domingo, 27 de noviembre de 2011

Mil caras



I
Tres llamadas perdidas. Del cole de Aníbal. Al instante, me ha faltado aire, ¿habrá pasado algo? Tenía el móvil dentro de mi bolso, que parece blindado. Y claro, no lo he oído. Rellamo. Da tono. Espero. No me lo cogen. Venga, venga, que alguien descuelgue, por favor. Me muerdo los labios. Ya. “Sí, buenos días, soy Rosario, la mamá de Aníbal Rojo…, verás, tenía una llamada perdida vuestra… “. Un momento. Que espere. Musiquita de fondo, violines que me ponen de los nervios. Tic, tiquitic, los dedos martillean la mesa. Me pasan con secretaría. No, que no pasa nada, que no me preocupe. “…es que, al ver tres llamadas… pues me he asustado un poco”. Un poco no, me ha dado un ataque de pánico. … La directora me quiere ver… si puede ser a no tardar… “mujer, yo salgo a las cinco de la tienda, pero bueno, me escapo y esta misma tarde me acerco por allí… ¿a las cuatro entonces? Bien. Vale. Nos vemos. Hasta luego”. Clic. Que no me preocupe, pero que me quiere ver a no tardar… JA. Tengo un mosqueo que puede conmigo. Aviso a Juanjo, le pongo en antecedentes, para que él, también haga lo imposible y se venga conmigo.

II
Jolgorio en el patio. Pero la antesala al despacho de la directora está muy bien insonorizada y apenas si llega un murmullo. Fotografías de cursos anteriores descoloridas. Dibujos de los niños empapelan las paredes. Al final, como casi siempre, vengo sola. Paso adelante. Huy, esto parece un Tribunal. Tres profesores a cada lado. Se levantan para saludarme. Hablamos del tiempo. No es normal que en pleno Invierno todavía haga tanto calor. Aún no hemos vendido ni una chaqueta en la tienda, les explico. Carpetas abiertas. Tu hijo Aníbal es un sol. Estoy tensa. Que me digan lo que me tienen que decir. Que abrevien, por favor. Entra Angustias, la directora. Se excusa, porque está en treinta sitios a la vez. Vaya, tiene el don de la ubicuidad. Angustias muestra una fotografía. Es Aníbal, subiendo al tobogán. Qué majo. Qué guapo. Qué inquieto. “Esta foto la tomamos en Septiembre, al empezar el curso”. Sí. ¿Y? Angustias muestra ahora la siguiente foto. Es Aníbal, adicto a los toboganes. Qué majo. Qué guapo. Qué inquieto. “Han pasado tres… cuatro meses”, dice la directora. Coloca una fotografía al lado de otra. “…y nos ha llamado poderosamente la atención que…”. Alguien por detrás apunta… “que no se parece en nada”, “que le ha cambiado la cara completamente”, “que parece otro”. “…si no lo hubiéramos visto venir aquí cada mañana, nos creeríamos que….”, Angustias se ríe, risilla de ardilla, y a mí no me hace ni pizca de gracia, “¡…que nos has cambiado al chiquillo!”.

III
No le va la carne. Se le hace una bola. Mastica eternamente y mira la tele con fijación. De un lado a otro. “Aníbal, haz el favor, cómete ese trozo de una vez”. Juega con las piernas que le cuelgan en la silla. “Mami”. Qué. “El profe me ha llamado Mortadelo esta mañana”. Juanjo y yo nos miramos. “La clase entera se ha reído”. Suelto el tenedor encima de la mesa. “No hagas caso, hijo”, le dice Juanjo acariciándole el pelo. Yo añado: “Iré al cole y hablaré con él”. No lo digo, pero lo pienso: “¡…hablaré con el profesor Bacterio éste de los cojones!”.

IV
Una vez al mes, una, llevo a Aníbal al “Plastic-Facial Center Research” de Mardebé. El médico del seguro, “ostras, chavalote, cómo has cambiado”, mientras, tiraba el palito con el que había examinado la garganta del chico, dijo que era lo más conveniente. Que los cambios espectaculares que se producían en su rostro debían ser controlados para prevenir males mayores. Atravesamos la cúpula del edificio acristalado, y enseguida, viene una enfermera que se lo lleva de la manita, “Aníbal, majete, vente conmigo”. Y el niño me mira como pidiéndome permiso, me voy o no me voy con esta señora. Todos en esa clínica parecen hechos con el mismo molde. Ellas, carita de Barbie. Ellos, de Action Man. Yo de allí, no me muevo. En una salita de espera, con el suelo brillante como un espejo, hundida en un sofá de piel, leyendo revistas manoseadas y atrasadas y desesperándome porque, aunque me lo expliquen, no sé bien qué puñetas le estarán haciendo a mi pequeñín Aníbal. Cuando sale, le oigo en la distancia, corretea hacia mí y me abraza. Como si hiciera un siglo que no nos viéramos. “¿Vamos a casa, mami?” Miro el reloj. Las doce y media. “¿A casa? Quiá. Al cole de cabeza, aún llegas bien al comedor y a las clases de la tarde”. Tuerce el gesto. Por lo visto había pensado que se iba a librar.

V
Hoy ha salido llorando del Plastic-Facial Center de las narices. Salgo disparada del sofá de piel de la sala de espera. Qué te han hecho, mi vida, qué te ha pasado. Lo pincharon por dos veces. Inconsolable está. Qué llanto. Me encaro con la enfermera. Quiero hablar con los médicos. Pero qué se han creído. Les monto un cirio. Y les digo hasta que me canso. SE HA ACABADO. NI UNA MÁS. YA ES SUFICIENTE. Cuanto más intentan calmarme, peor. “Pero, señora…”. Peor, mucho peor. Basta de hacer padecer innecesariamente a la criatura. “Vámonos, cariño, que por mi vida, aquí no volvemos más”. Le estiro del bracito y me lo llevo. Dos médicos nos siguen y nos escoltan hasta la puerta, “recapacite, señora…”. Y el renacuajo, al salir, y como remate, les ha sacado la lengua. O eso me ha parecido.

