I
No ha podido dejar de
oírlo. Y eso que hay bullicio en las mesas del Café el Teatro. Es Tirso Callao
quien así se expresa: “…mi hijo pequeño tiene un examen de matemáticas el mes
que viene… como no lo saque bien, no podrá pasar de curso“. Desde la otra mesa,
mientras estampa sonoramente el pito doble en el mármol, Luis Aparicio, tercia
en una conversación que no era la suya y saca pecho, “para mí las matemáticas
no tenían secretos”. Callao, que es dueño de medio pueblo, le coge del brazo, y
le espeta: “Oye, Luis… ¿y tú no podrías?”. De repente, el silencio. Luis
Aparicio intenta escurrirse: dirá que no tiene tiempo. Pero no cuela. Por el
montón de horas que pasa aburrido en aquel local, nadie se lo va a creer. Tirso
Callao insiste: “…te estaría muy agradecido”. Balbucea. No va a poder, no va a
saber decir que no. Asiente. De acuerdo. Bien, bravo, palmada en la espalda. A
Aparicio le suda la frente. Mientras, los contrincantes les han cerrado a blancas.
Y con la de puntos que le han cogido, la partida de dominó seguramente ha
terminado.
II
La casa debe de ser
grande. Luis Aparicio conduce a lo largo del pasillo al joven Jaime Callao. Todas
las puertas están cerradas, menos la del fondo, que es donde está el despacho. Montones
de libros se reparten sin ningún orden en las estanterías. El mirador que da a
la calle tiene los ventanales entreabiertos. La mesa está abarrotada de papeles.
Aparicio abre hueco apilando una montaña como las del Himalaya. Con sitio
despejado, indica al chico que se siente. Éste saca una carpeta de su bolsa. Y
un libro. “Veamos”, dice el señor Aparicio ajustándose las gafas. Relee el
primer renglón del temario. Y el segundo. Respira hondo. Está en blanco como un
folio sin usar. Pero espera que no se le note.
III
Qué hora más eterna. El
señor Aparicio casi empuja al joven Callao para desandar el pasillo de la casa.
Le despide apresuradamente. “Nos vemos pasado mañana”, le recuerda el chaval.
Cierra la puerta, cierra los ojos, cierra la boca, cierra las manos. Qué mal
trago. Esto le pasa por hablar más de la cuenta. Por presumir tantas veces de
lo mucho que sabe y de lo bueno que es delante de tanta gente. Por exagerar
para destacar. Un momento. Aparicio abre los ojos. Regresa hacia su despacho. De
exagerar nada. Enumera con sus largos dedos. Rompió el travesaño de una portería
de un soberbio zurdazo. Subió el puerto del Ragudo en un tiempo que nadie ha
conseguido igualar. Ganó tres años consecutivos el Torneo Internacional de
Ajedrez de Gorroperdido. Obtuvo las mejores notas en el Instituto de su
promoción. Sacó sus oposiciones, las que él quiso, a la primera. Le dieron la mención
de honor a la fotografía más impactante de Mardebé. Sí, esa imagen en la que todos pensamos, la hizo
él. Escribió poesía de culto en cuatro idiomas. Que también, que domina cuatro
idiomas. Ahí están, para quien la quisiera repasar. Desmontó de forma
inapelable la hipótesis de los agujeros negros, aunque se siga hablando de
ellos. Fue consejero económico del presidente del gobierno. Que mejor le habría ido si le
hubiera hecho más caso. Luis Aparicio para. Es que le faltan dedos. Hoy no tiene
ganas de salir de casa hacia el Café el Teatro. Evitará la ocasión de que le
pregunten por su primera clase de mates al pequeño de los Callao. Por eso se
dirige hacia la nevera. Para cenar se preparará algo congelado. Pero conste, además de
todo lo anteriormente expuesto, también sabe cocinar como los ángeles.
IV
“¿Jaime? Sí, mira, que
soy el señor Aparicio…”. Pone una voz grave, seria, de circunstancias. Le dice
que hoy ha tenido que salir, que no está en Mediavilla. Lo siente en el alma,
no podrán dar la clase. Que no se preocupe, que ya se verán la próxima semana.
Luis Aparicio cuelga el móvil y se lo guarda en el bolsillo. Bueno. Lo que
acaba de hacer no está del todo bien, pero al menos ha ganado un poco de
tiempo. Deambula por el eterno pasillo de la casa y, al cabo de un rato, se
decide a salir. Con tal de no pasarse por el Café el Teatro, para que no digan,
lo tiene claro. Gira la llave para pasar el cerrojo. Aún no ha dado diez pasos,
cuando en la primera bocacalle se lo encuentra de frente. Al pequeño Callao. Aparicio
se atraganta. Le entra tos y se pone de todos los colores. Le han pillado con
el carrito del helado. El chico no dice nada, pero lo mira con sus ojos
enormes. “Qué bueno que te veo. Ya he vuelto. Vamos si quieres y repasamos las
mates, que todavía estamos a tiempo”. Rueda de nuevo el cerrojo en la casa
grande de Aparicio. La luz del pasillo se había quedado encendida. Vaya.
