domingo, 24 de septiembre de 2017

El espantapájaros del Orinoco






I
Que se guarden las cosas más buenas en los estantes altos de la cocina en esta casa no sirve. Estiro un poco la mano, y ya está. No necesito ni ponerme de puntillas. “¡MANUELLLLLL!!!”. Ostras, qué susto. Me atraganto y casi tiro la papilla. Me han pillado. Mi madre alza su barbilla y me recrimina a gritos. “¡…esas galletas estaban por si teníamos visita, no para que vinieras y te las comieras tú de una sentada!”. Estoy con la boca llena, tratando de deshacer lo más rápido que puedo el chocolate con la saliva. Qué quieres que te diga, mamá. Ella insiste: “…como no te moderes, voy a tener que esconderlas bajo llave… o peor aún, voy a acabar no comprándolas…”. Acto seguido me advierte con el dedo: “Te lo digo muy en serio”. Me retiro cabizbajo, lamiendo las migas que han quedado en la yema de mis dedos. Habría arramblado con más, pero no es cosa de hacer sangre. “…¿se puede saber dónde vas a estas horas?”. “A dar un paseo”. “…acuérdate, la comida a las doce y media; luego no me gusta que te vayas al trabajo con el estómago lleno”. Digo un  “síiiiiii” largo, cargado de paciencia. Me agacho para no darme con el marco de la puerta. “…de qué gen habrá salido éste, que mide dos metros, cuando en la familia nadie pasaba de uno sesenta”, murmura ella en voz alta. Salgo a la calle. Algún coche atraviesa la carretera. Alguna señora  empuja por la acera el carro de la compra. Nublado el cielo. Que llueva es bueno para el negocio, pienso. Arrastrando mis pies del cuarenta y ocho empiezo a andar hacia las afueras de Mediavilla.


II
El mundo vedado para la gente normal, se descubre ante mis ojos. Qué culpa tengo, si me alcanza y me sobra para ver lo que hay detrás de la tapia de Villa Felisa, por ejemplo. Desde fuera no parece que ese muro encalado, empapelado con carteles del circo Mundial de la Navidad pasada, pueda esconder tanto lujo. Vidrios rotos con el borde cortante en la parte alta. Un “cuidado con el perro”, eso sí. Pero Trapillo, el pastor alemán, y yo somos viejos conocidos. Me mira, jadea con la lengua fuera, me sigue en silencio al otro lado de la pared, como si él fuera el hierro y yo el imán al otro lado de una cristalera. Bordeo el perímetro de la casa. En la fachada que da al río, está la piscina; ahora con el agua ya verde. Menudos chapuzones se dan los críos de la familia mientras nos derretimos los demás vecinos en pleno estío. Ahí, en esa esquina crece y se desborda una parra. Los primeros calzoncillos humanos eran así. Se perderían los racimos más altos de no ser por mí. Luego mi madre dirá que no tengo hambre, pero es que… esta uva blanca está dulce como la miel. Con la boca llena prosigo mi pequeño paseo. Merodeo. Parece que no hay nadie en la casa, que los señores hoy no están. En la fachada principal, la pared de piedra aparece revestida por jazmines y buganvillas. Ésta es la época. Aspiro su olor con los ojos cerrados. Mmmm….. Mmmm…… Y en la cara que da a Mardebé, el huerto. Ahí sí me quedo unos minutos observando al espantapájaros. Está tan bien hecho que… la primera vez que lo vi me dio un pasmo. Parecía que se movía hacia mí. Me acojonó. Luego fijé la vista y ya me pareció lo que es. Casaca de manga ancha, para que el viento la agite. Cabeza de garrafa de agua. Sombrero. Las palomas y tórtolas le tienen respeto. Anticipan sus movimientos retirándose alarmadas. Es un espectáculo. FFFFFFFFUUUUUUIIIIIIII. Mira, mira… El viento ha inclinado su torso. A veces, en la huida en desbandada, se van todos los pájaros menos uno. Uno pequeñito que, de normal, no tiene ni sitio para buscar su grano. Aprovecha el momento para ponerse morado. Sonrío, porque seguramente no sabe que lo observo. Éste, o bien es un valiente, o bien no es consciente del peligro, o se ha compinchado con el temible espantapájaros. Entra tortícolis en mi cuellecito. Miro hacia alrededor, a la calle. Me doy cuenta de la hora; ostras; hay que volver a casa ya; la comida estará puesta, y entre zancadas de casi diez metros cada una, dejo atrás los misteriosos muros de Villa Felisa.


