domingo, 14 de noviembre de 2010

El triste

I
Cada Viernes, a eso de las seis, abría yo el Liberto. Arriba la persiana. Luces en la barra. Ponía la música que a mí me gustaba. Relajada. Me preparaba un café largo con hielo. Desplegaba el periódico. Y leía. A eso de las seis el Liberto estaba ya abierto. Pero si a esa hora entraba alguien, me jorobaba uno de los mejores y más tranquilos momentos del día.

II
Luego, ya a partir de las siete y media, aparecían los fijos. Los que iban directos a “su” mesa. Los que no necesitaban que yo llevara conmigo una libretita para tomar nota, porque ya me sabía lo que van a pedir. Los “trina” piña. Las “schweppes” de limón. El “yo nada, gracias, Alfredo”. Y el que se lo pensaba cada semana para sorprender. “Un té verde tocado con anís del búho y azúcar moreno”. A esa hora ya aumentaba un puntito la música. Subían los decibelios. El humo empezaba a expandirse. Y tenía la baraja preparada para cuando me la pidieran.

III
Sin embargo, aquella tarde entró Carlos Tejeda muy rezagado. Raro. Venía solo y sin su guitarra. “Qué, chaval, dónde te has dejado a Laura”. Al instante, entendí que mi inocente pregunta no procedía. Respiró hondo. Pensó la respuesta. Y tragando saliva, me contó: “…Alfredo, lo hemos dejado estar…”. Joder, qué mazazo. Me quedé de piedra. Los de la mesa ya debían de saberlo, porque, aunque aparentaban normalidad, habían bajado la intensidad de las voces que estaban dando. Y cómo reaccionaba yo ante una situación así. Le dije: “…tío, ya verás como todo se arregla…”. Porque no hacía falta ser un lince. Carlos aparentaba estar entero y normal. Pero yo, que lo conocía un poco, sabía que anímicamente estaba hecho polvo. Me volví a la retaguardia. Detrás de la barra. A limpiar vasos. Profundamente impactado. Es que estas historias con un final tan repentino, después de haberlos visto tan unidos y tan felices durante tanto tiempo, a mí me tocaban mucho la fibra sensible.

IV
Sucede que cuando uno está de duelo, al principio los demás suelen mostrarse más comprensivos con él. Pero también pasa que si el duelo se pasa, entonces se produce un efecto rebote. Esto le ocurrió a Carlos Tejeda, que empezó a ser conocido, al menos en aquella época, como “El triste Tejeda”.
Él me esperaba cada Viernes, a eso de las seis, cuando yo iba a abrir el Liberto. Con su guitarra acústica dentro de aquella funda azul a cuadros. Me ayudaba a abrir el garito, “¡A la de una, a la de dos, a la de tres, aaaap, arriba persiana!”. Y varié mis esquemas. Ya no leía la prensa. Ya no preparaba un café largo con hielo, sino dos. Ya no ponía la música que a mí me gustaba. Porque Carlos afinaba las cuerdas, y de su garganta y de su tristeza, salían las melodías más sentidas e inspiradas que jamás haya podido escuchar oído humano.

V
“¿Tienes cambio, Alfredo?”. A esas horas, mal estaba la caja, pero reuní monedas suficientes. Él se fue a la esquina, donde estaba el teléfono público con la carcasa de plástico verde, y lo cargó clink, clink, clink. La música muy bajita. Vi cómo contenía el aire mientras sonaban los tonos de la llamada. Y cómo cambiaba su gesto cuando decía: “Hola…”. Cómo sonreía y cerraba los ojos. Concentraba su atención. Hablaba. Escuchaba. Se mordía el labio inferior. Afirmaba con la cabeza. Soñaba despierto. Carlos Tejeda en esencia pura. Y yo, le observaba, sin perderme detalle. “…se acaban las monedas… se va a cortar… que se va a cortar…”. Vino primero un pitido agudo y un clock inmisericorde. Ya. Se cortó. Colgó el auricular. Su primera intención fue gestual: “¡más calderilla!”. Pero, a cámara lenta, regresó al mundo real. Ensombrecido. Me explicó: “Hoy es el cumpleaños de Laura…, y la he llamado para felicitarla… podría haberle enviado una carta, pero más vale una frase mal dicha que cuatro palabras mal escritas”. El triste Tejeda guardó su acústica en la funda. Se arrinconó en el fondo de la barra. Y ya no volvió a tocar en toda la tarde.

