lunes, 23 de noviembre de 2015

El papel del padrino

I
Este año voy yo solo a ver a mi padrino. Conste que yo no quería. Para qué. Nunca me aciertan los Reyes allí. Ha sido mi padre el que ha insistido. Y encima él no me acompaña. He esperado bajo la marquesina donde paran los Autobuses Urbanos. Agudizo la vista. El primero no es. El segundo tampoco. En cuanto he distinguido que el tercero sí, que era el 81, el que hace las Grandes Vías, he levantado la mano, como un torero, y cuando ha parado frente a mí, me he subido. Con las monedas justas. Tres duros. El conductor me ha dado un ticket rosa y yo, agarrándome al pasamanos, he tirado hacia dentro. Qué sofoco. La bufanda me da cuatro vueltas al cuello. Cosas de mi madre.  La ha apretado bien, “para que no cojas frío”. Yo les había dicho que sé ir. Que me acordaba de las otras veces. Pero ahora que no tengo quien me guíe, me asomo, y las calles de Mardebé me parecen muy distintas a lo que yo recordaba. Pego la cabeza al cristal, dándome pequeños coscorrones. La Navidad se agota. Los ábetos pierden pelo a la carrera en las entradas de los Grandes Almacenes. Estoy llegando. Creo que nos estamos acercando a la parada. He estirado la mano y he apretado el botón “SOLICITAR PARADA” cuatro veces. DING-DING-DING-DING. Me entra mucho nervio al pensar que el chófer no me va a oír  y que va a pasar de largo. El bus se escora, se arrima a la acera, y entre traqueteos abre su doble puerta. De un brinco, voy fuera. Estoy a salvo. Lanzando una nube de humo negro, el 81, sigue su ruta. Miro alrededor. Da susto. No parece que viene nadie, pero es poner un pie bajo la acera, y salen cien coches zumbando. Me sitúo. Me oriento. Calle de la Lumbre. Es por allí.
II
Ya casi me iba cuando he escuchado un: “¿Quiénnn?”. Qué vocecilla me ha salido para decir al interfono: “Que soy Isma”. Voz aguda de tímido, voz de “perdonen que les moleste”. Segundo piso. Puerta seis. Me abre ella. La mujer de mi padrino, que no sé cómo se llama. Qué recibimiento. “¡ISMAAAA, qué mayor, cómo has crecido, chico!”. Dos besos en la mejilla. De los que dejan el oído pitando. A la entrada, un gran Belén con sus luces encendidas. Me quedo embelesado mirando los detalles y las figuritas. Me encanta el río con agua de verdad. Me gusta mojarme ahí los dedos. Y secarme después con la manga del abrigo. Me empuja hacia dentro, hacia el despacho. “Siéntate, Jerónimo vendrá enseguida…¡Jeroooo, mira quién está aquíiii!”. Los pies cuelgan: no me llegan al suelo. Siempre miro hacia la orla, no hacia la pared revestida de libros y enciclopedias. Universidad de Mardebé. Facultad de Economía. Arriba a la derecha, con la B de Bonet, mi padre cuando aún tenía pelo. Abajo, en la última, con la Y de Yagüe, su amigo Jerónimo. Mi padrino. “¿Quieres tomar algo?”. Esta señora no me da tregua. Aparece con una bandeja. Naranjada y empanadillas de chocolate. Están de miedo. Cojo una. “¿Cuántos años tienes ahora?”. Me atraganto. Con la boca llena me sale un: “Dozzzzeeee”. Se me va el gas por la nariz. Qué mal trago. Ahí es cuando aparece Jerónimo. Un junco. Un palo de escoba con nuez. Con su bata cruzada. Sus zapatillas de ir por casa. Parco en palabras. Se sienta. Frente a frente. De qué hablan una persona mayor y un chaval que apenas se conocen. De casi nada. “Qué tal el cole”. “Qué curso estás haciendo”. No puedo resistirme. Cae otra empanadilla. “Cómo están tus padres”. Mastico deprisa para responder. “Bazzztante bien. Te envían recuerdozzz”. Ella aparece con un regalo envuelto. Lo abro. Un libro. Un capitán de quince años. De Julio Verne. Joyas Literarias Juveniles. No digo que lo tengo. Aquí se deshace el misterio. Aún esperaba que los Reyes supieran que necesito un coche nuevo de escalextric. Doy las gracias. Me levanto y me disculpo: “…tengo que irme, aún hemos de pasarnos por casa de los abuelos”. Me acompañan a la puerta. Pongo el dedo de nuevo en el agua verdadera del río del Belén. Me repiten los cumplidos. No hago larga la despedida. Bajo de dos en dos, con el libro bajo el brazo. Cae el día. Ahora sí que atenaza el frío en la parada del 81. Menudo viento sopla congelando mi nariz. Sí. Tengo una buena bufanda. Lo que pasa es que, por vueltas que le dé, nunca me quedará tal y como me la había puesto mi madre.
