I
“Dicen que son excusas que les doy para no llevar
a los pequeñajos al colegio, que me
pueden denunciar por eso”, le cuenta el leñador a su mujer, mientras rebaña la
última cucharadada de sopa en el plato. Ella recoge la mesa. En la esquina de
la pequeña casita de madera, los cuatro niños duermen en sus literas. “A lo
mejor esos de los servicios sociales tienen razón”, le dice ella con tacto,
para que él no se irrite. Él se rasca la cocorota con sus rudas manos y se
reafirma: “…aún son pequeños y aquí les enseñaremos lo que tienen que saber
para vivir en el bosque”. “…ése es el problema: ¿y si, en su día de mañana… no
hay bosque?”. Sopla el viento agitando las ramas. Se escucha el murmullo del
agua clara discurriendo entre los cantos rodados. Cantan los grillos melodiosos
su conciertazo nocturno. “… ¿Que desaparezca el bosque? ¡JA! Eso no pasará
nunca, mujer”. Ríe con fuerza. “¡Shhhh… que los despiertas!”. “No padezcas,
están los cuatro rendidos”. No, los cuatro no. Meñiquito no se ha perdido ni
media palabra, contiene la respiración y mantiene los ojos abiertos como platos.
II
Silencio en la casa del bosque. Acostumbrados a
ser seis, ha sobrado comida en la cena. Él casi no habla. Ella le saca las
palabras con cuentagotas. “¿Y era nuevo ese autobús al que se subieron?”. “Bastante”.
“¿Y dices que no se querían subir”. “No”. “¿Y ese profesor tuvo que coger al
vuelo a Meñiquito porque se le escapaba”. “Sí”. Están abatidos. Se despidieron
hoy y ya los echan a faltar. Él no quiere mirar hacia las literas porque le
entra sentimiento. Ahora se arrepiente. “…no les tenía que haber dejado ir… no es
lo mejor para ellos… ¿desde cuándo es bueno que los hijos no estén con sus
padres?”, se lamenta. Ha sobrado hasta en su plato, porque él tampoco tiene
hambre hoy. Fuera, el viento, el agua clara, y sobre todo los grillos siguen su
festival. Qué falta de sensibilidad. Con lo bien que se llevaban con los niños,
podrían por unos minutos, haberse callado un poquito.
III
Poom, poom. Qué ha sido eso. Llaman a la puerta. Pero
muy flojito. A estas horas. El leñador estaba insomne. A tientas, busca la
vela, busca el fósforo. Lo enciende. “Ya va, ya va”, dice con su voz ronca.
Hace relente ahí fuera. No hay luna, sólo estrellas. Al frente no ve a nadie.
Claro, tiene que mirar abajo, para encontrarse al pobre Meñiquito, que está
ahí, tiritando, tieso de frío. Grito de reencuentro. Abrazo intenso del padre y
la madre al hijo pequeñín. Queda decidido que, mañana, pase lo que pase irá a
por los otros tres. Estarán todos juntos de nuevo. El “cómo te has aclarado
para llegar hasta aquí” queda para más adelante. Es que, donde se ponga una
buena luciérnaga, que se quite la mejor bombilla led. Y Meñiquito había ido
dejando a la ida de una en una a sus buenas amigas luminosas para que, a su paso
en la vuelta, le iluminaran el regreso por el frondoso bosque casi como si
fuera de día.
IV
Normalidad en la cabaña del bosque. El leñador no
sale solo a trabajar. Con él, sus cuatro retoños. Tienen que formarse. Detrás
de todos, va el valiente Meñiquito, que apenas puede levantar el hacha con sus
dos manitas. Bueno, normalidad lo que se dice normalidad, no. Cada vez gritan
menos: “troncooooo vaaaaaa”. Cada vez se cruzan con más advenedizos que se les
adelantan y les derriban los árboles más robustos. No se regenera el bosque con
la velocidad con la que se tala. Cada vez van quedando menos troncos y más
lejanos. Encima, los que quedan, se pagan peor, porque en las serrerías empiezan
a traer maderas de fuera aunque no tengan la misma calidad. Sentados en la
mesa, absortos frente al plato, con los niños acostados en las literas que se
van quedando pequeñas para todos menos para Meñiquito, el leñador y su mujer
concluyen: “…ahora sí, ahora habrá que hacer algo”.
V
Sopla el viento agitando las ramas y ensuciándolas
con el polvo que levanta en la cantera que las excavadoras abrieron. Los cantos rodados, secos, esperan en balde
que venga el agua y siga redondeando sus aristas. Y de los grillos nada se
sabe. Hace ya mucho que se fueron con la música a otra parte.
VI
Pero qué alto se ha hecho. Está cumpliendo la
palabra que dio a sus padres. Vuelven. Los cuatro. Fue difícil reunirlos, cogerlos
de las orejas. Ahora ahí están. Eso es lo que importa. Meñiquito consulta el
gps. “A doscientos metros, gire a la derecha”. Avanza. Los tres hermanos
mayores le siguen, como siempre han hecho. “¿Estás seguro? Ahí hay un barranco”.
Rabia le da que le discutan, pero la verdad es que por ese mismo sitio han
pasado ya… tres veces. Con el rostro enrojecido por el calor, la boca seca y
los mosquitos asediando, sigue, y le siguen, adelante. “Yo creo que era por ahí”.
“No, no, a mí me da que por allá”. “Volvamos al principio”. “Jo, llevamos todo
el día andando, me duelen los pies”. Los cuatro hermanos hablan a la vez. El
sol se inclina por debajo de la copa de los árboles que quedan. El gps dice que
“nivel de batería bajo”. Y, flap, al segundo se apaga. Meñiquito grita: “¡EEEEHHHHH!”.
La montaña, como antaño, le devuelve su voz: “¡Eeeeeehhhh!”. Se rinde, se
rinde. “¿Verdad, hermanos, que nosotros nacimos y crecimos aquí?”. Casi no hay
respuestas. “Bien, bien no me acuerdo”. “Sí, pero no”. “Esto no está como
estaba”. Los tres mayores se miran entre sí piensan que a Meñiquito se le ha
ido un poco la cabeza cuando ven cómo arroja al suelo el gps y grita
enrabietado: “¡más me hubiera valido ir tirando las migas de pan el día que el
padre nos trajo!”.
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