VI
Se lo dije claro. Que así no podía seguir. Y le pedí que pasara página. Que espabilara. Que no se anclara ya más. Me escuchó cabizbajo, como si fuera un niño pequeño. “¡Reacciona, tío, reacciona! ¿qué parte del ya-no-estáis-juntos no entiendes?”. Con la cabeza apoyada en las manos, me dijo: “No sé, Alfredo, no sé… Más o menos, he aceptado ya que no vamos juntos. Lo he aceptado. Lo que no llevo nada bien, es ella que esté saliendo ahora con un capullo. Un capullo integral”. Cogió un dardo. Se pinchó un dedo. Para que el dolor confirmara que aquello no era una pesadilla. “Un tío aún más capullo que yo”, recalcó. Tiró entonces el dardo con todas sus fuerzas hacia la diana. Pero lo suyo nunca fue la puntería. Hubo que recoger el proyectil con una escalera. Y míralo: aún hoy se puede ver el agujero que quedó en el estucado.


VII
Estaba yo inmerso en la tarea más ingrata que tiene el Liberto, o sea, limpiando los aseos, que hay que ver lo guarra que es la gente cada vez que sale de casa; estaba yo, como digo, en pleno fregado, cuando vino Carlos Tejeda a despedirse. Un detallazo por su parte. Se iba de Mediavilla para Tondon City, a estudiar Arte Dramático Universal. Como el tiempo se encargó de demostrar, tenía buena madera.

“¿Sabes que Laura va ahora con Arturo?”, me preguntó. Le iba a replicar: “¿y a ti qué más te da?”. Pero me contuve y le dije: “…ese Arturo es buen chaval. Un tío normal con los pies en el suelo. Era lo que tú querías, ¿no?, que ella no saliera con un capullo integral… deberías estar contento y alegrarte por ella…”. Se mordió el labio, en gesto muy característico suyo, y su cara fue un poema. Ya, ya advertí que por dentro no saltaba precisamente de loca alegría.
Entre guantes de nitrilo, botella de lejía, fregona, cubo, y el meódromo a medio limpiar, le deseé toda la suerte del mundo. Y mi amigo Carlos Tejeda me dio un abrazo.

VIII
Yo sigo, cada Viernes, a eso de las seis, abriendo el Liberto, el superviviente de los antros ochenteros. Arriba la persiana. Joder, lo que pesa. Un día de éstos pensaré en poner un motor automático. Luces en la barra. Pongo la música que a mí me gusta. Empiezo con las irrepetibles baladas de Carlos Tejeda. Las he digitalizado. Ahora no tomo café, bebo agua mineral. Despliego el portátil. Y leo la prensa en internet. A veces entra a tomar un cortado la prima de Laura. Sí, sí, Mari Cruz. Y resulta que me cuenta que se acuerda de un concierto, “memorable” afirma ella, que dio Carlos hace mucho tiempo. Y me señala justo el sitio donde estaba la tarima. Y me tararea una canción, ¿ésta la tienes? Yo la busco. La calidad no es muy allá, pero no importa. Me impresiona y me alucina que alguien sea más experto que yo en este tema. Luego, me paga, se despide y se va al ayuntamiento. Y yo tengo ganas de que sea mañana para que venga de nuevo. Entonces me quedo mirando el agujero en lo alto de la pared, sí el del dardo, que ahí sigue. Y pienso en lo obvio. A la primera que pueda se lo contaré al triste Tejeda. Desde muy al principio, esta chica respira nuestra misma sensibilidad y nosotros, que no vemos más allá de nuestras narices, no nos habíamos dado ni cuenta.

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