VI
Me costó por internet, pero al fin, pedimos cita previa y allá que hemos ido a la Comisaría del Centro. Con todos los papeles. El funcionario mira al chiquillo. Le pide la foto. “Firma aquí”. Aníbal se siente muy importante. Yo no sé si será capaz de repetir la próxima vez el complicado garabato que le ha salido. Devuelve el bolígrafo con una sonrisa. La impresora piensa. A los pocos segundos escupe el DNI. Aníbal lo recoge y nos lo enseña orgulloso. Juanjo lo mira por encima. Yo entonces caigo en que pone que “válido por seis meses”. Y me encaro: “Oiga, esto tiene que ser un error”. El señor se encoge de hombros. “Yo también lo había pensado, pero no. Hay una indicación bien clara que debe venir del Ministerio del Interior…”. Ponemos gesto de perplejidad. “¿Pasa algo, mami?”. Nada, se ve que alguien quiere que colecciones tantos carnés como caras vayas teniendo…

VII
Ahora suena fuerte el “Stay the Night” de James Blunt. Dios, cómo pasa el tiempo. En el salvapantallas del ordenador han empezado a desfilar fotografías de Aníbal. Y me he quedado embobada mirándolas. Cómo ha crecido. Sus mil caras, sus mil sonrisas, tan diferentes, tan suyas. Y en todas tan guapo. Aquí, rubio casi albino… y en ésta morenito con el pelo rizado. Mi pequeño camaleón. Aunque estuviera años sin verle, podría reconocerlo a él, escondido entre un millón. Sólo yo sé que nunca ha cambiado. Porque el corazón que le mueve es el mismo. Y la chispa en sus ojos. Sea cual sea su apariencia, conserva su nobleza. Su bondad. Y qué narices, soy su madre y lo he parido.

VIII
Está claro. No podíamos elegir por él. Vinieron a buscarle. Saben quién es. No lo dijeron, pero eran del Centro de Inteligencia. No sé lo que le explicarían, porque no me lo ha contado. Pero lo convencieron. Un chico como Aníbal que habla cuatro idiomas, y con fisonomía nueva cada medio año, sin ayuda de maquillaje, menudo chollo. Nos reunió a su padre y a mí y nos dijo que se marchaba a estudiar allí. Piénsatelo bien. Es tu vida, no la nuestra. Fue lo único que nos salió de la boca. Ni chantaje emocional ni nada. Es Otoño, hace tres semanas que se fue y a mí me parecen tres siglos. Lo que sí que he hecho es cambiarme el móvil. Por uno que suene bien fuerte aunque vaya dentro del bolso blindado. Vivo pendiente de que suene. Lo que pasa es que el muy cabrito no llama mucho. Dice que va liado y tiene que estudiar un montón. Será por eso.

IX
No miro las caras. Me fijo en la chispa de los ojos. En manos con dedos regordetes. Aspiro fuerte. En busca de un olor característico, el suyo, inconfundible para mí. Vamos por un centro comercial atestado. Hace tiempo que le vengo observando. Si es un juego, no tiene gracia. Voy directa. Juanjo me pregunta: “Rosario, ¿dónde vas?”. Voy decidida. “Te he pillado… ¡eres Aníbal! ¿A que sí?”. El tío se me queda mirando muy extrañado, ésta de qué va. “Venga, vamos Rosario, ven conmigo… disculpe señor”. Cierro los ojos. Cómo me ha podido engañar el instinto. Vaya chafón. Cómo. Pero sobre todo, con el tiempo que ha pasado, por qué no llamas y por qué no apareces, Aníbal.

X
Justo acabo de ver a Angustias, la vieja directora ubicua del cole de Aníbal. “¿Y qué tal le va?”. Se ríe. “Ja, ja… Seguro que si lo veo, no lo conozco”. A mí me entra sentimiento. Estoy a punto de decirle: “Y yo tampoco”. Pero soy fuerte. Y me contengo. Y me repito que el chico estará bien. Y me despido. Y tiro hacia delante, porque tengo ganas de llegar a casa. Y parezco una magdalena de los lagrimones que me caen.

XI
Un susto de muerte. Me tapan los ojos por detrás. Levanto las manos. Esto debe ser un atraco. Grito. Entonces dice: “¡Chissssssttt, mami!”. Dios, Dios, por fin Aníbal, por fin el pequeñín. Luce una horrible nariz de pico de loro, pero aún así, le sienta bien. Le voy a abrazar, le voy a comer a besos. Pero primero, primero... ¡zas!, me sale un buen bofetón. El primero que se lleva en su vida. He sacado mi genio y le he puesto las pilas. “Tú serás muy agente del Centro de Inteligencia, muy hombre de las mil caras, pero no te olvides, chiquitín, que soy tu madre”.