III
Lo peor del día de Reyes es su noche. Mañana ya hay colegio. Me acuesto temprano. Me tapo bien con la manta. Mis hermanos aún revolotean por ahí. Con los juguetes de sus padrinos. Mola el robot, mola el billar, la verdad. Mi libro repe descansa en el escritorio. Escucho un reproche. Es mi madre que, con voz muy agria,  le echa en cara a mi padre: “¿Ves lo que pasa, Bonet? Por ti y tus cabezonerías, el pobrecillo Isma, a la hora de la verdad, no tiene padrino”.
(…….)
XXXI
De repente, Mardebé. Trescientos cincuenta kilómetros durmiendo. Ufff, mi espalda. Ufff, qué bostezos se me escapan. Le doy codazo a Lucas, “ehhhh… que ya hemos llegado”. Se revuelve hacia la ventanilla. “… déjame, yo quiero dormir más”. Busco la bolsa en el altillo. El chófer está abriendo el maletero y está empezando a repartir equipajes. Nos quedamos los últimos. Anoche estuvo muy bien. La última antes de vacaciones. Nos reímos un montón. Nos pasamos un poco con las cervezas. Y de ahí, arrastrando las maletas por la estación, al autobús que salía a las seis. Lucas entreabre los ojos y me anuncia: “¡Mira!: tus hermanos están ahí bajo,  han venido a recibirnos”. Qué raro. Ellos aquí. Se me congela la sonrisa cuando les noto el semblante demudado. Me abro paso. Algo pasa. No son capaces de articular una palabra. Se me abrazan. Me vengo abajo. Por favor, por favor, sea lo que sea,  que esto no me esté pasando.
(…..)
XLI
Cómo ha cambiado la línea 81. Ahora paso el bono de 10 y la maquinita imprime una fecha. Voy hacia delante. El autobús está a reventar. Por detrás empujan. Aún cabremos unos cuantos más. Pienso en lo que voy a decir cuando llegue a la calle de la Lumbre. Intento ordenar mi cabeza. Le hablaré claro. No pienso dejar… él no tiene por qué… Uffff casi se me olvida apretar al botón de “SOLICITAR PARADA”. Ya estamos aquí. Bajamos unos cuantos. Me lanzo al ruedo, es decir a la calle, esquivando los coches que vienen. Cuando llamo al timbre del telefonillo, es él quien pregunta: “¿Quién?”. “Soy Isma”. Menudo vozarrón de tenor que se me ha quedado. Subo de dos en dos los escalones. Treinta y ocho. Me recibe en la entrada. Jerónimo, mi padrino, sigue siendo un palo de escoba con nuez.  Qué sensación más extraña no encontrar un Belén en el recibidor ni tener agua con la que mojarme los dedos. Es que estamos en Septiembre. En el espejo veo el reflejo de mi corbata negra. Me estrecha fuertemente la mano. Me hace pasar hacia el despacho Yo clavo la mirada hacia la pared repleta de libros. Si miro hacia la otra pared, donde cuelga la orla, me entrará invitablemente un nudo en la garganta que podrá conmigo. Ahí me trabo. “No tienes por qué… tu papel de padrino no te obliga a nada”, empiezo diciéndole, “…ya he decidido dejar de estudiar… voy a buscarme algo, lo que sea… “. Suspira. “Cuántos años tienes ahora, Isma”. “Diecinueve”. Él resuelve: “…tema zanjado… mientras aproveches… estudia… y no te preocupes por otra cosa”. Por el silencio que viene a continuación parece que estoy muy entero. Pero la memoria que va por libre me trae la voz de mi madre: “por ti y tus cabezonerías, a la hora de la verdad, el pobrecillo Isma no tiene padrino”. Eso me remata. Inconsolable, acabo ahogándome en un mar de lágrimas.
(….)
LXI
Me hubiera sabido fatal. Al final ha aparecido. Con la ceremonia empezada. Se ha colocado discretamente en un banco de la penúltima fila. A mi mujer le he dicho, “ahora vengo”. Y me he ido directo a por él. El crío llora. Y su llanto resuena en el templo. Es normal. Es lo suyo. No ha querido el biberón cuando tocaba y ahora tiene hambre. Abrazo a Jerónimo. Y lo atraigo hacia delante, ”ven con nosotros”. Se resiste levemente. El sacerdote prosigue entonces la celebración del bautizo. Qué raro se me hace ver a Lucas ahí, con chaqueta. Porque me empeñé, que si no… Menudo enfrentamiento tuve con Sonia. “Lucas… no es de la familia… cualquier día desaparece… a ver si te crees que con él el peque va a tener la misma suerte que tú con tu padrino…”. Yo, a Lucas, lo tengo aleccionado: “¡Coche de escalextric!, ¿lo tienes claro, padrino roñoso?”.  Y en caso de que le caiga un libro repetido, que no padezca por eso mi hijo… que aquí está su padre por mucho, mucho tiempo para que nunca, nunca le falte de nada.

martes, 10 de noviembre de 2015

Recuerdo del líder


I
No sé si este cole nuevo me va a gustar. Para empezar es enorme. Tenía que haber venido el Sábado pasado para ver dónde están las clases. Pero mis padres no podían. Aún hay globos en la entrada de la fiesta de bienvenida. Cuarto B. Busco Cuarto B. Me han dicho arriba, al fondo, a la izquierda. Será por aquí. Entre empujones subo, peldaño a peldaño. Cuánta gente. Cuánto grito. La sirena ha sonado hace un buen rato. No conozco a nadie. Ellos sí se conocen del curso pasado. Hablan todos con un acento muy raro. No hay quien les entienda a la primera. Me entra sentimiento. Yo quiero volverme a Gorroperdido. Cartel en la puerta. Cuarto B. Puerta cerrada. Abro. Asomo la cabeza. Pregunto: “¿Cu, cu, cu cuarto B?”. Descojone general. De mi cara. De mi voz. Mal principio. Sí, sí, sí: Yo quiero volverme a Gorroperdido.
II
Hoy había partido en el patio. Contra Cuarto A. He preguntado si podía jugar. Uno grande y gordo que se llama Héctor me ha ordenado: “Tú, Cucú, ponte de portero”. Me pusieron “Cucú” por lo de “cu, cu, cuarto”, en mi entrada triunfal el primer día de clase. He parado un penalty. Más bien me han fusilado. No me he movido y el balón casi me revienta los pulmones. Me he quedado grogui. Un poco más abajo y digo yo que me deshueva. O un poco más arriba y digo yo que el Ratoncito Pérez tiene faena extra esta noche. Al final hemos perdido de dos. Conste que ninguno de los goles que me han colado ha sido culpa mía. Hemos vendido cara la derrota. Resudados y de vuelta a clase, Héctor ha refunfuñado: “Esto con Barea no hubiera pasado”. “¿Barea? ¿Quién es Barea?”.  “Un tío grande de veras”, ha dicho esto y ha buscado la confirmación de los otros. Todos, a coro, han asentido: “Un fenómeno, Barea”.
III
Barea por aquí, Barea por allá. En clase hablan de él a todas horas. “Tú, Cucú, como eres nuevo…”. Ya está. Como soy nuevo me lo he perdido y no le he conocido. Hablan tan bien, pero tan bien, que me extraña no tenga un monumento en la entrada del colegio, o que ésta no sea la Avenida Barea en lugar de la Avenida del Este. Hoy, por ejemplo, el Balaguer, el de Lengua, ha preguntado el pluscuamperfecto de subjuntivo del verbo “saber”, y todo bicho viviente ha agachado la cabeza a la vez que ha escondido la mano. Entonces el Bala ha soltado su ocurrencia: “Barea lo hu-bie-ra sa-bi-do”. Cuando, con efecto retardado, la gente ha caído en la cuenta, “ahhh…..”, la carcajada ha sido general. Barea lo tenía todo. Por lo que interpreto, también debía de ser el empollón.
IV
“Y Barea era muuuuy guapo”. Me lo dice Geli con tanta rotundidad que me doy por aludido. Que yo soy el contrapunto. Que  yo soy feo un rato. “Ese sitio, contigo ha perdido mucho”. Me rasco la cabeza. Yo me senté aquí porque vi el pupitre vacío. No porque supiera que el año pasado él se sentaba en él. Resoplo. Tanto que, el rotulador Carioca rula y cae al suelo. Me agacho. Y al levantarme, en el dorso de la mesa qué veo. Un corazón en el contrachapado. Y dentro, dos nombres. Barea y Geli. Una evidencia. Una prueba de que este tío existió y dejó huella. “¡Geli, agacha, mira!”. La llamo. Se asoma. Ensombrece entonces su rostro. Traga saliva con dificultad. Tiemblan sus labios. Y enrojecen sus ojos. Vaya. “Qué te pasa Geli, por qué te pones así”. Se encoge de hombros. “…porque lo nuestro ya no será… porque lo echo mucho de menos”. Me incorporo. Con envidia, pienso… Qué tío más grande debía de ser este Barea. 
V
Revuelo en el aula. Es que hay carta de Barea. Por lo bajini. Ha escrito a Héctor. “Nos da recuerdos para todos…”. Por debajo de las mesas, entre las piernas va pasando un folio. La letra es de aquellas que se adivinan más que se leen. Cuando llega mi turno para leerla, me miran y me saltan. Me siento excluido. El gigantón prosigue: “…dice que vayamos a visitarle a Delcid”. Chissss, chissss, que viene el Bala. Antes de que el profesor entre en la clase, Héctor ha dado la consigna: “Reunión en el patio: Vamos a verle”.
VI
“Tú no”, me paran con la palma de la mano. Eso me sienta como una patada en los mismísimos. “Por qué yo no”, protesto. Insisto. Soy de Cuarto B. Quiero ir. “...porque tú no le conoces”. El Chufi, el Paella, Geli, esperan a que me retire para empezar a desarrollar el plan. Van listos. Me quedo quieto. Héctor me reta con la mirada. La mantengo. Al final, ve que los minutos pasan, y cede anunciando: “…el día D será el Sábado 7 de Noviembre”.
VII
Al cerrar la puerta y dejar a todos durmiendo en casa, qué cielo tan raso. Tan plagado de estrellas. Tan frío. Brrrr. Qué relente. Cargo con la mochila en el hombro. Pesa. Dentro, llevo lo que me tocaba a mí. Diez sandwichs de york. Cuatro latas de berberechos. Cuatro bolsas de ganchitos al queso. Ocho latas de naranjada. Un tubo de leche condensada. Y tabletas de chocolate crujiente.  En la cartera, mis ahorros, por si acaso. Bate mi corazón con nervio. Cuando llego, apenas nadie en la Estación. Qué luz tan apagada la de estas farolas. Un tipo durmiendo en un banco. Habíamos quedado a las seis y media junto a la taquilla de Trenes con Salida Inmediata. Por ahí van llegando. Ahí veo al Paella. “Ehhhh….”. Por allá se acerca el Chufi. Así se hace. Con puntualidad mardebiana. Todos con cara de susto. A ver qué pasa cuando nuestros padres lean la nota que hemos dejado diciendo que volvemos mañana. Geli ya se borró y dijo que no podía venir. Pero… “¿Y Héctor…? Es el principal”. Miramos el reloj. Faltan diez minutos para que salga el tren. “¡Ahí viene!, ¡Bien! ¡ya estamos todos!”. Palabras las justas. Un poco de miedo en el cuerpo sí que entra, sí. Vamos al andén, vía cuatro. Por encima de la megafonía, suena una llamada: “¡Héctoooorrrrrrrr!, ¡Ven aquí inmediatamente!”. Ese grito paraliza al grandullón, y por efecto dominó también a nosotros. “¡Arrea!¡Es su madre!”, exclama el Chufi. La señora, en dos zancadas se planta ante nosotros. A Héctor le sale una vocecilla deconocida, suplicante: “…mamá… yo te explico… yo te cuento…”. Ufff, cómo le coge la oreja. “…. Ay, ay, suéltame mamá, por favor, ay…”. Me duele hasta a mí. “¡A mí no me cuentes nada… a tu padre sí, cuando lleguemos a casa, vamos…! ¡Nos vas a matar a disgustos!”. Cómo le estira. Se va. Se va. Sin decirnos nada. Nos quedamos quietos. Ha sido un visto y no visto. Acaba de caernos un mito. Héctor. Ahora qué. Retrocede Paella. “¿…se aborta la misión, Cucú?”. “Después de todo… tan poco pasa nada si no vamos a verle”, inquiere Chufi. Me muerdo los labios.  “Tren con destino Delcid se encuentra situado en Vía 4. Efectuará su salida en breves momentos”. Pienso en una fracción de segundo y resuelvo: “…primero, no se os ocurra llamarme más Cucú… segundo: ¡…nosotros no nos rajamos! ¡vamos arriba, venga…!”. Me secundan. Ya estamos arriba en la plataforma. Suena el último silbido del tren a Delcid. Ahí me pongo trascendente: “…y tercero: aunque ya pocos te recuerden, ¡va por ti, Barea!”. Ellos me miran raro. Debe ser porque lo he dicho yo,  que soy el único que no lo conoce.



domingo, 1 de noviembre de 2015

Tarjeta blanca



I
Yo no vuelvo a casa. Ni de coña. Ahí se ha quedado el plato frío, encima de la mesa. A ellos no les entra que no me entre. Lentejas, buag. Cuando lleguen ya verán que me he ido. Que me busquen si quieren. Me he puesto la sudadera. He cogido la bolsa de deporte, he metido un poco de ropa, y mientras despejo mi sofoco con el aire frío de la calle, he ido pensando… dónde voy yo ahora. Lo más fácil, lo mejor:  A la estación.  A comprar un billete cualquiera de lo primero que salga. Lo que faltaba. Que empiece a chispear. Qué fastidio. Me muerdo los labios, agacho la cabeza. Me puede la rabia. Me ciega la injusticia. Me… HIIIII…. HIIIII….. PLOOOMMMMMMMMMMM
II
“De verdad, no se preocupe señor, que no me he hecho nada”. Uffff, qué golpe. “…la culpa ha sido mía, por no mirar y por cruzar donde no debía”. Me sacudo las mangas y los codos. La bolsa de deporte se ha ido a tomar por saco. Hay una señora que me la trae. “Toma chico… para haberte matado”. El vaquero sí, el vaquero tiene un siete a la altura de la pantorrilla. Me recompongo. El hombre, lívido, apenas articula palabras sin tartamudear. “…por lo menos vamos a un centro médico, que te miren para más tranquilidad”. Siempre he sido tozudo. “No, no, no”. Se ha formado atasco. Un impaciente machaca su claxon unos metros más hacia abajo. Desde la acera, un peatón le increpa, “¡pítale a la oreja de tu madre…!“, e interviene: “yo lo he visto todo y usted iba un poquito fuerte”. Zanjo el tema. “Váyase tranquilo: estoy bien”.  El señor saca de su cartera una tarjeta y me la tiende: “para lo que necesites”, me dice. La guardo en el bolsillo trasero del pantalón. Luego, sube a su coche, un Tiburón. Arranca. Me aparto. Se descongestiona el tráfico. A los tres minutos, aquí no ha pasado nada. Vehículos y peatones vuelven a ir cada uno a la suya. Me apoyo en una farola. Me siento un poco desorientado. Calle del Limbo, parece que pone. No sabía que existiera esa calle en Mardebé. Respiro fatigado. Renqueante, apoyando poco la pierna, regreso hacia casa. Ésta será sin duda una de las fugas más breves que en la historia se han dado.
III
Aquí estoy. Sentado frente a un libro que no miro. Menuda ayuda la tarjeta que me ha dado el tío ése. Está en blanco. Por delante y por detrás. Me dan ganas de partirla a trocitos. Me contengo. La guardo. De recuerdo. Para recuerdo, el de mi pantorrilla que arde y se enciende por momentos. Oigo la llave de casa. Qué raro a estas horas. Pasos en el pasillo. La puerta se abre bruscamente. Aparece mi padre. De las lentejas no habla. “Levántate, Enzo, te esperan en la Clínica Riviera. Vas a que te miren. YA”. ¿Qué? ¿Cómo se ha enterado? Arrastro la silla. Obedezco con una mueca de escozor. Le sigo. No me hace preguntas. A lo que interpreto, el que me ha atropellado esta mañana con el Tiburón no se ha quedado convencido, ha dado instrucciones en ese hospital privado, allí, indagando, han dado con mi padre, y ahora vamos a lo que vamos. 
LXV
Tenía la esperanza de que la rebajaran. Pero quiá. Rebajas de Enero, y ahí la tienes, Raqueta Jack Kramer, mil quinientas pelas. Como tienen la venta asegurada, amarran el beneficio y no bajan ni un duro. Qué aprovechones. Pero yo la quiero. La he cogido, la he empuñado. Qué ligereza. Qué cordaje. Qué color amarillo más potente. La he llevado a la caja, con la funda blanca a juego. La cajera me ha mirado como se mira a un sospechoso. Sí. Qué pasa. Yo la puedo comprar y la compro. “Mil quinientas setenta y cinco”, ha pedido. He abierto la cartera. He empezado a rascar. Yo juraría que tenía. De la hucha, pasaban de mil cuatrocientas. Casi todo por las estrenas de Navidad. Yo tenía. He empezado a sumar. He empezado a acelerarme al constatar que me quedo corto. Detrás, una cola que empuja y apremia. Glup. He mirado con cara de lástima. ¿Les vale con las mil cuatrocientas sesenta y seis? He rebuscado en mi cartera vacía y repelada. Nada. Qué chasco, qué sensación más desagradable, pensar que uno llevaba contante y sonante suficiente y comprobar luego que se queda corto. Qué vergüenza. La señora cajera ha señalado: “puedes pagar con la tarjeta blanca si quieres”. ¿Quéeee? Se refiere a aquella tarjeta blanca que me dio hace dos años el del Tiburón. ¡Pero si es un papel sin nombre, sin letra, sin nada! Se la he mostrado “¿con esto se paga?”. “Pues claro”. Glup. He tenido una duda existencial. Lo hago o no lo hago. Sí o no. De indecisos está el mundo lleno. Sea. Adelante. He salido de los grandes almacenes con una flamante raqueta Jack Kramer. Con las mil cuatrocientas sesenta y seis en la cartera. Y con la sensación de que me estaba llevando algo que no es mío.
LXVI
Menudo chollo. Yo primero voy al de la taquilla del cine con las cien pesetas que vale la entrada. Pero al mismo tiempo, le pregunto: ¿Esta tarjeta vale?. Ni pestañean. Me dan el ticket. Y con media reverencia me invitan a pasar a la sala. Me estoy poniendo morado a ver todas las películas de estreno de Mardebé por el morro. Excalibur la he visto dos veces. Por encontrar una pena, la pena es no haberme dado cuenta antes de lo que se puede hacer con la tarjeta blanca.
LXVII
Él entra en mi habitación. En el frío que le acompaña de fuera noto lo recalentada que está. “Estoy estudiando. Mañana tengo examen de Física”. Se me queda mirando. Dejo el boli encima de la mesa. “¿Pasa algo?”.  “Estoy extrañado, Enzo… siempre me persigues para que te adelante la paga… y hace como cosa de dos semanas que no nos pides un céntimo… Bien por ti, hijo… bien porque empiezas a valorar lo que nos cuesta de ganar”. De la cartera, saca uno de quinientos, y lo deja encima de la mesa. Gluppp. Pienso en rechazarlo, pero se va a notar un montón. Así que me sale una sonrisa de iluminado, agradezco la gratificación, y pongo el dinero en la hucha. Estoy rumiando que me he cansado de la Jack Kramer y ya le he puesto el ojo a una Donnay que es la pera limonera.
LXVII
La duda total: ¿Tiene límite en el tiempo y en la cantidad esta tarjeta blanca? ¿La aceptan en todos los sitios? ¿En todas las monedas? ¿Puedo entrar en un concesionario y comprarme un bólido? ¿Puedo ir al piso piloto de una constructora y dar la entrada para dejar de vivir en esta casa llena de goteras y grietas? Y sobre todo: Si el dinero no se crea, aunque sí se destruye… ¿de dónde sale todo esto…? Se me hace un nudo en el estómago. Me da por pensar que, si hago ostentación, la gente allegada me hará preguntas y yo no sabré dar respuestas... En mis pesadillas, sueño que me roban la tarjeta. Mi tar-jetaaaaa. Bueno, últimamente no tengo demasiadas pesadillas, porque también últimamente, tengo la cabeza tan acelerada que por mucho que quiera y me canse, apenas duermo.
CCVIII
Al salir de clase, Avril se me ha acercado. La noto extraña. En un aparte, a la primera que ha podido, me lo ha soltado: “Enzo: tú robas”. Qué sacudida escuchar eso. Al instante me he rebotado, “¿Yo? Qué va, qué va… pero bueno, por qué dices eso”. Me acusa ella, que es quien más me importa en este mundo. “…no sé cómo lo haces… con el sueldo que tienen tus padres… no me cuadra que hoy hayas estrenado otros vaqueros con etiqueta roja… y no puedo aceptar que me regales este reloj precioso… a no ser que me digas que es una imitación”.  No se lo puedo decir  porque es auténtico. “Más vale que no sigamos con lo nuestro… no quiero tener que ver cómo cualquier día viene la policía y se te lleva”. Se ha levantado de la cafetería y se ha despedido. Me he quedado quieto, solo, helado, con la certeza de que tiene razón. No sé a quién, pero yo robo.
CCIX
Avril significa tanto que se lo he querido contar con pelos y señales. Que me quería escapar de casa por un plato de lentejas. Que crucé sin mirar. Y que un Tiburón dio al traste con mi fuga. Le muestro la tarjeta blanca. Sin trampa ni cartón. Aquel tipo me dijo: “para lo que necesites”. Le he contado que tardé dos años en darme cuenta de para qué servía. “Y, créeme, engancha”. Ella puede creer que efectivamente engancha. Lo que le cuesta creer más es el episodio en sí. Pregunta, a pregunta, me hace empezar de nuevo por el principio. Y revivo la historia, segundo a segundo, desde la calle del Limbo.
CCXX
Ya no me quedan uñas. Ni lágrimas en los ojos. Me derrumbo en la sala de espera. Alrededor están sus padres, sus hermanos. Avisan a los familiares de los ingresados en cuidados intensivos. Me dan con el codo, “pasa tú, Enzo, a ver si la animas”. Tiemblan mis piernas. “Qué has hecho, Avril, qué has hecho”. Entorna los ojos hinchados. Me ve. Y solloza. Después de mucho buscar, topó con la calle del Limbo. La buscaba cada día, desde que le conté la historia de mi tarjeta blanca. Y justo en la bocacalle, vio acercarse un Tiburón con sus luces amarillas. Qué casualidad, con lo raros que son ahora.  Avril me dijo que lo vio tan, tan claro, que con toda la fe del mundo se tiró a su paso. El coche entonces le pasó por encima. “…el joputa se dio a la fuga… querido Enzo: a ti te atropelló un ángel… y a mí un demonio”.
CCXXI
Cae intensa la lluvia colmatando los imbornables. Subo el cuello de mi cazadora con caballito de polo en la entrada del hospital, después de discutir agriamente con la dirección. Los muy estúpidos no quieren admitir mi tarjeta blanca para acelerar el tratamiento de Avril. “lo sentimos… esa tarjeta es intransferible… para esta paciente no sirve”, se limitan a decir. Hago una bola con ella. A la papelera. A la mierda. No quiero nada para mí que no me haya merecido por mí mismo. Nada. Como si me hubiera liberado de un peso, mi tar-jetaaaa, mi tesorooo, me sacudo las manos y vuelvo hacia dentro. Sí. Seguro que, ahora cuando se lo cuente,  Avril estará muy orgullosa de mi gesto.
CCXXII
Pues no. Todo lo contrario. Avril me llamó “idiota con todas sus letras”. Y me empujó, “búscala otra vez…esa tarjeta blanca es tuya, es la que te ha regalado a ti esta vida… aprovecha la oportunidad… sin complejos… exprímela… haz el bien con ella…”.  Ufff. Avril me ha puesto los pelos de punta. Así que aquí estoy otra vez, mojándome la cara porque llueve de lado. Llevo media hora revolviendo la papelera y no la encuentro, BUFFF… yo la había tirado aquí… pero si no aparece, no pasa nada, porque pienso en un plan B… Salir corriendo hacia la estación del tren, con la idea de coger un tren cualquiera… Y, de camino, cruzar a todo meter y sin mirar la calle del Limbo.