III
A las tres y media de la tarde,  subo la persiana metálica del cinema Orinoco. Pesa un huevo. Le falta grasa a las guías. Las dos películas de hoy no son muy buenas. Yo se lo digo a don Aurelio, “traiga usted estrenos, y llenaremos la sala”. Me dice que sí, que sí; pero luego aparece con estos rollos. Yo cuelgo en la vitrina con pinzas los fotogramas manoseados. Ya sólo de verlos dan ganas de salir corriendo a pasear por las calles. Drácula 73. King Kong se escapa. Me temo que voy a poner el proyector para los cuatro de siempre. Gota a gota, el piso se empieza a empapar. Tengo que ir a por el serrín, si no me lo van a poner todo perdido. Camino del trastero, paso por el patio de butacas. Huele a polvo y humedad. Luego me quedo apostado en la puerta. La señora Paqui abre el ventanuco para los tickets. Yo creo que don Aurelio me contrató porque soy grandote y mi presencia impone. La consigna que me dio es sencilla: “Mira, Manuel, quien tiene entrada, entra. Quien no; no entra”. Yo, desde hace años, la cumplo a rajatabla.


IV
“¡…ya han abierto y Mobydick está en la puerta!”. Mecagüen. Como pille a quien haya dicho eso le avento una que lo encalo en el palomar. Doy tres pasos para adelante. Malditos críos. Mierda. En esas me doy cuenta de que la retaguardia se ha quedado descubierta. Calma chicha. Oigo risitas. Son esos nanos de allá. Se parapetan tras las ruedas de los coches aparcados. Sigo oyendo las risitas. Suenan a burla. Suenan a que alguno ya se me ha colado. Cierro la puertecita acristalada. A mí con esas. Saco del bolsillo mi linterna de petaca. Ya va el Nodo. Luces apagadas. El haz amarillo termina en una elipse sobre el suelo. Murmullo de palomitas. Alguna tos. Soy ave nocturna. Enseguida se me acostumbra la vista. Menos de medio aforo. Enseguida veo a los ratones agazapados. Saben que si los pillo los retuerzo. Pies para qué os quiero. Salen entre gritos. Esta vez son tres. Me sacudo las manos.  Ya está. Fuera polizones. La señora Paqui me mira, qué bruto eres hijo. Me pongo en la puerta de nuevo. Fuera, llueve con ganas. Pero no vendrá ya más gente. Si yo fuera público, también preferiría mil veces mojarme antes que ver películas infumables.


V
Yo estoy acostumbrado a oír las películas del cinema a retales, empezando por la mitad, por el final, por qué más da. Entre lo poquito que escucho desde fuera y los momentos que veo fugazmente, tras la puerta abatible, mi cabeza lo cuadra, lo ordena todo, y es como si las hubiera visto de pé a pá. Ésa es mi vocación verdadera. Ser crítico de cine. Y que me paguen por poner a caldo según qué cintas. Ufff, si me hicieran caso; cuántas pelis habrían pasado de ser mediocres a ser obras maestras. En la calle empieza a refrescar. Rasca un poco. Miro al chiquillo del pelo tieso. Ése es un habitual. Pero normalmente no me provoca. Se pone a mirar los fotogramas. Los carteles de las películas que vendrán la semana que viene. Los estudia. Los desmenuza. Creo que, como yo, él compone la película; y que como yo, hasta se hace la musiquita de la banda sonora. Ajeno a mí, sigue y sigue mirando. Los otros nanos han volado. Mi sola presencia, no hace falta que les diga nada, ni siquiera UUHHHHH, les atemoriza. Éste no. Cuando termina de ver bien las fotos ya están encendidas las farolas. Se gira, se da la vuelta, se da cuenta de que lo estoy mirando y, con las manos en los bolsillos, desaparece acera abajo. Volverá en unos días, seguro, cuando haya renovado la cartelera del escaparate.