domingo, 20 de noviembre de 2011

La mano en el chichón



I
“Tío, por más veces que mires al cielo, no va a dejar de llover”, dice Benjamín. Guzmán le contesta, pegando la nariz al cristal empañado: “A mí me da igual. Podríamos salir lo mismo, ahora casi no cae agua”. Fuera, los charcos parecen lagos. “Ya, pero nos ganaremos bronca”, vaticina Arancha, “estamos advertidos”. “Entonces… ¿a qué jugamos ahora?”. Los tres amiguitos se miran. Parecen animalitos enjaulados en la habitación. Vaya una tarde más aburrida. No está el Verano preparado para la tormenta que se ha liado. “Me parece que…”. CLOC. Benjamín no termina la frase. Se da en la frente con el canto de un estante. Uf, cómo escuece. Diría tacos, pero aún no forman parte de su vocabulario. Casi va a llorar. Guzmán hace el sonido de una sirena, niiii-noooo, niiii-noooo, se supone que es una ambulancia. “¡Enfermera, inmovilícelo, mientras llegamos!”. Lo tumban en la cama. “Eh, qué hacéis…”. “¿Respira?”. Los auriculares del walkman hacen de fonendoscopio. “Con dificultad”. Niiii-nooo, niiii-nooo. Guzmán abre la puerta de la habitación. Sale. Simula que lleva el volante en las manos y conduce muy rápido. Desaparece. Vuelve al segundo y medio. Con un rollo de papel higiénico. “¿Traumatismo?”. “Tendremos que hacer unas placas”, responde Arancha apuntando con la linterna. “Avisa a rayos, que vamos”. Retumba un trueno en el exterior. Vibran los cristales. Arancha se asusta. “Si nos quedamos aislados, tendremos que operar aquí mismo. Mientras, le aplicaré un fuerte vendaje”. Desenrolla el papel, “eh… pero qué hacéis”, y lo enrolla en la frente. Varias vueltas le tapan el chichón a Benjamín. “Estilo momia”, explica. Viven la película. La madre de Guzmán aparece por el pasillo, “¿Os ha asustado el estruendo…?. No termina la frase: “...pero chicos, ¿qué pasa aquí?”. Todos quietos, como en una foto. Guzmán, con su mejor cara de niño bueno, aclara: “…Jugamos a médicos, ¿no?”.

II
El doctor Benjamín Ríos se quita las gafas, importantes ojeras las suyas, y se frota los ojos cargados. “¿Cuántos nos quedan?”, le pregunta a la enfermera. Ésta, puntea con un bolígrafo la lista. “…siete, ocho: nueve”. “¡Nueve todavía!”, mira el reloj y resopla. Está agotado. Vuelve a ponerse las gafas, “que pase el siguiente”. Es cuando cruza la puerta, no un paciente, sino casi sin pedir permiso, el coordinador Andrew Brown. Se saludan. “Un minuto nada más”. Brown le muestra una gruesa carpeta. “Benjamín: estos son los currículum de los médicos que se presentan a la nueva plaza”. Abultan tanto como el diccionario Collins que el doctor Ríos tiene encima de la mesa, a modo de pisapapeles. “¿Y…?”. “…hay algunos muy buenos. Muy bien preparados. Va a ser injusto para los que se queden fuera…”. Benjamín insiste: “¿Y…?”. No entiende por qué vienen a explicarle esta historia a él.”…de entre todos, hay uno, que dice que te conoce”. “Ah, ¿sí?”. Algún compañero de Facultad, quizá. Algún compañero de Mir. “Dice que es muy amigo tuyo, que no te ha dicho nada para que no influyas desde dentro”. “¿Quién es, Andrew?”. Andrew Brown extrae la hoja correspondiente. Lee: “Se llama, esto, aquí, sí: Gusss-man Bra-vo”. ¡¡Guzmaaaaaaán!! El último nombre sobre la faz de la tierra que esperaba oír. Cuantísimos lustros sin escuchar su nombre, sin saber de él. “Está claro que le conoces”, confirma Andrew Brown. “Era un buen elemento”, afirma rotundo Benjamín. “Eso era lo que quería oír”. El coordinador recoge la carpeta y sale de la consulta. Con la sonrisa aún en el rostro, y llevándose la mano al punto de su frente donde un día hubo un chichón, Benjamín indica: “…que pase el siguiente…”.

III
Ese “entrar sin llamar”, cuando tiene a un paciente tumbado en la camilla, y ese “Benjamín, cuando termines, por favor, pasa por mi despacho”, no presagiaban nada bueno. Efectivamente. Lo que no preveía era que Brown cargaría contra los métodos erráticos del “nuevo”, su “amiguito”, su “recomendado”, “Gussss-man”. Benjamín tartamudea cuando se ofusca. “¡Eh, eh, eh, alto, que por ahí no paso!”. El coordinador Brown guarda ahora silencio. “¿Recomendado? ¡Andrew, recuerda que tú viniste a mi consulta a preguntar si yo lo conocía!”. ¿Y por qué acudes a mí ahora como si yo fuera su mentor en vez de tratar el tema directamente con él? ¿Ha cometido algún fallo médico? No, que yo sepa. Lo único es que no os gustan sus maneras. Necesitará tiempo, vamos digo yo, como todo el mundo. Que, total, lleva aquí cuatro días. Y no se conoce ni a la gente, ni los departamentos”. Benjamín respira agitadamente. Vaya, acaba de darse cuenta de que ha levantado la voz. Nada menos que al todopoderoso coordinador. Añade, ahora con tono pausado: “¿Algo más? Llevo aquí desde las siete de la mañana y tengo ganas de irme a casa”.

IV
Hace diez años, sí, diez ya, que no la llama. A lo mejor, hasta ha cambiado el número de teléfono. Pero hoy, lo intenta. Le tiene que decir, a lo mejor ya lo sabe, que ha aparecido por allí, la de vueltas que da el mundo, el ganso de Guzmán. Se lo contará a ella, que es el vértice del triángulo. Benjamín se hunde en el sofá. La luz amarillenta de una lámpara incide en su rostro. Cierra los ojos, muy cansados. “¿Arancha…? Soy Benja… ¿puedes hablar?”. Un montón de kilómetros, un montón de tiempo. Sin embargo, al minuto, todo vuelve a ser igual: la siente muy próxima, como si la tuviera a su lado, y parece que sólo han pasado dos horas desde que se despidieron en aquella puerta de embarque.

