domingo, 30 de diciembre de 2012

Cuando las paredes hablan




I
El todoterreno se acerca lentamente. Con las luces encendidas. Se encarama a una rampa, y apaga el motor, dejando las ruedas giradas. Del lado del conductor desciende Marco Antonio. Un viento helado le acartona el rostro. Del asiento de atrás extrae un chaquetón. En tres segundos se lo pone y se lo abrocha hasta arriba. Del lado del copiloto baja Jerry Wall. Él siente todavía más el frío pelón. Tirita compulsivamente, aún poniéndose gorro de lana, abrigo, bufanda y guantes. Y sigue al conductor como un pollito, con el cuello encogido. Ambos avanzan hacia la casa derruida. Cruje la grava bajo sus pies. “Madre mía… Un poco más y no llegamos”, exclama Marco Antonio cuando se posiciona delante de las ruinas, “es ésa: y sólo queda esta pared… espero que sea suficiente, Jerry”. Wall se queda observando impertérrito. Sale vaho por su nariz congestionada. Es un trozo de pared. Con sus desconchados y lo que fueron sucesivas capas de pintura. Con una alacena desvencijada incrustada en el centro, una alacena que conserva lo que fueron sus estantes, restos de tapete de puntilla incluido, y  mantiene el marco de una sola hoja de cada una de sus dos puertas, entre dos cajones medio abiertos en los que aún destacan sus dos pomos blancos. Es un viejo trozo de pared. Con un cable de luz que la atraviesa de parte a parte y termina en un viejo enchufe. Y un hueco lateral que un día ocuparon los cántaros ladeados. “Dime… ¿Podrás extraer información de aquí? ¿Podrás?”. “Hmmm… Veremos qué se puede hacer”. Al tiempo que Jerry Wall se acerca sorteando escombros a lo que queda de tabique, Marco Antonio da dos pasos atrás buscando una mejor perspectiva. Plasss. Cataplasma blanda camuflada. Una mierda. Qué asco. Rasca la suela contra las piedras como puede. Da igual eso ahora. Sigue mirando hacia el muro que queda en pie. Se dibuja entonces en su mente, y se dibuja con una precisión milimétrica, la silueta de lo que fue veinticinco años atrás aquella pequeña casa.

II
El joven Marco Antonio no sabía que su corazón pudiera latir tan deprisa. Se frota las manos con intensidad para entrar en calor. Se acuclilla. Se incorpora. Tampoco sabe cómo ponerse. Y no deja de mirar hacia la casa de Eugenia. Que salga Eugenia, que salga ya. Por favor. Por favor. Reza. Reza lo que sabe. De pie, con el caballete puesto, la Montesa Impala 2 espera bajo el relente. Millones de estrellas rellenan un firmamento sin luna. Sólo la mitad de las farolas permanecen encendidas. Mira, mira el reloj incesantemente. Quedaron así. Así quedaron. Que estarían ahí a las tres de la madrugada. Que no aguantaban más. Que se acabarían todas las prohibiciones, todas las broncas y todos los malos rollos. Que se liaban la manta a la cabeza y se marchaban juntos. Que esta vez iba en serio. A las nueve pasadas, se dieron un beso, y luego tuvieron que hacer un esfuerzo supremo para no engancharse de nuevo. “Vete, Eugenia, sal corriendo, que hoy te van a matar…”. Ella salió disparada, con su pelo ondulando en el viento, y él se quedó aturdido un buen rato, como una estatua. Luego, ya no ha podido pegar ojo. El reloj implacable ha seguido corriendo. Y él, a menos cuarto, ya estaba en la esquina de la carretera, aguardando con confianza. La maleta, bien atada. Con lo justo y necesario. Y la cartera en el bolsillo de la chaqueta. Pero sólo con lo justo, no con lo necesario. Las cuatro. Nada. Ahora le ha parecido ver luz a través de la ventanita del comedor. No, no es. Falsa alarma. Poco a poco cae sobre él un desasosiego total. Las cinco. Se habrá dormido. Es fácil. ¿Y si se acerca y llama a la puerta? Propuesta denegada. Ay de ella si abren sus padres. Tiene que mover. Arranca la moto a la primera pedalada. El ruido del tubarro rompe el silencio de la madrugada. Le da gas con el pomo. Mira una vez más hacia la casa. Marco Antonio empieza a saber que no saldrá. Ata a la maleta el casco que ella no usará. Se pone el suyo. Sube en su dócil montura. Acelera con toda su alma contra el viento frío del este. Entre la visera del casco y sus ojos, se le escurre un río de lágrimas.

III
Nunca hasta la fecha se había visto nada igual. La irrupción de estos “expertos” está revolucionando el mundo de la Historia con mayúsculas. Hay unos sujetos que se presentan en construcciones emblemáticas tales como castillos, palacios o catedrales, y empiezan a largar lo que, según ellos, les cuentan sus paredes. Eso no puede ser. Eso es imposible. Muros de piedra que hablan. ¡JA! Charlatanes. Charlatanes sí, pero ojo, porque muchas de sus afirmaciones sorprenden y encajan con lagunas que hasta ahora ni los mejores arqueólogos e historiadores han sabido interpretar de ninguna manera. Cosas veredes, amigo Sancho. Por qué no van a quedar registradas en los intersticios de la estructura molecular del granito las palabras que algún día se pronunciaron. Y por qué no va a partir esto de un invento de los servicios secretos de no se sabe bien quién para averiguar lo que se ha discutido en una reunión de un alto mando enemigo sólo con entrar en la sala donde ésta se ha producido dos horas más tarde… Marco Antonio, después de releer “El Románico, según cuentan sus muros”,  levanta la cabeza del ordenador en el despacho de su empresa. Mira hacia la pared, que a lo mejor también escucha, por cierto. Mira hacia donde cuelga una vista panorámica de su querido Gorroperdido y se pregunta en voz alta: ¿Y esto será verdad?

IV
Desde los centenarios muros de las Torres de los York, ha realizado un encuentro con expertos en la Historia de Mardebé el afamado Jerry Wall. Está considerado como uno de los más grandes interlocutores de paredes a nivel mundial. Marco Antonio se ha colado en el acto. Como Santo Tomás. Ha estado escuchando las preguntas. Tiraban a dar. Y se ha quedado atónito ante las respuestas y el lujo de detalles precisos. Esto no puede estar preparado. Aquí no puede haber trampa. Y si la hay, que se la expliquen. El truco desde luego tiene que ser muy bueno.

V
Marco Antonio lo esperaba ya un buen rato en el Hall del Hotel donde se hospeda. A Jerry Wall. Un tipo corriente, pequeñito, que no llama la atención precisamente. En cuanto le ha visto cruzar la puerta giratoria, se ha tirado en plancha a por él. Al grano. Al tema. “Disculpe, señor Wall… necesito que trabaje para mí un par de días”. Wall aparecía ojeroso y demacrado. No tenía aspecto de estar para roscas. “Lo siento, no puede ser. Mi agenda está ocupada completamente”. “Insisto… Podemos llegar a un acuerdo económico. Eso no será problema”. Una manera amable de rehúsar un trabajo ha sido desde siempre pedir el cielo por él. “Le informo que mis honorarios ascienden a veinte mil euros por día, y por adelantado”. “Hecho, Jerry. En cinco minutos le hago la transferencia”. Así, de repente, es como Jerry se ha atragantado a la vez que ha pensado que seguramente ha ofrecido sus cualidades demasiado baratas.

VI
Que va a la de una, que va a la de dos, que va… AAAAAAATCHIIIIIIIIIIÍSSSSS. Estornudo rotundo e imparable el de Jerry Wall. Frío hasta el tuétano. Agarrará una buena seguro. “¡Salud!”, escucha decir. “Gracias”, responde sorbiéndose los mocos, a falta de pañuelo, que le quedan. Luego guarda silencio. Mira hacia detrás. Marco Antonio queda muy, muy retirado.  Pero muy pendiente de sus evoluciones. Por lo tanto… quien le ha hablado es… con toda seguridad es… “Disimule usted, por favor, no me descubra… estoy ya para un derribo, pero aún así, creo respetar la voluntad de Eugenia si no le transmito a ese señor lo que sé de ella…”. Wall no se inmuta. Sigue palpando la cal con la palma de la mano. La conexión está establecida.