VI
Me dicen que los de Villa Felisa se han mudado a Mardebé. Que han vendido el chalé. Ha sido escuchar eso y ver un rótulo, “próxima promoción vivivendas de lujo”. Mierda. Otro sueño que se me va a hacer gárgaras. Si me tocan una sola piedra de ahí, cómo voy a comprar esa casa un día del futuro cuando ya sea millonario… cómo. Me asomo una vez más. La parra se ha secado. En el huerto crecen los hierbajos desordenados. Yo creo que algún vándalo ha escalado la tapia para ver qué de bueno pueden esquilmar. Medio caído, el espantapájaros sigue. Mueve sus mangas, y los pájaros se asustan, para luego volver. Sólo uno, el de siempre, permanece, a su vera, intentando en vano con su pico, estirar del sombrero, para levantarlo de nuevo.


VII
Silbo mirando las telarañas del fondo. Miro hacia la barra del bar del cinema, en vez de mirar hacia la calle. Doy pasitos. Desaparezco fugazmente. Y el niño, fija la vista en la puerta, no da un paso. Coño, no te lo puedo decir más claro. Joder, entra. Entra ya que no te voy a decir nada, que no me voy a dar cuenta. Pasa, leches. Hoy, Terremoto. No tenemos sorround, pero me tienen a mí; que me pondré a dar saltos en las tablas de la última fila; y haré que se tambalee bien la sala. Al final, me da como un tic; pasa, venga pasa. El niño vacila, no sabe qué hacer. ¿Es a él? Da un paso. Se pone en la línea, en la frontera. Se le va a salir el corazón por la boca, lo noto. Respira hondo. Cierra los ojos y tira hacia dentro. Yo por supuesto, no he visto nada de eso. Pero es que, jolines, son tantas veces las que lo he visto, son tantas horas las que pasa ahí fuera, haga frío, haga calor, que qué más dan las quince pesetas que vale la entrada. Eso sí, espero que, hoy por aquí no se pase don Aurelio.


VIII
Quien no tenga una pequeña debilidad, un pequeño hacer la vista gorda, que tire la primera piedra. Ñam. Ñam. Con la boca llena. Con la galleta saliéndose por la comisura de los labios. De puntillas por el pasillo. Mi madre cose en la sala. Cierro la puerta con mucho sigilo. Luego, lo sé, mueve con la cabeza, este chico no tiene remedio, el chocolate le pierde, y un “se cree que la policía es tonta”.


IX
Hay días que son muy descarados. El chiquillo se planta frente a mí, me guiña un ojo, y pasa. Hoy, Le seguían llamando Trinidad. Yo, ahí, soy la estatua del parque de la ermita. Luego mi cabeza entra en reflexiones contradictorias. ¿Hago bien o no? Como principio, no. Estoy incumpliendo mi misión. Cualquier tarde, Paqui, que también hace como que no ve; puede hacer un leve comentario. Cualquier tarde, don Aurelio, puede venir, que nunca viene, y decirme: “estás despedido, me estás estafando, estás dejando pasar a gente sin entrada”. Por otro lado está mi corazoncito, el que me dicta, afirma que no hago mal, que puedo hacer feliz a una persona que no puede permitirse un gasto de quince pesetas porque simplemente no las tiene. Mi moral baja entonces por los suelos. Qué más da si la película tiene que proyectarse igual. Dentro, ya suenan los tiros. Y con los tiros y el gordo Bud, la gente, qué cosas, se parte de risa.


X
Hoy una excavadora entró a saco con los muros de Villa Felisa. Sin ellos, la casa parece más pequeña. Todo se redujo a escombros. He entrado saltando por encima de los cascotes. He pisado el huerto con su tierra endurecida. He rememorado su antiguo esplendor. Antes de irme, he levantado al espantapájaros. Lo he apuntalado bien para que no se vuelva a caer, para que permanezca erguido con orgullo. Le he dicho a la oreja: “resiste, asusta a las grúas”. No se ha inmutado. Sin granos que picotear, no hay pájaros alrededor. Luego, me he sentido como él, una especie en extinción, y he proseguido el paseo, pensando en que tendré que buscar otra gran casa de las que no van quedando en Mediavilla para hacerme la ilusión de que ésa, algún día, será la mía.


XI
Es lo que tiene ser alto. Que escucho las palabras que vuelan. Al otro lado de una pared. Los niños alardean de sus hazañas. Hay uno, con voz de pito, que destaca. Que dice que, por sus cojones, se cuela como y cuando quiere en el Orinoco. Que tiene hipnotizado al panoli del Mobydick. Que menudo tontolaba. Yo no sé si carraspear para descubrirme. Me siento mal, destemplado de repente. Me siento un poco panoli y un poco tontolaba.


XII
Pues creía que hoy no vendría. Que me guardaría el subidón de pulsaciones para otro día. Pero ahí está. Ya no se para en mirar las fotos que simétricamente, cuelgo con las pinzas en el escaparate. Hoy toca Tiburón. Directamente, avanza con decisión. Me medio guiña el ojo. Y trata de pasar. Le cierro el paso. “La entrada”, le pido. Se queda contrariado. No entiende. “Si tienes entrada entras, si no, no entras”. Le falta el aire. Los que van detrás en la fila lo miran. Es el centro de las miradas. Sale, tira hacia atrás. Avergonzado. Antes de desaparecer, mira de soslayo hacia mí. Respiro hondo. Sigo cortando entradas, y maldigo. Qué haré a partir de ahora. Mi madre cumplió su amenaza y ha cambiado de escondite las galletas de chocolate.

miércoles, 23 de agosto de 2017

El animal que llevo dentro





I
Prefiero pensar que este silencio que se produce cuando cruzo la cortinilla del bar la Bamba es más por respeto que por temor. Desde la calle escuchaba las voces de Feliciano tirando la ficha en la mesa de mármol, “¡toma, toma, toma: cuatro doble, requiescat in pace!”, y al volverse hacia mí y verme, todos han bajado el tono. Como si llevaran rezando en voz baja un buen rato, igual. Miro a izquierdas, a derechas, sin mover la cabeza ni pestañear. En un vistazo ya he fichado a la concurrencia. Son los habituales, menos el de la ventana. A ése no lo conozco. “Buenasss”. Avanzo hacia la barra. Olor a fritanga y a embutido. Ahí está Luis que, con un gesto mío, ya sabe a por lo que vengo. Ya rueda la válvula del vapor, ya llena la taza, ya pone la bolsita con el té rojo. Y cuando esté lista, esperará un par de minutos antes de echar un chorrito de leche… y, para rematar, la propina. Mientras, compruebo que el inoxidable de la barra está limpio, dejo ahí la gorra, despliego Las Verdades, a ver qué de bueno nos cuentan hoy. Todo calamidades, para variar. Luis me acerca la taza, “aquí tiene, don Alfredo”, con dos sobres filosóficos de azúcar. Eso, y dos madalenas, que aquí las hacen muy buenas. Aún espero un poco más, para no quemarme el bigote.  Cada vez me pesan más las piernas. Cada vez me abulta más la tripa. Pocas ganas tengo de volver a salir fuera, con la rasca que cae. Sorbo despacio. Termino el periódico, hasta la contraportada. “Cóbrate cuando puedas”. Dejo las monedas y salgo. “Hasta luego”. Apenas se ha cerrado la puerta acristalada, la de la cortinilla de canutillo, aún no he subido al coche patrulla, cuando vuelvo a escuchar: “¡Cabrón, hijoputa! ¿tú por qué no has tirado el doble cuando has podido?”.  No lo he probado nunca, pero estoy seguro que si entro de nuevo, otra vez se apaciguará el guirigay. Lo dicho; prefiero pensar que es más por respeto que por temor esta quietud que me envuelve por donde paso. 

