas que jalonan la entrada de la planta baja. Mármol vivo. Sentado de espaldas, he adivinado su sombra. Qué ruina de tío. Espero que a él no se le ocurra pensar lo mismo de mí. He carraspeado una, dos veces. No pienso ser el primero en hablar. Al final he escuchado un: “…parece que te has acatarrado, Ramón”. Yo lo he replicado con un: “…es del frío que hace en tu casa, Román”.

IV
Las farolas estaban encendidas cuando he salido de la casa de la calle Mayor. Encogido. Con la piel erizada. He escuchado lo que de él nunca hubiera imaginado. “…lo siento, Ramón… ojalá pudiera rectificar… y ojalá pudiera enmendar el daño que te he hecho”. Yo me frotaba los ojos. No me lo podía creer. El orgulloso Román pidiéndome disculpas. A mí. Cómo estaría su conciencia. Cómo. Se ha incorporado, con ayuda del bastón, ha ido hasta la vitrina, la ha abierto… y con pulso tembloroso, ha cogido la figura de porcelana de la niña. Mi pequeña niña. “…cógela, te pertenece”. Yo, yo… ufff. No sabía que decir. Al fin y al cabo, es así: Es mi niña, se la quedó él, y con eso empezó su imperio y se hundió el mío. El aire es frío. Cuello de la chaqueta subido. Con cuidado, con ternura, aprieto la figura de la niña… Será de porcelana, pero es tan real, que os aseguro, os prometo que mis manos sienten su calor.

V
Fuera llueve. Los cristales empañados. Lentamente tañen las campanas en la Iglesia. Tañen por Román, mi amigo Román.

X
Lo digo a gritos. “¡Créanme!¡Es la verdad! ¡Me la dio! ¡Me la regaló él!”. La voz ya no me sale entre sollozos. “Eso dígaselo al juez, Ramón: todo el mundo sabe el odio que le tenía al señor Román de toda la vida”. El inspector me empuja hacia fuera y me desnivela. Una policía, con guantes de nitrilo, sostiene la figurita de la niña, “qué suerte: está intacta… ¡con el valor que tiene!”. La deposita en una cajita acolchada. Con las esposas puestas y la cabeza agachada, me sacan a la calle. Fuera, tumulto. Vecinos, fotógrafos y cámaras se agrupan. “¡Chorizoooo!”. “¡Ladrooooón!”. Eso es lo más bonito que me dedican. En mi mente se hace repentinamente la luz. Siento su puntilla maquiavélica. Qué pardillo he sido. Qué milimétricamente había calculado que esto me iba a ocurrir el cabronazo de Román.


martes, 9 de junio de 2015

Para que la abuela no esté sola


I
“…así la abuela tampoco estará sola”. Al escuchar esto, Leonor se muerde la lengua. Luego, las despedidas son rápidas. Es Domingo por la tarde y habrá caravana seguro para entrar en Mardebé. Un beso al aire, un tened cuidado, y un hasta el Sábado que viene. Arranca el Renault 18 a la segunda. Dos toques de claxon. Un intermitente, y el coche sale en primera. Cuando la hija y el yerno desaparecen tras la esquina, ahí quedan, frente a frente, Leonor y su nieto. Él contiene su rabia. “Qué rollo, Gorroperdido”. Ella simula no haberle oído: “Bueno… habrá que arreglar tu habitación”. “Ve arreglándola tú, que yo me voy a dar una vuelta y vengo enseguida”. Esto ella ya se lo sabe. Según vuelve entrar en la casa, Leonor imita la voz de su hija: “…así la abuela tampoco estará sola…”. Guarda el bastidor con el bordado que, de momento, no terminará. Cuadra los folios donde trataba de revivir historias dormidas y los pone dentro de un archivador. Y cuando cree que ya no la oye nadie, se le escapa un contundente: “…y una mierda”.

II
Cuando él gira la llave, ella se incorpora levemente en su mecedora. Se quita las gafas. Hace como que leía una revista. Él entra de puntillas, como intentando no despertarla. Los latidos del corazón de Leonor vuelven al sitio. El chico ya está en casa. Él habla bajito: “Buenas noches, abuela”. Ella abre la puerta de su dormitorio y contesta: “Buenas noches, David”. Ya dentro, mira la hora en el despertador de la mesita. Las seis. Menos mal que Gorroperdido era un rollo. Las seis nada menos. Antes de que se duerma, se asomará el sol por el Este espantando a las estrellas.