VII
Marco Antonio ha estado observando. Cada vez más impaciente. Han pasado veinte minutos. “¿Le cuenta algo ya o qué?”, grita impaciente. Jerry Wall se vuelve hacia él. Se sacude sus manos congeladas Niega con la cabeza. “No dice nada”, le explica encogiéndose de hombros. Es cuando Marco Antonio saca su mal genio. “Sabía. Lo sabía. Eres un farsante. Un vendedor de crecepelos. La historia de la torre de York te la puedes haber estudiado bien… pero la de esta casa… la de esta casa… ¡Menudo vendedor de crecepelos! Espero que tengas la decencia de devolverme el dinero”. “Por supuesto, en cuanto me conecte en internet, le devuelvo la transferencia”. “Vámonos ya de aquí. Estamos perdiendo el tiempo”. Arrastrando la suela pringada y colorada, Marco Antonio regresa al todoterreno. Jerry Wall camina muy despacio. Imagina impactado aquella lejana madrugada en el interior de aquella estancia. Imagina el rostro de Eugenia asomada a la pequeña ventana, mirando hacia la calle. Y la imagina, tal cual se lo ha contado la mismísima pared, diciendo: “No puedo irme con él porque no quiero y no quiero porque no puedo”. Y rememora aquel ruido de moto alejándose. Y aquel silencio posterior. “Señor Wall”, le llaman. Es el trozo de pared. “¿Sí?”. “Gracias por mantener el secreto”. Desde el vehículo, Marco Antonio hace sonar el claxon impaciente. No tiene todo el día. Wall dirige una última mirada  a la pared de la alacena con un “no se preocupe, me hago cargo”. 

domingo, 23 de diciembre de 2012

Mayorcitos



I
A Modesto Primero le ha parecido escuchar el ruido de la puerta. Sentado en su sillón, levanta la cabeza. Y mira el reloj de la pared. TIC-TAC, TIC-TAC. “Cada vez viene más tarde y se va más pronto”, murmura. Efectivamente, resuenan pasos. A los pocos segundos, se abre la puerta de la salita. Y aparece Modesto Segundo. “Qué frío hace en la calle”, dice a modo de saludo. Le pone la palma de la mano en la mejilla. Él contesta, con su voz rota: “Sí que está congelada, sí; pero aquí dentro se está bien”. Se sienta enfrente. Respira hondo. “Qué tal el día”. El padre se encoge de hombros. “Bien, bien”, responde. Mantienen un prolongado silencio. “¿Estabas viendo la tele?”. “No. Escuchaba hace un momento un poco de música. Pero me he cansado”. El hijo mira alrededor. Están las paredes repletas de recuerdos de quien pudo ser un gran cantante lírico, de no ser porque las cuerdas vocales le dijeron basta muy pronto. TIC, TAC TIC, TAC. Se pone en pie, de nuevo. “Mañana, la cena de Nochebuena”. “Sí, tu madre se acaba de ir a comprar cuatro cosillas que aún le faltaban”. “Nos vemos entonces mañana”, Modesto Primero también se incorpora pesadamente. Le acompaña hasta la puerta. Lo que él ya sabe: cada vez viene más tarde y se va más pronto. Cierra la puerta tras de sí, entorna los ojos y piensa que hoy tampoco se lo ha contado. Mejor así. Para qué preocuparle.

II
A las ocho en punto se han encendido las luces del árbol de Navidad. Van temporizadas. Destellan y se reflejan en el espejo del recibidor. Modesto Tercero se asoma al despacho. Acaba de ponerse la cazadora y enroscarse la bufanda en torno al cuello. Modesto Segundo ni se percata. Está absorto, frente a la pantalla de su ordenador. Tercero le susurra: “Me voy, papá”. Éste se vuelve sobresaltado. El hijo se queda inmóvil bajo el marco de la puerta. No quería asustarlo. Mira alrededor. Está la estantería repleta de carpetas con antiguas ocurrencias inacabadas de quien pudo ser un buen escritor, si lo hubiera intentado. Modesto Segundo se levanta. “Pásatelo muy bien…”. Y a modo de recordatorio, añade: “Mañana, cena de Nochebuena con los abuelos”. “Ya, ya”. Cuando sale Modesto Tercero, a Segundo se le escapa un fuerte suspiro. Se ajusta las gafas progresivas. “Que disfrute el chico ahora que puede, que disfrute”. De la que les viene encima, mejor no decirle nada. Para qué preocuparle.

III
Nochebuena. Mesa engalanada. Trajín en la cocina. Ruge la plancha. Se escapa el humo hacia la casa. Anuncios empalagosos en la tele que nadie está mirando. Y de aquí a nada, el discurso del Rey. Tercero coge a Segundo y a Primero del brazo. “Eh, venid un momentito”. Abuelo y padre lo siguen dócilmente. “El chico, que querrá enseñarnos alguno de esos vídeos que salen por internet...”. Los lleva al fondo de la casa, en la salita presidida por el viejo equipo de audio de Primero. Fuera del bullicio. Allí lo tiene todo preparado. Tres generaciones reunidas. La apatía con la que han entrado da paso a la curiosidad. Tercero le da al “play”. Es cuando la curiosidad salta a la expectación. De fondo, surge un chorro de voz… sí, es el canto del abuelo en sus tiempos, remasterizado. La banda sonora del video. Cómo suena y con qué limpieza. Y el abuelo se lleva las manos a sus pelos canosos, “Ah, bandido, para eso querías la cinta TDK de cromo…”. En el argumento, el padre reconoce el desarrollo de una vieja historia suya. La de “Mayorcitos”. Y un escalofrío le recorre de abajo a arriba. “Pero, esto, esto… Cómo lo has hecho, chico”. Modesto Tercero permanece serio, “seguid mirando, seguid mirando”. Les ha costado reconocerse, pero los personajes de la película son ellos mismos. El abuelo hiper-rejuvenecido. El padre también. Y el nieto, pssss, más o menos igual. Los tres con la misma edad. Los tres a sus veintipocos. Parecen hermanos y no abuelo, hijo, nieto. Los tres mirándose a la cara y hablándose de tú. “Esto, esto… cómo lo has hecho”. Al final, con la música in crescendo de nuevo, surgen las palabras: “SOMOS MAYORCITOS”. La peli termina entonces. El silencio se corta. El abuelo se abraza a hijo por un lado y nieto por el otro. Y, tras un arranque de tos seca, con su voz característica y cascada enuncia: “…bueno; tendremos que empezar por el principio…”.

domingo, 16 de diciembre de 2012

Entrando en el cole




CASI TRES
Dame la manita, Andrea. Vamos, corre, ven, que ya llegamos tarde. Que no pasa nada, no seas tonta. Venga, la mamá te acompaña hasta la puerta. Mira, mira cuántos nenes y nenas. Halaaa, cuántos amiguitos vas a tener, ¿eh? Menuda suerte. Vale, mi chica. No hagas que me ponga triste. Ahora te doy un besito grande. Y en un momentito, que se pasa muy rápido, estoy viniendo otra vez a por ti y entonces ya me cuentas lo bien que te lo has pasado… Hacemos una cosa. Me quedo aquí esperando. Viendo cómo entras en clase. Desde la puerta. Yo me pongo donde tú me veas. Te miro todo el rato. Te saludo con esta mano. Y no me muevo nada, no te preocupes.

CASI OCHO
Si sé que me haces esto, llamo a la grúa municipal para que te levante, Andrea. Esto no puede ser, no. Lo de acostarse tan tarde para que por la mañana me montes el numerito de siempre no se va a repetir más. Hasta aquí ha llegado mi paciencia. Porque es que no vas cara al aire. Mírate, parece que vas a cámara lenta, hija. Ufff, qué horas se han hecho. Yo llego tarde ya. Empezarán sin mí la reunión… con la rabia que me da que luego me señalen… Pero después, en casa, arreglaremos cuentas tú y yo. Caramba con la niña ésta. No se me va a olvidar, no. Porque eso que me has dicho, que yo soy una “adicta al trabajo”,  eso, seguramente se lo has tenido que oír decir a alguien. No lo has aprendido tú por ciencia infusa, desde luego. Hale, venga, corre, que ya han debido entrar todos. En la puerta no queda nadie. Y arréglate el cuello de la chaqueta, que lo llevas torcido.

CASI TRECE
Bueno. Ya estamos aquí, Andrea. No te preocupes. Ni se me había pasado por la cabeza darte un beso en la puerta del colegio para despedirme de ti. Ahí, delante de todos. Una madre que besa a su hija. Qué horror. Hasta ahí podíamos llegar. No, claro que no me molesto. Tampoco quiero que te señalen tus amigas del alma porque te sigo acompañando cada mañana. Si quieres, de ahora en adelante, me quedo yo una calle más arriba, y así parece que vas tú sola. Bueno, ahora no hace falta que me digas mirando al suelo: “Mamá, por favor, no levantes la voz… que te oyen”.  Si oyen, que oigan. No estoy diciendo nada malo. Bueno, hija, que tengas muy buen día. Y escucha: Luego, te quiero directa en casa. Nada de entretenerte, ni ir a casa de nadie. Que nos conocemos. Mucho.

CASI DIECIOCHO
Madre mía, madre mía, lo rápido que ha pasado el tiempo. En un suspiro. Ahora sí que puedes decir que terminas una etapa. A partir de ahora sí que lo vas a notar. Sí que te vas a acordar de tu cole donde quiera que vayas… Si parece que fue la semana pasada cuando te traía de la manita al Jardín de Infancia. Y, mira,  esta tarde, tu graduación. Bufff, mi niña Andrea, cómo has crecido. Perdona, ¿llevas un pañuelo? No esperaba que me fueras a dar ese abrazo tan largo. Me has pillado desprevenida. Y me ha dado sentimiento. Ya ves. Tonta que es una. Bueno, hija, nos vemos luego. Hoy, al trabajo, que le den. Un acto como éste no me lo perdería por nada. Ya te aviso yo cuando salga de la pelu.

CASI VEINTITRÉS
He salido un poco a pasear para que me dé el aire en esta mañana de Domingo. No, no es casualidad que mis pasos me hayan traído aquí, a la puerta de tu antiguo cole. Está todo prácticamente igual en el sobrio eficio. Qué silencio más extraño. Sin griterío de niños por el medio. Cierro los ojos, y veo nítidamente cómo entrabas corriendo, con tu uniforme. Ahora los abro. No hay nadie en la plaza. Esta tarde, cuando me llames y hablemos unos minutos, te preguntaré qué tal ha ido tu semana. Pero no te diré que he venido hasta aquí. Ni tampoco que te echo terriblemente de menos, Andrea.