II
Hoy no estoy de humor. Me acaban de proponer que me traslade a Mardebé. Yo qué coño pinto allí. Me he quedado de piedra, aquí en Gorroperdido está mi sitio; mi gente, mi todo. Me ha faltado un tris para enviarlos a tomar por culo. A tomar por culo. La puerta del bar la Bamba está atrancada, por eso le he dado un empellón que casi la arranco con cortina y todo, no por otra cosa. Ya estamos igual que siempre. Todos callados como en un velatorio. Se enrojecen las venas de mis ojos. Miro hacia un lado, hacia otro. Quien más quien menos se encoge al sentirse observado. Algo malo habrán hecho, digo yo. Ése de ahí ya estaba aquí el otro día. La partida aún no ha empezado. Canaleta tiene el mando de la tele y va buscando, no sé qué va buscando. Voy a dejar caer la gorra sobre el inoxidable pulido cuando…. Eeppppp, que no está limpio, que está pringoso de aceite. Me quedo pues con la gorra en la mano. Espero. Aparece desde la cocina Prieto. “¿Es que no está Luis?”. “No, Luis ya no trabaja aquí…”. Ostras, eso sí que me sabe mal. “¿Qué va a ser?”. Mecagüen todo, ahora me toca explicar toda la parafernalia. Lo del té rojo. Lo de los dos minutos antes de echar un chorrito de leche. Este Prieto es muy jefe, pero no se entera. No le sale igual.  “Eh, eh, que falta lo de la propina”. No está en los detalles. “¿Qué propina?”. Este tío parece tonto. Hasta los que juegan al dominó que se miran entre sí al borde del descojono saben lo de la propina. “Eh, eh… Y las dos madalenas”. En lugar de cogerlas con las pinzas, las manosea con sus dedos  amorcillados y… Bueno, para qué me voy a ofuscar más. Por lo que me queda de estar aquí… Las madalenas, después de pasar por las manos ésas, ni las toco. Bebo la taza y noto que no estaba limpia en el fondo. Puaggg. Busco el periódico y resulta que éste es de ayer; el de hoy no lo tienen aún. “Cóbrate cuando puedas”, le digo. ¿Sesenta y cinco? Me pide veinte pesetas más de lo normal. Joder. “Vas a perder negocio sin Luis trabajando aquí”, le anuncio. Me quedo empuñando la manivela de cuajo al tratar de abrir. Se la enseño al de la Bamba. “… oye, Prieeeto, aprieeeta bien esos tornillos y pon un poco de tres en uno…”. Menos mal que me trasladan a Mardebé, porque si tengo que seguir viniendo a La Bamba a desayunar, sin Luis, agarro una úlcera en cuatro días. 

III
Un último paseo por estas calles. Una bocanada de este aire frío y limpio que dentro de unos días me faltará. Joder, no tengo que hacer un drama de esto. Pero no entiendo por qué se me humedecen los ojos. Nunca he sido un sentimental. Bueno, bueno, y aunque sea de visita, a pasar unos días yo, aquí, he de volver. Conste. La puerta de la Iglesia. La vieja escuela. Las murallas. Oigo pasos. Parece que me va a venir de cara un soldado de armadura. “¡Hombre, Luis!”. Se me hace muy raro encontrarlo vestido de calle, sin su chaleco negro de camarero, tan pequeñín, tan redondete. “…buenas tardes, don Alfredo… así, de paisano no lo había reconocido…”. “…cómo se te echa de menos en La Bamba… ¿qué haces ahora?”. El menudo Luis tartamudea, sin mirarme a la cara, agachando la cabeza. “…hago lo que he querido hacer siempre… no sé si usted sabe… que a mí me encantan los animales… son mi vida… y, ahora que he tenido oportunidad… pues es lo que he hecho: abrir una tienda de animales… enfrente del estanco”. Asiento. En el estanco compro el tabaco de liar, pero no me he fijado. “…espero que te vaya muy bien, que triunfes…”.  Me despido con un apretón de mano, y prosigo mi ronda hacia los lavaderos. Joder, no sé qué me ha entrado en el puto ojo. Quien me vea ahora pensará que estoy llorando.
(….)
(….)
(…)

XXI
Al abrir, me tiembla la mano, oye. Es que son tres años. Que dije que vendría pronto, y un día por otro…  Tintinea la cortinilla. Voces en La Bamba. Para la bailar la bamba… se necesita una poca de gracia y arriba y arriba… Y me sonrío. Porque al entrar yo hoy, el tumulto no disminuye. Todos miran para ver quién es el forastero que entra, eso sí. Y yo, de un vistazo, vuelvo a radiografiar a toda la concurrencia, que no es mucha. Todos un poco más cascados, por supuesto. “¡Cierro a pitos, y todas esas fichas para contar!”. “¡Joputa, nos has pillado en bragas!”. Lo que es tener o no tener un uniforme. Al mirar al frente, mecagüen la leche, qué alegría, es Luis con su chaleco. Con éste no hacen falta palabras, ni treinta minutos de explicaciones de lo que quiero. Un gesto, y ya está dándole a la ruedecita. Bien, bien, bien. Gorroperdido, cuánta falta me hacías. “…¿pero tú, qué haces aquí,  Luis? ¿no tenías una tienda de animales?”. Mientras me tiende las dos madalenas, me contesta: “sí, sí… aún la tengo… pero soy tan bueno, me encariño tanto con algunos animalillos que no tengo bis comercial… y en vez de ganar dinero, lo pierdo… eso es lo que me pasa, que he tenido que volver para poder ir tirando… pero la tienda aún la tengo, voy por las tardes...”.   “Ay Luis, ay Luis…. “. “Usted, don Alfredo, qué, ¿de visita? ¿a recordar viejos tiempos?”. Ni viejos, ni nuevos. Son los mismos. Le digo que me acerque su oreja. En él confío y se lo cuento en un susurro: “…en realidad vengo por trabajo… a echar una mano en el misterioso caso de las personas desaparecidas”. Con la boca llena, las madalenas remojadas en el té se deshacen. Gloria pura, pura gloria. 

