domingo, 25 de julio de 2010

YA QUE YO NO, TÚ SÍ

I
Se lo he dicho mil veces: “Ya que yo no (pude estudiar), tú sí”. Pero todo es porque el chaval vale. Si no fuera bueno, no estamos para perder el tiempo, trabajaría como yo hago, de sol a sol, que en casa no nos sobra el dinero. A él los libros no le duran nada. Los empieza y no para hasta que los termina. “Te vas a dejar la vista, Bernardo, no arrimes tanto la cabeza”. En esto, no me hace ni caso. Siempre ha traído unas notas impresionantes. Y nunca está contento, porque le parece poco. Bueno, y a la hora de ir a la Universidad, qué. Esperaba me dijera que arquitecto o ingeniero o algo así. Pues no. Ha venido el tío y me ha dicho: “Historia, papá”. Me ha dejado mudo. Bien, vale, Historia. Pero con perdón de los historiadores, con eso no se come. Y desde entonces le he obligado más aún a venir conmigo. A ayudarme, a pastar el cemento, a chapar una cocina, a poner gres, a lucir un tabique. A trabajar en lo que yo hago. Porque yo sé lo que luego pasa.

II
El nano es curioso trabajando. Perfeccionista a tope. Un poco lento, pero muy bueno. No ha tenido mal maestro, je. Yo ahora no le digo nada. No le voy a recordar a cada minuto que no encuentra faena de lo suyo, por más que envía currículum y pasa entrevistas. Ya se mortifica bastante él solo, aunque no dispare una. Para quitar hierro al asunto, un buen día se me ocurrió aquello de las pistas para la historia futura, ahora verás, escribimos en un papel “en la construcción de esta obra trabajaron Bernardo Bermejo, padre e hijo, a 22 de Julio de 2000”. Lo metemos en una caja, y lo ponemos en el hueco de la doble pared, donde el aislante. Imagino la cara del tío que dentro de veinte o más años, picando la pared para hacer una regata, reencuentra la caja, “¡córcholis! a ver qué es…”. De dinero nada. Sólo un recuerdo de nuestro trabajo bien hecho. Al principio, cajas de cartón. Luego, de puros. Y ahora hay unas de madera hermética con remaches que van de lujo. También hemos metido alguna vez recortes de periódico. Pero siempre, Bernardo Bermejo, padre e hijo, trabajaron en la construcción de esta obra. Y la fecha. “Para que veas, hijo, más pronto o más tarde, tu padre también, como tú, hará historia…”

III
El cabrón de Evaristo no me quería pagar la reforma. Dice que lo que he hecho es una chapuza. Y que me he vuelto carero. Yo me he mordido la lengua para no replicarle. La de horas que me he tirado en ese cuarto de baño podrido de arriba abajo. La de material que he tenido que poner de mi bolsillo. Pues qué más quería con ese presupuesto tan rácano. Al final me ha dado el talón de mala manera. He recogido mis bártulos, los he tirado a la furgoneta. Cuando ya me iba, me ha soltado, “desde que no trabaja tu hijo contigo, eres un puro desastre…”. Casi me lo como vivo. Le hubiera cogido del cuello con mucho gusto. Le he lanzado con rabia la colilla a sus pies. “Que te den por culo”, le he dicho. He dado portazo al coche. Y cuando he salido dando un buen acelerón, he pensado, pero qué bien está la nota para la historia que he dejado debajo de la nueva bañera, que pone “en esta reforma trabajó Bernardo Bermejo, viviendo en ella el estúpido de Evaristo. Abril 2002”. Luego me he ido hacia el Instituto donde mi hijo da clase desde Septiembre pasado, a ver si todavía lo pillo.

