I
Entre semana, muchas mañanas nos cruzamos con Águeda al salir de casa. Con una mano abro el portal. Con la otra, empujo el carro, donde ya llevo atadita a Miriam. Con un pie, sujeto la puerta para que no se me venga encima. Con el otro, arrastro la alfombrilla de la entrada que molesta para pasar. En un hombro, cuelgo la mochila de la guardería. En el otro, el bolso, que pesa como un saco. El sol despunta e incide directamente en nuestros ojos. Nos ciega y la nena se tapa la cara con los bracitos. Hay tráfico en la calle. Autobuses. Camiones. Motos. Es atronador. Y cada día, el mismo recorrido. Cuando Águeda nos ve, se detiene, se nos acerca, se agacha y le dedica un cumplido a Miriam. Y, sorprendentemente, Miriam que a esas horas no está para muchas roscas, le corresponde. Y le sonríe de oreja a oreja. Y con lo caros que se han puesto sus besitos, le suelta uno que le deja toda la mejilla llena de baba. Tiene mucha química esta señora con ella. “Que tengáis buen día”, nos dice. Y luego sigue su camino. Y nosotras también el nuestro, pero girando por la otra esquina. Entonces es cuando Miriam se rebota y saca su genio. Y me puede. Y me exaspera que monte estos cuadros en medio de tanta gente. Qué pensarán... “¡Miriam, calla ya, por favor! ¡Cualquier día te dejo en la guardería y no vengo a recogerte!”. Al final, por más que lo intento, siempre se me hace tarde. Odio las mañanas. Suerte que se terminan al mediodía. Mientras los berridos de Miriam me abren paso cual sirena de la policía, voy pensando en Águeda. No me la quito de la cabeza. Con lo que le ha pasado, vaya temple de mujer. Es admirable lo suyo: cómo ha seguido adelante contra viento y marea. Qué entereza. Qué fuerza de espíritu. Cualquier otra en su lugar, estaría derrotada y hundida en la miseria. Pero ella parece hecha de otra pasta. Su drama personal no le ha dejado ninguna secuela.
Entre semana, muchas mañanas nos cruzamos con Águeda al salir de casa. Con una mano abro el portal. Con la otra, empujo el carro, donde ya llevo atadita a Miriam. Con un pie, sujeto la puerta para que no se me venga encima. Con el otro, arrastro la alfombrilla de la entrada que molesta para pasar. En un hombro, cuelgo la mochila de la guardería. En el otro, el bolso, que pesa como un saco. El sol despunta e incide directamente en nuestros ojos. Nos ciega y la nena se tapa la cara con los bracitos. Hay tráfico en la calle. Autobuses. Camiones. Motos. Es atronador. Y cada día, el mismo recorrido. Cuando Águeda nos ve, se detiene, se nos acerca, se agacha y le dedica un cumplido a Miriam. Y, sorprendentemente, Miriam que a esas horas no está para muchas roscas, le corresponde. Y le sonríe de oreja a oreja. Y con lo caros que se han puesto sus besitos, le suelta uno que le deja toda la mejilla llena de baba. Tiene mucha química esta señora con ella. “Que tengáis buen día”, nos dice. Y luego sigue su camino. Y nosotras también el nuestro, pero girando por la otra esquina. Entonces es cuando Miriam se rebota y saca su genio. Y me puede. Y me exaspera que monte estos cuadros en medio de tanta gente. Qué pensarán... “¡Miriam, calla ya, por favor! ¡Cualquier día te dejo en la guardería y no vengo a recogerte!”. Al final, por más que lo intento, siempre se me hace tarde. Odio las mañanas. Suerte que se terminan al mediodía. Mientras los berridos de Miriam me abren paso cual sirena de la policía, voy pensando en Águeda. No me la quito de la cabeza. Con lo que le ha pasado, vaya temple de mujer. Es admirable lo suyo: cómo ha seguido adelante contra viento y marea. Qué entereza. Qué fuerza de espíritu. Cualquier otra en su lugar, estaría derrotada y hundida en la miseria. Pero ella parece hecha de otra pasta. Su drama personal no le ha dejado ninguna secuela.
II
Los Sábados tienen también su rutina. Mientras los demás duermen, yo sigo levantándome casi a la misma hora y apuro unos minutos, no sé cuántos serán, de relativa calma. Me tomo mi tiempo para desayunar. Tostadas con mermelada de fresa. Café con leche bien calentito. Y escucho mi radio con orejeras. “Son las ocho. Las siete en Canarias”. Ahora empieza “Hoy también es Sábado”. Suena la sintonía. “Con Pepote Lafina”. Este hombre habla bien. Me gusta. Es cercano. Mientras, la casa ya espera. Y yo, con los bártulos de limpieza en ristre, preparo el zafarrancho. De punta a punta. “…ambiente lluvioso en la península…”. Entonces no tenderé la ropa en la terraza. Todo está por el medio. Todo por recoger. Todo por repasar. Cada día peor. Me acelero. Me agobio. Publicidad. Pastillas energéticas. Lo que me hace falta a mí. Las señales horarias otra vez. Uf, qué tarde se ha hecho. Me pilla el toro. En cualquier momento, se va a despertar Miriam, y se ha acabado el repaso por hoy.
“Más vale solos que mal acompañados. Ése es el tema que hoy vamos a abordar en plan serio con nuestros oyentes. Como ya es habitual, esperamos sus comentarios y sus opiniones en el teléfono de siempre...” (…) “Amigo o amiga, desde Mediavilla, buenos días, cuéntenos…”
“Enhorabuena por el programa”. Esa voz… esa voz me suena. “Estoy un poco nerviosa”. ¡Ostras! ¡No dice su nombre, pero es Águeda, seguro que es Águeda! He salido de golpe de mi ensimismamiento. Me ha pillado repasando el espejo del cuarto de baño y he visto reflejada mi cara de sorpresa mayúscula. Me quedo quieta. Y ajusto las almohadillas de los auriculares conteniendo la respiración.
“…de repente me he quedado sola, no tengo a nadie. Y estoy desubicada. No soy ya joven. Tampoco soy mayor...”.
Salgo disparada hacia el comedor. Y, tras las cortinas, miro hacia la ventana del piso de enfrente. Su casa. Persiana a medio bajar. Ahí está. Distingo su silueta de espaldas. Habla con un inalámbrico. Habla.
“… Todas las parejas de amigos que antes frecuentábamos tienen su vida hecha. Sus ocupaciones diarias. Sus ocios. Sus historias. Yo lo entiendo. Ahí, ahora que estoy sola, yo no encajo. Es como si tuviera un enorme boquete en el corazón por donde se me escapa la vida, y la poca fuerza que me queda. No, no tengo asumido que el mundo sigue girando y que yo me he quedado fuera de repente…”
Pepote Lafina la interrumpe, “…amiga, cuando menos lo espere, verá cómo se hace de nuevo de día… Le mando un fuerte abrazo”.
Baja la voz del locutor y suena una cuña del programa. “Hoy también es Sábado, con Pepote Lafina”. Y después, otra vez propaganda. La del limpiador definitivo.
Águeda no sabe que la observo desde el otro lado de la calle. De ventanal a ventanal. Desde aquí sí. Desde aquí sí que se distingue claramente el profundo boquete del que ella hablaba. La tremenda secuela que nadie advierte a plena luz del día. Águeda sigue inmóvil, cogiendo el teléfono con las dos manos. Oigo llantos a lo lejos. Apago la radio. Sí, es Miriam. La niña llora. Se ha despertado. “¡Ya, ya va la mami, mi amor…!”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario