I
Lina no estaba pegando ojo. Era la primera noche que pasaba fuera de casa después de muchos años. Y echaba de menos su cama. Su almohada. Su oscuridad. Y ahora sentía su respiración fuerte por encima de los ruidos extraños que se colaban desde la calle en aquella ciudad lejana. No estaba en su habitación. Por qué le haría caso a su hijo, por qué. Total, ya se lo había dicho muchas veces: “Gonzalo, es que vives muy lejos, a qué voy a ir a verte; yo aquí estoy bien”. Pero él había insistido mucho, “Ven, ven, y requeteven”. Y ella, que no podía negarse, había claudicado finalmente. Por lo menos vería a su nietecito. Era lo único bueno. Y allí estaba Lina aquella madrugada, tumbada e insomne, a la hora en la que el reloj circula más despacio y los minutos se eternizan, esperando que el despertador zumbara de una vez para que el día se pusiera por fin en marcha.
II
Lina era una mera espectadora de aquel trasiego matinal. Qué locura. Entra tú que salgo yo. Tráfico denso en el cuarto de baño. “¿Dónde está la camisa de las rayas azules…?”. Glu, glu, glú. La cafetera. “¡Gonzalo, hijo! ¿Aún estás así?”. Cloc, cloc, cloc. Tacones por el pasillo. Las paredes apenas filtraban las voces. “¿Lo lleváis todo?”. “¡Nene, dale un beso a la yaya!”. “Hasta la tarde. Si necesitas cualquier cosa, llama”. Hijo, nuera y nieto salieron en estampida. “No os preocupéis por mí. Id con cuidado”, les dijo Lina al despedirse, acompañándoles al recibidor.
Quedó sola en el nuevo silencio de la casa. Era lo convenido. Por lo del lío de los horarios en los aviones, que Gonzalo no le terminó de explicar, ella había tenido que llegar en Jueves. Ellos tenían que trabajar el Viernes. Y el peque tenía que ir al cole. Bueno, estaría sola unas horas, y después todos juntos en unión tendrían el fin de semana largo por delante. “No pasa nada”, se dijo a sí misma, “yo no sé aburrirme”. Para empezar, recorrió la casa. Como era más bien pequeña, la recorrió muchas veces. Estudió los detalles. Y reparó en un librito sobre la mesita junto al sofá. Le pudo la curiosidad. “Qué cosas más raras lee mi hijo”. Lina se ajustó las progresivas. Lo escribía un tal “Catador”. Y se llamaba “TITULITIS EN CUADRICULANDIA”.
III
Ella no sabía estarse quieta. Tras la inspección mañanera, ya había trazado un plan de acción total. De la galería cogió escoba y recogedor. Provista de llaves en el bolsillo de la bata, para ponerse a salvo de algún intempestivo golpe de viento, salió a la puerta de la casa. La hojarasca se arremolinaba en torno al escaloncito de la entrada. Lina se arremangó hasta el antebrazo. Zas, zas, zas. Con máxima eficacia en cada pasada, empezó a barrer. Uno, dos, tres; aún no llevaba la cuarta, cuando escuchó un grito a sus espaldas. “¡Oiga, oiga, señora!”. Lina se extrañó. “¿Es a mí?”. “Sí, sí, señora, a quién va a ser si no ¿Pero se puede saber qué está haciendo?”. Y a ese tío qué le importaba. Lina no quiso perder la buena educación. “Pues lo que ve: simplemente yo estoy barriendo la entrada de la casa de mi hijo…”. “Pero… ¿Cómo se le ocurre hacer eso? ¿Tiene usted el título de Maestro Especialista Limpiador de Suelos, Firmes y Pavimentos? ¿eh? ¿lo tiene usted?”. “Lo que faltaba”, pensó Lina, “un chalado se ha escapado y lo tengo enfrente”. “¿Utiliza usted un equipamiento homologado, con púas naturales y filtro antipolen incorporado?”. Aquel hombre se irritaba por momentos. “Señor, ¿y usted quién es para hablarme así?”. “¿Yo? Yo soy Licenciado en Observancia, y mi título me permite llamarle a usted la atención por su conducta incorrecta, e incluso estoy capacitado para iniciar un expediente de denuncia en este mismo momento…”. Ostras, aquel individuo estaba sacando una libretita del bolsillo de su chaqueta. El sofoco que se apoderaba de Lina, enrojecía sus mejillas. Tuvo dos prontos. Atizarle con el palo de la escoba en las partes delicadas. O meterse corriendo en casa y darle un portazo en las narices. Escogió lo segundo. Para una vez que venía de visita a ver a Gonzalo, tampoco le iba a crear muchos problemas.