IV
Los restos de la vieja muralla norte que encerraba Mediavilla están escondidos tras las casas que fueron creciendo adosadas a sus gruesos sillares. Bernardo me ha contado que quieren derribarlas todas para sacar a la luz el esplendor de la fortificación. Pero entretanto se deciden si sí o si no, a mí me han llamado para reformar una cocina que está pegadita a estas paredes de piedra. Impresionan. Aunque el nano se ha quedado en el paro otra vez, yo ya no le he pedido que me acompañara. No tengo fuerza moral para eso. Tiene que centrarse y seguir preparando unas oposiciones para lo suyo.

Cuando yo acababa de empezar a descargar unos sacos de escombro, en esta casa que casi se cae de vieja, me lo he visto aparecer con su mono azul de paleta. Confieso que me ha impactado verlo llegar. Le hubiera dado un abrazo, pero me ha salido un enérgico: “Anda, Bernardo, entra ahí y coge esos sacos que pesan un huevo”. Este hijo mío es buena gente. De lo que ya no se ve. De lo que ya no se encuentra. Y viniendo en mi ayuda me lo ha vuelto a demostrar.

V
Lo que hace el tiempo: “Date prisa, papá, dame ya la pista para el futuro”. Ahora él da las instrucciones y yo las sigo. Hasta hace poco era al revés. “Ya te la doy, ya te la doy…”. Sólo me faltaba la nota con la mención a Bernardo Bermejo, padre e hijo; la cajita ya la tenía en la mano. “Venga, que nos pillan con el carrito del helado”. Rápido, rápido. He visto por fin el papel, que estaba con las herramientas, qué raro, yo nunca lo dejo ahí, y lo he metido en la caja hermética, “toma, ten…”. Y él, encaramado a la escalera, la ha insertado por una hendidura de la pared. “¡Ostras!”, ha gritado. “¿Qué pasa, Bernardo?”. “¡Se la ha engullido…!”. Nos hemos quedado patidifusos. Igual que si una mano invisible, desde el otro lado, hubiera cogido nuestra pista para el futuro y se la hubiera llevado hacia dentro, hacia el corazón de la pared. Igual.

A todo esto, la cocina nos ha quedado de cine. Cuando hemos pasado la escoba, para dejarlo todo limpio inmaculado, ha aparecido una nota, la nota en el suelo. “Mira, papá, lo que hay aquí”. Tierra trágame. “En esta obra trabajaron Bernardo Bermejo, padre e hijo. Julio 2003”. Glup. “Entonces, ¿qué hemos puesto?”. Bernardo, que ha buscado en la caja de herramientas, ha hecho un gesto de contrariedad. “Era el borrador de un relato que estaba escribiendo. Más o menos decía que: … antes de que sonara el despertador del móvil, me levanté porque tenía que echar una meadita…”. Le he cortado en seco: “Uf, hijo, qué peso me quitas de encima: escribes otro mejor y en paz. Hale, vamos, que nos hemos ganado una cervecita”. Entendido no soy, pero con ese principio, la historia no puede ser muy buena.

domingo, 18 de julio de 2010

UNA DE CABALLERÍAS



or el modo en que el Señor Guzmán de Mediavilla lo había mandado llamar, Fray Bartolomé de las Torres Lisas entendió que no se trataba de un asunto baladí. Oscurecía y amenazaba tormenta. Dos sirvientes lo condujeron hasta el salón principal de la casa y se retiraron en el acto cerrando el portón tras de sí. El comendador disimulaba su impaciencia manteniendo la vista fija en el fuego que crepitaba lentamente junto a la chimenea. Luces y sombras anaranjadas se reflejaban en su rostro barbudo. Tras los saludos de rigor, el de Mediavilla fue al tema. Habló de la restauración de la muralla norte de la ciudad. Y, bajando la voz hasta el límite, le informó de la misteriosa aparición de un cofre sellado en cuyo interior no se había hallado más que unos papeles que él no había sido capaz de descifrar. Pudiera tratarse de algún plano misterioso. La clave de un enigma. “Amigo Bartolomé, sois hombre leal y un sabio de las letras…, sólo en vos puedo confiar…”. Con aquella luz y aquellos garabatos tan extraños, el viejo fraile poco podía interpretar, pero empeñó su palabra: “Haré cuanto esté en mi mano…”. Fue un encuentro breve. A los pocos minutos, los dos sirvientes le habían acompañado de regreso a la abadía y, de no ser por aquel papel plegado que mantenía entre sus blandas manos, nadie diría que se había movido de allí en aquella noche de perros.