XXII
Un caso de una persona que desaparece sin dejar rastro puede pasar en cualquier parte. Como la verdulera del mercado, la que no sabía estar callada. Pero tres, en tres meses, y todos en Gorroperdido. Eso ya no es casualidad. Y la gente está de los nervios. Y recelan unos de otros. Y se temen que, tal y como están las cosas, el asunto trascienda. Y que los turistas que vienen aquí cojan miedo. El último que se fue sin dejar rastro es precisamente un veraneante. Y el anterior, el de la inmobiliaria. Cuando me enteré en el departamento del tema, di un carraspeo y un paso adelante. “Alfredo, ¿tú no estabas antes en Gorroperdido?”. Coño, creía que ya no me lo iban a decir. Nada de lo que pasa o pase aquí se me escapa. Anda, han rehabilitado esa fachada. Ya le hacía falta. Con tacto, Alfredo, con tacto. Yo llevo muchísimo tacto, pero en mi segundo día aquí; al entrar en La Bamba a por mis madalenas, todo el mundo ha bajado la voz en seco por el respeto, seguro que es por el respeto. 

XXIII
Clinc, clinc, clinc, clinc. Campanillas han sonado en cuanto he franqueado la puerta de la tienda de animales. Yo he venido a por tabaco. Y al mirar enfrente del estanco, “Animaleeeeees”, me he dicho, “mira, la tienda de Luis”. Y es que le vengo dando vueltas al tema. Que mi sobrinita se ha emperrado en un perrito. Y yo, que no, que no, que tu madre no quiere. Y mi hermana, buenas es. Que si aparezco con un perrito, al instante nos lo comemos caliente. Pero es que… a lo mejor Luis tiene algo. A lo mejor Luis tiene algo y me lo deja así, bien de precio.  Y que sea lo que Dios quiera. Cuando lo vea aparecer  mi sobrina lo va a coger, y mi hermana no va a tener fuerza de tirarnos al perro, a mi sobrina y a mí; a los tres a la vez. El guirigay es tremendo. No le hace falta alarma a Luis en esta tienda, no. GUUAAU. CRIRRRRR. Ensordecedor. Los bichos de aquí no me tienen respeto como los de La Bamba. “Voyyy”, escucho decir a Luis. Tengo la boca abierta. Joder, tiene aquí un zoológico el amigo..  “¡Don Alfredo! ¿En qué le puedo ayudar?”. Estoy alucinando. Me encaro con la cotorra metida en su jaula. ¿Habla? “…cotorrea sin parar…”. Je, je. Pedazo de acuario… menudo bicho ahí dentro… “...cuidado, no meta el dedo, que es una piraña…”. Ya iba yo directo, ya. La de chistes que se pueden hacer con eso… Reparo en el roedor que da vueltas y vueltas en torno a una rueda.. “…pero Luis, ¿tú no tienes animalitos normales? Yo venía con la idea de un perrito…”. Luis se ha quedado quieto. Me mira fijamente. “Luis, ¿Te pasa algo? “. Al principio no responde. “¿Te pasa algo?”. Luego me contesta con una sonrisa maliciosa: “A mí no, a usted sí”. 

XXIV
A través de la rejilla del camarín, Luis introduce una tacita de té con leche y las dos madalenas. “Tómesela despacio, don Alfredo”. Gruño. Intento morderle. Pero el cabrón es más rápido. Me jode, con lo avispado que siempre he sido, con la experiencia que tengo, no haberme dado cuenta antes. Eso me jode. No pasa nada. En cuanto noten que yo también soy uno de los desaparecidos, van a venir mis compañeros cagando leches y nos van a rescatar. A todos. Miro la cotorra, miro la piraña, miro al hamster. Veo a la verdulera. Al inmobiliario. Al veraneante. Ahora los entiendo, coño. Me jode que alguien a quien aprecio mucho no sea quien yo creía que era. Cómo me la ha pegado este tío. Eso me jode mucho. Pero ostia, puta, coño. Pudiendo ser un oso peludo, pudiendo ser un león con dos cojones, pudiendo ser un lince ibérico; lo que más me jode de todo, lo que más, es que el animal que llevo dentro sea este puto e histérico yorkshire.