CASI TREINTA Y TRES.
Dame la manita, Andrea. Vamos, corre, ven, que ya llegamos tarde. Que no pasa nada, no seas tonta. Tu mami que diga lo que quiera, pero yo soy la mami de tu mami y sé muy bien cuál es el mejor camino para llegar a la puerta del cole. Mira, mira cuántos nenes y nenas. Halaaa, cuántos amiguitos vas a tener, ¿eh? Menuda suerte. Vale, mi chica. No hagas que me ponga triste. Ahora te doy un besito grande. Y en un momentito, que se pasa muy rápido, no te puedes ni imaginar lo rápido que se pasa, estoy viniendo otra vez a por ti y entonces ya me cuentas lo bien que te lo has pasado… Hacemos una cosa. Me quedo aquí esperando. Viendo cómo entras en clase. Desde la puerta. Yo me pongo donde tú me veas. Te miro todo el rato. Te saludo con esta mano. Y no me muevo nada, no te preocupes. 

domingo, 9 de diciembre de 2012

Chiquillero



I
Niego la mayor. A quien me diga que no soy chiquillero. Porque me ven casi siempre muy serio. Porque me voy por una punta en cuanto veo aparecer a los críos por la otra. Porque no soy muy de dar la manga para que luego me cojan el hombro. Porque, antes de que se pongan a jugar en la puerta de casa y den un balonazo al cristal, que me los conozco, ya estoy yo levantando la persiana y saliendo al balcón para que se vayan a otro sitio. “¡Con lo grande que es el pueblo y tenéis que venir aquí!”. Será por el caso que me hacen. Después de cerrar el ventanal, entro dentro, me siento junto a la mesa del despacho, trato de concentrarme y a los dos minutos justos, ya los tengo otra vez ahí, dando gritos y voces. Y entonces es cuando me pongo a buscar por los bolsillos ese imán que debo tener escondido sin saber dónde, ése que atrae hacia mí a los críos como el azúcar a las moscas. Dónde habré puesto los tapones para las orejas. Sí, dicen que no soy chiquillero. Los que lo dicen, para cambiar de opinión, seguramente esperarían que, ahora, me pusiera las botas de fútbol, los pantaloncitos cortos, y saliera a la placeta a regateármelos a todos.

II
EL ABUELO DE ALLÁ ARRIBA // -IBA!! // ES UN ABUELO MUY TONTO // -ONTO!!//  POR LAS TARDES QUIERE HACER SIESTA // -ESTA!!!// Y POR LAS NOCHES QUIERE JUERGAAAAA//.

Qué rebordes son. Mira qué serenata me están dedicando. Ni entonan ni tienen rima ni nada. Esto es cosa de alguno de sus padres, que estarán mirando por los quicios de las ventanas, aguantándose la risa, a ver si salgo. Van listos. Dónde había puesto yo los tapones para las orejas. No estarán muy lejos.

III
A Lucía no le podía decir que no. Me ha dado un beso en la mejilla, que no sé cómo no se ha puesto roja, (mi mejilla, no ella). Después se ha agachado y le ha dado otro a la niña, “pórtate bien, peque, que no me entere yo que le haces hablar a Nicolás”, se ha ajustado el bolso en el hombro, y ha salido bajando los escalones de dos en dos. No tenía con quién dejarla. Y ahí está la niña. Durante un par de minutos estamos los dos mirándonos, sin saber qué decirnos. Parece que, de un momento a otro, va a hacer pucheros. Ya va, ya va. Parece que se va a dar la vuelta, va a intentar abrir y va a salir a escape. Ya va, ya va. Y si hace eso, yo qué hago. Carraspeo. Le hablo alzando la voz y con falsete: “¿Quie-res di-bu-jar, Lu-ci-i-ta?”. Como si estuviera sorda o no entendiera el castellano. Se ha encogido de hombros, que es como decir que sí. Mientras he entrado en el despacho a por los folios, ha sonado un PLAAAAAAAM en toda la persiana. Son esos pequeños delincuentes que, si encalan la pelota, que no se molesten en venir a recogerla, porque se quedan sin ella.

IV
Qué cielo de niña. No dirás que da guerra. TOC-TOC. “¿Pasa algo, Luciita?”. Viene con un folio en una mano. Un boli en la otra. Y dos garabatos. “Me aburrooooo”, exclama. Arrastro la silla. Me levanto. “¿Quieres que te ponga un poco de merienda?”. Se encoge de hombros, que hemos quedado que es como decir que sí. Voy hacia la cocina, a ver qué hay por ahí que sea de su gusto.

V
Qué cielo de niña. TOC-TOC. “¿No te gusta el pan con chocolate?”. Ni dos bocaditos le ha dado. “Me aburrooooo”, dice de nuevo, “¿cuándo va a venir mi mami?”. Miro el reloj. No han pasado ni veinte minutos. Arrastro la silla. Me levanto. “¿Quieres ver la tele?”. No sé qué hacen. No sé qué dan. Ella dice que sí. Es decir, se ha encogido de hombros.

VI
Qué cielo. TOC. “Me aburrooooo”. Arrastro la silla y me levanto. Me paso la mano por la cabeza. A ver qué se me ocurre. Miro alrededor de mí. “¿Quieres que te enseñe el telón que tengo?”. ¿Un telón?”. Bueno, telón lo que se dice telón… Es un tapete. “El telón del millón de caras”. Luci abre sus ojos desmesuradamente. Se cree que estoy un poco chalado. “No estoy”, me escondo tras el telón. “¡Ahora sí estoooooy!”. Y pongo cara de payasete. Espero. Vaya. Le ha hecho gracia. Le ha chocado que un tipo tan serio como yo tenga esa vis cómica. “Otra vez no estoy”. Pausa. Expectación. “¡Ahora sí estoooooy!”. Vaya juego de cejas el mío. Luciita se  parte. Se troncha. A ver si se mea encima. La siguiente cara que pondré…  es total. Hincharé los mofletes. Allá voy. “Ahora no estoy”. Redoble de tambores, por favor. Intuyo que la peque contiene la respiración, estará pensando: “por dónde me saldrá el tío éste”. “¡Y ahora sí que estoooooooy!”. Menudo impacto. Carcajada total. Chispean sus ojitos. Vaya éxito. Después, a la noche, haré un autoshow ante el espejo. Debo de estar para no perderme.

VII
“Vámonos peque, que se hace tarde”, dice Lucía. La niña se queja: “Me duele la tripita”. “Eso es que tienes hambre, ahora enseguida mami te hará la cena”. “No, no: eso es de tanto reírme”. Yo estoy en mi línea, con mi cara de palo. “Anda, Luciita, anda, que tú también tienes unas cosas con el pobre Nicolás…”. A Luciita, le guiño un ojo sin que su mamá se dé cuenta. La chiquilla, bajando la escalera, se descuajaringa de la risa. Para que luego digan que no soy chiquillero.

.......................

XCV
He estado al quite. Según los he visto venir por el fondo de la placita, he salido a su encuentro. El joven, al verme ha intentado esquivarme cruzando al otro lado de la calle, estirando la manita del pequeño. “Eh, un momento”, les he pedido. Se han quedado entonces quietos los dos. “Toma, chico…”, le he dado una pelota. Está ahora un poco deshinchada. “…este balón lo encaló tu padre hace unos cuantos años y no se había atrevido a pedírmelo”. Están petrificados. Cortados. El nano ha recogido el balón con entusiasmo. Al mayor, otrora niño gamberrete y cantor, le ha salido un atragantado: “grrrracias, señor”. Y yo me he dado la vuelta. Con una satisfacción de deber cumplido. Arriba, en casa, sólo me quedan ya por devolver tres balones. De reglamento.

XCVI
Es inconfundible. Es Luciita. Qué cielo. Qué mayor y guapa se ha hecho. Como su madre. Está manejando el móvil. Voy por detrás hacia ella. No me ha visto. Aunque hace frío, desanudo mi bufanda. Será mi telón. Me tapo, me acerco, y le digo: “¡NO ESTOOY!”.

XCVII
Osti tú, qué leche. Qué genio. No me ha dado ni tiempo a exclamar: “¡SÍ QUE ESTOOOOY!”. Gafas por los aires y ojo a la funerala. Me quedo aturdido. Ella, al percatarse de que soy yo, me ayuda a incorporarme, toda azorada: “Pero hombre, Nicolás, ¿cómo se te ha ocurrido? ¡Menudo susto me has dado”. Noto el escozor. Y la hinchazón me sube por momentos. “Disculpa, Luciita, esto me pasa por ser tan chiquillero… sólo quería sorprenderte con el telón del millón de caras… y la verdad es que lo he conseguido… porque esta cara que se me está quedando, seguro seguro, que nunca te la había puesto antes…”. 

domingo, 2 de diciembre de 2012

Calcetines



I
Ya era hora. Casi no me lo puedo creer. Me embarga la emoción, me embarga. El señor Botate, subido a esa desvencijada escalera de madera que cruje bajo su peso y cualquier día se partirá, se ha encaramado a lo más alto del estante de la mercería, y a la palpa, con la mano, nos ha cogido. Luego, ha bajado en un difícil equilibrio, que no sé cómo no se va de morros, y con esa sonrisa confiadora que le sale, le ha dicho a la señora: “Llévese éstos. Hilo de Escocia. No aprietan. Son comodísimos. De ejecutivo. Y además, ahora, están muy bien de precio”. Por fin hemos salido a la palestra. La señora nos ha cogido con la yema de los dedos. Ha comprobado si el tacto que tenemos le gusta. Y ha dudado un poco. Pero menos mal, se ha decidido: “Bueno, va. Me los llevaré para que mi hijo los pruebe”. Hurra, hurra y tres veces hurra. Es algo que nunca había conseguido entender. No somos chillones. No tenemos rombos. No hay tejido como el nuestro. Y sin embargo, ahí estábamos. Mientras, entraban y salían cientos y cientos de imitaciones chinas mal acabadas a nuestro alrededor. Baratas. Minúsculas, para los pies que aquí se llevan. Y nosotros, ahí parados y olvidados, sin que nadie nos ofreciera ni nos solicitara durante un montón de tiempo. Por lo menos, desde que la gente contaba el dinero en pesetas. Mira tú si hace.

II
Se acerca el momento de la verdad. Hay que dar el callo. Cuando he visto ese pedazo de tío que mide casi dos metros, casi me deshilacho del susto. Tiene dos pies como dos barcas de remos. ¿Y ese portaviones lo tengo que enfundar yo? Viene directo a nosotros. Nos saca del plástico celofán que nos envuelve. Nos va a estrenar. Madre mía, yo me quiero ir corriendo.

III
Buenooooo,  no era para tanto. Cupe mejor que un guante de cirujano en una mano. Y ahora estoy en mi papel. Con una responsabilidad enorme. De interlocutor entre un pie y un zapato. De aduanero. No dejo pasar el frío hacia dentro. Ya se sabe que los peores catarros empiezan por los pies. En cambio sí permito la salida, puagg, de las sales sudodíparas. Comprimo pero no estrangulo. En un equilibrio perfecto. Cómo anda este chaval. Hay que ver, qué porte en la zancada. Aooop, aooop, marcando el paso. Cualquiera diría que llega tarde. A su mejor cita.

IV
No, si ya lo sabía yo. Tengo buen ojo clínico para estos temas. Después del gran paseo, que hasta perdí la cuenta de los kilómetros recorridos, ha venido el gran plantón. Por suerte para él, venía conmigo. Con otro cualquiera, le hubiera sobrevenido un hormigueo y una hinchazón de tobillo que le habrían obligado a buscar un punto de apoyo irremisiblemente. De repente, se ha puesto de puntillas y… momento histórico. Sí, de repente, un beso. Que cómo lo sé. Muy fácil. Con un beso se estremece desde la punta del pelo más tieso en la cabeza hasta la punta del dedo gordo del pie. Y ahí mismo, en torno a la punta del dedo gordo del pie, estaba yo para notarlo.

V
Glu, glu, glu. Vaya mareo, cuánta vuelta y  vuelta dentro de un mar de agua y espuma. Brrr, brrrr, brrr, tirito de frío, qué sensación de desvalimiento, empapado, aquí colgado de esta cuerda.  Jooooo, qué calor ahora. Qué tieso me estoy quedando. Cómo quema este sol atraído por el color negro de mi piel. No soy yo solo. Mis colegas también pasan por esto. Ufffff, vaya. Por fin nos recogen. Y me reúno con mi compañero de andanzas, hecho un ovillo. Hmmmmm, ahora huelo a fresquito. ¿Alguien me puede explicar de qué va todo esto?

VI
Cada vez que se abre el cajón, yo grito. “¡Eh, eh…  que estoy aquí! ¡Hola, hola! ¿No me ves?”. Una mano remueve por allí dentro, como buscando la bola premiada en un bombo. Finalmente, el cajón se cierra de nuevo. Hasta la otra. Esta vez tampoco he sido el afortunado. Porque soy muy competitivo, no acepto que no me elijan. Quiero ser el favorito. Siempre. Para estar así, estaba mejor en la tienda del señor Botate. Y me enrabieto. Pero con eso me quedo.

VII
Mi capacidad de adaptación es enorme. He tomado la forma de su forma. No soy lo flexible que era y no he vuelto a recuperar mi silueta apolínea. Puestas así las cosas, cabría exigir una correspondencia. Hemos recorrido mucho camino juntos y nos conocemos a fondo. Tanto, que con toda la fuerza del mundo, me atrevo a gritarle: “¡Córtate ya esas uñas, tío cochino!”. Falta que me oiga.

VIII
Yo estoy bien de milagro. Pero mi simétrico no pudo resistirlo. Sucumbió bajo el filo afilado del pesuño de la pezuña. Y acabó con una patata atomatada. O un tomate apatatado. Según se diga. Por mi parte, me sumo en la tristeza ante tamaña pérdida, irreparable porque no la han querido remendar. Eso sí, me niego a reconocerme como un viudo. Rotundamente. Si he de ser algo, prefiero que me llamen mejor desparejado.

IX  
Increíble. He tenido otras parejas de baile. Algunas ni se me parecen. Pero dentro de un zapato, y cubiertos por una pernera, eso ni se nota. El ritmo de cada día, lo llevamos igual. Bien o mal, pero igual.  

X
La habitación, con tanto trasto por el medio, necesitaba orden. Entonces ha entrado él y lo ha puesto a patadas. Menudo despeje. A mí me ha enviado de un puntapié al otro extremo, detrás de la pata opuesta de la cama. Donde no se me ve. La habitación, ahora, no tiene tanto trasto por el medio. Lo tiene por los cuatro lados.

XI
Sigo donde nadie me ve. ¡EEEEEEOOOOOOO, que alguien me ayude y me saque de aquiiiiiiií!

XII
Por cómo ha entrado. Por cómo anda. Por cómo resopla. Por cómo se deja caer en la cama. Le pasa algo. Pasan bastantes minutos. El chico suspira. Y exclama gimoteando: “Ay de mí, me siento como un calcetínnnnnn”. ¿Oigo yo bien? Éste, desde luego, no sabe lo que dice.

XIII
Aquí sigo, olvidado debajo de una cama. Tiempo, tiempo y más tiempo. Y mientras,  repaso mi vida, desde aquel día en que  las máquinas aquellas me tejieron. Si algo me sabe mal  a estas alturas es... es, por ejemplo, no haber estado un tiempecito más en la Mercería para poder disfrutar del guarrazo seguro del señor Botate el día que la escalera hubiera dicho basta. Ese momento, que a buen seguro se habrá producido ya, tiene que haber sido memorable. Y se me sacuden las fibras de risa al imaginarlo.

XIV
No soy yo de asustarme por nada a estas alturas. Pero te aseguro que casi me ha dado un síncope. Unos ojillos se han asomado. No, un gato, no. Y menos aquí. Unas orejillas puntiagudas. Un sombrerito de felpa. Una carita con los mofletes sonrosados. Un enanito. Un elfo. Un duende. Las tres cosas a la vez. Ha inspeccionado. Me he puesto en guardia. Tenso. Que ni me toque. Que no se le ocurra. Se ha deslizado por debajo de la cama. Iba en cuclillas para no darse con el somier. Es pequeñito, pero no tanto. Se ha fijado en mí. Me mira. Qué hago yo ahora. ¿Concentro el sudor de pies que acumulo y se lo tiro de golpe para anestesiarlo? Él me sonríe. Con dulzura. Y eso me desarma. Bajo de golpe la guardia. Lástima que yo sea tan grandote y no sirva para sus minúsculos piececillos. Lástima que yo no pueda hacer por lo menos de saco para irme con él, cargando dentro de mí su magia. Tira de mí con su manita. Y me arrastra suavemente. Me deja al pie de la cama, donde, sin duda, me verán, me rescatarán, y entraré en la rueda de la vida de nuevo. Luego me guiña un ojo, dejándome patidifuso. Me dice adiós, extendiendo su brazo, y después, desaparece, metiéndose por detrás del chifonier.

XV
Qué pasa, por qué pones esa cara escéptica. Si has asumido sin pestañear que soy un calcetín que piensa y tiene sentimientos, también podrás aceptar sin estridencias que quien me ha puesto de nuevo en la brecha haya sido un enanito, un elfo, un duende con las orejitas puntiagudas.  Mmmm. De acuerdo, a lo mejor no eran tan puntiagudas. No sé. No estoy ahora tan seguro de eso. Mira, aquí vienen a recogernos al tendedero a todos los desparejados. Biennnn. Ya era hora. Con el sol que cae y con lo negrito que soy, empezaba a estar socarradito. 

domingo, 25 de noviembre de 2012

La luna y el sol




I
El tiempo se ha tirado encima. El turno ha sido caótico. Tuvimos avería y hubo que parar la producción. Yo quería haber esperado a Almudena en nuestra garita, con el café calentito, recién hecho. El primero de ella, el último para mí. Quería haberle contado, azúcar en el suyo, sacarina en el mío, que todo en orden, que se lo dejo todo a punto de caramelo. Querría haber apurado esos minutitos del cambio hablando de cualquier cosa, de lo que tenemos pendiente. En su lugar, ella me ha pillado zarrapastroso y empapado de sudor. Desquiciado. Sin todavía saber por qué la máquina no tira. Los de mi equipo se han replegado, “ya es la hora”, y los del suyo han entrado a saco. “Anda, vete, grandullón, que ya nos ocupamos nosotros”. Me ha dado un beso. Limpio. Fresco. He respirado la esencia de su perfume. Me quedaría. Pero ha sonado la sirena. Las siete. Me he ido hacia los vestuarios, a la fuerza, arastrando los pies, girándome a cada paso. Me ha tranquilizado el ver a Almudena, en su sitio, haciéndose perfectamente cargo de la situación. Ahora estoy en el parking. Subiéndome a este coche viejo que está al lado del nuevo que ella conduce. En el cielo, una luna pálida se esconde por el Oeste, y un sol potente busca ya su sitio, asomándose por el Este entre cuatro nubes.