V
Hoy la partida de dominó
en el Café el Teatro también se ha puesto cuesta arriba. Por detrás, ha
recibido una palmada en el hombro. Joder, qué susto. “Qué, Luis, cómo va mi
chiquillo”. Aparicio se ha descentrado. Tira la ficha, porque le tocaba. “Va
bien, poco a poco, pero bien”. Tirso se da la vuelta, satisfecho. Y Luis,
ostras Pedrín, se percata de que tenía el último cuatro, la puerta, y lo ha tirado sin darse cuenta.
VI
La ecuación se les está
indigestando. Es cuando Jaime Callao, levantando la cabeza por encima de los
papeles himaláyicos pregunta que si esos altavoces tan grandes van. “¿Que si
van?”, exclama Aparicio. Ha dado en una fibra sensible. “La membrana está hecha
con el cartílago de la oreja de un elefante de la sabana africana… Escucha cómo
suenan, escucha”. Ceremoniosamente ha preparado un vinilo de la ELO. Lo ha
limpiado con una gamuza impoluta. Grrrrrrrr. A toda potencia. Las paredes han
vibrado. Y los libros casi han salido sacudidos de sus estanterías. I’m alive. “Estoy vivo”, ha subrayado. “Estoy
vivo”.
VII
No hay por dónde coger
esa integral. Mejor dejar que se vaya por donde ha venido y contarle de cuando
él jugaba al fútbol de delantero. “No, señor Aparicio, no, creo que se hace con
este cambio de variable”. El chico apunta. Luis se ajusta las gafas. Déjame
ver. Asiente. “Sí, tienes razón, se hace así”. Es la tercera vez en lo que va
de tarde que le enmienda la plana. Que el alumno sepa más que el profesor da
rabia. Pero Aparicio lo disimula bien.
VIII
Habrá sido un ataque de
amor propio. Desde que terminó la última sesión, Luis Aparicio apenas se ha
levantado del despacho. Ha revisado sus viejos apuntes. Ha navegado por los
embravecidos mares de internet, infestados de millones de explicaciones, pero
casi ninguna la que él buscaba. Ha luchado contra el sueño a base de cafeína y
lavados de cara. Como si fuera él mismo el que se tuviera que enfrentar (de
nuevo) a un examen que quedó pendiente. Es una profunda transformación. De no
saber cómo escaquearse ha pasado a contar los minutos que faltan para que suene
el timbre de la puerta y aparezca, con ganas de trabajar y de hacer lo que se
pueda, el pequeñín Jaime Callao.
IX
Ya se sabe el camino.
Hacia dentro, al fondo, al despacho. Precediendo al maestro. Hoy se ha detenido
un poco antes de entrar, como quien olvida algo. “Una cosa”, ha dicho el chico.
“¿Todas esas puertas siempre están cerradas?”. Luis Aparicio se sorprende. No esperaba esa pregunta. Ha mirado hacia el
pasillo en toda su extensión. Es verdad. No las abre desde… desde que le
sobrevino el apagón emocional. “Bueno… se puede decir que están cerradas por
Matemáticas”. No comenta nada el estudiante. Aparicio tarda en centrarse unos
minutos. Sabe que, lo próximo, va a ser, ya toca, abrir puertas y ventanas y
que corra el aire.
X
Los últimos días antes
de la fecha del examen, los esfuerzos se multiplican y se elevan a la enésima
potencia. A Luis Aparicio le hubiera gustado tener un par de semanas más
todavía por delante. Ahora, ahora que empezaban a dominar la materia. “¿Y de
verdad se rompió el palo de la portería?”. “¡Jaime, Jaime, por Dios, no te me despistes ahora, yo te prometo que te
cuento la verdad del travesaño en cuanto pase todo esto!”.
XI
Estaba tan impaciente
que no ha podido evitarlo. Dónde se habrá metido este crío. A la tercera, a la
tercera ha respondido a la llamada del móvil. “¿Jaime? Sí, que soy Luis. Nada,
que como no me llamabas, quería preguntarte si ya sabes la nota”. Silencio.
Luis Aparicio no mueve un músculo. Imposible adivinar si ha sido que sí, si ha
sido que no, o si ha sido todo lo contrario.
XII
El camarero del Café el
Teatro vuelve a la barra del bar, con la bandeja de copas vacías y la sonrisa
en la boca. “Qué, qué es lo que te hace tanta gracia”. “…la última de Aparicio,
qué va a ser si no”. El interlocutor acerca la oreja, “…cuenta, cuenta”. “¡…resulta
que dice que él ha dado clases al Nobel de Matemáticas!”. ¡Pfffffffff!. Sale proyectado
el sorbo de cerveza seguido de una carcajada. “…lo que pasa es que lo dice y se
lo cree”. “Ja, ja, ja”. Suena en el ambiente el I’m alive, de la ELO. Luis
Aparicio, que va a tirar su ficha se queda quieto al escuchar la canción. Un,
dos, tres, segundos. Y dice a la concurrencia: “…así, así, suenan mal. Como de
verdad se tiene que oír es con un altavoz con una membrana de cartílago de
oreja de elefante”. Detrás, detrás de esto, va la caja de gaseosas, el seis
doble, sobre el mármol. PLASSSS. Doce puntos menos.