Permaneció horas y horas Fray Bartolomé encerrado familiarizándose con aquella grafía grotesca. Realizaba frecuentes pausas para oxigenar su mente, y bajaba hasta el río, por donde el puente romano. Allí se cruzaba con el rebaño que regresaba del pastoreo dejando un rastro de bolitas inconfundible. Y con la mirada perdida en el lecho transparente de cantos rodados, repetía las palabras de aquel texto que conseguía reproducir, pero a duras penas entender. Transcurridos siete días con sus correspondientes noches, provisto de pluma de ave y con la tinta húmeda, se dispuso a copiar el texto y hacer sus anotaciones al margen.


Antes de que sonara el despertador del móvil, me levanté porque tenía que echar una meadita. Una vez aliviado, tiré de la cadena, y visto que ya no eran horas para seguir durmiendo, me pegué una duchita Con el agua templada quedé como nuevo. Bajé al comedor y ya estaba el desayuno preparado. En total, seis napolitanas de chocolate. Un vaso de café con leche. Y dos de zumo. Y luego ya me dirigí al garaje. Cuando llegué al coche, me di cuenta de que la rueda de delante estaba un poco deshinchada. Al salir, hacía una rasca de narices. Salí con la música de Invictus para saludar al amanecer en el día que volvía a casa. Con el objetivo de las ventas cumplido. Y enfilé dirección Mardebé. A esas horas de la mañana no había prácticamente nadie en el camino. Pero aún no llevaba ni media hora a buena velocidad, cuando ¡zas!, flash que te crió. Y dos motocicletas de la guardia civil me rebasaron y me dieron el alto. Uno de ellos, sin quitarse el casco, y con el recetario en la mano, me pidió la documentación. Estaba perdido. Con la ITV por pasar. El tema se saldó con 600 euros y un mes de retirada de carné. Todo por mi mala cabeza. En un segundo, todo mi alegría por las ventas conseguidas y por el regreso a casa, se habían ido a la mierda.

“Antes de que sonara el despertador del móvil, me levanté porque tenía que echar una meadita”. Refiérese el autor al gallo que sin duda aguarda a que despunte el día para entonar su agudo canto. Por alguna desconocida razón, lo denomina “móvil”. Vacía la bacinilla quien en primera persona escribe por la ventana de la alcoba. Dedúcese que se encuentra en una posada.

“Una vez aliviado, tiré de la cadena, y visto que ya no eran horas para seguir durmiendo, me pegué una duchita Con el agua templada quedé como nuevo”. Si de una cadena tira este rufián, acaso fuere porque acaba de escapar de alguna lóbrega mazmorra enemiga, lo cual debiere estar descrito en capítulos anteriores que no se conservan. Por el entorno de la narración, concluye este humilde escribiente que “duchita” equivale a “palangana”, para el personal aseo.

“Bajé al comedor y ya estaba el desayuno preparado. En total, seis napolitanas de chocolate. Un vaso de café con leche. Y dos de zumo”. Viandas de las que da buena cuenta el autor de estas letras en la posada. Extraña jerga utilizada. Alimentos extranjeros y herejes, desconocidos por estos lares.

“Y luego ya me dirigí al garaje. Cuando llegué al coche, me di cuenta de que la rueda de delante estaba un poco deshinchada”. Colmo de despropósito. “Garaje” por “cuadra”. Mal caballero andante es quien se sirve de un carruaje en lugar de una sobria montura a lomos de un brioso corcel.

