domingo, 27 de junio de 2010

ALTURA DE MIRAS

El sendero empezó a empinarse y los tres caminantes tuvieron que dejar prácticamente de hablar para concentrar sus fuerzas en cada paso que daban. Sus botas crujían rompiendo la fina lámina de hielo que cubría el suelo. Y su respiración se había tornado fatigosa, especialmente para Daniel, mucho menos acostumbrado al ejercicio que sus dos acompañantes, Lucas y Reme. Minutos después, alcanzaron un repecho y Daniel propuso un descanso, “¿paramos aquí?”. Y se recogieron a cubierto del viento que ya congelaba sus enrojecidas mejillas. “¡Menuda ocurrencia quedar en lo alto de Monte Miras!”, exclamó Lucas,”…y añadió: “tío, se nota que has visto muchas películas…”. “Pues a mí me da que esta chica no va a venir a la cita…”, auguró Reme. Daniel miró hacia la cima. Todavía les quedaba un buen trecho. La visibilidad era parcial. Todo blanco de nieve y bruma alrededor. En cualquier otra jornada, desde allí ya se podían divisar vistas magníficas. Pero no aquel día. “Si ella no acude por el lado sur tal como está previsto, nos hacemos unas fotos, nos bajamos después tranquilamente y santas pascuas… ahora bien, como esté allí…”. Reme interrumpió: “…como esté allí, tú y yo saludamos, hola, hola, y nos volvemos por donde hemos venido, que ellos dos tendrán mucho que contarse”. Daniel no replicó nada. Estaba concentrado. Habían pasado diez años, diez, había llegado por fin aquel 27 de Marzo, y él había quedado a las doce en la cima de Monte Miras. Con Miriam.

Y su mente voló hacia aquellos lejanos tiempos, grabados segundo a segundo con tinta indeleble, y aterrizó directamente sobre la mañana que se despidieron, cuando él buscaba desesperadamente la fórmula que detuviera el tiempo para evitar la inminente separación. Sí, justo cuando Marquitos, el hermano pequeño de Miriam, lo abordó con la bici, muy contento el niño, y le anunció: “¿Sabes, Daniel? Nos vamos hoy…”. Vaya que si lo sabía. No pensaba en otra cosa. Puso cara de “je, je, qué bien”. Pero no le salió. Y aún anduvo, haciendo ceros y ochos, alrededor de las dos robustas mimosas que coronaban la entrada de la casa familiar de Miriam y esperando a que ella terminara sus quehaceres, ya que no le dejaban salir si antes no dejaba la casa reluciente. Finalmente, Miriam apareció radiante. Como en cada uno de los días precedentes de aquel mágico verano. Fueron los últimos minutos, los últimos, para hablar y escuchar, para lamentar juntos lo desgraciados que eran ambos en manos de unos padres muy controladores y poco comprensivos. Y juntos apuraron aquellos segundos para perderse y esconderse en la zona alta del parque, donde veían a los demás sin ser vistos. Y donde habían trazado un plan. Aquel plan. Tenían calculado el tiempo necesario para ser independientes. No sólo por la mayoría de edad, no. También económicamente. Para entonces, ella ya sería una buena actriz, formada en las mejores Academias. Él ya habría estudiado Audiovisuales y sería director de cine. “Nos veremos el 27 de Marzo, dentro de diez años”, se despidió Daniel. Ella lo tenía claro: “… en el refugio del Monte Miras. Apuntado queda”. Todo durante aquellos días les parecía tan terriblemente complicado, que emplazarse en aquel momento para una fecha tan lejana, les resultaba a los dos tremendamente fácil. Seguramente se dijeron más cosas, del estilo “espero que seas la actriz principal en mi mejor película y que te den el Goya por eso”, pero las palabras quedaron eclipsadas por un beso, aquel beso con el que cerraron aquella despedida.

“¡Eh, eh, vamos a movernos!”, pidió Lucas, “si no, llegaremos tarde, al paso que vamos”. Se arrebujaron todo lo bien que pudieron y reemprendieron pues la ascensión, por un terreno cada vez más escarpado. Entonces empezaron a llover pensamientos raros sobre Daniel. Y le entraron todas las neuras. Al fin y al cabo, qué había quedado de todos aquellos sueños. Dónde estaban, dónde. Si alguno quedaba, estaba torcido. A saber: No había estudiado Audiovisuales. No era económicamente independiente. Trabajaba en una oficina del Banco Imaginación recién absorbido por el Banco Práctico, donde compartía espacio con Lucas y Reme. Sabía que la supervivencia de la sucursal entera pendía ahora de un hilo. La realidad estaba siendo muy cruda con él ¿Era eso lo que le iba a ofrecer a Miriam, cuando llegara allá a la cumbre con el higadillo fuera y se la encontrara frente a frente? No, decididamente no. Tenía que tomar una decisión dura ya. Dolorosa. Con altura de miras.

“¡Venga, ánimo, que ya casi llegamos, que faltan cien metros, yujuuuuu!”, gritó Reme con júbilo. Fue cuando Daniel se paró en seco. Lívido. “¿Te encuentras mal?”. Él negó con la cabeza. “¿Pues qué te pasa?”. Transcurrieron unos segundos de aturdimiento. “Yo no sigo. Me vuelvo”. Lucas y Reme se miraron atónitos. “Y ahora, ¿qué le ha dado a éste?”. Intentaron disuadirle. En vano. “Que yo me voy hacia abajo. Ya ha durado mi broma demasiado. No existe Miriam. No existe. No quedé con nadie hace diez años. Exageré. En qué cabeza cabe que eso le pase a dos niños de trece años. En qué cabeza”.

Daniel se dio la vuelta. De momento, sintió vértigo. Y un nudo en la garganta. Lucas y Reme seguían allí plantados, resoplando, mientras Daniel daba cabizbajo unos pasos que le pesaban como si tuviera plomo en las botas. “Vamos, Lucas, que nosotros nos volvemos también”, indicó Reme. Daniel no les esperaba. Seguía andando, camino abajo. Y la humedad les calaba de forma importante.

Pero Lucas lo tenía ya claro: “Yo no bajo, Reme, yo voy a llegar a Monte Miras. Está ahí mismo. Yo le compro el sueño a Daniel... Se lo compro. A mí me hubiera gustado vivir una historia como la suya y no la tuve… Y yo voy a saber si Miriam ha subido desde el lado sur. Y si ha llegado, la voy a conocer. No se merece que no haya nadie allá arriba esperándola cuando ella alcance la cima. No, desde luego que no. Eso no le va a pasar…”. Reme no daba crédito: “Pero Lucas… ¿tú estás hablando en serio…?”. Lo vio asentir. Y tragar saliva. Reme ya entendía que sí, que no bromeaba. Y se sentía entre la espada y la pared: “Tú verás… ya eres mayorcito para saber lo que haces… “. Le dio una palmadita en el hombro a modo de “hasta luego”, y aceleró para alcanzar a Daniel, que ya se había alejado una buena distancia. Mascullaba: “desde luego, vaya par de raritos me han tocado como compañeros de oficina…”.

Ya solo, Lucas, retomó el último tramo, el más cercano al cielo. Apretó los dientes para que no le castañetearan del frío y pensó que por nada del mundo, por nada, tanto si llegaba a encontrarse con Miriam en Monte Miras como si no, se lo iba a contar a Daniel. Ni cuando lo viera este Lunes a las ocho en el Banco, ni nunca. Para que esa duda le reconcomiera siempre.

domingo, 20 de junio de 2010

GAFÉ EL TEATRO

ALTURA DE MIRAS

Cuando a Mari Cruz le asignaron el Área de Cultura en Mediavilla, puso todo su empeño en traer un evento de calidad, a pesar de lo exiguo del presupuesto con que contaba. Por aquel entonces acababa de restaurarse el viejo “Café El Teatro”. Vale que podía programar allí sesiones de cine popular. Vale. Y también conciertos de música de cámara. También. Pero ella estaba convencida de que con una representación emblemática se conseguirían dos objetivos: acercar a la gente a este tipo de espectáculos y, por qué no, animar a quienes escondían sus dotes interpretativas para que en lo sucesivo se organizaran y se atrevieran a subir al escenario. Y se puso manos a la “obra”, nunca mejor dicho, en busca de una obra teatral digna con la que reinaugurar tan egregio recinto. Iba a tirar la toalla, la del cuarto de baño a la lavadora, cuando leyó en un apartado breve de un periódico: Carlos Tejeda prepara “Altura de miras”. Se apretó el mentón. Buscó su agenda. Y marcó un número de teléfono.

Llegó la noche del primer Viernes de Septiembre. Calma chicha en la calle, junto al “Café El Teatro”. Algunas personas apuraban las últimas caladas en sus cigarrillos antes de entrar. Dentro, bullicio. Las dos primeras filas de aquel patio de butacas estaban reservadas a las autoridades. Abarrotadas. La gente iba ocupando sus asientos. Ambiente de gala. “Señoras, señores, dentro de cinco minutos va a empezar ALTURA DE MIRAS”. Caras que se conocían se saludaban de punta a punta, agitando el programa, patrocinado por el Área de Cultura. Al poco, se hizo la oscuridad y el silencio. Alguna tos suelta. Un potente foco iluminó la parte central. Y el telón se fue alzando. En el decorado, cumbres nevadas. Pertrechados con equipos de montaña, y tapados hasta las cejas, tres personajes avanzaron en contra de una potente ventisca (ventilador gigante a todo meter) que rugía con realismo a través de los altavoces del teatro. El argumento giraba en torno a tres amigos que se enfrentaban al reto de escalar una temible montaña, y allí, en las alturas, rodeados de dificultades, empezaban ji-ji-ji, ja-ja-ja y acababan diciéndose verdades a la cara que no tenían ninguna gracia. Carlos Tejeda miraba al público, como si tuviera enfrente un glaciar. Con la barba sembrada de nieve, artificial. Qué porte. Qué voz. Qué poder para transmitir una sensación de frío polar. El respetable se sugestionaba con sólo verlo tiritar. Todo el mundo estaba sin hipo siguiendo la trama. Fue cuando se oyó en la sala un “FFFFFFF…..” y luego un “POOOOF”, sí, fue cuando el sistema del nuevo aire acondicionado se vino abajo y la temperatura inició una escalada inmisericorde y cruel. Ya podían batir los abanicos, ya. Era inútil. El teatrito empezó a derretirse como el chocolate. El sudor corrió a raudales. Hubo gente que se levantó empapada a chorros en aquella sauna repentina. Mientras, en el escenario, Carlos Tejeda figuraba que estaba a punto de congelarse. Menudo contraste.

Qué desastre, pensaba Mari Cruz dos horas y pico después, cuando pidió permiso para entrar en el camerino portando unas botellas de agua muy fría. Pidió disculpas por el fallo en la climatización. Lo encontró ya con la cara lavada y con los bermudas puestos. “¿Te ha gustado?”, preguntó con su dentífrica sonrisa. “Has estado muy convincente, hemos pasado un frío sofocante”, contestó ella. Salieron por un lateral. No recordaban que Septiembre pudiera ser tan tórrido. Y según se alejaban calle abajo, inmersos en amena conversación, se apagaron los luminosos del “Café El Teatro”.

PROFUNDA REFLEXIÓN

Pasó un año como si pasara un minuto. Cuando a Mari Cruz le dijeron lo del recorte de gastos y lo seca que quedaba la caja de su área tras el tijeretazo, tuvo tres impulsos relacionados con el “Café El Teatro”. Uno, dimitir de esta responsabilidad tan ingrata e irse a su casa, enviando a tomar por saco a unos cuantos. Dos, buscar patrocinadores por debajo de las piedras, aunque tuviera que forrar con carteles de propaganda la fachada del edificio. Tres, llamar a Carlos Tejeda, diez meses después. Se apretó el mentón. Buscó en su agenda. Y marcó el número de Tejeda.

Otra noche del primer Viernes de Septiembre. Asfalto aún caliente en la calle, junto al “Café El Teatro”. Otra vez, algunas personas, no tantas como el año anterior, apuraban las últimas caladas en sus cigarrillos antes de entrar. Dentro, bullicio. Sólo la primera fila de aquel patio de butacas estaba reservada a las autoridades. Y sobraban la mitad. La gente iba ocupando sus asientos. Ambiente. “Señoras, señores, dentro de cinco minutos va a empezar PROFUNDA REFLEXIÓN”. Caras que se conocían se saludaban de punta a punta, con la mano, ya que no había programa alguno. Al poco, se hizo la oscuridad y el silencio. Alguna tos suelta. Un foco a baja potencia, no era cosa de derrochar vatios, iluminó la parte central. Y el telón se fue alzando. En el decorado, un fondo marino, con dibujos de corales y pececitos. Pertrechados con equipos de submarinismo, aletas incluidas, y tapados con neopreno hasta las cejas, tres personajes buceaban en medio del océano. El argumento giraba en torno a tres amigos que se enfrentaban al reto de sumergirse en una temible sima, y allí, en las profundidades, rodeados de dificultades, empezaban glu-glu-glú, gla-gla-glá y acababan evidenciando verdades a la cara que no tenían ninguna gracia. Todo ello sin una sola palabra. Menudo mérito. Carlos Tejeda miraba al público, como si tuviera enfrente un banco de besugos. Con las bombonas de oxígeno a sus espaldas. Qué porte. Qué gestos. Qué poder para transmitir una sensación tan marina. El respetable se sugestionaba y temía que algún tiburón apareciera por allí enseñando los colmillos. Todo el mundo estaba sin hipo siguiendo la trama. Fue cuando se oyó en la sala un “FFFFFFF…..” y luego un “POOOOF”, sí, sí, que sí: otra vez, el sistema del ya no tan nuevo aire acondicionado se vino abajo y la temperatura inició una escalada inmisericorde y cruel. Ya podían batir los abanicos, ya. Era inútil. El teatrito empezó a derretirse como el chocolate. El sudor corrió a raudales, rellenando de agua salada el escenario marino. Hubo gente que se levantó empapada a chorros en aquella sauna repentina. Mientras, Carlos Tejeda figuraba que se quedaba sin aire y se ahogaba. Con un realismo asombroso. Qué pedazo de actor.

Allí estaba la pobre Mari Cruz dos horas y pico después, pidiendo permiso para entrar en el camerino portando unas botellas de agua muy fría. Él le abrió ya con la cara lavada y con los bermudas puestos. “¿Te ha gustado?”, preguntó con su dentífrica sonrisa. “Si lo sé, vengo con bañador y me doy un chapuzón en el escenario”, contestó ella. Salieron por un lateral. No recordaban que Septiembre pudiera ser tan tórrido. Y según se alejaban calle abajo, inmersos en amena conversación, se apagaron los luminosos, que ahora se leían como “Gafé El Teatro”.

CON LOS PIES EN EL SUELO

Sin embargo, los trescientos sesenta y cinco días siguientes pasaron tan lentamente que más bien parecieron un año sin fin. A Mari Cruz le habían encargado ocuparse de otra Área y dejó paso a otra persona con otras sensibilidades en el Área de Cultura. Y mientras tanto, Carlos Tejeda había alcanzado cierta popularidad en una serie de televisión. Sí, aquella que se titulaba “CON LOS PIES EN EL SUELO”, y que iba sobre el mundo de las zapaterías. Él daba vida a un zapatero que, con la que estaba cayendo en el sector del calzado, había hecho popular la frase: “por cierto, de depre nada”.

Llegó finalmente el primer Viernes de Septiembre. Y marcando una tradición, las puertas del “Café El Teatro” se abrieron de par en par. A Mari Cruz le invadía una sensación rara, con una mezcla de nostalgia y envidia, porque ella no estaba ya en el centro de la organización. A los nuevos del Área de Cultura los veía allá en la primera fila, coordinando, ajustando, atendiendo, trajinando. Y ella, sentada con unos amigos en las últimas filas, aguardaba el inicio de la función, que por cierto se retrasaba más de diez minutos. Nada profesional. Al poco, se hizo la oscuridad y el silencio. Alguna tos suelta. Mari Cruz agudizaba el oído. Frescor total. Brazos fríos. Empezó la representación. Aburridilla. Teatro experimental. Aficionados. Fue por el cuarto bostezo cuando Mari Cruz oyó en la sala un “FFFFFFF…..” y luego un “POOOOF”. Increíble, pero cierto. Ni hecho adrede. Y en vez de pensar que vaya porrrrrquería de equipo de aire acondicionado, se levantó de un salto, con las pulsaciones a más de ciento cincuenta, alguno pensaría “dónde va esa loca”, se abrió paso a pisotones entre la fila ocupada, accedió al pasillo central, y salió corriendo hacia la salida lateral, por donde el luminoso “Gafé El Teatro”, porque estaba segura, no podía ser de otra manera, de que si se rompía aquel trasto, y estaba claro que se había roto, era porque por allí cerca andaba Carlos Tejeda.

domingo, 13 de junio de 2010

DIEZ, VEINTE O TREINTA

Había una vez un niño que era muy bueno. Inteligente. Trabajador. Amigo de sus amigos. O eso pensaba. Cada mañana, aivó, aivó, iba solito al cole a trabajar. Y cada tarde, aivó, aivó, regresaba solito a casa a descansar. ¿Más detalles? Cargaba con una mochila que abultaba como él y pesaba casi como él. Y por el camino, pues qué iba a ver: coches aparcados. En fila, en batería, sobre las líneas amarillas, encima de los pasos de cebra. Coches circulando. Coches y más coches. No en balde, la frase más repetida en su casa era: “Ten cuidadito al cruzar la carretera”. Pero al niño no le llamaban la atención los automóviles por su espectacularidad, no. Le daba lo mismo el bólido más cañero, que la furgoneta más patatera. Lo que miraba con intensidad y vertiginosa rapidez eran… ¡las matrículas! Sí, qué pasa: las matrículas. Sobre todo aquellas cuyos números sumaban diez, veinte o treinta. Realizaba la operación matemática en cuestión de milisegundos. 0578. Total, veinte. Entonces, el niño, cruzaba la carretera, con cuidadito, si tenía que cruzarla, y hacía lo imposible por tocar la matrícula. Esto le transmitía una corriente de Energía positiva y buenas vibraciones. O eso pensaba. Total, no era tan raro. Seguro que había gente más extravagante abonada al selecto club de los capicúas. 7447, por decir uno. Por no hablar de los maniáticos de los números redondos. 1000, 2000, etc, etc.

Una tarde, descubrió una presa nueva. Un flamante descapotable acabadito de estrenar. Reluciente como un espejo. Pero estos detalles le daban igual. Lo que le emocionó era que sumaba treinta. 9777. “¡A por él!”, se dijo. Tocó con el dedo índice de su manita derecha la matrícula por la parte del portón. Y al instante sintió cómo le llegaba la Energía positiva. Y al instante también escuchó el grito de un señor que se dirigía hacia él con muy malas pulgas y le llamaba de todo, menos bonito. Hecho un energúmeno. Entonces el niño aprendió que el mundo se divide entre los que corren y los que corren más para que no les pillen. Y él se apuntó, de momento, en el segundo bloque. “¡Como te coja, te estrujo!”. En realidad, le dijo cosas peores, pero esto es un cuento infantil. Acaso, concluyó nuestro niño, el señor que le perseguía lanzando mil maldiciones debía de ser el dueño de aquel deportivo. Y concluyó también, este pobre infeliz, buscador de matrículas que sumaban diez, veinte o treinta; que el perseguidor pensaba que él le había pegado un supuesto moco en la carrocería. No fue por instinto de supervivencia, no. Fue por piernas. Porque nuestro niño corrió más y porque aquel pedazo de bruto gritaba mucho pero corría poco. Y cuando el pequeño se vio a salvo, mientras respiraba fatigosamente, decidió cambiar sus normas internas. En lo sucesivo, bastaría para recibir Energía positiva y buenas vibraciones con ver la matrícula que sumara diez, veinte o treinta. No haría falta tocarla. Y así se acataría y así se cumpliría en los años venideros. Y colorín, colorado, con quinientas veintitrés palabras, 523, cuyos números suman diez, este cuento se ha acabado.

domingo, 6 de junio de 2010

NO OS ENTIENDO

En medio de una pesadilla muy real, probablemente fruto de la pesada digestión de la cena, por un maldito atracón de tortilla de patatas, sonó el zumbido del despertador. Venía a su rescate. Gracias a Dios. El mal sueño se fue disipando bruscamente cuando tomó conciencia de la realidad. Pedro se destapó y saltó de la cama. Aún no había clareado. Y para hoy tenía prevista una agenda de lo más completa. Lo primero fue la visita a Roca. Lo siguiente, preparar el desayuno, café soluble con leche, tostadas y zumo.

Puso la radio. Como cada día. Era la emisora de siempre. Con la sintonía de siempre, precedida de las señales horarias. Tiroriroríiiiiiiii. Claro, sonó la voz de siempre. Tendría que saludar, decir la hora y dar los buenos días… Un momento. Alto. Efectivamente: Era la voz del locutor estrella. Hablaba y hablaba. Pero Pedro no entendía absolutamente nada. Qué broma era ésta. “Dien cep erin cefein erfe”. Miró el dial. Sí, que sí, era el de siempre. Apagó y encendió el receptor varias veces. Qué narices estaba pasando. Se escuchaba alto y claro, “Dien cep erin cefein erfe”, y más cosas ininteligibles. “¿Qué coño dice éste hoy? ¡A tomar por saco!”. Sintonizó otra emisora. Ya había tenido bastante paciencia. Se pasó al dial de la competencia. Y apareció la voz de la locutora emergente. Y prestó atención, a ver qué contaban hoy de los brotes verdes. “Dien cep erin cefein erfe”, escuchó esta vez, pero en femenino. No estampó el sintonizador contra el suelo porque se lo pensó dos veces. ¿Será posible…?

Miró el reloj, se le tragaba el tiempo. Bebió rápido, se quemó a base de bien el gaznate porque se había pasado con el microondas. Comió rápido, se atragantó con las tostadas. Se duchó rápido, le quedó algo de gel por la espalda. Se afeitó rápido, se cortó en la barbilla. Se vistió rápido, se abrochó mal la camisa y tuvo que volver a empezar, pero también rápido. Rápido. Rápido.

Lo que le estaba ocurriendo esa mañana le tenía muy escamado. Estaba a punto de salir ya de casa, pero antes, fue al salón, encendió con el mando a distancia el televisor extramegaplano. Las noticias. Subió el volumen. “¡Dien cep erin cefein erfe!”, dijo lacónicamente el presentador. Y ya Pedro se tuvo que pellizcar. Esto no le podía estar pasando a él. “¡Mónicaaaaaa!”, llamó a su mujer. A la primera voz, ella que estaba completamente sopa, ni se inmutó. Y él entró en tromba en la habitación, encendiendo la luz de la lámpara, “¡Mónica, despierta!”, y le zarandeaba el hombro, “mira qué leches está pasando hoy, ven cariño, escucha esto, por favor, que esto es de locos…”. Y ella, cegada por la claridad repentina, apenas podía abrir los ojos. Los pelos de cualquier manera. Las sábanas marcadas en la cara. Pedro le cogió la mano, y la llevó en volandas hacia el comedor, donde la tele extramegaplana seguía encendida. “Escucha, escucha: no sé en qué idioma están hablando…”, le pidió. Mónica entonces dejó escapar un: “Dien cep erin cefein erfe” ronco y seco, de recién levantada. “¡Ostras, Mónica, tú también, no, por favor, por favor…!”, se espantó Pedro. Y, al borde del ataque de nervios, golpeó con furia la pared. ¿Pero, se puede saber qué está pasando hoy? Se cumplió lo del pez que se muerde la cola. Él estaba a punto del shock cuando la oyó a ella. Ella se aterrorizó al verle a él en ese estado de nervios. La empujó para abrirse paso, “¡No os entiendo, no os entiendo ni una mierda!”, gritó.

Se refugió en el despacho. Cerró tras de sí. Y se quedó apretando fuerte la puerta porque tampoco quería ver a Mónica detrás de él. Se pidió a sí mismo calma. Serenidad. Vio el móvil. Pedro, tranquilo, Pedro. Lo encendió. Le temblaban las manos. Una penúltima prueba. Llamó a Lucas, con quien tenía prevista una reunión a primera hora de la mañana. Dio tono. Uno, dos, tres, cuatro. Contesta, Lucas, por tu padre. Al sexto, descolgaron, “¡Lucas, no te lo vas a creer…, no sé qué pasa en mi casa, todos hablan en arameo, por lo menos!”. Al instante, sonó la voz de Lucas, “¡Dien cep erin cefein erfe!”. Y a Pedro se le rompieron todos los esquemas lógicos.