V
Cae más agua de la que el limpia puede desalojar. Normal por estos lares. El cuerpo le pesa. Parpadea con insistencia. No ve más allá de un par de metros. Le dijo bruscamente a Arancha que ya la volvería a llamar. Y ahora conduce rumbo a la clínica. A estas horas. A toda velocidad. Con eso no contaba. Entre bromas y risas, ella le había dicho: “me alegro que Guzmán esté contigo: necesita a alguien que le controle, no iba muy bien desde que dejó la carrera en tercero”. En ese punto casi se le sale hasta la primera papilla del estómago. Y aún sigue así. Con mal cuerpo.

VI
Estas ambulancias no hacen “ni-nooo, ni-noooo”, sino una especie de “torí-torí; torí-torí” mucho más estridente. Las luces de la sirena se reflejan en los charcos. Hay vidrios por todas partes. Benjamín no recuerda nada. Los tacos del diccionario, sí. Los ha mentado de uno en uno. Seguramente el coche le patinó y se le fue de parte a parte. Ahora oye voces. “¡Inmovilizadlo!”. Eh, eh, pero qué hacéis. No puede hablar. Lo pasan a una camilla. “¿Respira?”. “Con dificultad”. “Posible traumatismo”. Benjamín reconoce la voz de Guzmán y adivina su rostro de forma borrosa. “Tu especialidad, Benja, son los chichones en el mismo sitio”, exclama su amigo. Benjamín consigue articular unas palabras. Casi no se le entiende: “¿Por qué haces esto? ¿A qué estás jugando?”. Guzmán, trasiega la pregunta, la interpreta y entonces poniendo su mejor cara de niño bueno, contesta: “…jugamos a médicos, ¿no?”.

domingo, 13 de noviembre de 2011

El talón en la oreja




CASI 10
“Como no nos demos prisa, van a llegar todos y nos van a pillar en mantillas”. La abuela Juani ha visto la hora que es, y se afana, preparando los sándwiches de dos en dos y disponiéndolos ordenadamente en la bandeja. Al tiempo, advierte: “¡Felipe, cuidado con la escalera, no vayamos a tener un disgusto!”. El abuelo Felipe, subido en el tercer peldaño, termina de enganchar la última tira de guirnaldas. El padre, Juanlu, con las mejillas enrojecidas y al borde del colapso, infla globos en serie. ¡¡¡¡PLOOOOOM!!! Acaba de explotarle uno en su cara. Con éste, se ha pasado de frenada. Mapi, la madre, reparte los vasos de plástico en la mesa alargada con el mantel de dibujitos. Lucía, la cumpleañera, corretea desde el interior de la casa al corral, supervisándolo todo. “¡Está quedando pre-cio-so!”, exclama encantada con la boca abierta. Todo parece otra cosa. El piso barrido, las macetas alineadas con sus plantas frondosas, la cuerda que servirá para las piñatas, que serán la gran sorpresa de la fiesta. DING, DONG. ¡DING, DONG! Toque a rebato. “¡Ya están ahí! ¡Ya han llegado!”, grita Lucía. Son los primeros. Se llena la planta baja de críos que atraviesan el corredor como pequeños huracanes, portando los regalitos. Guirigay. Feliz cumple, Lucía. Muchas felicidades. Los padres de los amiguitos van detrás. Aún no han empezado los saludos, cuando se escucha el llanto agudo de Lucía. Algo va mal. Acuden todos a la vez. El abuelo Felipe, el padre Juanlu, la madre Mapi. “Hija, ¿qué te ha pasado? ¿qué tienes?”. Inconsolable. Se encana. El alboroto cesa de golpe. Hay una nena que, con la cabeza gacha, se justifica: “…yo sólo le estiraba las orejitas para felicitarla…”. Ah, era eso. Mapi se enfurece, “Lucía, hija, ¡ya estás otra vez exagerando!”. Y la abuela Juani intercede protectora: “…mujer, no riñas a la chiquilla, si llora es porque le duele”. El llanto no cesa en un buen rato. La abuela Juani, que la abraza, es su escudo. “Mi pequeña, mi queridísima Lucía, mientras yo esté contigo, nadie te hará daño…”


CASI 20
Toda la tarde juntos. Las palabras han ido fluyendo de forma continua, bordeando los sentimientos, pero sin entrar en ellos. Si no es ahora, será después. Pero será. Porque sólo tienen ojos el uno para el otro, y porque sus miradas sólo pasan desde hace tiempo a través de ese filtro que idealiza y resalta todos los detalles del otro en forma de virtudes. ¿Nos sentamos? Aunque el banco es todo para ellos, ocupan una esquina. Hay más gente, mucha, paseando. Silencio en el bullicio. Respiración contenida. Y ahora qué. Nervios. Ahora es cuando el cariño vence al miedo y se desborda. Marcel besa a Lucía. Buuuuf, por fin, ella pensaba que nunca se atrevería. Buuuuf, menos mal, él pensaba que ella no se dejaría. Que toda la tarde se convierta en toda la vida. Así, uno al lado del otro, no se puede tener ni pedir más felicidad. Cámara lenta, por favor, cámara leeeenta. Con los párpados entornados, Marcel besa suavemente el lóbulo de la oreja de Lucía. Ella lanza un grito horripilante, echándose bruscamente hacia detrás. Hasta los perros que corretean por el césped se paran en seco para ver qué pasa. Se rompe la magia en mil pedacitos. Qué pasa. Qué te ocurre. Marcel no entiende nada. Lucía se retuerce, “no se me puede tocar la oreja derecha… veo las estrellas… siento un dolor insoportable…”. Él pide disculpas, “lo siento, yo no sabía nada… sólo ha sido un besito”. Y ella esconde la cabeza entre el pelo y los brazos, rabiando y llorando, con los ojos fuertemente cerrados. Marcel repite: “…podrías haberme avisado…”. “…no me dio tiempo, joder, no me dio tiempo…”. Pasa la tempestad. Se levantan. Ambos incómodos. Marcel piensa, “…pero qué chica más exagerada…”. Lucía se siente avergonzada. Pero qué culpa tiene ella… ¡cómo le duele todavía! Toda la tarde juntos. Y ahora ambos han recordado que tienen cosas que hacer. Quedarán pronto. Claro. Pero ya no saben cuándo.


CASI 30
En los periódicos leyó que el Dr. Palmer es una eminencia en la Medicina. Que roza los milagros. Por eso, no dudó en contactar con su clínica privada. Y no le importó que le dieran cita a seis meses vista. Los días pasan, uno detrás de otro, y hoy, Lucía por fin está en la sala de espera. Con una carpeta de informes dentro del bolso. Escucha su nombre. La llaman. Pasa a consulta. Él es una persona relativamente joven. De entrada, no se levanta de la silla para recibirle. Ella explica el caso. Le tiende la carpeta. El Dr. Palmer escucha en silencio mientras ojea el último tac. Se muerde el labio inferior. “Vamos a ver”. Se acerca. Observa la oreja de Lucía. “…entonces dices que te duele aquí”. Decir “aquí” y oprimir con los dedos el lóbulo derecho es todo uno. En el mismo segundo, Lucía suelta un alarido que hace temblar los cimientos del edificio. En el mismo segundo, y como un resorte, Lucía lanza un mandoble directo al rostro del galeno. Y sí, todavía en el mismo segundo, el médico sorprendido cae cual boxeador noqueado en la lona de un cuadrilátero. La enfermera, espectadora también, grita a su vez y le ayuda a incorporarse. Él se estira la bata. Se recompone. Se palpa la mandíbula, por si tiene algo roto. “¿La denunciamos, Dr. Palmer?”. Lucía permanece de pie, rabiosa, con la mano protegiendo su apéndice auditivo. “…Me temo que, después de esto, no voy a atender su caso”, dice el médico que roza los milagros. “Me temo”, contesta Lucía, “que, después de esto, yo no voy a querer que atienda mi caso”. Lo siguiente es, una recogida de la carpeta de informes, y un salir sin despedirse de esa clínica.


CASI 40
En la empresa “TIME WILL TELL”, hoy hay Comité de Dirección. Lo convocó la misma Lucía con carácter urgente. Piensa denunciar los chanchullos que se trae Estanis. Muy fuerte sería permanecer al margen como si cayese sirimiri. A la sala de reuniones, ella ha llegado la segunda. Preparan café mientras esperan al resto. Hablan del tiempo. Del calor que hace allí dentro. Lucía está muy tranquila. Lo tiene todo muy bien atado. Según van entrando los asistentes, cruzan saludos. Ocupan sus sillas. Estanis no ha venido aún. Habrá que llamarle. Y recordarle que hay Comité. Y que le esperan. Sale el Director General a la puerta, “Sandra, por favor, ¿puedes avisar a Estanis y decirle que estamos todos esperando?”. Pasan minutos. Aparece por fin Estanis. Parece azorado. “Disculpad, estaba hablando con un proveedor”. Mira a Lucía. Le mantiene la mirada. Se dirige a su sitio libre. Es cuando pasa por detrás de ella. Y extiende la mano, y por detrás de su pelo, como quien no quiere la cosa, le alcanza la oreja. “Huy, perdona, chica, lo siento…”. Cuando Lucía se viene a dar cuenta, es demasiado tarde. Qué daño. Qué dolor. Incontrolable. Incontenible. Peor que la peor migraña. Dejando al personal atónito, sale aullando, protegiéndose con el brazo, “pero qué le pasa a esta mujer, ¿qué le ha dado?”. Corriendo, se refugia en el baño. Busca y rebusca en el bolso. No hay paracetamol bastante en el mundo para mitigar aquello. Mientras se mira en el espejo, desencajada, se pregunta cómo, cómo narices, se habrá enterado de lo suyo el hijo puta éste.


CASI 50
La puerta estaba atrancada. Desde que murieron los abuelos unos veinte años atrás nadie vive en la planta baja. A Lucía le recorre de arriba a abajo un escalofrío por entrar de nuevo en esta casa después de tanto tiempo. Humedad. Las paredes con la pintura desconchada. Le parece estar escuchando sus voces. “…Felipe, cuidado con la escalera, no vayamos a tener un disgusto…”. Y sale al corral. Cubierto de polvo. Con las macetas destroncadas. Durante muchos minutos pasea por las habitaciones. Por la cocina. Es como volver a la infancia. En la entrada ya han puesto el cartel de “SE VENDE”. Así son las cosas. Ella ya les dijo a sus padres que iría y se llevaría el secreter de la abuela Juani. Que lo restauraría y se lo quedaría de recuerdo. Ha venido a recogerlo. Buuuuuf. El mueblecito está muy estropeado. Abre un cajón. Papeles. Recortes amarillentos. Recuerdos. Y… un sobre. Un vuelco de corazón, porque es la letra de su abuela. Y encima pone: “A mi queridísima nieta Lucía”. Tiemblan las manos. Cuánto tiempo llevará esto escrito. Se acerca a la luz de la ventana. Tiene que romper el sobre al abrirlo. Y tiene que ponerse las malditas lentes progresivas para empezar a leer…