III
Ni que hubiera comprado piedras. El asa del bolso estrangula la yema de sus dedos. Y se le desconyunta el hombro. Eso es por comprar para dos. De tienda en tienda. Primero el horno. Después la carnicería. Ahora el Ultramarinos. No puede con la cuesta empedrada, no puede. Leonor deja caer la carga en el suelo. Y busca el apoyo en una pared. Se cruza con Cayetana. No podía ser otra. Le lanza un dardo en forma de pregunta: ¿No tienes al nieto para que te ayude?”. Ella, que se preocupa ahora de recuperar el aliento, se ahorra la respuesta. Al fondo, ha advertido las barreras puestas y preparadas para la suelta de la vaca por la tarde, ya estamos ahí, en lo de todos los años. Levanta el bolso, saca fuerzas que no sabe que tiene, y reemprende el camino, con un nudo en la boca del estómago. “…veremos cómo le digo a David, que las vacas, ni en pintura”.

IV
No cabe más gente en la calle. De parte a parte. Subida a las rejas de las ventanas. Asomada en los balcones. Encaramada en el quinto tablón de la barrera. De fiesta, con el vaso de vino y melocotón en la mano. Como si no fuera a sonar el aviso, el petardazo, en menos de cinco minutos, anunciando la suelta de la vaca. Apretujado, manteniendo el equilibrio, en lo alto del “carafal”, murmura David:  “Ni que estuviera yo loco”. Recuerda el sermón de la abuela. No hace falta que ella se lo advierta. Ya lo sabe él, ya. Sólo de sentarse allá arriba siente vértigo. POOOOOM Suena el aviso. En un momento, una riada de gente corre calle arriba. Los primeros al trote. Los últimos, despavoridos, al degüello, entre gritos y entre ay-ay-ay delante de una vaca que les pisa los talones. Tensión en la calle. Fluye la adrenalina. Medio mundo se ha volatilizado. El otro se ha quedado, de valiente,  para intentar escabullirse, todos a la vez, en el último segundo. La barrera se tambalea. David se agarra fuerte. “¿Bajar yo? Ni que estuviera yo loco”. En un visto y no visto, la vaca pasa. Qué bicho. El peligro parece que también. Luego los minutos van cayendo. No era la vaca tan fiera como la pintaban. Los comentarios aseguran que es un muermo. Que no hace caso a los requerimientos de quienes tratan de recortarla y marearla a un lado y a otro. Cada vez más gente vuelve a pisar la calle. No pasa nada. El animal está en la otra punta. Y estar ahí, arriba en el “carafal”, empieza a ser aburrido. Nadie le dice nada. Total, por bajar un poco. Le duele la rabadilla de estar tanto tiempo sentado. Duda. Pero luego la duda disminuye. Titubea. Sigue escuchando que esta vaca está dormida. Pulsaciones a mil. Baja o no baja. Todos los amigotes están bajo. Se decide. Se incorpora. No pasa nada. Está en la calle, pisando empedrado. Respira hondo. Fuerza una sonrisa. Como si le faltara aire, respira hondo.

X
“Así, con cuidado al girar los escalones, no se os vaya a caer de la camilla”. La cama está dispuesta en el piso de arriba, donde la cocina, que es la parte central y más amplia de la casa, mirando hacia el balcón.. Cayetana, la vecina, ha entrado detrás, detrás, con un “le tenía que tocar a él” y se recrea explicando que “pudo ser peor: el chico parecía un muñeco de trapo cuando la vaca fue a por él y lo enganchó”. Los de la ambulancia se despiden, deseando un “…en lo posible, buen lo que queda de Verano”. La vecina se aparta para dejarles paso, y les sigue repitiendo: “lo que necesitéis, ya lo sabéis…”. Se hace el silencio. Tenso. Ya no quedan reproches de la hija hacia su madre: “…le tenías que haber controlado mejor”. La abuela está pálida. Cruza una mirada con el nieto, que luce un fuerte vendaje desde la cadera hasta la punta del pie. Actúa la fibra sensible, porque sus ojos, los de ambos, se humedecen. Es Lunes. Mañana hay que trabajar en Mardebé. La madre, mira el reloj, recoge su bolso, se acerca, le da un beso y dice: “…ahora sí que sí, hijo, te quedas para que la abuela no esté sola”. David niega la mayor. Busca la mano de la abuela Leonor. La estrecha. Y le contesta: “…ahora sí que sí, mamá… también me quedo para que la abuela me cuide”.