lunes, 13 de marzo de 2017

Cuando me acuerdo de ti, te echo de menos



A mi padre





I
Me reconozco en el niño que grita: “¡Mira, papá!”. Él no me ve. Va a la suya. Está  hablando con unos señores mayores.  “¡Papá, mira!”. Nada, ni caso. Lo digo un poco más fuerte, por si no me oye. “MIRA, PAPÁ”. Pues yo no tengo todo el día para esperar. Rujo: “¡QUE HE DICHO QUE MIRES, PAPAAAAAAÁ!”. Ahora, ahora, parece que gira la cabeza hacia aquí. Le hago una señal. Una, dos y tres. Y me tiro. De cabeza, aunque me sale un poco de plancha. Choofff. Por lo más hondo. Por donde cubre. Ahora, como hice ayer, tengo que salir hacia fuera. Salir. Glú. Glú. Glú. Está fría el agua, corcho. Me pican los ojos. Braceo. Braceo… Bra….. Trago más agua por la nariz. Mecagüen. Aquí qué pasa (…). (….). (…). Ya saco la cabeza. (…). Respiro. Trago. Respiro. Trago. (…) Me ahogggggggo. Tiran, tiran de mí hacia arriba. Ufffffff. Respiro, respiro, respiro. AIREEEEEEEE. Menos mal. AIREEEEEEEE. Toso.  Me empujan hacia el borde de la piscina. Es mi papá. Para qué se habrá tirado al agua con camiseta y zapatillas, para qué. Me saca con un brazo. Es que es fuerte, con dos dedos de una mano también podría hacer lo mismo. Luego sale él a pulso. Y me zarandea. “¡¡Greg, Greg…. nos vas a matar de un susto!!”. Yo sí que me asusto. Y me pongo a llorar. “¿Cuántas veces, cuántas, te he dicho que tienes que pensar antes en lo que haces?”. Chorrea el agua, caen las gotas,  por su pelo caído hacia delante. Alrededor nuestro vienen más y más vecinos. “Venga, Gregorio, no ha pasado nada, no riñas más al chiquillo”. Hecha una furia, llamándome a gritos, “¡¡¡GREEEEGGG!!!”, conozco esa voz, ella baja las escaleras. Es mi madre. A mí me coge en brazos. Pero a mi padre le suelta una bronca colosal. Dónde estabas, en vez de cuidar del niño, dónde. Me sujeto a ella. “Si le llega a pasar algo, es que a ti te ahogo también, ahí mismo…”. Estoy a punto de decirle, “tranquila, mamá, estando con el papá a mí no me puede pasar nada”. Pero viéndola así, mejor me callo. Hora de comer, la gente se va dispersando. Nosotros vamos para arriba. Mi padre me aprieta la mano fuerte fuerte para que no me suelte. Sale humo del horno. Humo por toda la casa. Es del pollo que se habrá rustido bien. Ya verás como, de esto, también tengo yo la culpa.