Querida Lucía:
A los pocos días de nacer tú, tu madre tuvo que guardar reposo absoluto, y nosotros nos hicimos cargo de ti. A mí me hacía ilusión que lucieras unos pendientes de oro de tu bisabuela, así que yo misma me dispuse a hacerte un agujerito en tus preciosas orejitas. Ojalá nunca se me hubiera ocurrido, porque por accidente, la aguja que empleé con tu oreja derecha estaba contaminada con “mardebita”. Es un potente veneno, cuyo efecto es concentrar y multiplicar el dolor por contacto en el punto en el que se deposita. Crónico, de por vida. Dios, lo que he rezado para que nada de esto hubiera pasado. Para que nada te hubiera afectado. Dios, lo que he llorado después por ti, cuando me di cuenta el día de tu cumple de que sí, de que por mi culpa estabas tú mal. Me hubiera cambiado por ti un millón de veces. Eres muy fuerte, mi pequeña. No dejes que nadie te haga daño en tu talón de Aquiles. Por años que pasen, no descansaré del todo hasta que sepas y me perdones todo el mal que te he hecho. Desde donde esté, te quiere siempre…. TU ABUELA JUANI.


Lucía suspira. Guarda la carta en el sobre. Y luego el sobre en el bolso. Saca el móvil. Marca un número. Espera. “¿Marcel?”. Se le entrecorta la voz. “Sí, soy yo… caramba… me has reconocido la voz después de tanto tiempo”. Entorna los ojos para seguir hablando. El banco, aquel banco, (el del primer beso) sigue allí. Que qué tal le viene si se ven ahí. En unos diez minutos. ¿Sí? ¿Vale? Lucía da unos pasitos hacia la salida. Se acopla unos auriculares que le cubren y protegen por completo las orejas. Antes de volver a cerrar la puerta de un buen trompazo, levanta la mirada y exclama, segura de que le está oyendo: “Abuela, abuela...: ya te vale”.

domingo, 6 de noviembre de 2011

Te escucho siempre

I
Por nada del mundo Coque se hubiera perdido esta noche el Festival Pirotécnico de Mardebé. Casi un millón de personas, sin exagerar, han debido pensar lo mismo, y por eso una multitud se concentra ya una hora antes en torno al antiguo lecho del río. Él ha quedado con la peña en el puente de la Amistad. Tradicionalmente van allí. Hoy hay tanto bullicio que hablan unos con otros a gritos. Y para matar el tiempo que falta hasta la primera carcasa, Coque trastea con su nueva “White KiWi”. Última generación. Envidia de los amiguetes. Fija los ojos en la WW, “White KiWi”, menuda virguería, hasta que poco a poco se da cuenta de que está encajonado. Los pies ya le duelen. Levanta la mirada. Resopla. Un océano de alientos a su alrededor. Hace un chasquido con los dedos. Siempre lo intenta. Que desaparezca ahora mismo toda esta oleada humana excepto las personas que él conoce. Se haría el silencio absoluto. Y quedarían seguramente unos poquitos diseminados. Quince, veinte. Mira: allí, debajo de aquel mirador, Fulanito de tal. Y allá escondida, Menganita, cuánto tiempo sin verla. Coque hace otro chasquido, clic. Y vuelve a la realidad. La magia no ha funcionado hasta el momento. Es entonces cuando de atrás hacia delante, se produce una compresión humana.”¡No empujen!”. Avalancha imparable. Gritos y súplicas. “¡Por favor, no empujen!”. No es nadie en particular. Son todos a la vez. Coque se ve desplazado del suelo varios centímetros. Trata de mantenerse erguido. La WW nueva se le escurre de las manos. ¡No, la WW, no! Todo ocurre muy rápido. Se agacha para rescatarla. En el camino impacta de frente con otra cabeza. Se escucha un crujido. Buffffff, qué dolor. Cielos qué golpe. Por un segundo ve a la chica con la que ha chocado. “…lo siento…”, dice. “…no ha sido nada…”, cree escuchar. Pero Coque queda aturdido. Grogui. Parece que pierde el pie y su amigo Marcos, que se percata, lo sujeta por detrás. “Coque, Coque… ¿estás bien?”. “Sí, sí”, acierta a decir. Intenta recomponerse El dolor es intensísimo. No cede. Después del terremoto humano, todos quedan de nuevo quietos, reubicados. Suena el primer aviso. POOOOUUUUMMMM. Ovación. Por fin. Por fin. El segundo y el tercero, secos, duros explotan casi seguidos. Se apagan las farolas. Se hace el silencio. Va a empezar el espectáculo. Marcos le pregunta de nuevo, “…pero, ¿seguro que estás bien?”. “Sí, sí, claro”. Sin embargo, ese sí es un no. Debe tener algo roto en la cabeza. Y lo que seguro que sí se ha roto, vaya putada, es la White KiWi.


II
“¿Te acompañamos a casa?”, insiste Marcos. “No, no, ya me voy yo solo, de verdad”. Coque se ha puesto en marcha. Parece un sonámbulo. La aguda migraña ha remitido un poco. Pero desde el chichonazo, le retumba todo. Anda ahora por calles mucho más tranquilas, por donde se diluyen los asistentes al castillo. Y debería reinar silencio. En cambio, escucha ajetreo. Se detiene. Qué es ese escándalo. De dónde viene. Agacha la cabeza. Se sienta en cuclillas. Sigue, el ruido sigue ahí. Pero de dónde. ¿De su interior? Se tapa los oídos. Sí, escucha alboroto. Atento. Distingue voces, “…Angie, vamos por aquí… Sí, sí ya voy”. ¿Angie? ¿Quién es Angie? ¿De dónde vienen esas voces? Coque agita la cabeza. Prosigue varios pasos, calle abajo. Grita: “¡Jodeerrr, vaya cabezazo!”. Las pulsaciones se le disparan, al borde del síncope, cuando nítidamente escucha: “¡Eso digo, yo, jodeerrrr, vaya cabezazo!”.