“Al salir, hacía una rasca de narices”. Flaca información aporta esta sentencia al ritmo de la historia. Que sienta picor en la nariz un hidalgo representa una burla canalla a la dignidad que se le supone.

“Salí con la música de Invictus para saludar al amanecer en el día que volvía a casa. Con el objetivo de las ventas cumplido. Y enfilé dirección Mardebé“. Licencias de un escritor que rompe con los moldes de las novelas de caballerías. ¡Osado atrevimiento suponer que un coro de ángeles canta al héroe en el momento de su partida, tras conseguir supuestas hazañas!

“Y dos motocicletas de la guardia civil me rebasaron y me dieron el alto. Uno de ellos, sin quitarse el casco, y con el recetario en la mano, me pidió la documentación. Estaba perdido”. “Motocicletas” por “cabalgaduras”. Y he aquí el lance donde el supuesto triunfador debiere desenvainar la espada, sus y a ellos, y empezar a repartir mandobles con arrojo y valor sobre los bellacos soldados recaudadores del Marqués de Civil. Antes que entregar el visado de su señor, presentar batalla desigual. Voto a bríos que tal cobardía no es propia de un noble caballero por humilde que éste sea.


Cuando terminó de escribir, Fray Bartolomé de las Torres Lisas presentaba los dedos de la mano derecha tiznados por el negro de humo. Letra gótica. Perfecta. Dobló cuidadosamente el pergamino y acudió raudo a la casa del comendador. Y una vez lo tuvo enfrente, le informó: “El hallazgo no tiene valor alguno. Se trata de una mala burla de una novela de caballerías. Con seguridad, obra de algún infiel resentido, que incapaz de proseguir un relato tan descabellado, lo dejó inconcluso”. El Señor Guzmán de Mediavilla tomó entonces en sus manos la caja hallada entre las piedras del muro norte. Introdujo en su interior el manuscrito original y el nuevo pergamino. Después, suavemente dejó el cofre en la chimenea sobre un grueso tronco que crepitaba lentamente. El fuego al principio, lo recibió con timidez. Pero pronto perdió la vergüenza, creció con virulencia, lo rodeó con intensidad, y lo redujo a simple ceniza. Una vez consumido el apócrifo documento, los dos notables personajes quedaron frente a frente. Advirtió Bartolomé: “Os encuentro muy contrariado…”. Guzmán, que se había tragado una maldición en arameo, suspiró. “Confieso que albergaba una leve esperanza en que ese documento contuviera algo trascendente y crucial: aquí en Mediavilla nunca, nunca ha pasado nada importante que merezca ser contado y pensé que había llegado el momento”. A esto, el de las Torres Altas, con palabras muy medidas, replicó: “No se amargue vuesa merced, las mejores historias se esconden donde menos pensamos”.

domingo, 11 de julio de 2010

MI NIÑA VA BIEN

La primera vez, Pilar lo pasó por alto. Y no quiso hacer sangre del tema. “Pero, ¿por qué no me has dicho nada, Pili?, ¡Van a pensar en el colegio que en casa pasamos de ti…!”. “Lo siento, mamá, lo olvidé”. “Ay, despistada, despistada, vives en las nubes”. Pero la segunda, la segunda tuvo que contener su enfado. Contando hasta diez. Lo del olvido ya no colaba. Adivinó intencionalidad manifiesta en su hija. Nuevamente en el curso se convocaba a los padres y ella no acudía porque la nena había avisado a fecha pasada. “Ay, se me ha vuelto a pasar… ayer hubo reunión informativa…”. Con aquella evidencia, la preocupación de Pilar aumentó exponencialmente. Qué le ocurría a su hija. Qué problema le ocultaba. ¿Notas? No. ¿Mal comportamiento? Por supuesto que tampoco. ¿Malas compañías? Por favor, que la respuesta fuera también que no. “Me parece que se te va a acabar el ordenador e internet por una temporada”. Pili no protestó. Y la madre pensó entonces en qué punto, cuándo y por qué, había empezado a perder la confianza con su hija. Miró el reloj. Tarde como siempre. Dejó su amenaza en el aire y entró en el cuarto de baño para iniciar el habitual y meticuloso proceso de ingeniería cosmética.