II
Tal y como están las cosas, con el paro que hay, aún es como para dar gracias y no quejarse. Cuando se puso de baja el otro jefe de turno, Casquero, y vimos que el tema iba para largo, pensamos que promocionarían a alguien para cubrirle. Pero no, aquí nada nunca entra dentro de una lógica.  En su lugar, hicieron una restructuración fulminante y diez personas se fueron a la calle. Y con los que quedamos formaron dos equipos. Uno, a mi cargo. El otro, al de Almudena. Doce horas diarias. Se nos pidió un esfuerzo. Se nos dijo que sería una situación temporal. Desde entonces, llevamos así seis meses. Y casi todos los días aparecen pintadas nuevas en las paredes de la fábrica.

III
A veces soy la luna. A veces soy el sol. Según entre el turno a trabajar. Procuro adelantar faena, sobre todo si es engorrosa, para que Almudena no se encuentre ningún marrón cuando llegue. Compartimos el mismo espacio… esta mesa, este ordenador, estas máquinas, pero no compartimos el mismo tiempo. Compartimos, sí,  algo más. Soy quien ahora tiende la ropa de la lavadora que ella puso. Soy quien pisa y pasa donde ella ha pisado y pasado. Son para mí estas notas que me ha dejado encima de la mesita, recordándome lo obvio. Sí, cosas obvias, que seguro a mí se me olvidarían si no estuvieran sus oportunos recordatorios. También yo le contesto, agradeciéndole que esté en todo, para que ella vea que lo he hecho. Soy quien se acuesta en la misma cama en la que ella se ha levantado hace unas horas, y en la que ella volverá a dormir dentro de otras tantas. Como el sol con la luna. Como la luna con el sol. Uno se va cuando llega el otro.

IV
Efectivamente, estas vacaciones han saltado muchas chispas. Parece que se nos ha olvidado estar juntos. Que nuestro reloj no sincroniza. Cuando uno está eufórico, con ganas de salir a comerse el mundo, el otro está de bajón. Quedan, eso sí, nuestros veinte minutos de cada mañana y cada tarde. Como si fuera el cambio de turno, pero en casa. Con un café recién hecho delante. Con la emoción contenida. Y con un: “no sé estar contigo, pero sin ti tampoco”.

V
Esta mañana soy el sol. Soy quien entra en la garita fresquito y repeinado. Antes, en el parking, he abierto la puerta del coche nuevo y le he dejado una rosa roja en el salpicadero. Espero que le guste cuando,  en un rato, Almudena salga y  la vea.  “Qué tal la noche, chispi”. “Psé, psé”. Está muy cansada. Le doy un beso. El café está saliendo. Con la taza en la mano, vamos a empezar a repasar los temas. Es cuando se abre la puerta. Es Navas, el de Recursos Humanos. “Buenos días”. Café también para él. Cómo es que está ahí, a estas horas tempranas. “…quería hablar con los dos, y éste es un buen momento”. Eso me desasosiega un tanto. Y cuando cierra la puerta, todavía más. Este tío siempre ha sido muy directo. “Casquero vuelve”, anuncia. Bien, bravo, por fin se aliviará nuestra carga de trabajo. Al sorber, Navas se quema los labios. “No, no me habéis terminado de entender…”. ¿Ah, no? Estamos los tres de pie. Desde fuera, mi equipo de gente, que empieza a ocupar sus puestos nos mira a través de la cristalera con el rabillo del ojo. Y viendo a Navas con nosotros, barruntan que algo se cuece. “…en las circunstancias actuales, la empresa no tiene sitio para tres… “. A mí se me cae la taza al suelo. Le salpica el pantalón. “…siendo vosotros igualmente válidos, preferimos nos comuniquéis quién de los dos se va a quedar… la dirección aceptará vuestra decisión”. Nos quedamos mudos. De piedra. Antes de salir, Navas se asoma de nuevo y añade con una sonrisa forzada: “Miradlo por el lado bueno: pasaréis más tiempo juntos”.
VI
Nos derrumbamos. Fuera, los operarios esperan de brazos cruzados a que uno u otro salgamos. “Qué hijos de puta”, mascullo. Frente a frente, con la cabeza fría, no podemos decir que nos vamos los dos, en bloque, y que se jodan. No. Y yo no puedo dejar que Almudena renuncie a su brillante trayectoria profesional en esta compañía. Tampoco. Ninguno de los dos pestañea. Cuento uno, dos, tres. Y salgo en estampida. Es posible que ella me esté llamando, pero no la oigo. De frente, me encuentro con un recuperado Casquero, que entra ahora. Le dejo un saludo sin pararme. Sigo hacia delante. Hacia el parking. Creía que yo era el sol, pero no, ahora soy la luna. Y estoy desapareciendo. Antes, abro la puerta del coche nuevo para retirar la rosa roja del salpicadero. No sea que, cuando, dentro de doce horas más, ella se suba al volante, la encuentre marchita. 

domingo, 18 de noviembre de 2012

Esta vez, sí que sí




I
“¡Estás como una cabra, hermana! ¿Cómo se te ha ocurrido?”. No me he podido callar. Cuando me ha pedido que viniera, toda misteriosa ella, no me imaginaba ni por lo más remoto para qué era. He entrado en su casa, a saltos, como casi siempre, “pasa, pasa, Epi y no te asustes”, y allí, en medio del comedor, se alzaba una enorme caja de madera que medía un metro y pico. Con la etiqueta del transporte aéreo. “Adivina qué es…”. Ni idea. “¡El robot!”. Al pronto me he quedado en blanco. ¿El robot? ¿Qué robot? “¡Sí, chico, sí: el robot con el que estuvimos discutiendo en aquel centro comercial de Owekina!”. Me llevo las manos a la boca. Incrédulo. Yo pensaba que alguien, escondido en alguna cabina, teledirigía aquel cacharro humanoide y le ponía la voz. Y luego resultó que no, que se trataba de una máquina casi casi perfecta. Pero… ¿en serio? No me lo acabo de creer. ¿Cómo te has atrevido? Menudo capricho. Con la falta que le hace el dinero y va y se lo gasta en esto. Mis sobrinitos dan vueltas alrededor, “Yupi, nos ha traído un juguete la mami” y discuten sobre el nombre que le van a poner.  Gana Moko Sito. Estos nanos, para bautizar, no tienen parangón. Mientras,  mi cuñado pone esa cara de resignación que le caracteriza. Me acerco a la tapa y la levanto. Viene despiezado. “…para eso cuento contigo, ¿eh? Tú lo ensamblas”. Ojeo el manual de instrucciones. No, no parece complicado. Esto,  yo por la gorra. Pero le cojo de la mano e insisto: “Nerea, estás como una cabra”.

II
Voy a ratitos a casa de mi hermana. Cuando puedo. La verdad es que no me cunde mucho. Tiene componentes milimétricos, como si fuera un puzzle con diez mil piezas. Y yo tengo mis prioridades. Hoy, cuando he llegado,  la he encontrado muy seria, con el gesto torcido. “Qué te pasa”. Me ha dado la callada por respuesta. Le he dicho: “Esta tarde me tengo que ir antes, que he quedado”. Ahí sí, ahí ha sido cuando ha saltado con un: “eso es lo que me pasa, que no te tomas en serio esto, que han pasado dos meses largos y que prácticamente no he visto que hayas avanzado nada”. Los peques han aparecido entonces para saludar y nosotros hemos bajado nuestro tono de voz. En vez de contestarle, he cogido el teléfono y he marcado el número de Silvia. “Oye, no me esperes, que no voy a poder ir”.

III
Esto va tomando forma. Toca ahora ensamblar las extremidades. Entonces será, llegará el gran momento. El armatoste éste cobrará vida. “¡Nerea, ven, corre!”. Aparece el pack familiar completo, detrás de la puerta del cuarto trastero, que ha hecho las veces de cuartel general del montaje cibernético. Un oohhh muy grande. Ahí está, como si fuera un madelman gigante. Emoción contenida. Que sepa Nerea que yo cumplo. Me puede costar un poco más, un poco menos, pero aquí está el fruto de mi compromiso. “Bueno, venga, ¿estáis preparados?”. No puede haber más expectación. “¡Moko Sito, Moko Sito!”, jalean a coro. “Dale a este botón, por favor”. Click. Esperamos. Nada. Cómo que nada. “Dale otra vez”. Click, click. Sí, nada de nada. Un montón de click, click y otra vez click. Los niños ponen cara de desencanto. Y yo, yo me rasco la cabeza porque esto tendría que ir. Nerea se retira, tirando suavemente de su marido y de los críos. Sabe que a mí no me gusta que me miren mientras trabajo.

IV
He llevado el manual a mi casa otra vez. Para estudiarlo a fondo. He revisado de pe a pa todo el proceso. Por si me he equivocado en algo. Algo tiene que haber mal. Me extrañaría, pero… ¡Ya está! Tengo que seguir las instrucciones en el lenguaje original, owekinano. Seguramente ahí está la clave. Me apoyo con el traductor de internet. Repaso palabra por palabra, esquema por esquema. Absorto en ello, se me hacen las tres de la mañana. Tengo que irme a dormir ya si quiero rendir mañana. Me acuesto. Pero la cabeza sigue acelerada y no consigo pegar ojo. En mis pensamientos sólo sale el puto robot dándome palmaditas en el hombro. Y riéndose de mí.

V
Me faltaban tres conexiones. Tres. Ya podía yo intentar que este trasto se moviera, ya. Aprieto mis manos, que parecen las del cirujano de Frankenstein. Y saco todo los craaaaacks de mis nudillos. Me pongo con ello. Esta vez no les llamaré. Primero que el bicho me salude a mí cuando mueva sus ojos biónicos. Y luego, que se presente al personal. A la de una, a la de dos. A la de treeeees. Hale hop. Mmmmm. Nada. Nada. Nada. Me descorazono. Voy al comedor, cabizbajo, donde ahora cenan Nerea, mi cuñado y los chiquillos. En mi semblante comprenden que hoy tampoco hay fumata blanca. “Me voy. Vuelvo otro día”. Ella hace un gesto para acompañarme. No, no hace falta. Conozco el camino. Ya cierro yo la puerta al salir.

VI
La llamo desde el aeropuerto. “Me voy a Owekina”. He cogido una semana de vacaciones. Allí contactaré con los fabricantes. Directamente. Y estudiaré a fondo el mecanismo que lo mueve. Desde el auricular, ella me lee la cartilla. Me tira en cara que no se lo haya dicho. Y me pide que no vaya, que lo deje estar. Que lo he cogido demasiado fuerte. Que la culpa la tuvo ella por dejarse llevar por aquel capricho. Pero que ya se ha hecho el ánimo de que la timaron y de que ese robot nunca se moverá. “Nerea, te dejo ahora, que empezamos a embarcar”. “A la vuelta, arreglaremos cuentas. Y ya me dirás quién de los dos está más como una cabra”.  Me pongo en la fila. Miro la fecha en la tarjeta de embarque. Ayer se cumplió un año desde que Moko Sito llegó, pieza a pieza, metidito en una caja de madera.

VII
Desde el Aeropuerto, directo a casa de Nerea. Subo de dos en dos los escalones. Entro en tromba. Voy al cuarto trastero. Mokosito aguarda, como un fantasma, cubierto por una sábana para protegerse del polvo. A saco, entro en modo programación. Y al minuto, el robot empieza a parpadear. Parpadea. Se mueve. Biennn. Chispean mis ojos. Me quito el sudor con el antebrazo. Nerea me dice: “sabía que acabarías saliéndote con la tuya”. Menudo alegrón se van a llevar los pequeñajos cuando vengan del colegio. Ése es el camino. Ése.

VIII
Dónde está la cada vez más tenue línea que separa a los seres humanos de las máquinas. Dónde.

IX
Suena el móvil. Es Nerea. Algo pasa. “Oye, que Moko Sito se ha quedado quieto”. Se me acelera el pulso. “Voy enseguida”. Médico de guardia. Qué habrá pasado. Qué. Si ya había conseguido que se mantuviera en pie, que diera algunos pasos. Que parpadeara y moviera la cabeza. Qué habrá pasado, qué. Me abre mi hermana. Paso raudo. El robot está tumbado en el cuarto trastero, todo lo largo que es. Inerte. Lo examino. Sospecho. Escudriño a los nanos. Hmmm. Sospecho. “Eh, ¿qué habéis tocado?”. Nerea, da un paso y se interpone. Como una leona. “Pero oye, ¿tú qué insinúas?”. Me callo. Pero me lo huelo. Casi seguro. Estos enanos bordes le han dado un golpe al robot y lo han cortocircuitado.

X
Paseo por el parque. Piso las hojas que el Otoño ha dejado caer, con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha. El aire es frío, y sin embargo me quema. Cuántos años llevo ya con el tema Mokosito. ¿Quince ya? Cuánto esfuerzo. Cuántas veces he creído tener la solución y cuántas decepciones me he llevado. Cuántos fracasos. Cuánto orgullo por los suelos. Me río cuando le dije a Nerea: “te lo monto por la gorra”. Ja. Llega un momento en la vida… en que lo mejor es dar un paso atrás y que actúen los otros. Ese puto trasto tiene que funcionar. Yo los he visto con mis propios ojos. Conozco todos sus microchips. Los he puesto y quitado miles de veces sin la ayuda de nadie. La solución tiene que estar delante de mis narices y no la veo. A lo mejor… viene otro con savia nueva y en un pispás, lo activa. Tiembla mi pulso cuando llamo al timbre. Me abre Nerea. Chissss. Los chicos están de exámenes en la Universidad y estudian. “Me rindo hermana”, le digo con la voz tomada y la emoción contenida, “voy a contactar con el departamento de robótica y pondré en sus manos el caso… estarán encantados de coger el tema”. Ella niega dulcemente con la cabeza. “No, Epi, no”. Cómo que no. “Nadie que no seas tú tocará a Moko Sito”. “…mmm… entonces seguro que no funcionará nunca… nunca”. “…con el esfuerzo que tú has hecho, eso, a mí ya me da igual…”. Me abraza. Como  cuando, de pequeños, me protegía. Y yo, ahora que nadie me ve, lloro y me descompongo. Luego, cuando se me pase, se hará de día. Y seguro, seguro, se me ocurrirán más cosas.

XI
Ha llamado mi sobrina Nerea. “Oye, tío…. ¿tú quieres a Moko Sito para algo? Vamos a reformar el piso, y tenemos que vaciar trastos… si me dices que no lo quieres lo tiramos al contenedor de la basura y punto”. He saltado de mi silla. “¡Ni se te ocurra tirarlo, que voy para allá!”. Salgo a escape. Multitud de recuerdos se agolpan en mis neuronas. Las sesudas conversaciones con aquel primer clon en el Centro Comercial de Owekina… La increíble llegada de Moko Sito en aquella caja de madera, con su etiqueta de transporte aéreo… El meticuloso montaje… Los sucesivos intentos para activarlo… Mi mano tiembla al volante. Mi pulso es un desastre.  Soy un saco de achaques. Y mis huesos crujen. Abre mi sobrina. Dios, es la viva imagen de su madre. Se me hace un nudo en la garganta. “Pasa, tío, pasa”. Voy al cuarto que tengo allí, al trastero. Carraspeo. “¡Hey, Moko Sito, tú sí estás igual; no como yo que estoy hecho un carcamal!”. Intento levantarlo. Pero pesa mucho para mi machacada columna. “Espera, tío, yo lo llevo”. Ella lo levanta sin aparente dificultad. “Un momento. Buscaré un trapo y lo limpiamos un poco”. Así, a la luz, el robot recupera prestancia. Estamos frente a frente. Y a mí, de repente, se me ocurre, que la clave tiene que estar en la fuente de alimentación. Tiene que ser eso. Y en voz alta, y sin que Nereita me entienda, exclamo: “ESTA VEZ, SÍ QUE SÍ”. 

domingo, 11 de noviembre de 2012

Entre bostezos



I
Giro la llave. Empujo. Abro la puerta. Está oscuro. “¡Abuelooooo!”. Aviso que entro, no sea que, como no oye bien del todo, le vaya a dar un susto. Yo sí me enciendo la luz, no quiero tropezar ni romper alguna de las figuritas de porcelana de su colección incompleta. Tiempo atrás estaba completa, hasta que cayeron dos, víctimas de un pelotazo perdido. Silbo para disimular. Qué mano invisible tiraría aquella pelotita. Ahora huele a cerrado. La verdad, es que si él me echa en cara que hace tiempo que no vengo, tiene toda la razón. No tengo ninguna excusa que darle. Y hoy estoy aquí porque mi madre me lo ha pedido. “Rubén, podrías pasarte un ratito por casa del abuelo”. Si no, tampoco. “¡Abuelooooo!”. No contesta. Yo, directo al fondo de la casa. Estará ahí. Ella me ha advertido que, en muy poco tiempo, él ha pegado un bajón tremendo. Con lo proactivo que ha sido el abuelo toda la vida, ahora está siempre cansado. “A ver si lo animas un poco”. A quién se lo ha ido a pedir. A la alegría de la huerta, nada menos. Ahí está. Sentado en su sillón de mimbre. “¡Abuelo!”. Gira lentamente su cuello. Me sonríe. “Eh, Rubén”. Sí: me ha reconocido. De cara, el ventanal que da a la calle. Sobre su rostro enjuto, la luz oscilante y amarillenta del farolillo de la vela. Tiene la voz afónica, débil. Se lleva la mano para taparse la boca. Y bosteza. Largamente. “¿Estás cansado?”.  “No”.  Luego se corrige: “Bueno, estoy cansado de no hacer nada”. Me ofrece entonces asiento. Y vuelve a bostezar. Van dos. Bufff, está rendido. “¿Por qué no te acuestas, abuelo?”. Niega con rotundidad. “Luego no me duermo. Aquí estoy mejor”, asegura. Mi madre se había quedado corta. Yo lo encuentro muy demacrado. Se va un poco de lado. Va a dar una cabezada, pero corrige la trayectoria. Me pongo frente a él. Mientras, va ya por el tercer bostezo. “Hambre, sueño o perrería grande”, le digo. “Ninguna de esas tres cosas”, me asegura, “esto, esto son ocurrencias de tu abuela”.         