IV
No era que tuviera pensado salir, a dónde iba ir ella por aquellas calles desconocidas, no. Pero bastaba acordarse de que tenía aquel iluminado merodeando, para que se sintiera agobiada y enclaustrada. Se sentó entonces Lina en el sofá, donde machacaban las horas hijo y nuera. Y tomó el mando de aquella ultramoderna televisión. Qué has dicho. Botón verde para encender. La tele hablaba. Le hablaba a ella. “Diga o teclee su código con el Título de Controlador de Canales y Puertos usb ”. Pero esto qué es, Lina. Ella sólo quería ver los cotilleos. Sólo eso. Apretó varios botones en el mando, uno detrás de otro. Pero nada. Cuando se levantó, se llevó un susto de muerte, porque la tele habló y le dijo: “Usted no está capacitada ni preparada para controlar canales y puertos usb”. Calentita, muy calentita de ánimo, Lina sólo dijo: “…que no estoy preparada… ¡nos ha jodido!”.
V
“En qué mala hora… si lo llego a saber, no vengo…”. Lina iba, venía. Trataba de evitar el paso por el comedor, porque por lo visto, aquella megatele tenía un detector de presencia, y cada vez que cruzaba la estancia, le repetía: “…usted no está capacitada ni preparada para controlar canales y puertos usb…”. Y respirando hondo, se decía, “… pero luego, cuando ellos lleguen, Lina, pon cara de buena, de lo bien que lo has pasado, de lo a gusto que estás en esta puñetera casa, que no te noten nada, Lina, que no se den cuenta…”.
Se atrincheró en la cocina. Ya había visto cincuenta veces lo que había en la nevera. La sosa verdurita que la nuera le había dejado preparada. Pero eso no le apetecía para comer. Le apetecía más bien una buena fideuá con setas y gambas. Había materia prima. Y herramientas. Así cuando llegara la familia hambrienta, no tendría más que sentarse a mesa y mantel puesto. Se arremangó de nuevo. Se lavó las manos. Escogió cazuela para preparar el caldo. La puso sobre la “vitro_inteligente”. Fue a girar el mando. No pudo. Más fuerte. Bloqueado. Sonó una voz: “Por favor, diga el código del título Doctor en Ciencias de la Gastronomía”. “¡Una mierda! ¡Eso es lo que voy a decir! ¿Me oyes bien, máquina de las narices? ¡Y una mierda!”. La máquina, que por eso lo es, no perdió su compostura: “Usted no está capacitada ni preparada para utilizar esta maxicocina”.
Entonces fue cuando le sobrevino lo del ahogo. Le faltaba aire. Tuvo tiempo justo para llegar al sofá, donde más que dejarse caer, se desplomó. Quedó blanca, pálida, incapaz de mover un solo músculo. Eso sí, pudo oír cómo la megatele, desde su posición, le decía a la vitro_inteligente: “…no está capacitada, sin título, no está preparada…”. Y ésta, le respondía: “…sin título, no es nadie”.