III
Los que le ven por la calle piensan que es un borracho con una tajada mayúscula. Coque va hablando solo, en voz alta, gesticulando, “Pero, vamos a ver ¿tú quién coño eres?”. “¿Y tú? ¿Me quieres decir primero quién eres tú?”. “Coque, me llamo Coque”. “Pues yo soy Angie”. “¿Por qué te oigo en mi cabeza?”. “¿Y yo a ti en la mía?”. “¡Ahhhhhhhhhh…..!”. “¡No grites, por favor, que me estalla el cerebro!”. “Esto no me puede pasar a mí”. “Toma, ni a mí tampoco. Estás soñando, tío. Te has tomado algo fuerte y crees que nos pasa…”. “¡Ahora, ahora caigo!”. “¿Caes en qué?”. “¿Tú eres la que me ha dado en la frente en el puente de la Amistad?”. “¿Cómo que la que te ha dado? ¡Pero si me has dado tú a mí, so bestia!”. “ ¿Llevabas un gorro de hormigón? ¡Debo de tener una conmoción cerebral con pérdida de masa encefálica!”.”…lo mejor es que nos veamos, hablemos y resolvamos esto de una vez”. “¿Hablar? ¡Pero si es lo que estamos haciendo desde hace una hora!”. “Si esto es una broma, ya dura mucho, venga va, me río un poco, ja, ja, y paramos ya: vete y piérdete”. “Dime cómo y me voy ipso facto”. “¿Dónde narices estás?”. “¿Yo? Entrando en mi casa, ¿y tú?”. “No te importa…pero voy directa a la policía, para denunciarte por acoso…”. “… ¿y qué les vas a decir? ¿desconecten esta voz que oigo aquí dentro?”. Mmmmm. “Desaparece un poco ahora”. Mmmm. “Desaparece un poco, por favor, que tengo que ir al baño”. “Eso quisiera yo: irme”. Psssssssss. “Ji, ji”. “Yo no le veo la gracia. Se me corta el chorrito”. “Ji, ji”. “Je, je”. “Ji, ji”. “Je, je”.


IV
Es madrugada. “Cabecita dura… ¿me estás escuchando?”. Transcurren dos, tres, cuatro segundos. “Te escucho siempre…”. Y añade acto seguido: “¡Qué remedio!”.


V
Coque abre los ojos. Está tumbado en el sofá. Espeso y con resaca. Le vuelve la memoria. Se tapa los oídos. Siente el silencio. Uuaaaaauuuuh. Silencio absoluto. No oye nada, no oye nada. Todo era una pesadilla. Un mal sueño. Nada menos que había soñado que tenía conexión directa con la chica del coscorrón. Y que había estado hablando con ella hasta las tantas. Se toca la frente. El chichón existe. Es real. Y la WW con la pantalla rota también. Pero sonríe. No oye nada. No oye nada. Va hacia la cocina. Saca el bric de leche. Tararea, “…hoy puede ser un gran día…”. Llena la taza.”…plantéatelo así”. “Coque”. Dios, qué susto más morrocotudo. La leche se desparrama por el banco. “¡Coque, por favor, qué mal cantas!”.


VI
“Se me ocurre que…”. “Vaya, habemus idea brillante”. "¿Qué le pasó al yanqui…? Que se dio un trompazo y se despertó en la Corte del rey Arturo...”. “Toma, y a Alicia, que se fue al país de las Maravillas”. “Éeeeeso mismo: a nosotros nos ha pasado algo parecido: por un golpe nos hemos interconectado, y con otro golpe seguramente nos desconectaremos: ¡ahí está la clave!”. “Cabecita dura…”. “Qué”. “Ve, y date bien contra la pared, a ver si a ti te funciona”.


VII
El otorrinolaringólogo tiene una linterna de leds en la frente sujeta con una cinta elástica. Inspecciona el oído. “¿Dices que escuchas ruidos?”. Coque afirma con un “sí” muy tímido. “…pero tío, dile qué clase de ruidos escuchas… dile que tienes línea directa conmigo…”. Coque explica: “son unos ruidos muy molestos”. “Tú sí que eres molesto, ¡vaya cruz!”. El especialista examina con atención por la pantalla lo que le muestra la sonda. “¿Y te pasa desde que fuiste al festival pirotécnico el sábado pasado?”. Otro “sí”. “Jo, pero cuéntale de una vez lo del cabezazo”. “¡Angie…!, que pensará que le tomo el pelo”. “¿Cómo?”, pregunta el médico. “No, no nada, que ahora he sentido el ruido”. “…Acúfenos”, diagnostica finalmente el otorrino, “…alguna explosión ha debido causarte un trauma acústico… por tu bien y para que no te vaya a más, yo de ti dejaría de ir a mascletás y castillos…”. Coque sale de la clínica impactado. “Si me hubiera prohibido el chocolate, no me habría jorobado tanto…”.


VIII
BRRRRRROOOOOOOOOMMMMMM. “Pero bueno, Coque… ¿qué es todo ese estruendo?”. “Nada, Angie, estoy en el taller, en mi puesto de trabajo…”. “¿Y aguantas ocho horas así?”. “Ufff, y a veces más… si yo te contara”. “Pero esto, esto es insoportable para mí…menudo dolor de cabeza me está entrando...“ . “Espera, me pongo unos tapones”. Zzzzzzz. “¿Así mejor?”. “Bueno, qué alivio, por lo menos, algo es algo… “. “Por ahí viene mi jefe”. “¡Coque! ¿Desde cuándo tú te pones tapones?”. “Desde que tengo acúfenos. El otorrino me ha dicho que si no me cuido, me quedo sordo…”.


IX
“Vuelvo a casa, Angie. Hay atasco”. “Ve con cuidado”. Tres kilómetros después. “¿Te has quitado los tapones?” . “Pues claro”. Sobre los oídos de Coque, mientras conduce, sube entonces poco a poco la versión del “Over the Rainbow”, de Kamakawiwo. A Coque le toca la fibra sensible. “Cabecita dura, esto son interferencias emocionales…”.


X
“Angie: cierra la puerta, por favor”. Ploooom. “Lo que te voy a decir, que no salga de aquí, ¿queda claro?”. Mmmmm. “Espera un poco, Griñena” . Pausa valorativa. Ironiza Coque: “¡Huy, qué raro, Angie, de repente no sé qué me pasa, que no oigo nada!”. “Vale. Ya puedes empezar”.


XI
“¡Y CONMIGO NO CUENTES PARA ESO! ¿TE ENTERAS?”. Angie ha levantado la voz a su interlocutor, “¡Pero será capullo el tío!”. Está fuera de sí. Coque escucha cómo Angie se levanta y se va. Ella anda con la respiración agitada. “Angie, Angie, ¿estás bien?”. “Déjame ahora, Coque, sólo me faltabas tú…”. “Angie, disculpa, no sé de qué discutíais, pero con lo poco que te conozco, seguro que llevas razón en todo”.


XII
“Voy a la altura de una oficina del Banco Práctico”. “Entonces, ya te falta poco: la siguiente calle a la derecha”. “Allá que enfilo”. “A unos trescientos metros, verás las luces del café Liberto…”. “Aún no distingo… a ver… ah, sí”. “Ahí estoy yo”. “¿Tú? Espera… pues hay dos chicas… estira el brazo para que te reconozca… las dos son guapas… pero una habla con el móvil… entonces está claro que tú eres la otra, je, je, tú no necesitas esos aparatejos. Qué cosas tiene la memoria. No te recordaba así”.


XIII
“Bueno. Ya estamos frente a frente”. “Pues sí. Ya era hora. Te tengo muy oída, pero muy poco vista”. “Cielos, qué situación más absurda”. Sorbo de café. Momento tenso. “Bien, si te parece, nos dejamos de preámbulos y vamos a lo que venimos: comprobemos tu teoría”. Se acercan. Se acercan más. Ojos frente a ojos. Parpadean. Un coscorroncito. Tímido. Suave. “Así no vale, tendrá que ser un poco más…” ¡¡CLOOOOCK!! “¡¡¡¡AAAAUUUUUUUHHHHH!!! ¡PERO QUÉ BRUTA, CASI ME ABRES LA CRISMA!”. A Coque le saltan las lágrimas a borbotones. “Pero… ¿tú me oyes, cabecita dura?”. “¡Pues claro que te oigo!”. Gime, “¡perfectamente además!”. “Fin de tu teoría. Habrá que buscar otra” .


XIV
Es medianoche. “Cabecita dura… ¿me estás escuchando?”. Transcurren dos, tres, cuatro segundos. “Te escucho siempre… siempre”. Esta vez no hay añadidos finales. Sólo una respiración prolongada, tranquila, fuerte.


XV
Amanece en el horizonte. “Pssss, pssss, Angie, ¡Angie!”. Nada. No hay retorno de la señal. “¡Angie!”. Ahora sí. “¿Eh? ¿Pasa algo?”. “Perdona… escucha en directo”. Olas rompiendo en la escollera. Vaivén del mar. Viento salado en las mejillas. “Qué te parece”. “uauhh… menudas interferencias emocionales me has traído…” , susurra ella alucinada. Entonces Coque suelta dos sonoros estornudos y exclama, “vaya, ya la he enganchado”.


XVI
“¡Angie, Angie!”. “Dime, Coque, qué quieres ahora”. “Mira: te voy a leer un correo electrónico que acabo de recibir”. “¿De quién?”. “De los de White KiWi… Estimado cliente debido a un error de configuración en su número de abonado, le han sido imputados 44000 minutos de conversación con otro abonado de un operador ajeno… lo cual entendemos es imposible. Lamentando profundamente el error, procedemos a subsanarlo, dando de baja su número a partir de las 10:00 horas del 7 de Noviembre. Rogamos contacte con nosotros para asignarle un nuevo número. Lamentando las molestias, le saludamos atentamente…. ”. Silencio. “Hoy es 7 de Noviembre”. “…nos tenían enganchados esos cabrones…”. “y faltan diez minutos para las diez…” . “Ya mismo”. “Esta teoría sí que tiene pinta de ser cierta” . “Sï, más que la de los coscorrones”. “Bueno… punto final a un mes increíble… descansaremos los dos” . “Angie…”. “¿Si?” . “…no sé qué decir…”. “...no digas nada, cabecita dura, mejor no digas nada” .


XVII
Ha pasado justo un año. Marcos ajusta el trípode. “Un, dos, mirando a la cámara… ¡Aaaacción!”. “Mmmm. Bueno, me llamo Coque. Estoy seguro de que esto que voy a contar les ha pasado ya a más personas. Pero no lo dicen. Porque no se atreven. Por miedo a que les tomen por locos. Y porque pueden recibir represalias de grandes compañías de telefonía…”. Coque enmudece. Marcos interviene, “Vas muy bien, ¿te pasa algo?”. Coque siente una música que emerge, la guitarrita de Kamakawiwo y su “Over the Rainbow”. Y una voz que resurge, “Hola, cabecita dura”. Una sonrisa total se dibuja en el rostro de Coque. Su piel se eriza. “…perdona, pero me tengo que ir: interferencias emocionales”. Sale corriendo. Marcos sigue grabando, y enfoca con el gran angular. La melodía inunda entonces el estudio vacío.



“Over the rainbow”, Israel Kamakawiwo’ole