* * * * *
Al punto me he sobresaltado. Con el corazón a mil. Hace como dos veranos que la abuela se fue. Dos ya. A él le están brillando los ojillos. Y yo voy a cambiarle de tema para que no siga por ahí. Él sigue con su voz tomada: “Tú eres el único al que se lo puedo contar, Rubén… Si me guardas el secreto, claro”. No sé qué contestarle. Mientras, los párpados se le cierran con fuerza y la boca se le abre inspirando todo el aire que le cabe. “Cuando ella ya estaba muy, pero que muy malita, me dijo: Amadeo, tú no te preocupes, que aunque no me veas, yo pienso estar aquí, contigo. No me creía nada, claro. No digas eso, mujer. Pero me lo repitió varias veces. Tantas que, al final, tuve que preguntarle, que cómo yo me podría dar cuenta. Y me dijo, Amadeo, cada vez que bosteces, es porque yo estoy ahí, a tu lado”. Según lo estoy escuchando, a mí se me ponen los pelos de punta. Le riño cariñosa pero contundentemente: “Abuelo, abuelo, otra de tus historietas fantásticas”. La lucecilla de la vela parpadea entonces. Un bostezo irreprimible se apodera de mí. Y otro, con él, hace lo propio. Nos reímos de buena gana. Porque nos parecemos a los leones de la metro.

II
De repente, la lluvia. El limpia no se adecua a la velocidad con la que impactan las gotas en la luna del coche. O se pasa. O se queda corto. Hay atasco en la autovía. “Llegaremos tarde”, dice mi mujer. “Paciencia”, respondo yo. Estamos totalmente parados. Es cuando me pica el codo derecho. Uffffffff. Pero qué picorrrrrrrrr. Otra vez. Me rasco. Compulsivamente. “Rubén: de ésta no  pasa. Mañana pides hora para el dermatólogo y que te miren bien. No es normal que de tanto en tanto te den esos picores tan salvajes, así de repente. A lo mejor es una alergia grave…”. Asiento con la cabeza. Ya arrancan un poco los de delante. “¿Me estás oyendo, Rubén? Esta vez llama y no lo dejas pasar… ¡deja ya de sonreír como si estuvieras lelo y deja ya de rascarte, que es peor!”. No, no paro.  Me pica. Bueno. Ya veré. Si llamo. O si no. Porque sé que no va a encontrarme nada raro el dermatólogo. Pero sobre todo, abuelo, abuelo, porque ya te vale cuando me dijiste entre bostezos contagiosos y partiéndote de risa lo mucho que te gustaba picarme. 

domingo, 4 de noviembre de 2012

Decisiones



I
“Félix, por favor, decídete ya, que no tenemos todo el día”. El nano sostiene con una mano al jinete, con la otra al caballo. “Los dos, por fa”. Detrás del mostrador, la señora del kiosko aguarda disimulando su impaciencia. Hay dos clientes detrás esperando para recoger sus periódicos. Están originando una cola. “Los dos, que sean los dos”. Repatea los zapatitos contra el piso. El padre suspira. Está llegando a su límite. “Entonces ninguno. Tú lo has querido”. Y le estira el bracito hacia fuera. “¡No, no, espera, espera!: Que me quedo con el caballo”. El caballo blanco. Bueno, por fin. El niño ha decidido. Vuelve a preguntar. Cuánto decía que valía. Veinte pesetas. Saca la cartera y paga. La satisfacción se queda a medias. “Otro día, venimos a por el jinete”, le promete. Él va a protestar. Sí, seguro, que otro día vienen y ya no quedan jinetes. Pero calla. En su imaginación, el caballo va trotando ya por el aire. Quién no ha oído hablar del famoso jinete invisible.

II
Son casi las nueve de la noche. “¡Hey, machote! ¿Todavía estás así?”, exclama él según entra en el saloncito. “Mira: el papá ha llegado y tú sigues ahí con el plato sin tocar”.  Algo raro flota en el ambiente. La bombilla de cuarenta watios que cuelga del techo parpadea. Él enseguida nota que el niño está serio. Es muy expresivo. “Eh, Félix, ¿qué te pasa?”. Le brillan los ojillos. “Mmmm, papi… ¿pero por qué no pueden venir a mi cumple todos mis amiguitos?”. Ah, era eso. Él medita la respuesta: “…pues Félix, muy sencillo. Porque esta casa es pequeñita y aquí todos no caben”. “¡Si sólo son ocho!”. Ella se lleva las manos a la cabeza: “Madre mía, ¡ocho!, si cuentas a los primos,  tenemos que sacar los muebles para colocarnos todos aquí”. Caras de circunstancias. “¿…y tengo que dejar fuera a dos?”.  Ambos asienten. Ufff, pero qué difícil es decidir eso. “Y venga, que es muy tarde y el plato ya estará frío”. Sin dejar de pensar en cómo se las apañará, el pequeño Félix negocia: “las patatas sí, el pimiento no”.

III
Las seis y pico. A él le resulta raro estar entrando a estas tempranas horas en casa. Desde la escalera ya se escucha el guirigay. Con el dedo índice en los labios susurra: “Shhh, adelante”. Abre la puerta del piso. La escandalera se amplifica. De entre los lados aparecen y se le escurren Fili y Crispi. Ellos eran los descartados. El cumpleañero salta de su silla. “¡Papaaaaá! ¡Han venido!”. Uaaaaauuuuh. Pero qué alegrón. “¡Eh, chicos, estamos todos! ¡Mi papá se ha traído a Fili y Crispi!¡ ¡Fili, Crispi, venid, que aún no habíamos empezado!”.  Se le cuelga del cuello y le da un abrazo que le descoyunta. Él se sonroja. Es blanco de todas las miradas. Es verdad que en esa minúscula salita apenas se pueden mover. Ella viene presta desde la cocina. “¿Cómo es que has venido tan pronto?”. Al tiempo, mira hacia dentro. Y los ve. Los ve a todos. “¡…ay, cabezoncillo, cabezoncillo!”, le dice pellizcándole el moflete. Allá encima de la mesa abarrotada, sigue el sándwich de mortadela intacto. No hay tiempo ahora para hincarle el diente. Es que Félix está manejando a su fiel caballo, y a los cuatro jinetes que le han caído regalados de golpe.
  
IV
Se ha esperado a cantar con desentono el cumpleaños feliz y a que el niño soplara las velas. Luego ha mirado el reloj y con un “ahora vuelvo”, ha salido. La escandalera se sigue escuchando desde el patio. Había aparcado el coche nuevo bajo los plataneros. Sabía que iba a ser blanco de las tripas flojas de los estorninos. Y, efectivamente,  encuentra capó y techo sembrados. Ahora no le importa. Hecho un ocho, se mete como puede, arranca y conduce absorto por las calles adoquinadas de Mardebé. En menos de diez minutos, estaciona en la entrada del antiguo hospital. Tiene una plaza reservada. Baja. Se estira. En cuanto lo ven llegar, dos personas con bata blanca salen a su encuentro. “¿Dónde estaba, Sr. Félix?”. “Os dije que tenía algo  importante que hacer…”. “Sí, pero en estas circunstancias…”. Le van siguiendo a duras penas. Y lo van poniendo en unos antecedentes que ya sabe. Una puerta blanca con cristaleras. Despacho de dirección. Le siguen. Dos expedientes encima de la mesa. De sendos pacientes. Con rostro. Los conoce. Los conoce bien. A los dos. Se hace ahora un silencio absoluto. Ya no valen ahora las consideraciones. Él toma el bolígrafo. Sólo hay material quirúrgico para uno de ellos. Y ya han agotado cualquier otra opción. Le sudan las manos. “Caballo o jinete”, murmura. “¿Cómo dice, Sr Félix?”. Él abre una de las carpetas. Firma la aprobación. La entrega. Los dos responsables del servicio de urgencias salen a escape, “¡que avisen en la 221: el quirófano le espera!”. Él se levanta pesadamente. Está aturdido. No sabe qué hacer ahora. Ya no hay vuelta atrás. Deja pasar unos minutos. Bastantes. Y al final se decide. Opta por salir, retornar a casa. La luz queda encendida. El pasillo está desierto. Frío. De las baldosas se desprende un fuerte olor a desinfectante. Lo respira hondo. En lo que a él respecta, por hoy basta. Tiempo habrá mañana para seguir tomando importantes decisiones. 

domingo, 28 de octubre de 2012

Costumbres de la conciencia



I
Ya amanece. Pesa el silencio. Pesa el aire. Pesan los párpados. Pesan las piernas. Pesa la rellena osamenta. Pero el día se levanta. Y, aunque otra vez no hayas pegado ojo, y te duela todo por dentro y por fuera, Rufino, tú también. No vas a ser menos.

II
Ella ahora duerme, rendida por el cansancio, en la tumbona. Te incorporas del sofá, que te ha dejado la espalda magullada, y procuras pasar por su lado sin hacer ruido para no despertarla. Pero las suelas de las zapatillas, ÑIIIIIIC ÑIIIIC,  y la silla que has tenido que apartar porque estaba en medio, ROOOOC,  no se han puesto de acuerdo contigo. Ni la bisagra de la puerta del cuarto de baño, HIIIII. Ni el tic-tac del reloj de pared (efectivamente: TIC-TAC TIC TAC). Vamos, lo habitual: Que últimamente, Rufino, nada ni nadie se ponen de acuerdo contigo. Y acabas viendo sus ojos, secos de tanto llorar, abiertos como platos.