Intentó razonar con la mente en frío. Analizó las posibles causas. Siempre iba a parar a la maldita tortilla. Nunca, nunca más tortilla por la noche. ¿Acaso no tendrían aquellas yemas de aquellos huevos de corral un ingrediente alucinógeno? Si fuera así, sólo tenía que sentarse y esperar. Con los ojos fuertemente cerrados, esperar a que pasara el efecto. Las nueve. Las diez. Las once. Mirando las paredes y las fotos de familia. A las doce volvió a llamar a Mónica, quien esperaba angustiada detrás de la puerta del despacho. “Háblame ahora, cariño, dime algo…”. “Dien cep erin cefein erfe”, le dijo ella con evidentes gestos de preocupación. Y él se derrumbó, escondiendo la cabeza entre los brazos, y murmurando, “la madre que te parió…”.

La una de la tarde. Las dos. Un montón de llamadas perdidas en el móvil. Había intentado coger alguna, pero enseguida le decían, ““¿dien cep erin cefein erfe?”, y él reír por no llorar, respondía, “tú más, por si acaso”. Y les colgaba. Definitivamente se había despertado en un mundo como el suyo, con personajes como los suyos: Pero no eran los suyos. Se sentía como si le hubieran dejado caer en una ciudad remota, con un idioma irreconocible.

Mónica, que entró sigilosamente en el despacho, le señaló el edificio de enfrente, el Hospital. “No me duele nada”, replicó en un principio. Pero inmediatamente recapacitó. “Mejor será que vayamos, si me he intoxicado, lo verán enseguida…”. Y se atrevió a salir de casa. Con su mujer al lado. Él trataba de captar las conversaciones de la gente que deambulaba por la acera. Imposible. Entraron por Urgencias. Estaba todo colapsado por gente que esperaba su turno. Griposos. Accidentados. Decenas y decenas de personas con caras muy perjudicadas. Se acercó a la ventanilla de recepción y le preguntaron: “¿Dien cep erin cefein erfe?”, a lo que él adujo: “No os molestéis, es como si me hablarais en chino, no os entiendo”. La de recepción llamó urgentemente a unos enfermeros. Acudieron a toda prisa con una camilla. Lo acostaron. Le ataron los pies, las manos, el cuello. Él trató de resistirse. “¡Mónica….! ¿Qué me hacen? ¡Mónicaaa! ¡No les dejes…!”. Le pasaron por delante de toda la lista de espera de todas las Urgencias Urgentes. Con la camilla a todo meter. Un sinfín de largos pasillos con olor a desinfectante. Un pinchazo en el antebrazo. Unos focos de un quirófano. Un pensar, ¿pero qué coño hago yo aquí? Y luego nada. Nada. Nada.

“Éste ha tenido suerte”, escuchó Pedro cuando fue volviendo en sí no se sabe cuánto tiempo después. “Últimamente se nos están presentando muchos casos…”. Gorro y mascarillas verdes de cirujano. Sobre una bandeja metálica, un pequeño decodificador con restos de sangre. Se lo habían cambiado. “Esto de que la gente no entienda a la gente no es nuevo: siempre ha pasado”. “Ya, ya… no es cosa de alarmar a la población”. A Pedro le salió una sonrisa. Captaba perfectamente cada una de las palabras de los médicos que estaban junto a su cama. “Mira; ya se le pasa el efecto de la anestesia”, dijo uno. “¿Qué tal se encuentra? ¿Nos escucha bien?”. Perfectamente, pensaba Pedro. Qué maravilla. Y les respondió un rotundo: “Dien cep erin cefein erfe”. Los dos especialistas entonces se miraron con un evidente gesto de preocupación. Pedro pensó, debe de ser la boca seca, la falta de saliva, y repitió: “Dien cep erin cefein erfe”. Entonces ya sí, dieron la voz de alarma a su equipo y ellos mismos empujaron de nuevo la camilla del incomprensible Pedro hacia la sala de operaciones.