VI
Lina escuchó a lo lejos la cerradura de la puerta. Por fin regresaban. Entrarían en casa, la llamarían, y se darían cuenta de que estaba allí, tendida, paralizada, inmóvil. “Toma las llaves, papá”, exclamó el niño. A lo que se entendía, el pequeño había conducido el coche hasta casa. Los bebés de hoy en día nacen con muchas lecciones aprendidas. Al acceder al salón, vieron el panorama. Pero ni se inmutaron ni se alarmaron. Si hubiera podido, Lina les habría puesto el grito en el cielo. La estaban encontrado allí tirada y no se lanzaban en su auxilio. Gonzalo registró los bolsillos de su chaqueta. Sacó tres o cuatro cajitas de pastillas. “Vaya, cariño”, dijo contrariado, “no me queda Cardioactivina…”. La nuera entonces abrió el bolso, “voy a ver si yo tengo alguna”. ¡Pero bueno…! ¿y por qué aquellos tenían pastillas de Cardioactivina, un potentísimo medicamento, como si fueran chicles de menta? ¡Y sin receta! Sintió Lina los dedos templados de su hijo separándole los labios para introducirle el comprimido, y escuchó cómo empezaba a llamarla al principio de forma suave y después, más contundente: “Mamá…, vamos mamá… ¡Mamaaaá!”
VII
“…Mamá…, vamos mamá… ¡Mamaaaá!”.
Y Lina dio un brinco. Abrió los ojos como platos. Pero qué susto más morrocotudo. Allí estaban todos. La Cardioactivina no. De la Cardioactivina ni rastro. Gonzalo le dio un beso en la mejilla. El nieto la abrazó. La nuera le dijo: “Claro, luego dices que por la noche no puedes dormir… pero te has pasado el día roque… Entre que todavía te dura el “jet lag” y que tienes el ritmo cambiado… vas al revés”. Ella forzó una sonrisa y dijo para sí: “…pon cara de buena, Lina…”.
Se levantó magullada. Le dolía casi todo. Al incorporarse, el librito se cayó al suelo. Se percató Gonzalo y le preguntó: “Ah, ¿Lo has visto? ¿Qué te parece?”. Ella se agachó para recogerlo. “TITULITIS EN CUADRICULANDIA”, de Catador. Se apoyó Lina en el antebrazo de su hijo para incorporarse y le contestó muy seria: “…pues que lees unas cosas muy raras, hijo, muy raras…”.
Lina no estaba pegando ojo. Era la primera noche que pasaba fuera de casa después de muchos años. Y echaba de menos su cama. Su almohada. Su oscuridad. Y ahora sentía su respiración fuerte por encima de los ruidos extraños que se colaban desde la calle en aquella ciudad lejana. No estaba en su habitación. Por qué le haría caso a su hijo, por qué. Total, ya se lo había dicho muchas veces: “Gonzalo, es que vives muy lejos, a qué voy a ir a verte; yo aquí estoy bien”. Pero él había insistido mucho, “Ven, ven, y requeteven”. Y ella, que no podía negarse, había claudicado finalmente. Por lo menos vería a su nietecito. Era lo único bueno. Y allí estaba Lina aquella madrugada, tumbada e insomne, a la hora en la que el reloj circula más despacio y los minutos se eternizan, esperando que el despertador zumbara de una vez para que el día se pusiera por fin en marcha.
II
Lina era una mera espectadora de aquel trasiego matinal. Qué locura. Entra tú que salgo yo. Tráfico denso en el cuarto de baño. “¿Dónde está la camisa de las rayas azules…?”. Glu, glu, glú. La cafetera. “¡Gonzalo, hijo! ¿Aún estás así?”. Cloc, cloc, cloc. Tacones por el pasillo. Las paredes apenas filtraban las voces. “¿Lo lleváis todo?”. “¡Nene, dale un beso a la yaya!”. “Hasta la tarde. Si necesitas cualquier cosa, llama”. Hijo, nuera y nieto salieron en estampida. “No os preocupéis por mí. Id con cuidado”, les dijo Lina al despedirse, acompañándoles al recibidor.
Quedó sola en el nuevo silencio de la casa. Era lo convenido. Por lo del lío de los horarios en los aviones, que Gonzalo no le terminó de explicar, ella había tenido que llegar en Jueves. Ellos tenían que trabajar el Viernes. Y el peque tenía que ir al cole. Bueno, estaría sola unas horas, y después todos juntos en unión tendrían el fin de semana largo por delante. “No pasa nada”, se dijo a sí misma, “yo no sé aburrirme”. Para empezar, recorrió la casa. Como era más bien pequeña, la recorrió muchas veces. Estudió los detalles. Y reparó en un librito sobre la mesita junto al sofá. Le pudo la curiosidad. “Qué cosas más raras lee mi hijo”. Lina se ajustó las progresivas. Lo escribía un tal “Catador”. Y se llamaba “TITULITIS EN CUADRICULANDIA”.
III
Ella no sabía estarse quieta. Tras la inspección mañanera, ya había trazado un plan de acción total. De la galería cogió escoba y recogedor. Provista de llaves en el bolsillo de la bata, para ponerse a salvo de algún intempestivo golpe de viento, salió a la puerta de la casa. La hojarasca se arremolinaba en torno al escaloncito de la entrada. Lina se arremangó hasta el antebrazo. Zas, zas, zas. Con máxima eficacia en cada pasada, empezó a barrer. Uno, dos, tres; aún no llevaba la cuarta, cuando escuchó un grito a sus espaldas. “¡Oiga, oiga, señora!”. Lina se extrañó. “¿Es a mí?”. “Sí, sí, señora, a quién va a ser si no ¿Pero se puede saber qué está haciendo?”. Y a ese tío qué le importaba. Lina no quiso perder la buena educación. “Pues lo que ve: simplemente yo estoy barriendo la entrada de la casa de mi hijo…”. “Pero… ¿Cómo se le ocurre hacer eso? ¿Tiene usted el título de Maestro Especialista Limpiador de Suelos, Firmes y Pavimentos? ¿eh? ¿lo tiene usted?”. “Lo que faltaba”, pensó Lina, “un chalado se ha escapado y lo tengo enfrente”. “¿Utiliza usted un equipamiento homologado, con púas naturales y filtro antipolen incorporado?”. Aquel hombre se irritaba por momentos. “Señor, ¿y usted quién es para hablarme así?”. “¿Yo? Yo soy Licenciado en Observancia, y mi título me permite llamarle a usted la atención por su conducta incorrecta, e incluso estoy capacitado para iniciar un expediente de denuncia en este mismo momento…”. Ostras, aquel individuo estaba sacando una libretita del bolsillo de su chaqueta. El sofoco que se apoderaba de Lina, enrojecía sus mejillas. Tuvo dos prontos. Atizarle con el palo de la escoba en las partes delicadas. O meterse corriendo en casa y darle un portazo en las narices. Escogió lo segundo. Para una vez que venía de visita a ver a Gonzalo, tampoco le iba a crear muchos problemas.
IV
No era que tuviera pensado salir, a dónde iba ir ella por aquellas calles desconocidas, no. Pero bastaba acordarse de que tenía aquel iluminado merodeando, para que se sintiera agobiada y enclaustrada. Se sentó entonces Lina en el sofá, donde machacaban las horas hijo y nuera. Y tomó el mando de aquella ultramoderna televisión. Qué has dicho. Botón verde para encender. La tele hablaba. Le hablaba a ella. “Diga o teclee su código con el Título de Controlador de Canales y Puertos usb ”. Pero esto qué es, Lina. Ella sólo quería ver los cotilleos. Sólo eso. Apretó varios botones en el mando, uno detrás de otro. Pero nada. Cuando se levantó, se llevó un susto de muerte, porque la tele habló y le dijo: “Usted no está capacitada ni preparada para controlar canales y puertos usb”. Calentita, muy calentita de ánimo, Lina sólo dijo: “…que no estoy preparada… ¡nos ha jodido!”.
V
“En qué mala hora… si lo llego a saber, no vengo…”. Lina iba, venía. Trataba de evitar el paso por el comedor, porque por lo visto, aquella megatele tenía un detector de presencia, y cada vez que cruzaba la estancia, le repetía: “…usted no está capacitada ni preparada para controlar canales y puertos usb…”. Y respirando hondo, se decía, “… pero luego, cuando ellos lleguen, Lina, pon cara de buena, de lo bien que lo has pasado, de lo a gusto que estás en esta puñetera casa, que no te noten nada, Lina, que no se den cuenta…”.