Pilar tuvo que apretar la agenda por un lado y desplazarla por el otro para dejar un hueco suficientemente holgado donde cupiera una reunión con el tutor de Pili. Había convenido día y hora. Ese mismo Jueves al terminar las clases, a eso de las cuatro y media. Cierto es que salió con el tiempo un poco justo del despacho. Y que encontró el tráfico un poco espeso. Pero no esperaba encontrarse con aquel caos de coches amontonados al llegar junto a los muros y verja del nuevo colegio de su hija. Ni con aquella marabunta de niños saliendo y cruzando sin mirar siquiera a uno u otro lado de la calle. Hala, todos a la vez, a ver quién podía más. Antes de que le subiera la adrenalina y de que desistiera de encontrar algún hueco cercano a la puerta principal, un todoterreno nada vulgar le hizo señas y le cedió el sitio. Pilar saludó, dedicó una sonrisa y agradeció el favor. “Por favor, no faltaba más, es un placer”, debió decir sin palabras el gentil conductor. Primer obstáculo superado.

Su deportivo, tampoco nada vulgar, bloqueó las puertas con un guiño de las cuatro luces, mientras Pilar se dirigía a la entrada. Con paso seguro. A pesar de la montonera infantil, de la aglomeración del momento, iba creándose un hueco a su alrededor según se abría paso. Generaba expectación. La gente, mamis, papis, abuelos en general, niños grandes y pequeños, todos, la miraban encantados. Le sonreían. Le saludaban. No pasaba desapercibida. Y ella devolvía aquellas atenciones con un gesto, con la mano. Buenas tardes a la derecha, buenas tardes a la izquierda. Murmullos. Qué mujer. Qué pasote. Qué porte. Vaya talle.

Accedió al recinto. Balonazos por aquí, que se detuvieron en seco casi en el aire al cruzarse con ella. Mochilas al hombro por allá. Ésos deberían ir a la clase de Pili. Meriendas a medio morder. Uniformes no muy blancos. Varios autobuses de la conocida compañía “Gorrilines.com”, alineados, donde los alumnos subían en tropel. Detrás de sus gafas de sol, vio la dirección que tenía que seguir para acceder al edificio. El móvil, entretanto, permanecía en silencio y acumulaba llamadas perdidas. Se diría que le formaban pasillo a su paso, que percibían el magnetismo que Pilar desprendía. Rápido, le franquearon la puerta de entrada. El tutor de Pili le estaba esperando. Con una sonrisa de oreja a oreja. Tenía a Pili al lado, quien no hizo aprecio por encontrarse con su madre en aquel marco. “Te estábamos esperando… bienvenida”. Era todo un comité de recepción. Hasta el Director en persona hizo acto de presencia y la saludó con familiaridad, como si tomara café y pastas todos los días con ella. Y en lugar de celebrar la reunión en el aula, cargada de sudor y tiza, los hizo pasar a su despacho, “pasad por aquí, por favor”. Era una estancia insonorizada acústicamente, forrada de madera noble y abarrotada de libros y diplomas en sus cuatro paredes. Se sentaron en mullidos sillones de piel. Y se miraron las caras. Con la sonrisa perenne. Complacidos. Llenos de gozo. Qué alegría que hayas venido, Pilar. Efectivamente, le ofrecieron café de cápsula con galletitas, que Pilar, muy amablemente rehusó. Todo era perfecto. Todo estaba en orden. Pili era una alumna ejemplar. Estudiosa. Trabajadora. Activa. Habían traído su expediente por si acaso lo quería revisar, pero no hizo falta. Para tratarse de una recién llegada, Pili estaba muy integrada. Sus nuevos amigos y compañeros la apreciaban. Diez minutos hablaron de Pili. Pilar escuchó muy complacida. Casi una hora hablaron del Centro Escolar. De sus instalaciones. De sus métodos educativos. De sus profesores. Del nivel impartido. De los magníficos resultados de sus alumnos. Para Pilar ya todo aquello era secundario. Ya sabía lo que quería saber. Después de aquel encuentro, todas sus preocupaciones volvían a su cauce normal. Y ella había demostrado que era una madre comprometida y volcada en todo cuanto tuviera que ver con su hija. Pili, entretanto, ni pestañeaba.