II
Yo soy el chiquillo que pregunta y pregunta sin parar: “¿A dónde vamos, papá?”. “A un sitio muy chulo. Ya verás”. “¿Y por eso hemos tenido que levantarnos tan pronto?”. “Pronto tú, yo ya estaba levantado”. Debe ser eso que me contaron. Un cole:  donde hay más niños, donde se juega y se aprende mucho. Debe ser eso. El edificio es amarillo. Alto. En la entrada muchos niños mayores con unas mochilas gigantes. “La mía es pequeña…”. Para lo que llevo dentro, sobra. Un zumo y un minibocata de queso. Nosotros entramos por la puerta pequeña. “Vamos a las oficinas”. Esperamos sentados. Cuando ya no sé cómo ponerme, una señora bigotuda viene a nuestro encuentro. “Tú eres Greg….”. A mí se me ha comido la lengua el gato. “¿No sabes hablar?”. Miro a mi padre. “…tiene un poco de vergüenza… pero en cuanto se suelte, lo que no sabe es estar callado”. “Acompáñame, Greg”.  Qué. Dudo. ¿Le sigo o no, papá? Mientras, el papá le explica que nosotros somos nuevos aquí en Mediavilla. Esto no me gusta mucho. Esto no me gusta nada. No estoy nada convencido. El caso es que, entramos dentro, se cierra una puerta y… “¿Y mi papá?”. “Tu papá se ha tenido que ir a trabajar, y luego a la tarde vendrá a por ti… ahora vamos a una clase, te voy a presentar a tus nuevos compañeros y…”. Huy, huy, huy. A mí esto no me gusta un pelo. De un estirón, me suelto de la mano fofa de la señora bigotes. “¡Ehhhh, Greg, ven aquí!”. Con lo que ella pesa, que me pille si puede. Voy de morros contra esa puerta cerrada. Grito. “PAPÁAAAAAAA”. De puntillas llego a la manivela. La giro. Pesa la condenada. Abro. Empujo. Cierro, no es de buena educación dejar la puerta abierta. Cierro y le pillo los dedos. Grita la bigotes. Yo ya estoy saliendo a la calle. Coches. Ruido. Por dónde. Izquierda, creo que es por ahí. O derecha, que es por allá.  “PAPAAAAAÁAAA”. Con los cordones desatados, vuelo más que corro. Cruzo por donde no hay semáforo y mi padre, no sé por qué, se queda patidifuso cuando, empapada en sudor mi camisa de uniforme nueva, le digo: “eh, papá, que te me habías olvidado… que te ibas sin mí”.

III
También soy el inagotable renacuajo que juega sin tregua. Vuela la tarde del domingo. Un rato, como quiere él, al ajedrez. Eso sí, no vale que yo de un manotazo arrase con todas las piezas, si veo que pierdo. “Joooo”. Él sabe más. Y no me deja rectificar cuando me equivoco. “…la vida tampoco te dejará, Greg… tienes que pensar las cosas antes de hacerlas…”. Otro rato, como quiero yo, fuera, en el corral. Con la pelota. “…cuidado, vamos a dejar a la abuela sin cristales”. No será por mí. Yo tengo puntería. Pero él… CRASSSSSHHHH. Me da la risa. La mamá sale maldiciendo, “se ha acabado la pelota, se ha terminado para siempre”. Yo le señalo. Y él me llama chivato, chivato. Pero al tiempo me advierte, “cuidado con ir descalzo, que siempre quedan cristales”. Luego, por qué se tendrá que hacer de noche, por qué no se puede cenar y jugar a la vez, por qué me he de ir a la cama antes que los mayores, por qué, por qué, me imagino que mañana cuando se haga de día, preguntaré por él y mamá me dirá que ha salido otra vez de viaje, que papá se ha tenido que ir a trabajar.

(…) (…)(…)

XX
Yo soy aquel pequeño travieso que no respira para no hacer ruido. Miro el reloj de la pared. Las once de la noche. Me arrastro con sigilo por detrás de las sillas. Espero. RIIIINGGGGGGG. RIIINGGGGGGG. RINNNNNNG. Antes del cuarto tono, mamá contesta al teléfono. Escucho. Se saludan. Hablan de sus cosas de mayores. Ella le cuenta: “¿Greg? Está fenomenal… Haces muy bien de llamar a estas horas, mejor ahora que lleva un buen rato durmiento… si no se pondría imposible… pero bueno, si no se acuerda de ti, no te echa de menos”. Los dos siguen hablando. Luego mamá le habla en un susurro, hace un “Hm Hm” y se ríe. Y después se despiden con un buenas noches, hasta mañana. Clinc. Ahora, es cuando no tengo que moverme nada nada. Mamá se levanta. Apaga la luz. Yo, maestro del silencio, me deslizo como una serpiente, entreabro la puerta de mi habitación, salto a la cama y me tapo. Con la manta hasta arriba y los ojos fuertemente cerrados. Diez segundos después, se asomará mi madre, me encontrará hecho un ovillo y, entre suspiros, murmurará un: “ay… cuando duermes, pareces un santo…”.   

XXI
Sí: soy ése. El “valiente” que se agarra fuertemente al peluche de la buena suerte para aplacar sus miedos. Lejanos aquellos tiempos, se me escapan al rememorarlos una lágrima y un escalofrío…  Y es que, como decía ella, cuando me acuerdo de ti, papá, te echo de menos. Pero cuando no; también.