Se atrincheró en la cocina. Ya había visto cincuenta veces lo que había en la nevera. La sosa verdurita que la nuera le había dejado preparada. Pero eso no le apetecía para comer. Le apetecía más bien una buena fideuá con setas y gambas. Había materia prima. Y herramientas. Así cuando llegara la familia hambrienta, no tendría más que sentarse a mesa y mantel puesto. Se arremangó de nuevo. Se lavó las manos. Escogió cazuela para preparar el caldo. La puso sobre la “vitro_inteligente”. Fue a girar el mando. No pudo. Más fuerte. Bloqueado. Sonó una voz: “Por favor, diga el código del título Doctor en Ciencias de la Gastronomía”. “¡Una mierda! ¡Eso es lo que voy a decir! ¿Me oyes bien, máquina de las narices? ¡Y una mierda!”. La máquina, que por eso lo es, no perdió su compostura: “Usted no está capacitada ni preparada para utilizar esta maxicocina”.
Entonces fue cuando le sobrevino lo del ahogo. Le faltaba aire. Tuvo tiempo justo para llegar al sofá, donde más que dejarse caer, se desplomó. Quedó blanca, pálida, incapaz de mover un solo músculo. Eso sí, pudo oír cómo la megatele, desde su posición, le decía a la vitro_inteligente: “…no está capacitada, sin título, no está preparada…”. Y ésta, le respondía: “…sin título, no es nadie”.
VI
Lina escuchó a lo lejos la cerradura de la puerta. Por fin regresaban. Entrarían en casa, la llamarían, y se darían cuenta de que estaba allí, tendida, paralizada, inmóvil. “Toma las llaves, papá”, exclamó el niño. A lo que se entendía, el pequeño había conducido el coche hasta casa. Los bebés de hoy en día nacen con muchas lecciones aprendidas. Al acceder al salón, vieron el panorama. Pero ni se inmutaron ni se alarmaron. Si hubiera podido, Lina les habría puesto el grito en el cielo. La estaban encontrado allí tirada y no se lanzaban en su auxilio. Gonzalo registró los bolsillos de su chaqueta. Sacó tres o cuatro cajitas de pastillas. “Vaya, cariño”, dijo contrariado, “no me queda Cardioactivina…”. La nuera entonces abrió el bolso, “voy a ver si yo tengo alguna”. ¡Pero bueno…! ¿y por qué aquellos tenían pastillas de Cardioactivina, un potentísimo medicamento, como si fueran chicles de menta? ¡Y sin receta! Sintió Lina los dedos templados de su hijo separándole los labios para introducirle el comprimido, y escuchó cómo empezaba a llamarla al principio de forma suave y después, más contundente: “Mamá…, vamos mamá… ¡Mamaaaá!”
VII
“…Mamá…, vamos mamá… ¡Mamaaaá!”.
Y Lina dio un brinco. Abrió los ojos como platos. Pero qué susto más morrocotudo. Allí estaban todos. La Cardioactivina no. De la Cardioactivina ni rastro. Gonzalo le dio un beso en la mejilla. El nieto la abrazó. La nuera le dijo: “Claro, luego dices que por la noche no puedes dormir… pero te has pasado el día roque… Entre que todavía te dura el “jet lag” y que tienes el ritmo cambiado… vas al revés”. Ella forzó una sonrisa y dijo para sí: “…pon cara de buena, Lina…”.
Se levantó magullada. Le dolía casi todo. Al incorporarse, el librito se cayó al suelo. Se percató Gonzalo y le preguntó: “Ah, ¿Lo has visto? ¿Qué te parece?”. Ella se agachó para recogerlo. “TITULITIS EN CUADRICULANDIA”, de Catador. Se apoyó Lina en el antebrazo de su hijo para incorporarse y le contestó muy seria: “…pues que lees unas cosas muy raras, hijo, muy raras…”.
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