“La compañía es grata pero…”, dijo para dar por concluido el encuentro. Se levantaron sin dejar de hablar en ningún momento. Y tanto el director como el tutor las escoltaron hacia la salida, cruzando los patios, ya más vacíos, sin autobuses Gorrilines.com, y con sólo un grupo de niños jugando al baloncesto. Parecería que no, pero un montón de ojos estaban puestos en ellas, madre e hija.

El deportivo nada vulgar les esperaba ahora prácticamente solo, rodeado de huecos de aparcamiento por todas partes. Ocuparon los asientos, conductora y copilota. Pilar estaba contenta. Casi eufórica. Orgullosa de su hija. Pili seguía sin prácticamente abrir la boca. Se ajustaron los cinturones de seguridad. Antes de arrancar, ambas hicieron a la vez un gesto instintivo. En dos segundos, se miraron en el espejo de los respectivos parasoles. Pilar se encontró simplemente radiante. Naturalmente hermosa. Sin falsa modestia, en la línea de la perfección. Pero Pili volvió a verse a sí misma objetivamente muy poco agraciada. Dos lágrimas hicieron brillar sus, de normal, apagados ojos. En lo sucesivo, ya no iba a poder seguir pasando desapercibida en su clase, en su colegio entero. Ya sentía cómo sus compañeros más crueles afilaban los cuchillos. Sus lenguas viperinas. Sus burlas humillantes y despiadadas. Ja, ja, cómo era posible que un callo tan birrioso tuviera una vieja tan espectacular. Observó con resentimiento a su madre que, mientras conducía, ya se estaba ocupando de reducir la lista de llamadas perdidas. Y, entre rotonda y rotonda de acceso a la ciudad, la niña concluyó aquella tarde que sí, que su progenitora era la responsable de todos sus males.

domingo, 4 de julio de 2010

PROFUNDA REFLEXIÓN

TITO “EL RANA”
Afortunadamente, no me gusta hablar, si no, tendría que cambiar de profesión y no me llamarían Tito “el Rana”. Ahí, debajo del agua, guardo un estricto silencio. Qué remedio me queda, je, je... Aunque a veces, sólo por oírme, tarareo eso de: “alegre vengo de la montaña de mi cabaña que alegre está…”. Y las burbujas de aire ascienden hacia la superficie llevándose dentro mis palabras. Entonces, Blanca, que es quien me acompaña con la cámara submarina y las luces, se asusta porque piensa que me pasa algo malo. Le indico con el pulgar levantado que no, que todo va bien. Que son cosas del Rana. Y le enseño mi mejilla izquierda, recordándole que “ése es mi lado bueno”, que me saque la foto por ahí, ahora que los pececillos cruzan por delante, sin asustarse de mí, porque yo me mimetizo con ellos. Entonces, sigo, concentrado en el trabajo. No hay un segundo que perder ni margen para la distracción, que a esta profundidad podría resultar fatal. Lo jodido, perdón por la expresión, no ha sido dar con el trozo de fuselaje de la avioneta que se estrelló hace diez días. Eso lo encontré enseguida. Lo jodido, vuelvo a pedir disculpas, empieza porque ese amasijo de chatarra se ha incrustado en una roca y me toca abrirlo como si fuera una lata para extraer la famosa cajita negra que no es negra. Y con un agua tan turbia en la que a veces no veo ni torta. La de mierda oculta que hay en este fondo marino. Parece un campo de fútbol después de un concierto. Atención, me está indicando Blanca que ya es la hora. Es tiempo de retirarse. Hoy no me ha cundido nada. Tal como está el patio me temo que yo solo no voy a poder. Hale, iniciamos lentamente la retirada.