III
Es la costumbre que tengo. Hablarle al tío que se refleja en ese espejo como si fuera otro. ¿Eh, Rufino? Sobre todo cuando te veo de esta guisa. Así te puedo decir sin tapujos lo que pienso. Vaya cara que traes. Paliducho. Ojeroso. Amargado. Conmigo no hace falta que disimules. No sirve que vayas de duro. Que des un puñetazo en el banco del lavabo y me digas que me calle, como mandas a todos en la mesa a la hora de la comida. Estás que no levantas cabeza. Hundido. Repasas fotograma a fotograma lo ocurrido. Te preguntas mil veces por qué pasó así. Por qué. Pero no encuentras ninguna tacha ni mancha en tu actitud. Estás convencido de que hiciste y dijiste lo que debías. Lo correcto. Y no habiendo mancha ni tacha, todo tiene que volver obligatoriamente a su cauce por sí solo. Creías que sería cuestión de unos pocos días. Pero habiendo pasado ya dos, empiezas a no estar seguro, y un ligero temblor sacude la comisura de tus labios.

IV
Es la costumbre que tengo. Levantarte la voz en ocasiones como ésta para que me oigas bien clarito. Para que no te dejes llevar. Para que reacciones. Para que mires la situación de frente. Para que tragues orgullo. Sí, no pasa nada. Es como un pastillón. Cuesta, pero también se traga. Has estado absorto muchos minutos con la vista puesta en ninguna parte. Sales arreglado, pero no irás al trabajo. Sin sostenerle la mirada, le dices a ella: “Vamos a buscar al chico”. Ella te lo estaba repitiendo, cien, mil veces. Pero tú no querías escucharla. Y bajarás al garaje. Y al principio no sabrás hacia dónde tirar. Pero no importa. Este mundo no es tan grande para que no encuentres a tu hijo, le des un abrazo y le digas: “Lo siento. Vuelve a casa. Te queremos como eres”.

V
Es la costumbre que tengo. Volverme muda cuando entiendo que recuperas el equilibrio.

domingo, 21 de octubre de 2012

Encallado



I
Keith Ador. Ése es mi nombre. Para los despistadillos, sí, sí: Ése que escribe. Ah, ya caen ustedes. Hoy en día escribimos muchísimos. El sector de los contadores de historias también está, como casi todos, muy saturado. No me rasgaré las vestiduras, pero casi, por eso. No sé dónde vamos a llegar, porque aquí vale todo. Hace ya mucho que en nuestro oficio tiramos por tierra el corporativismo, dejamos de admirarnos unos a otros y pasamos a encubrir la envidia poniéndonos verdes y a caldo. Bueno. Les sugiero vayan a una buena “Relatería” y pregunten por un relato mío. Mmmmmm. Disculpen: He dicho una buena, no una del montón.

II
Son las cinco en punto. Entre chirridos, ya sé que falta grasa, sube la persiana metálica de mi Oficina de Colocación. Está en la calle Capicúa, en las afueras de Mardebé.  Pero eso nunca ha sido problema. La calle suele estar transitada. Queda cerca de la parada del Cruji-metro. Y siempre hay coches en doble fila, incluso aparcados encima de la acera. Los que me buscan, saben que me encuentran aquí. Me asomo. A un lado. El numismático, Francis, que me levanta la mano, “Hey, Keith”. Al otro. Las mesas vacías del bar “505” (capicúa como la calle, claro). Ahí me tomaré un café dentro de un rato para espabilarme y salir de la modorra. Esta tarde no hay nadie esperando tampoco. Preocupante. Abro la puerta acristalada. Miro el dispensador de números muerto de inanición. En su momento, lo tuve que poner para imponer un poco de orden dentro del caos. Y Llegó a funcionar sin tregua en días maratonianos. Definitivamente, eran otros tiempos.

III
Acabo de pedir un segundo café en el 505. Después no pegaré ojo. Después me sentará mal. Ya lo sé yo, que me tengo que pasar a las infusiones. Con el rabillo del ojo, miro hacia la Oficina de Colocación, donde he colgado un letrero “Vuelvo enseguida”. Si se acerca alguien, saltaré presto a atenderle antes de que se escape corriendo. Francis se me ha agregado. Tenemos tema del día. Y de la semana. Y del mes. Y del año. Se titula: “Lo jodido que está todo”. Ahora niega con la cabeza: “No sé dónde vamos a llegar… De un lado, como la economía va mal, no te puedes hacer la idea de la cantidad de gente que viene ofreciéndome monedas que son calderilla como si fueran Denarios romanos… Y de otro… yo tengo que esforzarme el doble con clientes panolis para colocarles como si fueran doblones de oro lo que en verdad son moneditas de chocolate blando”. Francis ha advertido que mi rostro debe estar cambiando de color en estos momentos. Cuando ha caído en la cuenta, ha añadido: “…oye, que las monedas conmemorativas que me compraste tú son buenas, por supuesto. Y a muy buen precio”. Se me ha calentado la sangre. Ahora ya es tarde para que me diga eso. Ya le he visto el plumero.

IV
¡Por fin! ¡Por fin, alguien cruza la puerta de mi Oficina de Colocación! Me levanto conteniendo mi júbilo. Es un chico joven. No tendrá aún los veinte. Solícito, le hago reverencias: “Pasa, pasa, siéntate por favor”. Pedazo de chaval. Estará casi en los dos metros de altura, si es que no los pasa ya. Está un poquito nervioso. Le ofrezco una bebida. “Bueno”. ¿Cocacola? “Bueno”. Es la última que queda en la gili-nevera. Lo demás son telarañas caducadas. Me dispongo a escucharle, por si quiere hacerme una introducción. Si no, ya iré sonsacando las peculiaridades de su personaje. Bebe despacio. Ustedes piensan que en nuestro gremio creamos historias o nos las sacamos de una chistera inagotable. Pero nada más lejos de la realidad. Las historias no dejan de ser una forma de energía: ni se crean ni se destruyen. Sólo se transforman. Y por eso necesitamos estas Oficinas de Colocación. Aquí vienen los personajes. Aquí se ofrecen, nos presentan sus credenciales y tratan de convencernos. Sí, sí, por aquí pasó en su día el mismísimo Mono Fantástico. Y se sentó, como ese chico ahora, en esta silla. Sin más preámbulos, le pregunto: “... ¿qué me puedes contar de ti?”. Titubea. Está un poco cortado. Eso es evidente. “… bueno yo me crezco ante las dificultades”. Lo miro de nuevo. Debe de haber tenido muchas y por eso está tan crecido. Es un gigantín. “¿Y?”. Se me escapa un suspiro. Analizo la situación. Con esta lana no me saldrá una buena bufanda. Añade: “Soy un poco desastre. Prefiero no guardar las cosas, porque si las guardo, después no las encuentro”. El chaval termina el refresco. Espera mi veredicto. “Te llamaré si eso”, le digo. “Estás apuntado en mi base de datos, no te preocupes”. Cuando le acompaño a la puerta, le doy las gracias como corresponde y le deseo mucha suerte. A mí me han entrado todos los males. Le echaré la culpa al segundo café. Pero la realidad es que, con la crisis galopante de personajes que hay en este mundo, que no me vengan más que éstos o los de siempre a ofrecerme sus servicios... es como para pensar y reconocer seriamente que me encuentro… encallado.

V
 Las nueve en punto. Chirria la persiana mientras baja. Hoy he apagado hasta las luces del luminoso de la Oficina de Colocación. Para lo que sube el recibo de la luz y para lo que sirve… Empiezo a andar sin mirar atrás. A mi derecha, la Numismática. Francis, llamémosle el de las falsas monedas, también ha cerrado ya su tienda. Voy cabizbajo y con las manos en los bolsillos hacia la parada del Cruji-metro. Sí, no lo dije antes, pero es “Cruji”, por cómo nos crujieron con las últimas tarifas. Me detengo. No sé si seguir mi camino, o por el contrario…¿ustedes qué harían? Una de mis normas ha sido siempre no mirar lo que hacen mis competidores. Pero hoy me puede la curiosidad. Es superior a mí. Sigo, con el paso ligero, hacia el “Centro Ciudad”. Sé de otra Oficina de Colocación a quinientos metros de aquí, porque a algunos personajillos que vienen a verme se les va la lengua. No me hace falta girar la esquina donde supongo que se encuentra. Se me cae el mundo al dedo gordo del pie izquierdo, cuando compruebo que, con las horas que son, la fila de personajes aguardando su turno se alarga hasta aquí mismo. Reconozco incluso a ése. Es un marinero del barco que encalló en la playa hace unas semanas tras aquella tormenta. Se asomó a mi puerta esta tarde, pero no llegó a entrar. Qué cabrón. Y menuda historia la suya. Un “encallado” de verdad. Me lo tengo que hacer mirar. Sí. Con el corazón en un puño. Y la cartera casi vacía. Tiemblo. Lo hago o no lo hago. Hace frío. Sí o no, Keith Ador. Me encojo un poco. Doy uno, dos, tres pasos, me pongo en la cola  y con voz temblorosa le pregunto: “…disculpe, señor ¿es usted el último?”.