EL JEFE MÁXIMO
Cuando he entrado en la habitación del Hotel, a salvo de los guiris con la piel de color tomate y sus bañadores floreados, he escrito el informe del día, a la atención de Máximo, nuestro envarado jefe, y he adjuntado alguna de las magníficas imágenes que ha tomado Blanca. He sido breve pero muy claro. Sin refuerzos me va a ser imposible rescatar la caja. Que lo sepa. Que se entere. Que llevo cinco días sin avanzar un milímetro. Que estoy hasta las na-ri-ces. Luego que decida y que haga lo que quiera. Si sigo solo me puedo tirar aquí hasta el día que me jubile. Vaya, parece que entra un correo electrónico. Sí, es la respuesta de Máximo. Mañana por la tarde envía a Agustín para arrimar el hombro. Aleluya, por fin, ha escuchado mis plegarias. Es que era de sentido común. Así, hoy, por primera vez en muchos días voy a dormir como un bendito de forma plácida y casi instantánea.

AGUSTÍN, EL REFUERZO
El día de la llegada de Agustín también hemos ido a bucear. Con los ánimos redoblados, porque ya pronto vendrán refuerzos. Estábamos de mejor humor, glu-glú, “alegre vengo de la montaña de mi cabaña que alegre está…”. Y la moral arriba, arriba, como las burbujas. Y he adelantado hoy. Mucho más que en las jornadas precedentes.

Hemos recogido los trastos un poco antes para poder estar a tiempo en el Aeropuerto. Vuelo puntual. Cuando ha aparecido, con su pedazo de maleta de ruedas, casi un arcón, el gran Agustín, se ha encontrado con nuestras dos sombras. “¡Pero Titoooo, Blanquitaaaaa…!”. Esto es lo que queda de nosotros después de tantas zambullidas extenuantes sin conseguir el objetivo. Una tropa con la moral muy baja. En cambio, él sigue igual con los años... Como una nevera combi “no-frost” de dos metros. Con aplomo. Seguridad. “Ánimo, chicos, que ya estoy aquí”. Y de propina, para mí una palmada sonora en el hombro y para Blanca, un besazo desviado en la mejilla que casi le revienta el tímpano.

En el bar, junto a la piscina, para celebrar el reencuentro, han caído unas cuantas cervezas y, de acompañamiento, unas gambas que parecían pipas con sal. “No me explico…”, se ha extrañado, “por qué este encargo tiene que ser tan discreto y con tan pocos medios…”. Yo tampoco lo entiendo. Como mañana va a ser una jornada dura, lo hemos hecho breve y por segunda noche consecutiva, he dormido a pierna suelta. Que ya me hacía falta.

BLANCA, LA DELFÍN.
Temprano hemos coincidido los tres en el comedor del Hotel para desayunar. Agustín había llegado el primero y tenía el café con leche y un importante trozo de bizcocho chocolateado encima de la mesa. La televisión estaba ya puesta a esas horas. Y en directo, a las ocho en punto, retransmitían el encierro de los Sanfermines. Chorros de adrenalina para empezar el día. Agustín no se ha perdido ni la repetición. En tres minutos, algún enganchón, algún coscorrón durante el trayecto y mil milagros en medio de las reses y los centenares de corredores con las fajas rojas ¿Listos? Pues adelante. Del bizcocho no han quedado ni las migas.

No podía haber salido mejor día. Ni un cielo más azul. Ni un mar más quieto. Estábamos ya pertrechándonos con los neoprenos y a punto de salir en la barca cuando Blanca se ha percatado de que Agustín estaba pálido como un cirio. “Eh, Agustín, ¿te encuentras bien?”. “¿Te pasa algo?”. Un pequeño sudor empapaba su frente. Lo que faltaba. “El puto chocolate”, ha dicho con una voz apenas audible. ¿Cómo? ¿Un bizcocho de crema de cacao estaba tumbando a nuestro refuerzo? “¡Jodeeeeeeer…!”, me he lamentado. “¡…nos volvemos!”, he decidido al instante. “No, Tito, no, no perdáis el tiempo por mí…”. Nunca había visto a Agustín tan perjudicado. La lógica de la prudencia se ha impuesto. Se ha quedado en el muelle, acurrucado bajo un tejadillo, donde daba sombra y brisa. Con los ojos fuertemente cerrados. Y grogui. “Hoy haremos la inmersión rápida”, hemos convenido, “no te muevas, que enseguida estamos de vuelta”.

Nos hemos hecho a la mar con el convencimiento de que las gambas y el chocolate no casan bien. Al agua, Rana. Choooof. Ya estamos aquí. En el submundo silencioso. Mi otro hábitat. Donde mis reflexiones son profundas por partida doble. Chooof. Es Blanca, que me sigue. Menudo delfín. Hemos llegado junto al morro de la avioneta que sigue ahí, sin moverse del sitio. “Alegre vengo de la montaña de mi cabaña que alegre está…”. Burbujas extra. Tranquila, Blanca, que no me pasa nada. Bromas del Rana. “Y a mis amigos les traigo flores de las mejores de mi rosal…”. Me he quedado sorprendido. Hoy todo estaba de buenas. El obstáculo infranqueable que me impedía acceder a la caja se ha doblado como si fuera de cartulina. Ya está. Tanto esfuerzo, y ahora ya está. Me he aplaudido a mí mismo por lo bien que lo he hecho. Signo de la Victoria. Ella ahora es quien suelta burbujas extra. Me preocupo, ¿le pasa algo? No: me la está devolviendo, “flores de las mejores de mi rosal”. Estamos contentos. Hale cajita, vente conmigo, que yo te cuidaré. Hoy, récord de récords. Lentamente iniciamos el regreso a darle la buena nueva a nuestro moribundo refuerzo.

EL “RESTO DEL EQUIPO”
Con Agustín tumbado en la cama de su habitación, y a dieta “cero”, es decir, sin comer absolutamente nada, Blanca y yo hemos ido a depositar la caja en el juzgado, con los correspondientes documentos gráficos. Hemos hecho bien nuestro trabajo. Una vez firmados los justificantes de entrega, nos hemos dado un homenaje en la Marisquería Azul del puerto, a la salud de nuestro compañero convaleciente. Resto de la tarde, tumbona y piscina.

Ya al anochecer, hemos acercado a Agustín de vuelta al Aeropuerto. Con el arcón que tal como vino se va. La palidez se mantiene en su rostro. Nos cuenta que ya lo ha tirado todo. Por arriba y por abajo. Hasta la papilla de cereales que se tomó cuando tenía cinco meses ha salido disparada. Le doy una palmada cariñosa en el hombro de la que se resiente. Y Blanca le estampa un besazo desviado que casi le revienta el tímpano.

Nosotros regresaremos mañana con el deber cumplido. Tenemos que recoger el equipo y esto lleva su protocolo.

Menudo día más intenso. Es casi medianoche, hora de acostarse, cuando escucho que entra un correo. De Maxi. Nuestro jefe. Va dirigido a “urbi et orbe”. A todo el mundo mundial. Cuenta la buena nueva, el éxito del rescate de la caja de la avioneta siniestrada. Y agradece el esfuerzo a nuestro compañero Agustín, por llevar a cabo tan importante logro. Y después, por supuesto menciona al “resto del equipo”. Presiento que ahora, cuando me acueste, dormiré poco y mal. Joder, suerte que no me gusta hablar, porque si no tendría que cambiar de profesión y no me llamarían Tito “el Rana”.